Kitabı oku: «Ciudad y arquitectura de la República. Encuadres 1821-2021», sayfa 9

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En este contexto social, político y de persistencias culturales, las ciudades y la arquitectura de esta primera «república sin ciudadanos», como señalaría Alberto Flores Galindo en 1997, se hicieron reflejo perfecto: las ciudades continuaron sometidas a una morfología dominada por la Iglesia, mientras las desteñidas fachadas con patios vacíos albergaban añoranzas del pasado colonial, así como las casas hacienda y sus plantaciones continuaron glorificando la esclavitud y la explotación de la población indígena. Y, por inferencia, esta ciudad y arquitectura republicana de inicio se hicieron expresión elocuente de la ausencia de nuevos contenidos y formatos debido a la falta de esa energía utópica que desprenden las auténticas revoluciones, así como al funcionamiento de un Estado republicano que solo disponía de una ínfima capacidad para la inversión pública en infraestructura32. Hubiera sido impensable el surgimiento de una nueva arquitectura y urbanismo en un país empobrecido como el Perú de entonces, con un sector público y privado sin capacidad ni interés alguno de recurrir a la arquitectura para legitimar su poder ya que este dependía casi exclusivamente de las armas.

¿Por qué no se produjo un cambio significativo de la ciudad y la arquitectura durante los primeros años de la República? La postración económica y la anarquía política generada por las guerras civiles promovidas por el caudillismo autoritario y conservador no lo explican todo. La clave de la respuesta se encuentra en el hecho de que si bien es cierto que se produjeron dos cambios estructurales (cancelación definitiva del dominio colonial español y el abandono de las formas de organización político-territorial), la inexistencia de una clase social cohesionada con liderazgo y legitimidad no permitió constituir de manera convincente ni una «República de indios» ni una «República liberal burguesa». Los sectores —la elite criolla urbana de medianos y pequeños propietarios, los profesionales liberales, además de la elite criolla provinciana— que desempeñaron el trabajo duro de la campaña emancipadora terminaron siendo fagocitados tanto por la aristocracia de la tierra, señorialista, profeudal, como por aquellos miembros de la elite criolla articulada económicamente a los intereses del gran capital comercial y el capitalismo industrial británico.

Este entramado social de intereses contrapuestos lo que hace evidente es que, contra lo afirmado por la historiografía oficial de la independencia, la lucha emancipadora no representa una épica gloriosa de un país en el que todas las clases sociales se encontraban unidas por un único espíritu emancipador y una sola voluntad colectiva sin distingos de ningún tipo. La realidad histórica nos revela todo lo contrario: que la campaña de la independencia fue un tenso campo de fuerzas de múltiples intereses contrapuestos o en permanente trasvase de intenciones y fidelidades sociales y políticas.

Se encontraban lejos un Hipólito Unanue y el sector que él representaba involucrado plenamente en la tarea de promover una ciudad más higiénica o de las imágenes limpias de una arquitectura neoclásica para el Colegio de Medicina de San Fernando (1811). Lo que había quedado como sujeto social dominante de la depuración republicana fueron apenas estos dos sectores más interesados en sobrevivir que en liderar una nueva narrativa arquitectónica. Una de las razones más importantes: la expatriación de todos los capitales y ganancias de los grandes comerciantes limeños y muchos de provincias a sus casas matrices.

Los años iniciales de la República fueron, sin duda, tiempos contradictorios y un crispado campo de fuerzas en los que el apego a la tradición o su impugnación radical se encontraban en constante pugna. Y, en medio de estos dos polos, se encontraban propuestas que estaban gestándose ya desde muchos antes de la declaratoria de la independencia, al menos en el ámbito de cierta renovación en el lenguaje de la arquitectura virreinal civil y doméstica estructuralmente barroca. Un destacado ejemplo lo constituye la obra de Matías Maestro, quien muchos años antes de que la naciente República promoviera el vocabulario neoclásico como el ideal surgido de la Revolución francesa, la racionalidad ilustrada y las celebraciones napoleónicas, había empezado a plasmarlo en una diversidad de obras emblemáticas. Antes de que fuera invitado por San Martín a hacerse cargo de reconfigurar la imagen de Lima, se había encargado, desde inicios del siglo XIX, de diseñar los nuevos retablos mayores de la Catedral, la Iglesia de San Francisco, la Iglesia de San Pedro, entre otras, así como ofrecer un pequeño manifiesto riguroso de neoclasicismo académico en su Iglesia de Santo Cristo de las Maravillas. Sus dos obras civiles más importantes fueron indudablemente el Cementerio General de Lima (rebautizado como Matías Maestro en su honor), un diseño de 1808 en clave de reinterpretación serliana en la estructuración del atrio, la capilla y el propio cementerio. La otra obra, el Colegio de Medicina de San Fernando, de 1811, ubicado al borde la Plaza de San Ana y concebido con una composición de simetría controlada y codificación neoclásica en escala equilibrada con el entorno preexistente.

La obra de Matías Maestro revela que no toda la innovación y los cambios se produjeron luego de la instauración del régimen republicano, ni el legado virreinal desapareció totalmente, sobre todo en el dominio de las subjetividades y de los rituales del poder y la continuación de este. El ámbito de los códigos escenográficos y las arquitecturas efímeras que acompañaron los rituales del poder colonial y luego republicano son un extraordinario ejemplo en el que pueden observarse las tensiones entre monarquía y republicanismo, entre proteccionismo y liberalismo, y entre el orden estético de un absolutismo tambaleante y el de una república incierta.

Las primeras señales de recusación de los formatos y protocolos de los rituales del poder colonial con implicancias en el mundo de las imágenes empezaron a producirse desde fines del siglo XVIII, en medio del desmoronamiento del régimen colonial y la monarquía en España y una represión sangrienta a toda señal emancipadora. En este contexto empezaron a construirse las primeras evidencias de una nueva ritualidad política identificada con la racionalidad ilustrada y el proyecto liberal de sociedad. La aparición de nuevos emblemas y conceptos como el de «patria» y «ciudadano», y todos aquellos valores promovidos por la independencia de los Estados Unidos (1776) y la Revolución francesa (1789), empezó a conformar un nuevo vocabulario cívico-liberal que, como advierte Pablo Ortemberg (2014), se tradujo, entre otros aspectos, en el abandono gradual de los célebres «arcos triunfales» que a modo de arquitecturas efímeras solían ser ofrecidas por las corporaciones virreinales en ocasiones especiales. Los arcos empezaron a ser reemplazados por las «pirámides patrióticas», las «columnas» celebratorias y el desfile de retratos —que estaban restringidos a los retratos del monarca y otros personajes de la aristocracia colonial— para honrar a destacados personajes liberales y actores de la gesta emancipadora. Otra novedad de las nuevas fiestas del poder en el campo de las tensiones monarquía-liberalismo fue la instauración del lanzamiento de globos aerostáticos como símbolo de modernidad y elevación del espíritu americano (2014, p. 207). La costumbre de lanzar globos aerostáticos se extendió hasta muy entrado el siglo XX sobre todo en diversas ciudades andinas.

Los rituales del poder de inicios de la República durante el Protectorado sanmartiniano, la dictadura bolivarista y los rituales del caudillaje militar se encuentran aún impregnados de recursos simbólicos de la escenografía, los protocolos y códigos comportamentales de la sociedad colonial. Sobre todo, del montaje y estética de los rituales aristocrático-cortesanos resignificados por el poder borbónico y los virreyes militares durante el siglo XVIII, así como de los ritos emergentes que acompañaron la gesta liberal de la Constitución de Cádiz y a la nueva narrativa iconográfica que empezó a germinar con la hazaña libertadora del continente americano. En este caso, como señala Pablo Ortemberg respecto a los rituales de continuidad del poder durante el periodo 1808 y 1928, «revela que la mitopoiesis nacional se apoyó selectivamente en formas rituales monárquicas» (2014, p. 22).

En este decurso los usos y sentidos del ritual del poder y, específicamente, del ritual político estuvieron demarcados por una serie de hitos de cambio que van desde el terremoto de 1746 hasta los contrarritos bolivarianos y la iconografía del caudillismo militar de la década de 1830. Pablo Ortemberg resume estos momentos decisivos de la siguiente manera:

Los momentos claves que desafían la reproducción simbólica del orden pueden ser la destrucción física de la ciudad con el terremoto de 1746, la crisis abierta con la vacatio regis de 1808 y la irrupción del nuevo sujeto soberano en Cádiz de 1812. También lo son la proclamación de la independencia del 28 de julio de 1821 y la configuración del ritual cívico durante el Protectorado, y luego durante el Congreso republicano, hasta la emergencia y clausura de los ritos bolivarianos en el espacio urbano (2014, p. 29).

Si no es la destrucción total de toda preexistencia del viejo sistema, los nuevos regímenes provenientes de revoluciones o guerras emancipadoras, como es el caso del Perú en 1821, recurrieron al uso resignificado de aquellos símbolos, lugares, edificios o lugares de emplazamiento del poder derrotado para evidenciar precisamente el efecto de sustitución de un poder respecto a otro. Fue el camino elegido por San Martín y sus huestes probablemente no por convicción estratégica, sino por una no tan oculta aspiración promonárquica.

La arquitectura y el urbanismo como formas de materialización del poder también cumplen el objetivo de una representación sacralizada del poder y la autoridad, que es también, finalmente, el objetivo supremo de toda forma de ritual y fiesta del poder. En este caso el espacio físico formalizado como arquitectura representativa y ciudad celebratoria se transforma en «un escenario extracotidiano de una representación en la que conviven el placer y la obediencia, la cohesión y el conflicto» (2014, p. 25).

Como había sucedido durante la Colonia, el poder y autoridades de la naciente República organizaron también las ceremonias, fiestas y otras actividades público-religiosas como formas e instrumentos de «propaganda» o mecanismos de dominación de la esfera de sensorial subjetivo de la plebe. En esta lógica, si bien la carencia de recursos hacia imposible la ejecución de una columna o monumento conmemorativo y mucho más de una nueva edificación o reforma urbana, de alguna forma la sola evocación de nuevos paisajes urbano-arquitectónicos (como la reforma de la Calle del Teatro) resultaba persuasivo para una colectividad ansiosa de encontrase con nuevos referentes de cambio real.

Los cambios se habían producido tan solo en la esfera de los anuncios y las buenas intenciones. Lo que de por sí, en el terreno de las obras concretas, conlleva su propio significado: ¿cambiar para no cambiar o mutatis mutandis?

Ciudad y arquitectura de la Republica temprana: ¿de las ideas a las obras?

Tras la liquidación del proyecto de la Confederación Perú-Boliviana, en 1839, el inicio de la década de 1840 coincide con una etapa que Jorge Basadre denomina la «Restauración», que representa en realidad —tras los aciagos primeros años de caos, militarismo autoritario y autocracias— una oportunidad de repensar el futuro del Perú republicano, esta vez desde los resultados de una experiencia errática de más de dos décadas de vida republicana, así como en función de las nuevas condiciones geopolíticas y la economía internacional del momento. El Perú no podía seguir sometido al designio de líderes sin arraigo nacional, como tampoco estar en permanente zozobra en medio de un debate ideológico fragmentado, intermitente y no conclusivo entre liberales, conservadores o constitucionalistas. Este debate, si bien no tuvo un correlato explícito en términos de urbanismo y arquitectura, significó un marco de referencia ineludible para la implementación de una serie de iniciativas, la mayoría de ellas nunca concretadas.

Este primer periodo de la historia del urbanismo y la arquitectura republicana representa igualmente —en su endeblez y carencia de aliento de futuro— un reflejo sombrío de este periodo de difícil alumbramiento republicano del país, en el que las cuestiones del «territorio», en su notación geopolítica, adquirieron una comprensible preponderancia sobre los dominios de la «ciudad» y la «arquitectura», en ese orden. En este periodo no solo no se produjeron grandes obras, sino que tampoco pudieron concretarse muchos de los pequeños proyectos. Esto es casi como una metáfora trágica de lo que sucedía en el terreno político institucional, en el que ninguno de los tres principales proyectos políticos encarnados por San Martín, Bolívar y Santa Cruz lograron concretarse o tuvieron apenas una vigencia entrecortada33. Se trató de un periodo convulso e incierto, como la propia república que representaba el Perú, donde lo único común —como nos lo recuerda Jorge Basadre— era, primero, que los tres personajes más influyentes (José de San Martín, Simón Bolívar y Andrés de San Cruz) eran extranjeros, y, segundo, que, a pesar de que cada uno de ellos enarbolaba concepciones políticas e intereses distintos, los vinculaba el «autoritarismo» revestido de pulsiones monárquicas, cesaristas napoleónicas o autocráticas, respectivamente.

Si bien la liquidación del proyecto de la Confederación en 1839 y las posteriores tensiones bélicas del Perú con Bolivia y Ecuador configuraron un periodo tensional que se extendió hasta el inicio de la década de 1840, es evidente que este momento da cuenta no solo del fin de un primer periodo, que se inicia en 1821, caracterizado por un militarismo autoritario y una elite funcional a este, sino del inicio de otro nuevo periodo, en el que la construcción de la promesa republicana adquirió un nuevo perfil y otras condiciones de concreción. Estos cambios tendrán un notable impacto en la reconfiguración del territorio y la producción urbanística y arquitectónica del país. Este nuevo periodo, el de la «Restauración», no fue uno estructuralmente distinto, pues representa un momento en el que, por diversos factores —entre ellos el decantamiento del debate político en ciertos espacios de consenso—, se vuelve a pensar el futuro del Perú como República. Jorge Basadre resume este momento decisivo advirtiendo lo siguiente:

[...] más que una «restauración» lo que hubo en 1839 fue una «consolidación». Porque en 1839 quedó aclarado que el Perú sería, en el futuro, el Perú. Hasta entonces el país había vivido periódicamente bajo la sensación íntima de la transitoriedad de sus instituciones. [...] Bien es verdad, que, con un criterio exacto, este primer periodo de la República concluye todavía dos años después (1841), en la batalla de Ingavi, al fracasar el anhelo de que el Perú dominase Bolivia (2005, I, p. 192).

A partir de la década de 1840, esa arquitectura y urbanismo republicano, signados por la crisis y el desaliento, así como por la imposibilidad de concretarse en numerosas iniciativas del periodo inicial de vida republicana, empezó a tomar otro rumbo, no solo debido a un nuevo escenario de construcción política, sino, coincidentemente, debido a las primeras señales de reactivación económica producidos por la explotación del guano de islas, lo que se reconoce como el primer gran ciclo de expansión económica de la República. La década de 1850 se constituye, por ello, en una especie de espacio de transición entre un momento y otro. El proyecto de remodelación de la Alameda de los Descalzos, de Lima, de 1856, durante el gobierno de Ramón Castilla (1855-1857) puede considerarse como la obra culminante más importante del modesto plan en pro del embellecimiento de las ciudades y sus principales avenidas o alamedas de las tres primeras décadas de vida republicana. Pero también puede considerarse como el inicio de un nuevo y ambicioso plan de transformación de Lima y las principales ciudades del país como ocurrió en las décadas posteriores34.

La reforma encargada a Felipe Barreda se encuentra a medio camino entre la conservación del viejo formato generado a partir de su modelo de origen (la Alameda de Hércules, en Sevilla, y el Paseo del Prado de Valladolid) y una nueva configuración unitaria. A ello contribuyeron el rediseño de la capa vegetal de los jardines, la colocación de una verja de hierro forjado, lo que le otorgó un matiz de romanticismo paisajístico, así como la instalación de un nuevo mobiliario entre bancas, jarrones y doce estatuas de mármol traídos de Italia.

Con excepción de las intervenciones del presbítero arquitecto Matías Maestro Alegría, la controversia entre la persistencia del barroco popular y el advenimiento de una impronta neoclásica depurada probablemente era lo menos relevante en los aciagos tiempos antes y después de la independencia. Aquí se encontraban ya muy distantes el impacto de ese nuevo lenguaje arquitectónico inaugurado por Matías Maestro, no solo en sus numerosas obras de remodelación de las iglesias de Lima, sino en dos de sus obras civiles más significativas: el Cementerio General de Lima y la Escuela de Medicina de San Fernando. Esta era la situación del Perú y sus ciudades hasta mediados del siglo XIX respecto a la de otros países y ciudades de América que tuvieron otro destino menos crítico, caótico o de postración económica, como en México, Buenos Aires o Santiago de Chile. Sobre todo México, tras la Constitución en 1785 de la Academia de San Carlos de Nueva España, que impuso e irradió con determinación el decálogo neoclásico como el nuevo estilo arquitectónico de la Ilustración a través de una generación de arquitectos e ingenieros como Manuel Tolsá y Miguel Constansó, entre otros.

Tras una intensa, agitada e influyente trayectoria como precursor de la independencia, científico reconocido, representante político y eficiente gestor durante los primeros años de la república, Hipólito Unanue optó en los últimos años de su vida por el retiro en su hacienda de Cañete, donde falleció el 15 de julio de 1833. Este abandono del mundo urbano para su reclusión rural probablemente encarne diversos mensajes, pero una sola certeza: que Lima y el paisaje urbano del país se encontraban tan lejanos de esa épica y estética republicana que seguramente él, y los otros precursores y próceres de la independencia habían soñado alguna vez. Quien había ocupado casi todos los cargos más importantes de los primeros gobiernos de la República había elegido el mundo apacible de un campo que, sin grandes cambios respecto a su matriz colonial, podía lucir aún como imagen paradójica —en contraste con el paisaje aldeano y de anomía cultural de la ciudad— los contornos de cierta avanzada arquitectónica republicana. Su casa hacienda en Cañete, heredada del español liberal Agustín de Landaburu y Belzuncede como retribución a su maestro peruano, es eso: el paisaje de un universo impregnado de neoclasicismo republicano, operado con rigor y cierta escala monumental. Metáfora perfecta de una república evocada como retiro civilizado de una república incierta e irrealizable hasta cierto punto. Después de 1840 su hijo, José Unanue de la Cuba, asentó en las inmediaciones los fundamentos de otra casa hacienda que luego se convirtió en el «Palacio Unanue» que, en su autoafirmación y eclecticismo de añoranza morisca, con cierta gestualidad neoclásica y un pintoresquismo romántico se hizo igualmente imagen perfecta de esa hasta entonces república esquiva, ingobernable, retorcida en intereses y desencuentros múltiples. Con todo, el Perú de 1840 ya no era el mismo país que el de 1821.

1 El texto es parte de una investigación desarrollada por el autor entre 2019 y 2020 con el título «Ciudad, urbanismo y arquitectura. Doctrina, proyectos y obras de la República temprana. 1821-1840», con el auspicio del Centro de Investigaciones de la Arquitectura y la Ciudad (CIAC) de la PUCP. El texto en toda su extensión es original e inédito.

2 Carmen Mc Evoy en su En pos de la República. Ensayos de historia política e intelectual, encuentra que el destierro del vocabulario e imaginario general de la palabra «república» para designar también nuestro tiempo presente, así como la identificación del siglo XIX con el pasado y la tradición, tiene como origen las consignas adánicas de la Patria Nueva leguiista referidas al origen del Perú moderno. Su evaluación es concluyente: «El momento de quiebre del proyecto republicano ocurre en la redefinición conceptual del término “republica” y su sustitución por “Patria Nueva” en el temprano siglo XX» (2013, p. 18).

3 Para otros autores este periodo inicial concluye en 1845 con el fin del primer militarismo y el inicio del gobierno de Ramón Castilla (1845-1851), un periodo de relativa estabilidad y el inicio de la construcción de un Estado-nación. Se trata de una demarcación temporal pertinente si es que se reconoce la persistencia en los primeros años de la década de 1840 de todos aquellos factores que caracterizaron al militarismo autoritario y el desgobierno correspondiente. Sin embargo, en este caso, hace más sentido optar por una demarcación temporal que tome como referencia aquel factor económico que tuvo un impacto fundamental en la transformación del territorio, las ciudades y la arquitectura: el inicio del negocio guanero. Tomando como referencia las estimaciones sobre la evolución de la economía peruana y el negocio guanero de Heraclio Bonilla y Shane Hunt, Jorge R. Deustua establece el periodo 1840-1852 como la etapa temprana del comercio guanero y, la etapa 1852-1878, como la fase madura del mismo (2011, p. 201).

4 En referencia a este periodo inicial, también puede mencionarse a Manuel Cuadra, quien resume el periodo antes del boom guanero en pocas líneas para referirse brevemente a la intervención conocida de la reforma de la calle del teatro señalando la recusación al modelo colonial de plaza para optar por una medialuna al centro de la cuadra al estilo de los crescents ingleses (2010 [1991], p. 29). Si bien el periodo de análisis corresponde al de las reformas borbónicas en el mundo urbano del siglo XVIII, así como las crisis higiénicas y de habitación en la Lima después de la segunda mitad del siglo XIX, los estudios de Gabriel Ramón Joffré ofrecen marcos de referencia y valoraciones específicas sobre determinados aspectos de la realidad urbana del periodo temprano de la República, 1821-1850 (1994, 2000, 2010 y 2017). Jesús Cosamalón se ha ocupado igualmente del siglo XIX con referencias de contexto y específicas en la relación ciudad-sectores populares del periodo temprano de la República (2004 y 2017).

5 Para indagar sobre los planteamientos de Simón Bolívar y la producción arquitectónica y urbanística de los primeros años de vida republicana de Leonardo Mattos-Cárdenas véase Mattos-Cárdenas, 2004. Sobre las iniciativas en materia de arquitectura y urbanismo de Confederación Perú-Boliviana véase Gutiérrez, 1983. La lectura del siglo XIX peruano por Ramón Gutiérrez se traduce en la subdivisión de este primer periodo poscolonial en dos momentos: el correspondiente a la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) y el iniciado por el gobierno de Ramón Castilla desde su primer gobierno en 1845-1851 (1983, p. 377 y ss.). A diferencia de este segundo referente, que representa en efecto el inicio de una etapa distintiva en la arquitectura y el urbanismo poscolonial, la mención a la Confederación Perú-Boliviana como un periodo definido resulta en cierto sentido desproporcionado. Propuesto así, podría suponerse que antes de la jefatura del mariscal Andrés de Santa Cruz no se habría producido alguna expresión de arquitectura, urbanismo o arte urbano. Si bien no se produjo casi ninguna gran obra en términos de urbanismo y arquitectura, la serie de monumentos y arcos conmemorativos ejecutados durante el periodo de la Confederación representan la fase culminante de una tradición de obras similares iniciada por el propio José de San Martín desde 1821 y continuada luego por Simón Bolívar y los gobiernos subsiguientes.

6 Tras el éxodo de la nobleza española y las órdenes religiosas, poseedoras de enormes cantidades de territorio bajo el control de las haciendas, la aristocracia de la tierra durante la República temprana estuvo constituida por algunos nobles españoles que decidieron quedarse en el Perú, algunos de ellos de ideas liberales; como de mestizos ricos, que, como los describe Johann Jakob von Tschudi, era un «hacendados perezosos», así como un conjunto de españoles (la mayoría de ellos militares de mediano y bajo rango), afincados en la sierra tras la independencia y dedicados al comercio o convertidos en hacendados por matrimonio. Respecto de estos últimos, Tschudi señala que se trata de personajes que «pretenden ser hombres cultos de la manera más ridícula, con orgullo ilimitado, su ignorancia aún mayor y su presunción repugnante» (2003 [1846], p. 305).

7 Según diversas fuentes, como anota Alberto Flores Galindo, en 1824 existían en el Perú 36 casas comerciales inglesas, 20 estaban ubicadas en Lima y 16 de ellas en Arequipa. El 50% del comercio exterior del Perú estaba destinado a Gran Bretaña, mientras que el 95% de las importaciones lo constituían textiles ingleses, lo que trajo consigo la ruina de la producción artesanal: «La fragilidad económica, la debilidad administrativa y el desorden y anarquía política, facilitaron la rápida expansión británica» (1980, pp. 118-119).

8 La explicación de fondo que señala Alfonso Quiroz al respecto es que entonces «no existía un mercado nacional si no circuitos comerciales regionales aislados [...] desarticulados entre sí, en los cuales actuaban elites con características propias y diferenciadas entre otras» (1987, p. 217).

9 Debe recordarse que, hasta la revolución de a Túpac Amaru, formaban parte del entramado social colonial el estamento de los curacas y de los descendientes de la nobleza inca con derechos reconocidos por la colonia española. Más cerca del mundo andino que del contexto urbano, los integrantes de este sector social, que apoyaron inicialmente a la rebelión tupacamarista, terminaron reprimidos y desaparecidos como sujeto social a partir de 1782, con la orden de suprimir los títulos de la nobleza inca y desaparecer cualquier forma de evocación del Imperio inca. En 1821 existían en el Perú cerca de 40 000 esclavos. La gran mayoría vivía en la costa. Del conjunto de esta población cerca de 10 000 esclavos residían en Lima, es decir el 16%, la mayoría de ellos dedicados a actividades domésticas. Lima era prácticamente una ciudad de esclavos y de una población negra y de otras castas sometidas al oprobio esclavista. Por eso cuando entre el 5 y el 20 de julio, Lima, quedó desguarnecida por el retiro del ejército realista, lo que más temía la elite era una rebelión de los esclavos, como había sucedido en Haití y Santo Domingo.

10 El denominado «primer militarismo» implica un periodo que no coincide ni concluye ciertamente en las dos primeras décadas del «periodo inicial» aquí establecido en la periodización de una historia de la arquitectura y el urbanismo del siglo XIX. Jorge Basadre, autor de la caracterización y propuesta de periodización del militarismo republicano, establece tres periodos: 1. El Primer militarismo o el militarismo de la victoria, 1827-1872; 2. Segundo militarismo o militarismo de la derrota, 1883-1895; 3. Tercer militarismo, 1930-1980 (2005, I).

11 Los datos sobre la distribución regional del Producto Bruto Interno (PBI) en el Perú de 1827 son más que reveladores. La sierra sur en su conjunto aportaba el 52,01% del PBI; la región centro, el 32,34%; la región norte, el 14,66%; y la región amazónica, el 0,98%. En términos de departamentos, el aporte de Lima llegaba al 15,93%; Arequipa, al 11,41%; el Cusco, al 19,98%; y Tarma, al 16,42%. (Seminario, 2016, p. 88). Para el mismo año, 1827, el PBI total nacional alcanzaba la cifra de 969 000 000 (en dólares de Geary-Khamis) y el PBI per cápita era de 519 dólares por habitante (Seminario & Zegarra, 2014, p. 1).

12 Esta especie de renacimiento económico del sur peruano y la consiguiente reestructuración del espacio nacional no provienen, ciertamente, de una operación económica surgida tras la independencia del país. Los antecedentes se encuentran en las postrimerías del régimen colonial. La gradual e incipiente apertura de la economía colonial al comercio internacional e intercolonial durante el siglo XVIII —debido, entre otras razones, a la disminución creciente del poder de España como potencia colonial y el fracaso sistemático del proteccionismo comercial validado por el reglamento de comercio libre de 1718— significó una profunda transformación del espacio territorial colonial con la creación de nuevos circuitos y polos de producción y consumo. Los cambios político administrativos y territoriales y sus efectos en Lima, pero también en la economía del Perú, se produjeron como un continuo desmembramiento del territorio colonial. En 1717 se creó el Virreinato de Nueva Granada, en 1776 el Virreinato del Río de la Plata. El epicentro se trasladó a Buenos Aires al quedar Potosí bajo su jurisdicción. Lima y el Perú acusaron gran impacto de estos cambios. El desmembramiento territorial y desangrado económico no quedó ahí. La creación de nuevas audiencias (Caracas y Cusco), capitanías generales (Chile, Venezuela, Cuba y Guatemala) y la creación del régimen de intendencias en 1784 (Lima, Trujillo, Tarma, Huancayo, Cusco, Arequipa, Huamanga y Puno), muchas de las cuales fueron la base de los primeros «departamentos» de la república, terminaron arrebatando a Lima la hegemonía y el control político y económico del país.

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