Kitabı oku: «Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso», sayfa 5
—Probablemente tiene razón —declaré—. A pesar de todo, corroborar la información es parte de mi tarea. Paulie mencionó a un director de la funeraria llamado Claudio. ¿Significa algo para usted?
—Los Funerales Rigoni. A veces realizan funerales aquí, pero la base está en Detroit. Hasta donde sé, se trata de un negocio legítimo.
—Lo investigaré cuando esté de regreso, pero no promete mucho.
Detuvo el sedán junto a la acera frente a su oficina.
—Bien, pues hemos llegado. Lamento que no haya conseguido lo que buscaba, pero se lo advertí. ¿Se marchará de inmediato?
—Creo que me voy a dar un paseo —dije—. Salgo poco de la ciudad, y este pueblo de ustedes me parece muy agradable.
—A nosotros nos gusta. Si se le ofrece algo, estaré en la oficina, por lo menos hasta que lleguen los de la Guardia Nacional. Tengo que darles las gracias por haber venido, aunque no sirva ya de nada. En realidad, quisiera encontrar un trabajo más honesto. Buen viaje, García.
Hizo una parodia de saludo militar y se marchó.
Di varias vueltas en el automóvil, tratando de entender cómo un pueblo de seis cuadras de largo podía seguir atrayendo a la gente. Me detuve frente al escaparate de una tienda con un letrero burdo sobre madera contrachapada: “Pueblo de Algoma”.
El encargado se arrastró literalmente hacia el mostrador, un anciano lisiado, paralítico de una pierna, un brazo atado al cinturón, y uno de los lados de su cara, caído como cera derretida marcada por la intemperie. Su mejilla se distorsionaba aún más por un enorme bolo de tabaco de mascar. Apoyó en el mostrador el brazo bueno y escupió un torrente de jugo marrón aproximadamente en la dirección de una escupidera junto a la pared.
—¿Le puedo servir en algo? —preguntó.
—Deseo ver un libro parcelario del municipio, por favor.
—Aquí mismo tengo uno.
Sacó una carpeta delgada de abajo del mostrador y la abrió en la página del Municipio de Algoma.
—Algunos títulos de propiedad no están al día, pero yo conozco a casi todos los dueños de terrenos de aquí. ¿Busca una parcela en particular?
Tracé la línea del camino a Lovedale en la parte norte del mapa.
—Aquí, los terrenos en torno del cementerio.
—Bueno, hay casas al norte y al sur del cementerio, pero…
—No. Me interesan estos campos al oeste. ¿Propiedad, al parecer, de alguien llamado Lund?
—Max Lund —asintió—. Ya no vive para nada en Algoma, pero sigue siendo propietario de esos terrenos.
—Hay cultivos de maíz.
—Creo que lo hace con aparceros. Me parece que Hec Michaud es uno de ellos. Plantó un maíz muy corriente esta primavera. No sabe mucho de cultivos.
—Yo creía que estaba a cargo del cementerio.
—Así es. ¿Viene de la ciudad?
Asentí.
—Lo adiviné —dijo, y dirigió a la escupidera un nuevo chorro—. En un pueblo como Algoma, un hombre no logra sobrevivir con un solo empleo. Casi todos hacen un poco de esto o aquello para ir saliendo adelante. Hec se ocupa del cementerio, pero es pintor de casas y a veces se dedica a sembrar.
—Y el sheriff, ¿también se dedica a sembrar? —pregunté.
—A veces —repuso, y me examinó atentamente con el ojo bueno—. Siembra a veces.
Encontré a LeClair dormido en la silla de su oficina, con los zapatos sucios descansando sobre el escritorio. Dejé que la puerta se cerrara de golpe después de entrar, y se despertó con un sobresalto.
—¿Otra vez usted? —dijo, mareado y aún medio dormido—. Creí que ya se iba. ¿Han llegado los de la Guardia Nacional?
—No los he visto —dije, y me senté sobre la orilla del escritorio—. Tengo que matar un poco de tiempo hasta que salga mi vuelo. Pensé que tal vez podíamos compartir algo de fumar, en despedida.
Saqué el churro del bolsillo de la camisa y lo puse en el escritorio.
—Yo invito. Es hierba de la potente.
Se me quedó mirando fijamente, sin expresión.
—Préndalo. Lo hará sentirse mejor, y aquí sólo estamos los policías.
Con lentitud se le fue encendiendo la cara por encima del cuello de su camiseta.
—García —dijo, con voz tensa—, vi que Paulie llevaba su brazalete cuando bajaron del cerro hoy. Fue un buen gesto de su parte. Por esa razón, teniendo en cuenta que es de la ciudad y no sabe manejarse entre nosotros, le concedo treinta segundos para que tire ese cigarro a la basura o lo meto de una patada a la cárcel.
—Ábralo —le sugerí—, examine la hierba.
Aún gruñendo, rasgó el papel y desperdigó las hojas sobre el escritorio. Tomó una y la olió.
—Es fresca y no está cortada. Supongo que es local, ¿verdad? ¿De dónde la sacó?
—De alguien que sabe vivir de lo que da la tierra. Por supuesto, como informante tiene que quedar en el anonimato.
—Seguro —dijo en tono seco—. ¡Vaya! ¿Quién será? ¿Dónde la encontró?
—En los maizales junto al cementerio. Hay una zona al suroeste donde cada cuarta planta es marihuana, más o menos.
—¡Hec Michaud! —exclamó al tiempo que daba un puñetazo al escritorio—. ¡Supe que algo no marchaba cuando estuvimos allí hoy! Lo sentí en los huesos, pero pensé que tenía que ver con la historia de los Costa. ¿Cuánto calcula que hay en total?
—No sé, tal vez cuatrocientos kilos. Suficiente.
—Y usted creyó que yo estaba metido en el asunto, ¿no es así?
—Perdón —dije, alzando los hombros—. Como acaba de decir usted, soy de la ciudad.
—Perdón no cubre la afrenta. ¿De dónde diablos sacó que yo soy corrupto? ¿Es que ya no quedan policías honestos en la ciudad?
—Tiene razón. Fue una estupidez de mi parte. ¿Y qué clase de sobornos podrían circular aquí? ¿Pollos y patos?
—Yo me las arreglo para vivir de mi salario. Tal vez no sea tan listo, pero…
—Mire, ya me disculpé, ¿de acuerdo? Mejor acepte mi disculpa, porque no tengo otra. En mis zapatos, usted también habría tenido dudas.
—Sí —concedió de mala gana—. Supongo que eso es cierto. Bueno, acepto la disculpa, al menos por ahora. Lo bueno es que ya tengo trabajo para los guardias que vienen en camino. ¿Quiere su medalla en el cuello?
—No. Yo vine por otra razón y además no he comido nada en todo el día. Voy a Tubby’s por un sándwich. Tal vez me asome un poco más tarde para ver cómo van las cosas.
Cuando volví al cementerio la cosecha avanzaba a toda marcha. Una docena de guardias en uniforme verde laboraba entre el maíz y se llevaba las plantas de marihuana a una pila al borde de los cultivos, donde LeClair y dos oficiales de la Guardia conferenciaban. Noté que Hec Michaud estaba desconsolado en el asiento del jeep, esposado al volante. Me acerqué a él.
—Ey, míiister —dije—, ¿yu nou güer an hombre can faind chamba piquin frijoles?
Se quedó con la mirada fija en el tablero. ¡Qué poco sentido del humor!
—¡Ey, Flower, suba aquí! Tengo asientos de gradería y cerveza fría!
Paulie se hallaba sentado con la espalda apoyada en el cobertizo del cerro, contemplando la escena. Trepé penosamente y me senté junto a él. Me pasó una lata de cerveza genérica.
—Todo un espectáculo —comentó.
—Ya lo creo —concurrí—. Oye, lamento mucho si con esto se echa a perder tu… tu diversión.
—¡Qué diablos, Flower! No puedo fumar eso. Ya tengo bastante tratando de coordinar la vida normal. Hec me dio esos churros, probablemente para cerrarme la boca. Tal vez debí hacerle caso. No me va a gustar nada perder mi empleo aquí.
—No veo por qué vayas a perderlo.
—No lo ve ahora —dijo en voz baja—, pero lo verá, pues si continúan buscando en esa dirección darán con el automóvil.
Giré despacio para mirarlo.
—¿Qué automóvil?
—Un Lincoln plateado.
Apenas pude escuchar su voz, reducida a un susurro. Apartó la vista de mis ojos y dijo:
—Hec iba a esconderlo en los cultivos para luego deshacerse de él, pero se atascó, así que nada más lo tapamos.
—¿El auto de los Costa?
Paulie asintió.
—¿Cuándo sucedió eso?
—¿Se refiere a cuándo lo escondimos? No estoy muy seguro —dijo, arrugando la frente—. Fue después de que se atoró el ataúd…, pero eso ya se lo conté, ¿no?
—Sólo que se había atorado, pero no me dijiste nada más, ¿verdad? Paulie, ahora todo va a salir a la luz. Quiero que me cuentes lo que pasó. Todo. Poco a poco. ¿Dices que se atoró el ataúd?
—Bueno, al principio no sabía que estuviera atorado. Estaba durmiendo atrás del cobertizo cuando llegó el tipo aquel, Claudio, y me despertó. Le estaba dando un infarto porque la caja estaba atorada en el bastidor y todos se habían ido ya menos él y el señor Costa. Así que fui a ver el ataúd, y estaba realmente atorado, pero aquí en el cobertizo tenemos una manivela para poder bajarlos si se atoran, así que fui por ella. Al volver oí que Claudio y el señor Costa discutían tan alto que se les podía oír en todo el cementerio. Por fin Claudio se fue con pasos bruscos a su carroza fúnebre y se marchó, cosa rara, pues el director necesita permanecer para verificar que el ataúd haya bajado hasta el fondo y poner la tapa a la cripta antes de marcharse. El señor Costa estaba ahí de pie, mirando el ataúd, cuando yo llegué a sus espaldas. Fue entonces cuando me di cuenta. La caja del millón de dólares de Charlie mostraba un pedacito de tela roja que salía por la ranura de la tapa. Eso estaba fuera de lugar. El señor Costa lo vio también, pues ahí ponía la mirada. Pegó un brinco considerable al verme. Me ordenó bajar la caja, pero yo le dije que se necesitaba la presencia del director de la funeraria. “Llamaron al señor Rigone y tuvo que irse. Es bajo mi responsabilidad”, dijo. “Tú mete la caja al hoyo, y ten algo por tus esfuerzos”, y me dio un billete de cien dólares. Es mucho dinero, ¿verdad?
—Sí, mucho dinero —confirmé.
—Eso pensé yo. Me confundo con los números, pero me di cuenta de que algo no andaba como era debido, ¿sabe? Le dije entonces que yo solo no podía hacerlo y necesitaba ayuda. Comenzó a discutir, pero se dio cuenta de que yo seguía mirando la caja. Se le estrecharon los ojos y se dio vuelta, se echó a andar hacia el auto y salió a toda velocidad del cementerio, arrojando grava por todas partes.
”Me arrodillé para ver más de cerca la tela roja. Se movía. Sólo un poco, como si alguien tratara de jalarla al interior de la caja. Di unos golpes en la tapa. “¿Hay alguien ahí dentro?”, pregunté, pero me sentía de verdad estúpido. Era la primera vez que le hablaba a un muerto, fuera de las ocasiones en que quería hacer enojar a Hec. De todos modos, la tela al parecer sí se movía.
—¿Y qué hiciste tú?
Paulie alzó los hombros.
—No había nadie en el cementerio más que yo y la caja, así que desatornillé la tapa y la abrí. Ella se incorporó y yo me caí sentado. Una dama. Vestida de rojo, con un lado de la cabeza ensangrentado, mareada y tal vez cegada por la luz. “Auxilio”, dijo ella.
—Cindy Kessel —comenté—. La novia de Charlie.
—Se puso a murmurar cosas sobre no decir nada de los negocios de Charlie —dijo él, asintiendo—, pero sin dar mucho sentido a sus palabras, como si estuviera en un delirio. Pero debe habérsele pasado un poco, pues se dio vuelta para ver sobre quién se hallaba sentada. Puso los ojos en blanco y se desplomó sobre el pobre Charlie. A él no pareció importarle demasiado.
—¿Qué sucedió después?
—Bueno, yo no sabía si tenía que ver o no con Charlie, pero consideré que no le correspondía el mismo ataúd que a él, así que la saqué de la caja y cerré la tapa. No me sentía seguro sobre qué hacer a continuación. Ella necesitaba ayuda, pero no había nadie, y no quise dejarla ahí nada más, así que la alcé y la llevé corriendo a la casa de la señora Stansfield. No me tiene simpatía, pero no pude pensar en ningún otro sitio.
”Estuve llamando a la puerta, pero nadie vino a abrir y habían puesto el maldito cerrojo. La carrera me agotó y me dieron palpitaciones en la cabeza —dijo Paulie, y respiró hondo—. La chica… ¿Cindy? ¿Ese es su nombre?
Asentí.
—Ella seguía inconsciente. Alcancé a ver el polvo de la limusina de los Costa que volvía al cementerio y me pareció que se requería acción de inmediato; por eso empujé la puerta con el hombro, logré abrirla y puse adentro a la joven. Volví corriendo a la sepultura, agachado para que no me vieran, pues no quería que Costa supiera de mis movimientos. En cualquier caso, sentí que estaba de nuevo en el ejército, y eso me resultó un poco divertido.
”El señor Costa trajo con él a su hijo, Rol júnior. ¿Conoce usted a Rol?
—Sé quién es… —contesté—. Un tipo duro.
—Yo lo conocí en la escuela —explicó Paulie—. Más malvado que una víbora. El señor Costa dijo que estaba ahí para ayudar con el ataúd. Le dije que me parecía bien, pero debe de haberse dado cuenta de lo agitado de mi respiración, porque se me quedó mirando de un modo raro y enseguida examinó la caja. Yo no tuve tiempo de volver a atornillar la tapa. Cuando volvió a mirarme, sus ojos parecían igual de muertos que los de Charlie. “¿Dónde está ella, muchachito?”, me preguntó. “¿Dónde la pusiste?”
”Me hice el tonto, algo no muy difícil para mí. “No sé de qué habla”, contesté. “No tenemos tiempo para esto”, dijo Rol júnior. “Nos lo dirá cuando le enseñe sus tripas”, y sacó un cuchillo con una hoja de veinte centímetros. Esa cosa se abrió en sus manos como por arte de magia.
—¿Y qué sucedió?
—Él no era ningún soldado, sólo un tipo que agarraba un cuchillo. Puede que mi cabeza no funcione del todo bien desde que la granada explotó entre Billy y yo, pero todavía soy capaz de entender a un tipo con cuchillo. Se lanzó derecho contra mí, un error grave de su parte. Agarré la muñeca de la mano con el cuchillo y le di vuelta rodeándole el cuello de modo que lo coloqué entre su padre y yo. El señor Costa sacó una fea pistolita automática y se puso a dar vueltas alrededor de mí buscando un espacio para disparar, pero la chica pegó un grito y él desvió la mirada. Ese error fue todavía peor que el primero.
Paulie le dio un trago largo a su cerveza.
—¿Dónde están ahora, Paulie? ¿Dentro del auto?
—¿En el auto? No. Pensé que ese monumento de piedra de Charlie le quedaba demasiado grande a un solo tipo, y en cambio podían acomodarse en él tres muertos. De cualquier modo, dice “Costa” en la lápida, ¿verdad?
—¿Y la chica, Paulie? ¿Qué fue de ella?
—Ahí sigue con la señora Stansfield. Un poco después quise hablar con ella y fui a la casa, pero se sentía demasiado débil y no pudo decirme casi nada. Pero apuesto a que se siente contenta de estar fuera de esa caja.
—Eso creo —afirmé, y volví a respirar después de estar reteniendo el aliento—. Paulie, vamos a tener que decirle a Ira todo esto, ya sabes.
—Eso pensé desde el principio, pero Hec me advirtió que me iba a meter en problemas. Creo que no quería que nadie viniera a investigar. Lo bueno es que la señora Stansfield al parecer me ha tomado un poco de cariño. A lo mejor gruñía tanto por sentirse demasiado sola.
—Es posible —dije con el ceño fruncido, pues algo me pinchaba la memoria—. Paulie, ¿no me dijiste que la casa de la señora Stansfield quedaba al oeste del cementerio?
Movió la cabeza afirmando. Contemplé los campos de maíz dorado que se extendían hasta los cerros cubiertos de pinos en el horizonte. El sol del atardecer colgaba encima de ellos como un ojo feroz y solitario.
—Paulie, no hay ninguna casa al oeste del cementerio.
—Claro que sí —dijo, con signos de irritación—. Esa casa de piedra al otro lado de la barda. La señora Stansfield vive ahí desde hace más tiempo que el alcalde, desde 1852 o 1851… Ya no puedo manejar bien los números.
—¿Qué cree usted que será de Paulie? —le pregunté al sheriff.
—Cualquiera lo sabe —repuso LeClair, hundido en el asiento de mi auto de alquiler.
Lucía agotado, pero le brillaban los ojos, casi como si tuviera fiebre. Se encontraba mirando a los hombres en el asiento trasero del jeep frente a nosotros, mientras el convoy se dirigía a Algoma bajo la luz del crepúsculo. Paulie hablaba animadamente con un par de guardias, y gracias al movimiento de luces se distinguían sonrisas en sus rostros.
—¿Puede visualizar a Paulie declarando en el proceso de instrucción? —dijo con suavidad—. Lo harán trizas. Lo enviarán tres meses a Ypsilanti para evaluarlo psicológicamente; si tiene suerte, volverá al hospital de veteranos y si no la tiene, quizás a la cárcel.
—Eso es lo más probable —concedí—. Mató a dos personas y al menos contribuyó a que muriera otra más.
—En realidad no sé si hizo eso o no —admitió LeClair, reflexivamente—. Sólo sé lo que usted me ha dicho. No soy más que un sheriff de pueblo chico, y los Costa son ricos e influyentes. Podría sentirme muy poco dispuesto a solicitar una orden de exhumación basándome en la palabra de un pobre veterano con daños cerebrales.
—No puede estar hablando en serio —objeté, mirándolo un momento.
—No sé —dijo—. Voy a ser sincero con usted. Me importa un pepino lo que les haya pasado a los Costa. Sólo lamento que haya pasado aquí. Me siento mal respecto a la chica, pero ella debió cuidarse al elegir a sus compañeros de juego, y a estas alturas ya no hay modo de ayudarla. Eso deja solamente a Paulie. Ya pasó por la molienda una vez, y detesto la idea de volver a meterlo por la maquinaria.
—Pero hay tres muertos.
—Se equivoca usted, amigo, hay muchos más muertos que eso. Recibieron abundantes balazos mientras el hijo de Roland Costa usaba su exención del servicio militar para aprender los negocios de su familia, en los días en que le arreglaban la cabeza a Paulie Croft para que pudiera trabajar cavando tumbas, en lugar de conducir un camión como su padre. Le diré qué voy a hacer, García: nothing. Nada. Dejo todo en sus manos. Decida usted quién le debe a quién y a cuánto ascienden tales deudas. Una vez que lo tenga decidido, me informa. ¿De acuerdo?
—Eso no es justo —dije de plano.
—¡No me diga! —repuso reprimiendo un bostezo—. No necesitamos ser justos. Nosotros somos la ley. Y no se preocupe por Hec. Yo me encargo de él.
—La falta de sueño lo está haciendo alucinar —gruñí—, o quizás una sobredosis de aire fresco le ha afectado la mente. No puede salir bien librado con tales medidas.
—Probablemente tenga razón —admitió—, pero si me descubren, estoy protegido. Basta con que mueva los pies en el polvo y declare que me confundió un policía lenguaraz de la gran ciudad. No sé qué excusa pueda tener usted, pero ese problema sería suyo.
El débil sonido de risas nos llegó desde el jeep, arrastrado por el viento, y pude ver las lámparas de la calle del pueblo encendidas a la distancia. Las dos lámparas.
—Pues yo tampoco sé —confesé, hablando con lentitud—, pero quizá no necesite ninguna excusa. Me refiero a que nada puede sucederle a nadie en un pueblucho como éste.
EL COSTO DE KENT CASTWELL
AVRAM DAVIDSON

El nombre de AVRAM DAVIDSON es muy conocido entre lectores de historias no sólo de misterio, sino también de ciencia ficción y fantasía. De hecho, durante varios años fue el editor de la principal revista del género, The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y ha sido ganador del Premio Hugo y del Premio Mundial de Fantasía (en tres ocasiones), además del Premio Edgar. El presente relato recibió una mención en el concurso de cuentos de AHMM.
CLEM GOODHUE FUE A RECIBIR EL TREN en su taxi. Si acaso viniera a bordo la anciana señora Merriman, tendría al menos asegurado un viaje. Además, a la señora Merriman, por una extraña razón, se le metió en la cabeza que la tarifa mínima era de un dólar. En realidad era de setenta y cinco centavos, pero Clem no se sintió obligado a sacarla de su error. Sin embargo, esa mañana ella no estaba a bordo del tren. En cambio, Sam Wells sí. Volvía de la ciudad —de presentar una solicitud de aumento en su pensión—, pero Sam Wells jamás pagaría cinco centavos para recorrer cualquier distancia menor de ocho kilómetros. Clem no se volvió a mirarlo.
Tras el viejo Sam, una jovencita flaca de pelo castaño descendió del tren, seguida por una joven, también delgada y de pelo castaño, y Clem pensó que sería la hermana mayor. En realidad era su madre.
Después de eso apareció Kent Castwell.
Clem ya lo había visto antes, a principios del verano. En Ashby los fuereños no son numerosos, mucho menos aquellos que se portan mal y causan conmociones en los bares. Clem por eso no lo olvidaría pronto. Un tipo grandulón y fornido que siempre parecía estarse burlando despectivamente. Pero la mujer y la jovencita no estaban con él en aquella otra ocasión.
—¿Taxi? —ofreció Clem.
Castwell, sin hacerle ningún caso, comenzó a bajar equipaje del tren. Pero la mujer joven, que tomaba de la mano a la chica, se dio la vuelta y dijo:
—Sí… Espere un minuto.
—¿Adónde vamos? —preguntó Clem una vez que el equipaje estaba ya cargado en el taxi.
—A la antigua casa de Peabody —repuso la mujer—. ¿Usted sabe dónde queda?
—Sí. Pero ahí ya no vive nadie.
—Eso fue antes. Ahora viviremos ahí nosotros.
El grandulón blasfemaba intentando manipular la manija de la portezuela, que estaba atada con cuerdas.
—¿Por qué no la arregla o consigue un carro nuevo?
—Eso cuesta dinero —repuso Clem—. ¿A la casa de Peabody? Tendré que cobrarles tres dólares por el viaje.
—¡Vámonos, maldita sea, vámonos ya!
Ya en marcha, Castwell dijo:
—Le daré dos dólares. Seguramente el doble de la tarifa real, de cualquier modo.
Clem protestó, volviendo un poco la cabeza:
—Ya le dije, señor. Son tres.
—Pues yo le digo, señor —dijo Castwell, remedando el acento de Nueva Inglaterra del chofer—, que sólo le daré dos.
Clem arguyó que la casa de Peabody quedaba lejos. Mencionó el precio de la gasolina, las condiciones de la carretera, el desgaste de las llantas. El grandulón respondió con un bostezo y enseguida barbotó una palabra que Clem usaba muy raras veces, y jamás en presencia de mujeres o niños. Pero aquella mujer y la niña no parecieron oírlo.
—Deténgase en la oficina de bienes raíces de Nickerson —indicó Castwell.
Levi P. Nickerson, que se desempeñaba además como tasador de impuestos del municipio, lo recibió:
—Señor Castwell. ¿Y supongo que ella es la señora Castwell?
—Suponga lo que le dé la gana —repuso Kent. Y enseguida se rio de manera desagradable. La mujer sonrió apenas, y L. P. Nickerson se permitió una risita también, antes de aclararse la garganta. La gente de la ciudad tenía un sentido del humor raro.
—A ver, señor Castwell. El lugar que usted ha alquilado. No me di cuenta, mejor dicho, usted no mencionó a esta joven.
—¿Y eso qué? Es asunto mío. Mire, no tengo todo el día…
Nickerson comentó que la casa de Peabody era un lugar solitario, aislado, sin otras casas en un radio de dos kilómetros, y que en el barrio no vivía ningún otro niño. La señora Castwell (si acaso era realmente su esposa) repuso que no importaba, porque Kathie pasaría la mayor parte del tiempo en la escuela.
—La escuela, sí. Bueno, eso será problemático. El autobús escolar tendrá que desviarse casi cinco kilómetros de la ruta regular para recoger a su pequeña. Eso significará pavimentar el camino; la nieve se acumula en esta parte. Hasta ahora, como nadie vivía en la casa de Peabody, no tuvimos que molestarnos con arreglar el camino. Eso significa…
Se puso a contar con los dedos.
—…que le va a costar a Ed Westlake, el conductor del autobús, más de lo calculado cuando preparó su contrato; el municipio requerirá hacer más gastos para mantener abierta la carretera. Además del costo de la escuela de la niña. Un tercer desembolso.
Kent Castwell se limitó a decir que la situación no le concernía, y pidió:
—He venido por las llaves, Nick.
La expresión del agente de bienes raíces por un momento reflejó disgusto por la familiaridad del apodo.
—Veo que no toma en cuenta que todos estos gastos extra del municipio no están incluidos en la tasación fiscal de la casa de Peabody —señaló—. Resulta que a partir de esta semana hay una casa disponible en las afueras del pueblo. La señora Sarah Beech falleció, y su hermana, la señorita Lavinia, se mudó con la hermana casada de ambas, la señora Calvin Adams. A usted le costará lo mismo el alquiler, pero a nosotros nos ahorrará gastos considerables.
Castwell, con su expresión de desprecio, se levantó.
—¡Qué! ¿Vivir donde una casera solterona se esté quejando todo el día por el trato que doy a sus cosas? No, gracias.
Extendió la mano.
—Las llaves, chico, suelta las llaves.
El señor Nickerson le dio las llaves. Pasado el tiempo, repitió con frecuencia su arrepentimiento por no haberlas arrojado al lago Amastanquit.
Los escasos ingresos de los Castwell consistían en un cheque mensual y un giro postal. El cheque llegaba el día quince, de un fideicomiso en la ciudad, tal vez una herencia, como algunos suponían, aunque otros creían que lo enviaba la misma familia de Castwell para mantenerlo aparte. El giro postal a nombre de Louise Cane iba firmado por un sargento del ejército en Alaska, y la joven beneficiaria explicó que era su pensión de divorciada, siendo el sargento Burndall su exmarido. Tom Talley, dueño de la tienda de abarrotes, le hacía endosar el giro dos veces, como Louise Cane y Louise Castwell. Tom siempre ha sido una persona muy prudente.
No cabe duda de que Castwell maltrataba a Louise. Si por casualidad pasaba entre el televisor y el sofá, donde se encontraba casi todo el tiempo, saltaba y le daba una paliza con el cinturón. Más de una vez, tanto ella como la niña tuvieron que salir huyendo de la casa para escapar de él. En general no las perseguía, pues solía estar descalzo y no le interesaba abordar el problema de ponerse los zapatos.
Echarse en el sofá para beber cerveza y ver la televisión a lo largo de la tarde, y al anochecer, salir al pueblo para beber whisky de los bares y ver la televisión: tales eran las ocupaciones regulares de Kent Castwell. Se enteró de quiénes iban por la carretera con regularidad, a qué horas y en qué direcciones, y los esperaba puntualmente. Más de un conductor prefería abstenerse de los placeres de semejante compañía, pero Castwell se ponía al centro de la carretera agitando los brazos y no se movía hasta que el automóvil paraba.
¿Qué se podía hacer? ¿Meterlo a la cárcel? Eso se hubiera podido hacer.
Antes de que transcurriera la primera semana, armó una pelea en el Bar Ashby.
—Ha perturbado la paz, utilizando palabras obscenas y abusivas, y además se ha resistido al arresto. Son tres cargos y tres multas de diez dólares, o diez días en prisión por cada una —sentenció el juez Paltiel Bradford—. Pudo ser mucho más, considérese afortunado. Pague al cajero.
Sin embargo, Castwell, con su repulsiva expresión de desprecio, todavía más desagradable por las huellas de golpes en la cara, declaró:
—Acepto la cárcel.
El juez Bradford apretó su larga mandíbula y cuando la aflojó dijo:
—Mire usted, señor Castwell, eso que le dije fue sólo el lenguaje legal requerido. La cárcel está cerrada. Desde julio está sin usarse.
Estaban en noviembre.
—Habría que arreglar la calefacción —prosiguió el juez—, poner la electricidad, conectar el agua, además de contratar a un guardia, por no hablar de los gastos de alimentación. No veo por qué el municipio ha de cubrir esos gastos exclusivamente por culpa suya. Pague treinta dólares en la caja. Si no los trae con usted, venga mañana. ¿Entiende?
—Prefiero la cárcel.
—Resulta muy inconveniente que…
—Qué lástima, honorable juez.
El juez, sin decir más, lo miró furioso. Gamaliel Coolidge, el fiscal del pueblo, se levantó de su asiento.
—Tal vez la corte aplique el privilegio de suspender la sentencia por esta vez —sugirió—, ya que se trata de su primera ofensa.
La corte lo aplicó. Pero la semana siguiente ya estaba de vuelta, acusado de los mismos delitos. La sentencia sumaba así sesenta dólares o sesenta días. De nuevo, Castwell eligió la cárcel.
—No es mi costumbre hacer esto —dijo el juez, iracundo—, pero permitiré que pague la multa a plazos, considerando a su esposa y su hija.
—Ajá. Mejor la cárcel.
—¡No le va a gustar la comida! —le advirtió el magistrado.
Castwell repuso que se conformaría con que sus alimentos cumplieran con los requisitos de la ley. De lo contrario, presentaría una queja formal ante el Consejo Estatal de Inspectores de Cárceles.
Se tomaron cuidados especiales para que la comida que le sirvieron a Kent durante su estancia en prisión fuese mejor que los requisitos legales, aunque tampoco mucho mejor. La última vez que las autoridades estatales inspeccionaron la cárcel municipal hubo un cargo de doscientos dólares en los impuestos. Ya sufrían gastos cuantiosos con tener en la cárcel a Kent Castwell, aunque el juez redujo el costo al ordenar que las sentencias se cumplieran en forma concurrente.
Si se suman sus condenas, durante aquel invierno Kent pasó más de un mes en la cárcel. Algunos pensaron que cuando se le terminaba el dinero dejaba que lo mantuviera el municipio y abandonaba a su suerte a la mujer y la niña.Tom Talley les daba un poco de crédito en la tienda, pero no mucho.
Cuando Ed Westlake renovó el contrato del autobús escolar añadió el gasto de desviar la ruta cinco kilómetros para recoger a Kathie. El municipio no tuvo más remedio que absorber el costo adicional. Se le reprochó a Louise esperar a la firma del contrato antes de dejar a Castwell y volver a la ciudad con su niña. El camino de tierra a la casa de Peabody no requería tantos arreglos, pero sí algunos. ¡Tantos gastos extra sólo por la presencia de un hombre! ¡Una locura!
Casi parecía —mejor dicho, sin duda parecía— que Kent Castwell estuviera desafiando frontalmente la respetabilidad y prudencia económica de Nueva Inglaterra. Los sagrados mandamientos: “Comer todos los alimentos, usar la ropa hasta que se desgaste, comprar conforme a tu dinero o abstenerte de comprar” no significaban nada para él. Una persona claramente hostil.