Kitabı oku: «Creí que borraban todo rastro de ti», sayfa 3

Yazı tipi:

—Ese es un misterio que yo misma soy absolutamente incapaz de explicar.

***

Sacha estaba echando un vistazo a cerca de trescientos artículos que le habían enviado por fax. Con un rotulador, la secretaria de redacción había garabateado una línea alrededor del título de los reportajes que podían resultarle de interés. Los sueltos hacían referencia a la transformación de la CEAO en «Unión Económica y Monetaria de África Occidental», a enfrentamientos sangrientos en todos los rincones del continente, Sierra Leona, Ruanda, Burundi, Liberia. En otras partes, la tasa de natalidad en fuerte alza, o el auge de los sistemas de microrriego en las grandes explotaciones agrícolas de África.

Sacha volvió a pensar en la prisa con la que los hombres habían empuñado sus armas cuando ella había intentado tomar fotos del camión. En el militar que no había bajado de la cabina.

Intentó concentrarse. Releyó la investigación de una colega que había reconstituido minuciosamente el asesinato del presidente burundés en octubre del año pasado; recordó el fallecimiento de Houphouët-Boigny, su sustitución por Henri Konan Bédié. Nada que pudiera realmente llamar su atención. Sacha colocó desganadamente la pila de papeles sobre la cama. Como Benjamin no llegaba, decidió ir a dar una vuelta por la ciudad.

—Lo siento, señora Alona, pero no hay ninguna comisaría en la calle Leicester —le indicó el recepcionista del hotel.

La comisaría estaba en Western Boulevard, nunca había habido una en la calle Leicester, el hombre era rotundo. Desconcertada y convencida de que Saunders le había dado esa dirección, le explicó al recepcionista las circunstancias en que el oficial la había citado, en su habitación.

—Señora Alona, ningún inspector se ha presentado esta mañana en la recepción del hotel.

La confusión de la periodista iba en aumento. Apenas tenía el oído puesto en el recepcionista, quien, visiblemente incómodo, le recordaba los procedimientos vigentes en el establecimiento para evitar la entrada de personas de cuya visita no se hubiese avisado previamente. Con un movimiento amplio, invitó a Sacha a que comprobase por sí misma que era imposible acceder al hotel y dirigirse a las habitaciones sin haberse identificado. El vestíbulo del establecimiento era amplio, luminoso. El techo parecía inalcanzable, las paredes eran de un blanco inmaculado. A cada lado del espacio colgaban grandes ramos de flores. Frente a la recepción, unos discretos ascensores con puertas de forja conducían a las habitaciones. El recepcionista prosiguió: había comenzado su turno al amanecer, se había presentado allí el dueño de una agencia de alquiler de coches, había montado un alboroto inusual, explicado que la periodista había robado un vehículo, y lo había empotrado deliberadamente contra un camión.

—La cosa no sucedió exactamente de ese modo, pero admitámoslo —respondió Sacha, que no quería seguir dándole vueltas al asunto.

El propietario de la agencia había mostrado algunas fotos del accidente y la copia del pasaporte de Sacha. A la vista de esos documentos desconcertantes, finalmente le habían permitido que fuera a ver a la periodista, bajo la supervisión del sirviente que había llamado a su puerta más temprano por la mañana. Pero de inspector, nada de nada. El hombre era categórico.

Sacha tomó la dirección de Long Street. Las guías que había traído y los mapas que había cogido en el hotel señalaban el barrio como «digno de ver», con su arquitectura colonial de estilo victoriano. Era un bonito día, con el cielo quizá más alto que en otros sitios. Compró el City Press y el Daily Sun, se sentó a una mesa bajo los arcos de un edificio de finas columnas, de colores brillantes. La ciudad nadaba en un día lechoso, atravesado por un frío sol. Sacha pidió un té verde, huevos, beicon y tostadas. Hojeando los periódicos, leyó algunos artículos sobre la movilización de los candidatos ante las elecciones generales. Se sorprendió interesándose por ese país en pleno renacer. Nelson Mandela, cuyo extraordinario magnetismo había descubierto cuando le entregaron el premio Nobel de la paz un año antes, se estaba convirtiendo en un personaje decisivo para el continente. Unas semanas más tarde acabarían eligiéndolo, era evidente.

La sorprendieron unas notas de guitarra. La melodía era lejana, desgarradora, y la grabación, ligeramente velada. La música, que chisporroteaba, parecía frotarse contra las paredes del altavoz antes de salir. Algunos clientes del café se pusieron a canturrear, conocían la canción de memoria. Otros agitaban la cabeza. Los arreglos eran complejos, precisos. Sacha se enteró mucho más tarde de que las piezas que había compuesto Sixto Rodríguez, grabadas en un estudio de Míchigan, donde residía, se habían convertido en verdaderos himnos en la Sudáfrica de los años setenta y ochenta, sin que él tuviera conciencia de ello y sin que se supiera con exactitud cómo habían llegado hasta allí.

Sus pensamientos divagaron en ese momento de tiempo detenido.

Sugar man

Met a false friend

On a lonely, dusty road

Lost my heart

When I found it

It had turned to dead, black coal

Silver magic ships, you carry

Jumpers, coke, sweet Mary Jane

Sugar man

You’re the answer

That makes my questions disappear

Las páginas internacionales del Daily Sun hicieron que Sacha se enterase de la elección del nuevo presidente de la República de Malta y de los avances en la investigación sobre el accidente, unos días antes, del vuelo de Aeroflot 593: el piloto les había pasado los mandos a sus hijos y no había sido capaz de nivelar el avión cuando quiso recuperarlos. Por lo demás, solo había noticias de esas que se olvidan nada más haber ojeado el título del artículo. Cerró los periódicos. Cogió la taza de té, su mirada se clavó en una mosca inmóvil sobre la mesa. Sintió un punto de emoción, de ansiedad. Volvió a abrir el Daily Sun y se fijó en un suelto al que no le había prestado especial atención. Sacha se mordió el labio. Una intuición. Quería cerciorarse.

Entró con paso rápido en el vestíbulo del Hermitage. El recepcionista estaba hablando con un grupo de turistas. Sin embargo, la miró con toda atención y Sacha pensó que el hombre realmente le había dicho la verdad: era imposible atravesar la recepción sin ser visto.

La periodista subió las escaleras que rodeaban el hueco de los ascensores y accedió a su planta. Buscó en el bolsillo de los vaqueros y sacó la llave. Al introducirla en la cerradura, observó un fino haz de luz entre el batiente y el montante de la puerta. Contuvo el gesto: su habitación estaba abierta. Sin embargo, estaba convencida de haberla cerrado con llave al salir.

Sacha empujó la puerta con precaución. El pasillo de la habitación estaba bañado de luz. Entornó los ojos, pero no vio a nadie. Llegó hasta el cuarto de baño. Ante la duda, se pegó a la pared para que no la viesen. Esperó. Sin el menor ruido. Sin la menor respiración. Solo los latidos de su corazón alteraban el silencio reinante. El intruso acabaría por mostrarse.

Perdió la paciencia, se atrevió a avanzar, barrió la habitación con la mirada, buscando algo que pudiera servirle de arma. Entonces vio su maleta desparramada. Sus libros desperdigados. La habitación estaba vacía. Sacha retrocedió unos pasos y abrió el armario: vacío también. Volvió al cuarto de baño, abrió de golpe la cortina de la ducha: nadie.

Descolgó el teléfono que estaba en la mesita de noche, informó al recepcionista de que alguien había registrado su habitación y le rogó que hiciera lo necesario para permitirle mudarse a la planta baja, cerca del vestíbulo.

Sacha no tenía intención de cambiar de habitación, pero quería que su petición se difundiese entre todos los empleados del hotel con objeto de que un posible soplón tal vez orientara a sus visitantes secretos hacia la pista falsa. Se instalaría cómodamente en la recepción para tratar de identificar a los ladrones.

Se decidió a cerrar la puerta de la habitación, juntó unos cuantos papeles tirados por el suelo, sobre la cama y a la entrada del cuarto de baño. Algunos estaban arrugados; otros, pisoteados. Ella misma había pisado probablemente varios de ellos.

Habían desperdigado deliberadamente los cientos de páginas de los artículos. Las juntó y las ordenó, aunque no cronológica, sino geográficamente. Se confirmaba la intuición que había tenido antes en el café. Habían robado la mayoría de los artículos que trataban de la región de los Grandes Lagos, en el centro de África. Estaba convencida de que había visto muchos más esa misma mañana. Sonrió al darse cuenta de que el que había despertado su curiosidad no había desaparecido.

Desde hacía varios meses, todos los periódicos se habían puesto a publicar infografías: los servicios especializados de las grandes redacciones ahora ilustraban los artículos tradicionales con ayuda de mapas plagados de leyendas, gráficos y tablas de todo tipo en cuanto estallaba un conflicto o se producía una catástrofe natural. En este caso, estaba delante de una «ficha de país» de media página, dedicada a Ruanda, donde las tensiones étnicas habían alcanzado su punto álgido.

Entre otros datos estadísticos y demográficos, se reproducía la bandera del país: tres franjas verticales de colores borrosos por el fax pero identificables, claros probablemente, con una «R» negra estampada. Ese era el escudo que llevaba en el brazo el militar que no había bajado del camión.

Sacha ordenó sus pertenencias y se aseguró de que no le hubieran robado sus documentos de identidad. A quien había entrado en su habitación no le interesaban, al parecer, los objetos de valor.

Se disponía a salir cuando se percató de su error de juicio. Faltaba la cámara de fotos de Benjamin.

Daniel:

Recuerdo el perfume refinado de las vainas de vainilla colocadas en largas hileras marrones sobre la parte de chapa del techo de nuestra casa. Ocuparme de la vainilla con Mamá era la única razón válida que podía disuadirme de ir a la biblioteca. Me encantaba pasar tiempo entre anaqueles con libros de páginas amarillentas, picadas. Leer y sentir el papel rugoso entre mis dedos. Leer y leer y leer, a falta de poder hablar.

Siempre le recomendé a mi madre que no alineara las vainas en el techo, yo prefería ponerlas de modo que me permitieran dibujar. Cuando no se dispone de nada para hacerlo, más vale utilizar lo que se tiene. Dibujar las colinas que circundan Kigali, la cara de los seres queridos, la tuya, Daniel, entre las ramitas azucaradas. Bajo el sol, las vainas de vainilla muestran un aspecto lustroso, reflejos ocres o rojos, según estén colocadas. Mamá me respondía siempre, sonriendo con dulzura, que el lugar donde se colocaba la vainilla para secarla era el factor más importante en la maduración de las vainas. Dos semanas de secado cada seis meses para darles a esos miles de ramitas el mejor de los aromas.

Los productores de vainilla de Ruanda no estaban en Kigali. No sé cómo se les ocurrió a mis padres la idea de comercializar esta planta, pero mi juventud se resume en su aroma.

Después de cada cosecha, Mamá guardaba unas veinte vainas, antes de venderlas a no sé quién, para preparar arroz con leche, el dulce preferido de Papá. El único que no cocinaba él mismo. Cada vez que se llevaba la cuchara a la boca, seguíamos su movimiento con atención y, en el fondo, con cierto temor. El tiempo había forjado entre ellos una semejanza que no sabría explicar; ese mimetismo empujaba a mi madre a abrir los labios con él, como para entrar en su boca, vibrar en sus papilas.

Una vez acabado el cuenco de arroz con leche, inevitablemente decía: «Sé que tienes un secreto para prepararlo». Creo que hervía un poco de leche con la pasta marrón de la vainilla. Cuando la mezcla aromática empezaba a borbotear, añadía arroz corriente, azúcar y almendras machacadas. Todo ello formaba una crema untuosa que había que retirar del fuego a tiempo: en eso radicaba el secreto. Me gustaría volver a ver el rostro feliz de mi padre comiendo arroz con leche.

Es imposible olvidar el olor de la vainilla. Permanece en mi memoria desde que el coche del embajador de Francia se detuvo delante de la entrada de casa. Eso no ocurría nunca; normalmente, el diplomático atravesaba el jardín de la residencia y se encontraba con nosotros en nuestra parcela. Vino en persona, acompañado por uno de sus consejeros, a anunciarnos la muerte de Papá. Lo habían matado junto a otros tutsis, en plena ciudad, en Kigali, un día de primavera de 1990. Al no verlo en la cocina aquella mañana, algunos de los empleados habían salido en su búsqueda. En esos últimos tiempos se habían producido varios asesinatos de tutsis. Cuando llegó el embajador, estábamos detrás de la casa, en el lugar donde los lirios, impotentes, ceden a la vainilla el privilegio de perfumar el viento del jardín.

Nos saludó y preguntó si podía tomar asiento en una de las sillas metálicas de Papá, en medio de las flores.

—Por supuesto, señor, por aquí —le dijo mi madre, extendiendo el brazo hacia el camino que conducía al jardín—. Pero mi marido no está. ¿Por qué no ha venido con usted?

No le daba la ocasión de responder, de la prisa que tenía por hacer que se sintiera cómodo.

—¿Le apetece comer arroz con leche?

Realmente le ofreció arroz con leche al embajador de Francia. Parecía tan confusa...

—Me gustaría hablar con usted en privado, señora. ¿Podría pedirle a su hija que nos dejara a solas un momento?

Me quedé en la zona de la casa donde estaba la vainilla. Subida primero en la escalera y después en el tejado, pude observar y escuchar la conversación de Mamá con el embajador, que la miraba directamente a los ojos y le sostenía las manos, sin decir nada.

Transcurrió un largo rato bajo el sauce llorón. Como si el embajador hubiese echado raíces. También él parecía tocado por la magia del mimetismo, su cuerpo copiaba el porte inclinado y majestuoso del sauce. Varias veces abrió la boca y se dispuso a hablar. Cada vez, sus labios se cerraron, se le hundió el pecho y apretó los dientes, haciendo aparecer esa protuberancia musculosa en la parte inferior de la mandíbula de los hombres que se niegan a llorar.

Mi madre no dejaba de hablar, de preguntarle por lo que aparentemente le causaba tanta pena.

—Señor embajador, ¿desea que le traiga un poco de agua?... ¿Seguro que no quiere probar mi arroz con leche?... Lo siento, pero de verdad que no entiendo lo que lo trae a usted hasta aquí. ¿Desea tal vez esperar a que mi marido regrese a casa? ¿Quiere usted pasar?

En ese momento, el consejero que lo acompañaba le hizo una señal, indicando el reloj. El embajador bajó la cabeza. Después soltó las manos de Mamá y se las colocó suavemente sobre las rodillas, cubriéndolas con las suyas, como si acabase de liberar un pájaro herido.

Se levantó, dominándola con toda su altura. Dijo: «Lo siento». Cogió la silla de metal blanco en la que estaba sentado. Tiró con un poco de fuerza para que las patas salieran de la tierra. Papá insistía en que las sillas estuvieran siempre en el mismo lugar, las patas habían adquirido de hecho una tonalidad más oscura. Mi madre lo siguió con la mirada y no dijo nada. Con la silla a cuestas, el embajador se dirigió hacia el desván, que estaba junto a la casa. El desván en el que Mamá guardaba la vainilla. El desván en el que permanecería la silla.

Tal vez sea mi imaginación, tal vez no; pero en el momento en que el embajador derramó una lágrima, me pareció que la ciudad había empezado a oler a vainilla, como para recordar a mi padre.

Salió de la casa sin mirar atrás.

Sola bajo el sauce llorón, con la mirada fija en los agujeros que la silla había dejado en la tierra, Mamá envejeció de golpe.

Rose

4

—Tengo una buena noticia y bastantes malas, ¿por dónde empiezo? —preguntó Sacha al fotógrafo.

Benjamin palideció cuando Sacha le anunció el robo de su cámara de fotos. Sin darle tiempo de que reaccionara, le soltó la lista de sus desventuras matinales. Estaba claro que Benjamin no lograba asimilar la cantidad de información que le suministraba Sacha, quien intentaba, una vez más y con más calma, establecer la relación entre los distintos elementos.

—Lo único que fotografiamos ayer —dijo ella— fue el camión, una parte de la carga a través de las puertas, y a los conductores.

—Se han llevado la cámara porque es una Nikon F3AF mítica.

—Me habría gustado que me hubiesen tocado unos amantes de la fotografía, pero me parece que no es el caso, lo siento.

—¿Y cuál es la buena noticia en todo esto?

Ella le lanzó una sonrisa.

—¿Acaso he hablado yo de una buena noticia?

Sacha le propuso que fueran a hacer aquello para lo que habían venido: trabajar. Avanzando por las calles, fueron recopilando las impresiones de la vida cotidiana en plena evolución. Escenas de alegría, sonrisas, animadas charlas en los cafés. Nadie parecía insensible a los vientos de cambio. Sacha efectuó varias llamadas desde el hotel para mantener las entrevistas que había previsto, estuvo hablando brevemente con el consejero principal de la embajada de Francia. La jornada fue monótona, pero la ciudad le gustó. Empezó a redactar un largo reportaje que más tarde enviaría a la redacción del periódico. Benjamin y ella hicieron caso omiso de la cita que fijó Saunders en la falsa comisaría de Leicester St. Tampoco fueron a la comisaría de Western Boulevard.

Alquilaron un Ford gris en otra agencia, a última hora de la tarde. Sacha se detuvo en un cajero y sacó dos mil rands. Fueron a parar al lugar exacto del accidente de la víspera. Benjamin le propuso que se dirigieran hacia los muelles.

Al pasar por Darling y Eastern Boulevard giró y aparcó el coche en Aberdeen St. Avanzaron a pie hasta el muelle Duncan, que rodearon en dirección a Ben Schoeman. Unos inmensos portacontenedores estaban fondeados en la bahía. Varias decenas de cargueros permanecían atracados a lo largo de las dársenas, como pesados monstruos flotantes. Hombres con monos azules o grises daban zancadas sobre las plataformas, con un cigarrillo atornillado a la boca, los ojos cansados y la piel curtida, bronceada. Frente a los muelles, algunas naves abiertas, mal iluminadas, en las que se almacenaban cientos de palés, bidones, marcos metálicos y otras mercancías en tránsito. En esa ciudad de metal, el aire olía a óxido.

Recorrieron los muelles hacia el oeste, con la mirada a veces hacia el mar, a veces hacia los almacenes de mercancías. La atmósfera se iba refrescando. Los marinos y los obreros del lugar no les prestaban atención. Iban y venían, se dedicaban a sus ocupaciones, volvían a casa. A lo esencial. Unos pequeños transpalés se movían de un lado para otro en los muelles de atraque, bañados por la luz de los faros de los camiones que salían de las dársenas. Sacha y Benjamin estuvieron deambulando casi una hora, sin saber adónde ir en realidad.

En medio de los almacenes, les llamó la atención una hilera de naves. Allí había estacionados camiones similares a los del día anterior, listos para la carga. En el interior, palés con letras en chino y el rótulo «Fire». Después de haberse asegurado de que nadie vendría a molestarlos, Sacha y Benjamin entraron en una de las naves. Con dificultad, abrieron algunas de las cajas reventadas y observaron que estaban vacías. Se dirigieron, decepcionados, al otro extremo de la nave, donde identificaron otras, precintadas. Abrieron una de ellas con ayuda de un pie de cabra cercano. Estaba llena de machetes. Sacha cogió uno, le extrañó que fueran de doble filo. Se acordaba de los que los agricultores utilizaban en los campos, que solo tenían uno. Abrieron una segunda caja, con similar contenido. No tuvieron tiempo de proseguir. Un camión articulado entró ruidosamente marcha atrás.

El camión les bloqueaba toda salida. Iban a tener que improvisar para explicarles a los hombres que bajaban de él, una copia exacta de los conductores de la víspera, la razón por la que estaban allí. En el asiento del pasajero, Sacha distinguió a otro soldado con el escudo ruandés cosido en la camisa. El militar bajó del vehículo poco después de los otros. Salió de la nave y encendió un cigarrillo. Sacha se mantuvo al margen, pero Benjamin avanzó, quiso tomar la delantera: había que dar una explicación creíble. El conductor le hizo entender que su ayuda para cargar las cajas almacenadas en el fondo de la nave no estaría de más. Benjamin no había tenido siquiera que abrir la boca.

Sin preocuparse de quién era, los otros hombres se apoyaron contra la pared de hormigón y miraron cómo trabajaban. Se fumaron un cigarrillo tras otro mientras leían el periódico. Mejor no decir ni pío.

Con ayuda de un transpalé, Benjamin y el conductor colocaron varias cajas al fondo del camión; dentro ya había otras, idénticas. Los otros tres tipos subieron al interior del camión para inspeccionar el contenido. Como se esperaba Benjamin, la mayoría de las cajas estaban llenas de machetes; otras rebosaban de ametralladoras. El militar ruandés le ordenó a Benjamin que se acercara. Echó un rápido vistazo a la carga e hizo inventario. Se aproximó al periodista y le presentó un albarán de entrega. El conductor, ayudado por sus colegas, comenzó a recoger los pocos machetes que estaban tirados por el suelo. Los arrojaron al fondo del remolque. Al golpear contra las paredes del camión, las hojas chirriaron. Compraban armas como si fueran simples frutas y verduras.

Los camioneros abandonaron el lugar tan rápidamente como habían llegado. Habían tomado a Benjamin por el responsable de la entrega. El tejemaneje estaba bien engrasado. Los hombres habían tirado sus colillas y los periódicos arrugados. El soldado ruandés, por su parte, se había deshecho de uno, Kangura, en cuya contraportada aparecía un joven negro armado con un machete y el brazo estirado. En un globo decía: «Hay que ocuparse de los tutsis antes de que ellos se ocupen de nosotros». En la portada del periódico: «La ONU amenaza con retirar su fuerza de interposición de Ruanda»; luego, en más pequeño: «Haremos cuanto sea necesario para que el gobierno de transición de base amplia no se constituya. No a los acuerdos de Arusha».

Sacha ojeó rápidamente el contenido del periódico. Página 4: «Que todo el mundo se prepare y se arme, los inyenzi están listos desde hace mucho tiempo».

Por lo que sabía de Ruanda, los acuerdos de Arusha, firmados en dos fases por el presidente Habyarimana y el Frente Patriótico Ruandés de Paul Kagame, pretendían sentar las bases de un Estado de derecho y del reparto del poder entre hutus y tutsis. Bajo la peligrosa invectiva del artículo, se encontraba el recordatorio de un discurso de Juvénal Habyarimana, en el que calificaba de «papel mojado» tales acuerdos. Pero ¿quiénes eran esos inyenzi? En cuanto regresara al hotel, llamaría a Bernard Witz.

La noche había caído en los muelles desiertos. Al salir de la nave, vieron a un tipo que caminaba fatigosamente hacia el almacén. Un enorme foco apuntaba en su dirección: a ellos no los vería. La periodista abrió los ojos de par en par. ¿Cómo era posible? Se alejaron rápidamente, se colaron entre dos almacenes, desde donde pudieron observar la escena. El hombre entró en la nave y salió igual de rápido. Parecía aterrorizado. Se agitó, iba y venía incesantemente bajo la entrada de la nave. Se detuvo, gritó algunos nombres incomprensibles. El silencio que le respondió lo sacó de quicio. Cogió una escalera, subió los escalones con paso rápido y luego tiró de una puerta metálica para cerrar el almacén. Se escapó un ruido estridente. El fino haz de luz que podía distinguirse bajo la persiana metálica se apagó. Poco después, el hombre salió por una puerta lateral que cerró cuidadosamente con llave. Se alejó con paso colérico.

Saunders —si de verdad ese era su nombre— parecía no haberlos visto.

Daniel:

El día en que enterramos a Papá acudieron muchos amigos. Había niños jugando en el jardín, ante la mirada perdida de mi madre, que estaba difuminada, como si no supiera lo que estaba pasando.

Allí se encontraba el embajador de Francia. Innocent y Jean estaban perfectamente afeitados. Théodose llegó al jardín, bien vestido y sin vaca. Tal vez fuera su modo particular de dar prueba de su amistad. Agathe, Jean, Janvier y Aline pasaron todo el día sentados junto a Mamá. Los empleados de la embajada de Francia estaban al completo. No recuerdo el nombre de los demás; solo recuerdo que eran muchos.

Yo observaba a la gente llegar, apiñarse, entrar y salir del jardín. La mayoría eran discretos y medían sus palabras. Las tonalidades de la vida se habían difuminado. El ocre se había vuelto gris. El verde del jardín había amarilleado. El rosa de los lirios se había desteñido. Mi padre se había marchado llevándose con él los más bellos colores de la casa.

Al día siguiente de su muerte, fui al mercado de Nyamirambo. Mamá quería preparar algunos platos. Como siempre, allí vi ropa en abundancia. Los productos frescos colmaban los puestos, a veces limpios, a veces recubiertos de una fina capa de polvo. A mi padre le gustaba eso. Le gustaban la tierra y el tizne tanto como rogar al cielo. Le gustaban las manos encallecidas de esos hombres. Le gustaban tanto las callejuelas que trazaban las telas rebosantes de frutas como los pasillos cubiertos del mercado, con cabañas de madera frágiles aquí y allá, los zapatos de plástico que se mostraban, los mapas coloreados. Apreciaba el movimiento de las mujeres con los cestos colocados de modo natural encima de la cabeza, como una prolongación de su cuerpo, el vaivén de las bicicletas. Le gustaban los pescaditos plateados expuestos en las redes de los vendedores o que ofrecían los dedos de los niños que andaban por allí ocasionalmente. Le gustaba detenerse, observar. Le gustaba ver las semillas, las especias, las judías deformes dispuestas en sacos de tela llenos a reventar. Lo que más le gustaba de todo era llevarse las especias, las frutas, las verduras más sorprendentes, observarlas, tratar a veces de combinarlas, sacar de ellas lo que tenían de jugoso, de sabroso. Lo mejor. Le gustaba ver cómo caía la noche en esa colina a la que para brillar le bastaba con la iluminación de las tiendas, de sus fachadas, que imitaban a las del norte. Los comerciantes de aquí no se sienten orgullosos por imitar las marcas de Europa y de Estados Unidos; no lo consiguen. Se sienten orgullosos simplemente por intentarlo. Por lo demás, se trata de la Ruanda que recupera sus derechos. Allí uno regatea, charla, se lleva lo que puede llevarse.

Cuando vivía en Francia, pensé a menudo en Nyamirambo mientras paseaba por delante de los escaparates de las grandes tiendas o los de las calles frías de la Madeleine y de la Concorde. La diferencia, sin embargo, era evidente. En Francia, hay que ser rico para entrar en esos establecimientos. La mirada de las vendedoras ya basta para disuadirlo a uno de entrar. Aquí, en Kigali, la calidez no excluye a nadie.

Hoy, cuando mi nuca echa en falta su mano para llevarme allí, es como si el mercado estuviera vacío sin él. Como si esos pasillos saturados de sensaciones y de juegos de niños se hubiesen marchitado. Es como si, a fin de cuentas, lo estuviesen traicionando por seguir vivos mientras él ya no estaba.

Nadie se ha percatado de su ausencia. Al pasar por delante de los puestos, les he mantenido la mirada a algunos vendedores. En mis ojos, su ausencia era flagrante. Aunque hubiese querido hablar, no habría podido. Algunos me miraron fijamente, con extrañeza. No entendieron lo que quería. Quería decirles que él ya no estaba allí, que por primera vez había venido sola. Él ya no vendría más, él, que les había dado su dinero, que les había comprado sus excedentes. Él, que colmaba a mi madre y la residencia de la embajada de Francia de sus productos y que se interesaba por sus hijos. Pasarían los días y no volverían a verlo. ¿Se preguntarían por qué? ¿Se preguntarían a cuándo se remontaba su última visita? Sus cuerpos se habían cruzado, se habían estrechado las manos. Y de eso no quedaría nada. Quizá no se acordarían de él.

A veces pienso en la última vez que llevó a cabo cada uno de sus actos, cada uno de sus ritos. ¿Había olido la mañana de su muerte el cabello de mi madre? ¿Se había marchado con la riqueza de ese perfume único? ¿Había recorrido con la palma de la mano el hueco de su espalda? ¿Cuándo había acariciado por última vez el metal de las sillas del jardín? ¿Cuándo había comido su último arroz a la vainilla? ¿Había disfrutado una última vez de esos instantes anodinos?

A partir de ahora, la vida sería diferente. Habría que trabajar y ganar más dinero. La vainilla no bastaría. La voz de mi padre brotaba de mí. Mi madre y yo estaríamos solas en adelante. La embajada de Francia financió el entierro. El padre Baptiste no quiso cobrar. Invitó a los demás a entrar en la casa, después recitó una larga plegaria.

No escuché ni una sola palabra de lo que dijo aquel día después de haber colocado un velo anacarado sobre el rostro de Papá. Pensé que el más bello lugar donde podría encontrarme en ese momento sería el horizonte, entre el mar y el cielo. Justo donde no se distinguen en realidad. Justo donde el uno muere y el otro nace. Justo donde lo borroso apacigua, donde la gente nunca nos encontrará.

Había intentado encontrar esa intersección una vez en Kibuye, entre las islas, a orillas del lago Kivu. Era una tarde del mes de septiembre. Hacía bueno y el cielo, en contra de su costumbre, no quería cubrirse. Había entrecerrado los ojos para contemplar esa línea en la que el azul del cielo y el del agua se confunden. Hoy salí de la iglesia antes de que acabara el sermón. Mamá no me vio, pero sé que no habría dicho nada.

Los rayos del sol me obligaron a entrecerrar los ojos, de nuevo. Pensé en Papá. Intenté dibujar su rostro en mí para no olvidarlo jamás. Y después llegaste tú.

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