Kitabı oku: «Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso», sayfa 4

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Entonces el cardenal tosió sangre y se lanzó sobre el escritorio. Brendan corrió y levantó al viejo por los hombros. Vio la mano y el mango del estilete que le salía al hombre del estómago. También vio que era demasiado tarde.

—Ruegue por mí, sacerdote. A usted Dios lo escucha. Ruegue por mí. Ayude a que mi alma encuentre su camino al Cielo.

—Lo haré.

—¿Entiende… lo que… quiero decir?

—Sí. Lo haré.

Y entonces el anciano expiró. Brendan caminó al armario en un rincón del despacho, sacó una sotana y se la puso. Retiró el crucifijo del cuello del cardenal y lo colgó del suyo. Luego se arrodilló junto al cadáver del anciano y empezó a realizar los últimos ritos, su último rito. Por primera vez en cinco años, rezó a la vieja usanza, como si importara.

EL SHERIFF DEL “MÉTODO”

ED LACY


Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias no­velas firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones crudas de tema policiaco que pu­blicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromi­so con temas sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una travesura muy divertida.

EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que conectaba la autopista con un nuevo puente.

El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y gritó:

—¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!

La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le desorbitaban por el susto.

—¿Un… un asalto?

El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de la pistola con la otra.

—Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.

—Ay, tío, unos… —Emma comenzó, pero se interrumpió al no lograr contener el llanto.

—Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme she­riff Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.

Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro hombre presente en el banco, el gerente.

—A ver, Tom, ¿qué pasó? Dímelo ya, los primeros minutos después de un crimen son los más importantes.

—Pues abrimos como de costumbre, a las 9:00 a. m., hace media hora. Entraron dos hombres al banco. Yo estaba en el escritorio, revisando el correo. Desconocidos, pero no me despertaron sospechas. Emma tenía abierta su ventanilla y Helen estaba en la bóveda. Unos minutos después salie­ron del banco, y fue entonces cuando Emma gritó. Le pasaron una nota, donde le advirtieron que si no llenaba de billetes una bolsa grande de papel que le dieron, nos matarían a todos. Alcancé a oír que un carro se ponía en marcha, pero con tanto tráfico no supe en qué dirección se fueron. De cualquier modo, corrí a la puerta y después lo llamé a usted.

El sheriff Banes se buscó un cuaderno en los bolsillos de la chamarra y terminó por tomar papel y lápiz del escritorio del gerente.

—Bien, ¿a qué hora exactamente cometieron el robo, Tom?

—Yo diría que… a las 9:32 a. m.

Después de humedecer el lápiz con los labios, el sheriff Banes tomó nota.

—¿A cuánto asciende el robo?

—No he sacado cuentas todavía, pero unos veintiséis mil dólares, todo en billetes de baja denominación.

El gerente se sentó y apoyó la cabeza en las manos.

—Hank, apenas abrimos esta sucursal hace tres meses y ya nos asaltaron. ¡Me despedirán!

—¡Deja de quejarte! ¿Puedes describirlos con precisión, Tom?

—Apenas eché un vistazo, usted comprende. Como de unos treinta años ambos, de complexión mediana. Vestían traje oscuro y… el más gordo llevaba una bolsa de compras. Era el que no llevaba sombrero y tenía pelo negro, bien peinado. El otro sí tenía puesto un sombrero y traía un perió­dico en la mano… No recuerdo haber notado el color del pelo.

—Yo sí logré verlos, Hank —dijo Helen Smith, asomada desde la entrada de la bóveda, atrás de las ventanillas de las cajas.

Helen era una mujer madura, regordeta, con pelo rubio deslavado.

—El que no llevaba sombrero tenía pelo muy oscuro y cara de rasgos afilados, con aspecto extranjero, y uno de esos bigotes estrechos. Creo que el que llevaba la gorra de cazador era calvo, y…

—¿De qué color era la gorra de cacería, Helen? —preguntó el sheriff, con el lápiz en la mano rechoncha.

—Pues, creo que de color marrón.

Emma se incorporó de su silla.

—¡No, no! ¡La gorra era más bien anaranjada! Fue él quien me pasó la nota y puso su periódico doblado sobre el mostrador.

—¿Notaste con qué acento hablaba?

—Tío, ninguno de los dos habló. Sólo me dieron la nota, escrita a máquina, que decía: “Llene la bolsa de dinero o mataremos a todos. En el periódico hay una escopeta de cañón corto. Espere diez minutos antes de dar la alarma. Afuera hay otro hombre con una metralleta”. Tuve tanto miedo que metí todo el dinero de mi cajón en la bolsa grande de papel. ¡Casi me desmayo! Me tapaban toda la ventanilla y no pude hacerle una señal a Tom ni…

—¿Dónde quedó la nota? —la interrumpió el sheriff Banes.

—¿La nota? Se la llevaron, con el dinero.

Banes gruñó.

—A ver, piensa con cuidado, Emma. ¿Notaste algo especial en la bolsa?

—¡Sí! ¡Ahora que lo pienso, la bolsa tenía impreso el lo­gotipo de A&P!

El sheriff empujó su sombrero hacia atrás y se rascó los cabellos grises despeinados.

—Maldita sea, debe de haber una docena de esos supermercados dentro de un radio de ochenta kilómetros desde aquí. Bueno…

Giró hacia el escritorio y tomó el teléfono.

—Más vale llamar a las barracas de la tropa. ¿Alguien se fijó en la marca del carro en que se fugaron?

Las dos mujeres y el gerente menearon la cabeza. Emma habló:

—Creo, pero ahora no estoy tan segura, que vi a través de la ventana un viejo sedán gris estacionado afuera del banco.

El sheriff sacudió la cabeza y colgó el teléfono.

—¿Había alguien más en el banco?

—No, señor, apenas acabábamos de abrir.

—¿Por qué tenían todo ese dinero a mano? —preguntó Banes.

—Mira, Hank… sheriff Banes, usted se acuerda de que una de las razones por las que abrieron la sucursal después de que inauguraron el puente fue para administrar la nó­mina de las dos fábricas al otro lado del río, diecinueve mil quinientos sesenta y ocho dólares cada semana, los miércoles por la mañana. Contamos la nómina los martes por la noche. Además, en el cajón de Emma siempre hay cinco o seis mil dólares al comenzar el día.

Helen estaba meneando la cabeza.

—No sé qué pasa en el mundo —dijo—. Nunca hubo un asalto en el pueblo, como ya sabes, Hank. Nosotros…

De repente el sheriff se acercó al mostrador de la cajera, diciendo con voz exaltada:

—¡Huellas! ¿Ha tocado alguno de ustedes el mostrador?

—¡Se me olvidaba! —gritó Emma—. ¡Los dos llevaban guantes de cuero!

Triste, el sheriff Banes meneó la cabeza.

—¡Qué maldición! No tenemos nada con qué buscarlos.

Se dirigió a la ventana, movió la cortina y contempló el cielo oscuro.

—Tal vez llueva —anunció.

Después de un momento, se dio vuelta y se sentó en el escritorio mientras rompía el papel con sus notas.

—No estuvo nada mal. Emma, tienes que llorar con más energía, sobre todo cuando llegue la tropa del estado. Muy buena tu descripción, Helen. Te portaste como una verdadera pueblerina confundida. Tom, también lo hiciste bien, pero tienes que parecer más conmocionado, ya sabes, como si fuera el fin del mundo. Mañana, martes por la noche, haremos un último ensayo y me llevaré los veintiséis mil conmigo. Tengo el escondite perfecto bajo unas tablas en la cárcel municipal. El miércoles me llamas por teléfono tan pronto se abra el banco y no haya clientes. Creo que eso es todo. No olviden que de esto no se habla con nadie. Esperaremos seis o siete meses antes de dividirnos el dinero y diremos que recibimos una pequeña herencia. Tom, ¿qué tal estuve yo?

—Actuaste perfectamente tu papel de policía provin­ciano, papá.

RITUAL FUNERARIO

DOUG ALLYN


El siguiente relato fue la primera publicación de DOUG ALLYN, y resultó distinguido con el Premio Robert L. Fish para el mejor cuento corto de 1985. Nos presenta a Lupe García, un policía de Detroit que también aparece en The Cheerio Killings y en Motown Underground. Allyn ha escrito más de dos docenas de cuentos para la revista AHMM, con respuestas entusiastas de muchos lectores. Además de su carrera literaria, Allyn y su esposa tocan en una banda de rock llamada The Devil’s Triangle.

NO TENÍA ASPECTO DE POLICÍA. Con la sudadera manchada y sus zapatos deportivos más bien asemejaba un entrenador escolar de clase C en una temporada de derrotas. Roncaba con suavidad, los pies sobre su caótico escritorio, y llevaba una gorra de los Tigres de Detroit inclinada sobre los ojos. Al dibujante Norman Rockwell le habría encantado la escena. Di unos golpes en el escritorio.

—¿Sheriff LeClair? Soy el sargento García. Lupe García.

Uno de los ojos se abrió un momento.

—Aquí no están.

—Pero todavía no le he dicho qué es lo que quiero.

Con precaución me acomodé en una desgastada silla de oficina tapizada con una cobija de rombos, preguntándome por qué razón me molesté en ponerme mi traje bueno.

—Algoma es un pueblo pequeño…, García, ¿no es cierto? Me encontré una nota al entrar esta mañana, donde me comunicaban que vendría de Detroit a verme un tipo de la Fuerza de Tareas del Crimen Organizado. Supongo que se trata de usted. Y supongo que lo trae el caso de Roland Costa y su hijo, pues ellos constituyen la única razón por la cual se comunican conmigo los de Motown. Cuando necesito que me ayuden con un auto robado o un prófugo, ni siquiera me quieren saludar. De todos modos, no están aquí. Anduvieron en el pueblo hace como dos semanas para enterrar a Charlie, pero desde entonces no los he vuelto a ver.

—No me sorprende. Nadie los ha vuelto a ver.

Se echó atrás la gorra de beisbol y me miró por primera vez. Teníamos edades parecidas, pero su kilometraje era mayor que el mío. Sus ojos se hallaban enrojecidos y se veía exhausto.

—¿Dice usted que están desaparecidos? —preguntó.

—Hicieron traer a Charlie a Algoma para el funeral —manifesté—. Fue la última vez que se les vio.

—Así que desaparecidos —dijo el sheriff, encogiendo los hombros—. Algo que resulta bastante común en su oficio, ¿no le parece?

—¿Usted los vio cuando vinieron?

—Lo difícil era no verlos. Llegaron en una limusina Lincoln como de media cuadra de largo. Aquí en los pueblos perdidos no se ven muchos carros de ese tipo.

—¿Viajaba con ellos una mujer?

—Nada de mujer. Sólo Roland Costa y Rol júnior. Alquila­ron una habitación en la posada Dewdrop el día del funeral y estaban los dos solos. ¿Por qué me pregunta sobre una mujer?

—Charlie Costa tenía una novia, Cindy Kessel, que ha estado en contacto con la oficina del procurador distrital negociando su inmunidad a cambio de información sobre las operaciones de Charlie. También ella ha desaparecido.

Soltó un gruñido y se frotó la cara áspera con manos endurecidas por el trabajo. Advertí que en torno a la muñeca derecha llevaba una sencilla pulsera de oro.

—Mire, mucho me temo que todavía no consigo despertar del todo —explicó—. Una niña pequeña que sufre retraso mental se perdió afuera del Campamento de Algoma. La encontramos hoy al amanecer, en buen estado a grandes rasgos, pero no pude dormir y necesito esperar a que me llame el comandante de la Guardia Nacional para avisarle que no necesitamos sus tropas para la búsqueda. Le recomiendo que se desayune en Tubby’s, al otro lado de la calle, y yo lo alcanzo tan pronto como pueda.

—Si se quedaron en el motel del pueblo, yo puedo…

—Mire, García, aquí no es Detroit. Es mi pueblo. Ya le dije que no están aquí, y esa es la verdad. Tal vez se pueda conseguir algún indicio sobre ellos, pero usted es un desconocido y nadie le dirá absolutamente nada, y hasta se les podría olvidar lo que sí saben. Mejor se toma una taza de café y me espera un poco, ¿de acuerdo? Por favor.

—Bueno, lo esperaré un poco. No tarde demasiado.

—Si echa de menos la ciudad, siempre puede ir al estacionamiento del supermercado, donde puede inhalar los escapes de los autos. Iré tan pronto como pueda.

Se volvió a bajar la gorra sobre la cara. Antes de que yo llegara a la puerta ya se había quedado dormido.

Algo de lo que me dijo era auténtico: Algoma definitivamente era un pueblo pequeño, de una sola calle, con algunas tienduchas, un supermercado en un extremo y una ga­solinera en el otro. Como casi todos los pueblos del norte de Michigan, seguramente fue campamento de leñadores en tiempos pasados; sólo Dios podría saber qué lo mantenía a flote económicamente.

Tubby’s no tuvo yogurt, granola fresca ni aire acondicionado. La pálida luz del sol que lograba pasar por las ventanas mugrosas daba al cuarto una temperatura bastante más alta que la de mi pan tostado, y tuve que quitarme la corbata y la chaqueta. Para pasar el rato traté de determinar si el nombre del lugar se refería a la mesera o al cocinero; cualquiera podía merecerlo por igual. LeClair entró cuando me servían mi tercer vaso de té helado. En la gorra había sujetado su placa con un alfiler.

—Santo Cristo —exclamó, acomodándose en el sillón de vinilo rojo—. No pudo pasar la llamada, de modo que voy a tener a dieciséis guardias nacionales asignados a una tarea que no existe; mejor dicho, otra tarea que no existe si con­tamos la de usted. Bueno, ¿quiere ponerme al corriente?

La mesera le llevó un jarro despostillado de café, que él agradeció con señas.

—Ya lo hice —dije—. Vinieron aquí. Al parecer, no regresaron nunca. En realidad, es lo único que sabemos.

—Pero, ¿qué le hizo venir hasta aquí a usted? ¿Tiene una orden de aprehensión en su contra?

—No, pero si logro encontrar a la chica, tal vez podamos saber algo de ellos. Sabemos que se dedican a la usura y al tráfico de narcóticos, pero hacen sus movimientos con mucho cuidado. Sin ella… De cualquier modo, un procedimiento policial básico consiste en seguir la pista de los delincuentes.

—¿En serio? ¡No me diga! Quisiera tener algo para tomar notas. Vea usted, yo casi siempre espero a que alguien haga algo ilegal, y entonces lo arresto. Supongo que me falta ser más sofisticado.

—¿Por qué trajeron a Charlie hasta aquí sólo para en­terrarlo?

—Roland y Charlie crecieron aquí. Su padre era fabricante clandestino de alcohol allá en la década de los treinta, o eso dicen. Después de la ley seca se movieron a mayores empresas en Detroit, pero la familia aún tiene una casa de buen tamaño junto al río. Los veranos pasan un mes aquí, y a veces también cuando se abre la temporada de cacería.

—Entonces, ¿usted los conoce? Quiero decir, ¿en persona?

—Sí —contestó sorbiendo su café—. Los conozco desde la infancia, igual que todos en el pueblo. ¿Y qué?

—Nada. Sólo estaba preguntando. Oiga, ¿tiene usted una especie de complejo por venir de un pueblo chico? ¿O le disgustan los chicanos, o qué?

Puso su taza de café sobre la mesa entre nosotros y respiró hondo.

—García, estoy cansado. Llevo más de treinta horas sin dormir. Sé que nada les sucedió a esos payasos en Algoma, porque cuando una ardilla hace sus necesidades en los bosques de los alrededores, me informan de ello. Deseo irme a mi casa, acostarme, tal vez saludar a mi esposa para que se acuerde de mí, pero en cambio me voy a quedar cuidándolo hasta que usted se convenza de que aquí no hay absolu­tamente nada, porque es parte de mis obligaciones y porque he notado su brazalete de Vietnam. ¿Le parece? Pero no espere que le demuestre entusiasmo. No tengo suficiente energía.

—Excelente —repliqué—. ¿Por qué no nos ponemos a ello cuanto antes, para que pueda dejarlo en paz? ¿Por dónde sugiere comenzar?

—Vayamos a hablar con Faye en la posada Dewdrop —di­jo mientras se levantaba y acababa de beberse su café, que no se molestó en pagar. Yo cubrí mi cuenta.

Faye y la posada Dewdrop daban la impresión de ser una de esas parejas que llevan demasiado tiempo casadas. Se parecían entre sí, y ambas conocieron días mejores. El cabello rojo de ella estaba enjuagado con descuido, y tenía el mismo tono que el vello capilar de sus mejillas; tanto ella como la posada necesitaban ponerse en orden. Si sintió algún gusto de vernos, logró disimularlo.

—Buen día, Faye. Si no es inconveniente, necesito ver tus registros.

—Poco te iba a importar que fuera inconveniente, ¿verdad? Toma, haz lo que quieras.

Empujó sobre el mostrador una caja de archivar recetas.

—Se quedaron aquí Roland Costa y júnior el día del funeral de Charlie, ¿es verdad?

—Si ahí lo dice, será verdad. No hay ninguna ley que lo prohíba, ¿o sí? Añaden tantita clase a este pueblo, por si les interesa.

Su dicción se ceñía a la precisión forzada de alguien que bebe en serio.

—En la tarjeta no aparece la hora de salida. ¿Cuándo se fueron?

—La mitad de la gente que se registra no pone las horas. Al diablo, Ira, yo no puedo estar en el escritorio de recepción cada minuto. Los huéspedes pagan por adelantado y en eso consiste el negocio para mí, no en…

—¿A qué hora piensas tú que se fueron?

—Ya te lo dije: no sé —dijo ella de mal humor—. Si no te molesta, tengo cosas que hacer.

El sheriff se le quedó viendo un momento, con el ceño fruncido. Ella recorrió con el dedo un surco en el maltratado mostrador como si nunca lo hubiera visto.

—Está bien, Faye —concedió el sheriff, cerrando la tapa del registro—. Es suficiente. Por ahora.

—Menos mal que vino conmigo, LeClair —reconocí—. A mí no me habría dicho nada, seguramente.

—Me pareció que estaba un poco… nerviosa —comentó, con la mirada puesta en el camino mientras conducía el sedán que yo había alquilado entre los baches del camino de tierra al norte del pueblo. Con la salvedad de una que otra granja, el campo no parecía tener más habitantes que la superficie de la luna.

—Se sabe que en ocasiones Faye se toma algunas libertades con las pertenencias de sus huéspedes —agregó—. Probablemente no fue más que eso.

—Lo tendré presente.

—No será necesario —dijo en tono cortante—. Con un poco de suerte, usted se irá de aquí antes de necesitar una habitación. Vamos a visitar el cementerio y hablar con el cuidador, Hec Michaud, y eso será suficiente. Usted podrá volver a Motown y yo tal vez logre acostarme en mi cama.

Disminuyó la marcha al acercarnos a una fila de casas antiguas que se juntaban a un lado de la capilla y entramos al cementerio que se extendía sobre la mayor parte de un cerro, una isla en un mar de campos de maíz. Las lápidas variaban en estilos y tamaños, pero los senderos barridos y la hierba cortada indicaban otros habitantes aparte de los muertos.

Dos hombres trabajaban en un sepulcro a medio camino de la subida al cerro. Para ser más precisos, un hombre trabajaba, cavando mecánicamente en una fosa que le llegaba a la cintura, mientras que el otro permanecía sentado, recargado en una vieja lápida con una lata de cerveza genérica. Tendría unos cuarenta años, barrigón, con el rostro sin afeitar y mechones de pelo gris que salían de una gorra grasienta de ferroviario. Se alzó aparatosamente cuando nos vio llegar, sonriendo con la amabilidad que confiere la cerveza.

—Bienvenidos a Lovedale, distinguidos señores. No es gran cosa como cementerio, pero es mi hogar. Ey, Paulie, deja de cavar un minuto. Tenemos visitas.

El cavador era más joven, algo mayor de treinta años, larguirucho, con cara de pastel de manzana y pelo color arena. Una cicatriz profunda iba de la sien izquierda a la nuca, bordeada por cabellos blancos. A pesar del calor, llevaba abotonadas las mangas y el cuello de su camisa de mezclilla, manchada de sudor. Salió del hoyo con buen humor y una sonrisa primaveral en el rostro.

—Hola, Ira, qué gusto verte.

—El gusto es mío, Paulie. Como de costumbre, se ve que Hec te tiene haciendo todo el trabajo.

—Ah, Paulie no lo resiente —dijo el bebedor de cerveza—. Más fuerte que un buey y dos veces más listo. ¿Cierto, Paulie?

—Claro que sí, Hec. ¿Sigo cavando?

—Descansa un minuto, Paulie —propuso LeClair—. Necesito preguntarles ciertas cosas.

La sonrisa de Hec permaneció en su cara, pero cerró con fuerza la mano que agarraba la lata de cerveza.

—¿No quieres una cerveza, sheriff? Paulie, corre al cobertizo y tráele a Ira una bien fría.

—No quiero cerveza, Héctor, y a Paulie no le pagan para que haga tus mandados. Quiero saber…

—Pero, ¿ése quién es? —preguntó Hec señalándome con un movimiento de cabeza—. Tal vez no queramos contestar preguntas con él aquí.

—Es el sargento García, que viene de Detroit. Estamos trabajando juntos.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Hec en tono de burla—. Ya terminó la cosecha de frijoles.

LeClair puso dos dedos sobre el pecho del otro, más pesado que él, y lo empujó. Michaud perdió pie en la tierra suelta y cayó sentado dentro de la tumba a medio cavar, pero sin derramar una gota de cerveza. Miró a LeClair con ex­presión de sorpresa más que de enojo, y en sus ojos se asomó un destello de satisfacción.

—No tenías ningún motivo para hacerme eso, Ira —protestó hablando con lentitud—. Ningún motivo.

—Tal vez no, Hec —admitió LeClair mientras se arrodillaba a la orilla del sepulcro—, pero hay varias cosas que desde hace tiempo quiero constatar contigo y hoy es un día tan bueno como cualquier otro. En tu lugar, yo me quedaría un poco más en el hoyo mientras conversamos. Paulie, lleva al sargento García al cobertizo y dale una cerveza. Él también tiene algunas preguntas que podrás contestar. ¿Entendido?

—Haz lo que te dice el sheriff, Paulie —dijo Hec desde adentro del hoyo—. A lo mejor quiere hablar también con Billy mientras están allá arriba.

Llegué sin aliento al cobertizo, pero el esfuerzo de trepar no le afectó nada a Paulie. Sacó dos cervezas de una hielera barata y me pasó una.

—¿Estuvo usted en Vietnam? —me preguntó. Asentí—. Eso pensé cuando vi su brazalete. Ira también tiene uno. Yo he pensado pedir el mío, pero, ¿sabe?, un amigo mío mexicano estuvo allá. Creo que tenía muchos nombres. ¿Usted tiene también muchos nombres?

—Claro que sí —repuse—: Lupe José Andrew Mardo Flores García.

Los nombres de mis santos me brotaron con sorprendente facilidad de la lengua, después de años de no enumerarlos.

—¡Flores! —exclamó, ansioso—. Ey, así se llamaba también mi amigo. Es lo mismo que “flower”, ¿verdad?

Asentí, sin poder disimular una sonrisa. Se le contagiaba a cualquiera su buen humor.

—Pues mire, Flower —prosiguió—, ¿qué le parece si escogemos un montón de tierra cómodo y nos sentamos con las cervezas? Ira dice que quiere preguntarme algo.

—Tal vez conviene llamar también a Bill —dije, mirando alrededor con incertidumbre—. Así no tendré que repetirle las mismas preguntas.

—Si habla en voz bastante alta, podrá preguntarle desde aquí —repuso—. Está enterrado allá junto a la barda, al lado del alcalde Gault.

Le di un trago largo a mi cerveza antes de volverme a mirarlo. Él vigilaba de reojo mi reacción sin expresar nada.

—Lo sorprendí —dijo con suavidad, sonriendo finalmente—. No se preocupe, Flower, no estoy loco. A veces le hablo a Bill, pero sólo lo hago para que se enfade Hec. Ya sé que está muerto. Casi me muero con él yo también. Fuimos amigos en la secundaria y nos reclutaron juntos para la misma unidad en Vietnam. Además estábamos en la misma trinchera cuando el Cong nos echó esa granada. Los dos quisimos lanzarla de ahí y terminamos chocando con las cabezas. Habría tenido gracia, pero la granada explotó y Billy vino a Lovedale, mientras que a mí me tuvieron dos años en un hospital de veteranos en Grand Rapids. Créame si le digo que Lovedale es más agradable.

—¿Cuánto hace que trabajas aquí?

—No estoy tan seguro —dijo, arrugando el entrecejo—. El alcalde Gault ha estado aquí desde 1864 o 1862, y en la lápida de Bill dice 1973, pero no manejo muy bien el tema de los números, así que no puedo decirle exactamente cuánto tiempo llevo aquí. Es chistoso lo que pasa en los cementerios. El tiempo ya no importa tanto. Por ejemplo, Billy y el alcalde se llevan como cien años de diferencia, pero ahora están aquí juntos, contándose anécdotas de sus guerras y todo eso. Por lo menos es lo que espero.

Se quedó en silencio, sorbiendo su cerveza.

—Hace unas tres semanas hubo un funeral aquí, de Charles Costa. ¿Te acuerdas de eso?

—Claro que me acuerdo. Sólo los números me dan dificultades.

—Perdón, no quise… Bueno, en cualquier caso, ¿trabajaron tú y Héctor aquel día?

—No, solamente yo. Fue un sábado por la tarde, y a Hec no le gusta trabajar los sábados. Pero aquello tuvo gracia, en realidad.

—¿Gracia? ¿Qué pasó?

—Fue el funeral más grande que he visto en mi vida. ¿Puede ver ese feo pedazo de mármol con cedros plantados en derredor, como si quisieran apartarlo de la plebe del resto del cementerio? Es de los Costa. Ya ve que es todo un monumento, ¿no cree? ¡Si hubiera visto la caja! Debió de ser del tamaño estándar, pero parecía mucho más grande. De cobre bruñido con incrustaciones de nogal. Pesaba como una tonelada. Tal vez ese fue el problema.

—¿Qué problema?

—Al terminar los ritos funerarios, el director no lograba activar el mecanismo para bajar el ataúd, pero no me refería a eso al decir que tuvo gracia. El director del funeral no era alguien de aquí, sino de Detroit, Claudio algo, y ha de haber traído una docena de asistentes con él, todos vestidos igual que capitanes de meseros, que se dedicaron a recorrer el cementerio como si fuera una noche de graduación poniendo flores y más cosas. Y entonces, tras tanto aparato, no vino nadie. Nada más Rol Costa júnior y su padre. Sólo ellos dos.

—Ellos sí vinieron, entonces. ¿Tú los viste?

—Sí, estuvimos juntos en la escuela, Rol y yo, y he visto a su padre por ahí. Llegaron en un Lincoln gigantesco, metieron al viejo Charlie a la tierra, y eso fue todo.

—Aparte de ellos, ¿no hubo nadie más que los empleados de la funeraria, Hec y tú?

—Ya le dije que Hec no estuvo aquí —dijo, ligeramente irritado—. No le gusta trabajar en sábado.

—Parece que cuando está aquí eres tú quien hace casi todo el trabajo.

—Puede ser —dijo, alzando los hombros—. Mire, tal vez Hec se aproveche un poco de mí, pero no me importa. Me siento feliz de estar fuera de aquel hospital haciendo algo, aunque sea solamente cavar fosas. Además, a veces Hec me defiende, como con la vieja señora Stansfield, que vive en su casa cerca de la barda del oeste, y yo no le sim­patizo, ¿sabe? Cuando llegó una queja porque me vieron trabajar sin camisa, supe enseguida que era ella y le pedí a Hec que hablara con la señora, y él dijo que sí. No recibe muchas quejas por mi trabajo. El cementerio luce bastante bien, ¿no cree usted, Flower? No digo para vivir aquí. Ya sabe a qué me refiero.

—Se ve muy bien, Paulie —concurrí—. Está a la vista de cualquiera que trabajas mucho. ¿Cuándo se fueron los Costa?

—Supongo que justo después del funeral. No estoy muy seguro porque me quedé dormido atrás del cobertizo.

—Gracias, aprecio mucho tu colaboración.

Sin pensarlo, me quité el delgado brazalete de oro del brazo y se lo entregué.

—Ey, Flower —dijo, abriendo bien los ojos—, no tiene que darme nada. Me gusta poder hablar con alguien, ¿sabe?

—Por favor, acepta, Paulie, yo… yo tengo otro igual en casa. Todo está bien.

—Bueno, pues muchas gracias. He pensado en conseguir uno, pero… —dijo mientras se lo ajustaba cuidadosamente en la muñeca—. En fin, gracias de verdad. Yo quisiera…

Se rebuscó en el bolsillo de su camisa de trabajo.

—Mire, tengo un par de churros. ¿Los quiere? No está nada mal esta hierba.

Acepté uno de los cigarros torpemente liados y lo olfateé. Hierba pura, sin mezclar.

—¿Dónde conseguiste esto? —le pregunté.

—¿No hizo nunca un reconocimiento agrario en Viet­nam? —me preguntó, con una sonrisa llena de astucia. Yo asentí sin palabras.

—Pues así es como la conseguí —me dijo—. Vivo de la abundancia de la naturaleza.

Eché un vistazo alrededor y, por un momento, el cementerio y el campo circundantes asumieron un aroma de peligro, como en la jungla, pero fue sólo por un momento.

—Creo que es hora de partir —dije, y me puse de pie—. Veo que el sheriff está ayudando a Héctor a salir de su hoyo.

El regreso al pueblo transcurrió en silencio, cada uno de nosotros dos metido en sus pensamientos. Hacia el final del trayecto, por fin hablé:

—Paulie me dijo que estuvieron en el cementerio y después se fueron. ¿Pudo sacarle algo a Héctor?

—Nada. Además, me parece que en las próximas elecciones no va a votar por mí. Dijo que no estuvo en el cementerio el día del funeral. ¿Cree que con esto ya tiene suficiente? No puedo pensar en nadie más.

—Tampoco yo. Mire, sinceramente aprecio su ayuda en todo.

—Es gratis —suspiró—, va con el territorio. Sabe, si esta mañana me hubiese hallado despierto al llegar, podría habernos ahorrado varias vueltas. Los Costa forman todos ellos una pandilla de las más duras, y crecieron aquí. No veo que pueda haberles pasado nada en un lugar como Algoma.

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9786079889975
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