Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 8

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Nunes, al reflexionar sobre los seres acuáticos, cita a san Martín de Braga, del siglo VI, en la obra De correctione rusticorum [Sobre la corrección de los campesinos]:

Además de todas estas cosas, muchos de estos demonios, que fueron expulsados del cielo, presiden o en el mar, o en los ríos, o en las fuentes, o en bosques, a los cuales los hombres igualmente ignorantes que no conocen a Dios los honran como a Dios y les ofrecen sacrificios. En el mar lo llaman Neptuno; en los ríos, Lamias; en las fuentes, Ninfas; en los bosques, Dianas; todas estas cosas no son más que demonios malignos y espíritus malos que pervierten a los hombres infieles que no saben protegerse con el signo de la cruz173.

La naturaleza, como región indomada por el hombre —repositorio de las emanaciones y proyecciones del inconsciente y de las pulsiones del ello—, fue considerada, en varios momentos de la Edad Media, el sitio privilegiado de los seres diabólicos. Por algo no solo las ninfas demoníacas residen en selvas, sierras, ríos y lagos, sino también toda clase de mujeres de origen «sospechoso», como las hechiceras y las «bellas damas» que misteriosamente aparecían desacompañadas por parajes y rincones desiertos. Este es el caso de la dama del pie de cabra, que se hizo conocida en la tradición del norte de Portugal desde el siglo XI174.

Como ya se dijo, el siglo XII impuso una erudición narrativa a los europeos, la cual proporcionaba la creación de tramas entre mortales unidos con mujeres sobrenaturales. En una de las tradiciones de aquella época —denominada «tradición morganiana», conforme sigue explicándonos Nunes—, la mujer encantada atrae a su enamorado al mundo del más allá, el espacio de la inmortalidad, y establece una prohibición que, de romperse, llevará al hombre de vuelta al reino de los mortales. Por lo que respecta a la segunda tradición, la «melusiana», citada hace poco por mí, es común la presencia de una mujer encantada que se enamora de un ser humano (o viceversa). Para el matrimonio siempre hay una prohibición que no hay que romper, para que la felicidad continúe entre la pareja. Sobre ese aspecto, la investigadora afirma: «Como es el caso en la Península Ibérica, donde la dispensadora de la abundancia surge en el Libro de Linajes del Conde [de Barcelos] Don Pedro, compuesto entre 1340-1344, con el nombre de dama pie de cabra. Es la antepasada mítica del linaje de los Haro de Vizcaya»175. Los Haro formaban un linaje real en Portugal, que fue responsable de la anexión de Vizcaya176 por parte de Alfonso XI.

De origen incierto —como es habitual en las leyendas—, se supone que la dama del pie de cabra está vinculada con la independencia de la región de Vizcaya. Para Nunes, un cierto buen y generoso señor Diego López, histórico, de inicios de siglo XIII, podría ser el protagonista de un bello relato cantado por trovadores y juglares. Estos artistas partían de Provenza, después de la presencia de debilidades en las cortes de Occitania provocadas por los movimientos de los cruzados contra la secta de los cátaros y, al otro lado de los Pirineos, llevaron sus narrativas a tierras castellanas, gallegas y portuguesas. Quizá eso justifique la relación entre la literatura oral vinculada al linaje de los Haro con las leyendas melusianas de Francia, sobre todo de la región de la Bretaña y Languedoc. Nunes continúa:

La propia Vizcaya montañosa, a orillas del océano, habitada por gentes que hablaban una lengua extraña y única y rendían culto a árboles y a divinidades silvestres y acuáticas, ofrece el escenario ideal para un episodio sobrenatural. El protector de los bosques, Busgosu, se describe con un cuerpo velludo y piernas terminadas como las de las cabras, perseguidor de cazadores, raptor de mujeres debido a una sensualidad salvaje177.

El presunto autor de la leyenda de la dama del pie de cabra debería ser conocedor de esa temática y del color local de la región de Vizcaya. Pero hay varias versiones de esa narrativa en Portugal. Una de ellas está ligada a la localidad de Marialva —nombre que se le atribuye a una dama musulmana que tendría esa terrible deformidad—, en el municipio de Mêda, distrito de Guarda. Hasta hoy, algunos creen que la dama puede ser vista vagando de noche y por la torre del homenaje178 de las ruinas de un castillo, víctima del suicidio provocado por el descubrimiento de su secreto anatómico. En esa versión, la dama del pie de cabra no deja de ser una víctima más de las famosas «mouras» que existían en las tradiciones orales lusitanas. Aquí, es Priore el que nos aclara:

De [padre Manuel] Bernardes a [Almeida] Garret, las mouras se desplazan desde las entrañas de la tierra a las aguas de los ríos y fuentes, a orillas de las cuales se peinan. No se sabe cuándo ocurrió dicha transición. Con todo, lo cierto es que durante la época moderna ellas aún no equivalían a las nixes germánicas, a las damas del lago inglesas, a las náyades griegas, o a las rusalkas eslavas, como aparecen posteriormente, en el folclore179.

Alejandro Herculano (1810-1877) consiguió mantener el tono de misterio y miedo desde el comienzo de su famoso cuento sobre la misteriosa figura femenina: «Vosotros los que no creéis en brujas, ni en almas en pena, ni en travesuras de Satanás, sentaos aquí al hogar, bien juntos, al pié de mí, y os contaré la historia de Diego Lopez, señor de Vizcaya»180. Y ese señor, que campaba por los montes para cazar cerdos, escucha una voz melodiosa cantando a lo lejos (aquí, una vez más, una mujer —parte humana, parte animal—, seduce al hombre con su canto). «Levantó los ojos hacia una peña que tenía enfrente; sobre ella estaba sentada una hermosa dama: era la dama quien cantaba». Y en cuanto él se predispuso a desposarla, la mujer le impuso una condición: «De lo que yo quiero que te olvides es de la señal de la cruz: lo que yo quiero que me prometas es que nunca más has de persignarte». Y, más adelante, Don Diego tuvo por bien persignarse; la esposa y la hija que tuvo con ella desaparecieron, y solo le quedó la maldición de vivir excomulgado. Sin embargo, un abad le puso por penitencia «ir a combatir a los perros sarracenos por tantos años cuantos viviera en pecado, matando tantos de ellos cuantos días hubiesen pasado en dichos años». Mi opción para el desenlace, al contar la misma historia, fue: «Solo tiempos después de lo sucedido decidió, un día cualquiera, recorrer el mundo peleándose contra los moros en las tropas del rey Ramiro»181.

Termino, así, este repaso a la figura de las monstruosas y siempre encantadoras mujeres sobrenaturales. El cine contemporáneo, como quedará evidente en este libro, no abandonó dicha temática. Al contrario: siempre tuvo a la mujer, ese otro del hombre, como una de las formas más instigadoras para la creación de personajes fantásticos.

Lo gótico, lo grotesco y lo quiroptérico

Siguiendo todavía en la Edad Media, a pesar de las variadas digresiones que creo que enriquecen este estudio, decidí abordar la presencia de lo grotesco182, que encarna, sin duda, todo un mundo representativo de diableries. En el Medievo, adquirió connotaciones que lo desprendieron de sus referencias más primordiales, aquellas relacionadas con las grutas romanas y, posteriormente, cuajó entre los artistas manieristas franceses e italianos, que se complacían engendrando criaturas híbridas, máscaras, motivos florales, formas decorativas sinuosas y roleos183, y tuvo bastante presencia en los trabajos del Bosco y Brueghel, pero llegó igualmente hasta Goya (1746-1828). Miguel Ángel, en el Renacimiento, defendía lo grotesco como un recurso de expresión artística de carácter metafórico, mientras que Alberto Durero (1471-1528) llegó a decir que la receta para un trabajo de proporciones oníricas era la mezcla de varias cosas diferentes. Se percibe, así, que el hibridismo es la base de lo grotesco en el arte e, íntimamente asociado a lo monstruoso, es la propia libertad de hibridación, presentando combinaciones impensables. Conforme escribió Leite:

Esa fauna tan peculiar [en el pensamiento de la Edad Media] no sorprendería solo al lector de las obras escritas en las que figuran, pues aparecían también en otros sitios, bastando recorrer las iglesias romanas para saber que ese bestiario también imponía su presencia en esculturas expuestas públicamente en ellas184.

Una de las variaciones del arte de los grotescos fueron los grilli. Para hablar de ellos, me remonto a Circe, la bella hechicera que seducía a los hombres y los convertía en animales. Gryllus, el cerdo, fue aquel que, por opción, decidió continuar en su forma animal. A partir de su presencia en la Historia natural, de Plinio el Viejo, el personaje cedió su nombre a fantasmagorías grecorromanas—imágenes pequeñas e híbridas—, que pasaron a ser llamadas grilli y se dibujaban en los márgenes de los manuscritos o se representaban en amuletos y piedras del amor. A pesar de que el animal de la leyenda griega era un puerco, el término cambió de acepción, ya que grillus es el término en latín para «grillo». Ahora bien, Warner (2000) recuerda que, pese a las grandes diferencias, los cerdos y los grillos se asemejan en su glotonería y carácter doméstico (ya que ambos están presentes en ambientes familiares e, incluso, los segundos se crían como mascotas dentro de pequeñas jaulas en algunos países de Oriente)185. El cerdo y el grillo también emiten un ruido individual fuerte y ya se ha descrito su chirrido como un sonido parecido al de la voz humana en algunos aspectos (entiéndase aquí no solo el grillo, sino, por extensión, sus afines en la tradición popular, como la cigarra). Ya famoso en las fábulas de Platón y Esopo, cobró importancia con La Fontaine en La cigarra y la hormiga y se convirtió en un consejero moralista en Carlo Collodi (il Grillo Parlante), revivido dulcemente en la película Pinocho (Pinocchio, Norman Ferguson et al., 1940), de Walt Disney.

Baltrusaitis, en su obra magna de 1955 sobre lo fantástico en la Edad Media, reserva un importante panorama arqueológico a lo grotesco y al arte gótico en los siglos XI y XII, sobre todo, y destaca especialmente las piedras grabadas llamadas grilli. En aquel periodo fueron resucitadas por toda Europa las constelaciones zoomórficas, orientalizadas por los árabes, las cuales adornaron catedrales. Una partida carolingia ya había despertado el interés por la glíptica, siglos antes186, y las figuras monstruosas cuyo cuerpo era reducido a partes anatómicas andantes se habían hecho famosas de Galia a Persia mucho antes, en los siglos II y III. Así, acostumbrados a tales piezas, los europeos apreciarían cada vez más el uso grabado de imágenes híbridas. El monstruo en el arte figurativo se propagaría especialmente después de 1250 y su auge estaría en la primera mitad del siglo XIV en Inglaterra, Francia, Flandes y Alemania. De esta forma, pequeños objetos esculpidos retratarían rostros humanos errantes en cuerpos de animales, a semejanza de aquellos dioses egipcios y cretenses que llenaron todo un fabulario de la Antigüedad. A lo largo de partes del cuerpo (barriga, pecho y piernas, por ejemplo), la cara desplazada, en una conjunción extraña, formaría un único bloque en diversas composiciones artísticas, presentando un renacimiento no solo de los temas grecorromanos, sino también de aquellos de las primeras civilizaciones que se levantaron alrededor del Mediterráneo y de Oriente Medio. La continuidad de los grilli también cobró fama en la Edad Media porque, aun estando despedazado, el monstruo parecía dispuesto a cobrar vida sobre la aspereza del material bruto.

Los hombres medievales, amantes de las piedras antiguas hasta el punto de coleccionarlas por sus virtudes sobrenaturales, pasaron a juntar las que presentaran grabados. Con el paso del tiempo, cobraron la misma fuerza que los exvotos187 cristianos, convirtiéndose incluso en piezas lujosas que estampaban en armas, cubiertos y cascos, en una mezcla de mitología bíblica y clásica. Igualmente se hicieron famosos los lapidarios: las piedras grabadas se consideraban vivas, machos o hembras, salvajes o domésticas, y serían bautizadas, sobre el 1300, con el nombre de «piedras de Israel». Serían consideradas obras de la naturaleza, no humanas, de ahí el poder mágico que tenían: por ejemplo, una piedra con la imagen de una sirena mitad mujer, mitad pez, con un espejo en la mano, podría hacer invisible a quien la tuviera. La piedra que tuviera grabada la escena de un hombre montado en un dragón le daría poder sobre los espíritus de las tinieblas a su dueño, obedeciendo sus órdenes y revelándole tesoros.

Desde el siglo XIII, esa creencia se alió a la astrología y la iglesia la toleraba. Los eclesiásticos, valiéndose de tal tradición, también solían sellar sus cartas con grilli acéfalos, gastrocéfalos, multicéfalos, bifrontes, trifrontes y tricéfalos. Así, los blemias de los remotos bestiarios romanos, antaño descritos en los tratados de viaje al Oriente, volvieron a ponerse de moda desde ese momento. Y los herreros y armeros que procuraban transformar hombres en guerreros temibles, exagerando sus proporciones, emplearon ese mismo sistema teratomórfico de la desmesura. Resurgieron las sirenas, las águilas bicéfalas, los dragones, los leones, los perros y los unicornios en la vestimenta de los caballeros y los cascos se decoraron con formas animales. Se puede afirmar que no es hasta el siglo XVI cuando tal modismo se deshace y la bestia, por fin, se desmonta de ese tipo de tradición de unión orgánica con lo humano188.

Uno de los animales clave para el periodo del arte gótico fue el murciélago. La presencia de lo diabólico siguió una bipartición en cuanto a un detalle anatómico: en el arte románico de las iglesias, el diablo se retrataba con una máscara animalesca, tronco esmirriado, patas peludas con garras; no obstante, también presentó, durante un buen tiempo, alas de pájaro que se proyectaban desde sus esqueléticas escápulas, aproximando ese monstruo a la condición angelical. Poco a poco, las plumas cedieron a la red nerviosa de las falsas alas de los quirópteros. Se puede incluso considerar el final de la Edad Media como una época en la que el mundo fue invadido por demonios alados y dragones, cuando diablos pictóricos velaban ruidosamente a los moribundos.

El arte románico retrató serpientes sin alas ni patas y pájaros con rabo de lagarto; el gótico, alas membranosas, que se fijarían incluso en el cuerpo del dragón (siglo XIII), el cual, además, recibiría una cresta. De esta forma se obtiene la conocida figura sauria de la lucha contra san Miguel o san Jorge, o de las representaciones apocalípticas o, incluso, de las imágenes en torno a santa Margarita, que sale de dentro de la barriga del Satanás-dragón que la había engullido cuando estaba encarcelada, según reza la tradición hagiológica. Las serpientes del Medievo estaban igualmente en las imágenes del pequeño Hércules al estrangular víboras con sus propias manos; en las temidas serpientes del Etna, que decían devorar niños; o en un extraño ser viperino al que mataron cerca de Bonn, en el siglo XV, sobre el cual no se encuentra mucha información.

Las alas del murciélago se convertirían en uno de los elementos visuales más llamativos del monstruo gótico, que parecía casi siempre salido del infierno subterráneo: estarían en los grifos189, en los basiliscos, en las sirenas con forma de pájaro, en los centauros y en otros arreglos teratomórficos bien diversificados, como puede verse, por ejemplo, en el fresco encontrado en el Camposanto de Pisa, titulado El triunfo de la muerte (1350-1360). Finalmente, el propio murciélago surgiría él solo como una figura recurrente, junto al búho y a la lechuza, esta última, un símbolo del pueblo judío amante de las tinieblas, según la creencia de aquel periodo. La etimología de chauve-souris («murciélago», en francés) se remonta al siglo VIII, proveniente del bajo latín calvas sorices (término en plural), bajo la influencia de calvus (calvo) y cawa (lechuza), y sorix (ratón). Literalmente, un murciélago sería una «lechuza-ratón»190.

Por otro lado, la cresta que apareció en el dragón adornó otras partes del cuerpo del diablo de los cuadros y frescos. Tal característica anatómica se repetiría también en las armas: apéndices dentados (siglos XIV y XV), aletas, placas nerviosas en las escápulas de los caballeros compondrían vestimentas que tendrían además máscaras con ojos muy abiertos y escamas en el cuello. Dicha costumbre llegó incluso a los componentes de la propia montura, el caballo. Hay, en la ropa, una influencia del gorgoneion191 profiláctico y apotropaico grecorromano en los adornos de los miembros inferiores; ese ornamento con representación de caras monstruosas ya se empleaba para proteger las rodillas en figuras griegas de los siglos VI y V a. C.

El murciélago, elemento privilegiado de lo macabro e insólito, también será el modelo de la máquina voladora de Da Vinci, ya que el aire pasaba por las alas de los pájaros, pero no por la piel membranosa de este mamífero que surcaba los cielos por la noche. Su origen en las representaciones artísticas puede estar relacionado con la tradición china, que se interpuso en las leyendas de la antigüedad clásica. A día de hoy, se sabe que Extremo Oriente influyó mucho más de lo que se imagina al arte europeo medieval. El inferno gótico se inspiraba, en gran medida, en demonios y genios búdicos, que se sumaban a otras formas fantásticas y a la temática escatológica. Occidente retomaría los monstruos por el testimonio de los viajeros, no solo por mediación de los textos de la antigua Europa, como por ejemplo con las figuras de múltiples brazos y cabellos de serpiente que eran importadas y aclimatadas en las tierras más al oeste.

En las diversas tentaciones pictóricas y danzas macabras, cada vez más recurrentes en la segunda mitad del siglo XV, así como en la literatura y en la pantomima, los llamados temas búdicos no faltaron a la cita. Uno de los embriones de las danzas macabras, las cuales se expresaban tanto en espectáculos teatrales de Oriente como en ceremonias de Occidente, eran los espectros y esqueletos gesticuladores de la Antigüedad clásica, pero la mayor influencia vino de Asia Central y de Extremo Oriente, con las tradiciones búdicas, según explica Baltrusaitis (1955). En aquellas «danzas», los esqueletos nos recordarían la igualdad que la muerte nos confiere a todos. No obstante, los bellos y jóvenes difuntos de las representaciones anteriores empezarían a modificarse desde mediados del siglo XIV para asumir el horror de la disección. Estas «momias» del arte pictórico se multiplicarán por Francia, ya fuera mostrando sus carnes descompuestas o sus escuálidos esqueletos, aunque, muchas veces, estos últimos no pasen de unos alegres raros, exhibiendo escenas de goce carnal. Se había instaurado, así, un importante tema que dominaría el llamado «ciclo de la muerte» y tendría un amplio uso en la poética franciscana. Los muertos, estuviesen tumbados en estado de descomposición o simplemente de pie o bailando, significarían una edificante advertencia para el apreciador de la obra de arte —el recuerdo de la muerte y de que todo se resumía en vanidades—. Esta era una influencia más de la tradición búdica192. Considero ilustrativa la siguiente cita, que presenta los denominados Nueve estados de un cuerpo después de su muerte, con diversas versiones en China y Japón del siglo XI, y que le causaba fuertes impresiones al hombre europeo:

Primer estado. El rostro lívido. Su belleza se desvanece como la de una flor.

Segundo estado: El cuerpo hinchado. El cuerpo, antaño tan bello, es ahora miserable.

Tercer estado. Cuerpo tumefacto. ¡Qué pasajera es la vida!

Cuarto estado. El cuerpo en putrefacción. Los esqueletos de la cabeza y del pecho se hacen visibles. ¿No sufriremos, a pesar de todo, el destino de este cuerpo?

Quinto estado. El cuerpo es pasto de los animales. Su vientre se abre. En ningún lugar nuestros cuerpos escaparán a la destrucción.

Sexto estado. El cuerpo está podrido y se vuelve verde. El esqueleto todavía teñido de sangre, es despojado de su carne. ¿Cómo podemos dejar de pensar que nuestro cuerpo será devorado por los perros?

Séptimo estado. El cuerpo es solo un esqueleto cuyos miembros todavía están reunidos. Solo la carne distingue al hombre de la mujer, sus esqueletos son los mismos.

Octavo estado. Los huesos del esqueleto se quiebran y esparcen. Todo lo que más nos gusta contemplar en un cuerpo se pudre y desvanece en polvo.

Noveno estado. Una vieja tumba en medio de la vegetación lujuriosa. Cuando acabamos de visitar una tumba sobre el monte Toribé, ¿vemos sobre ella algo más que gotas de rocío193?

Ese tipo de cita, con fines reflexivos, presenta los momentos de descomposición del cuerpo con el paso de los años. Sin embargo, como en las danzas macabras y en ciertas historias moralizantes, también a veces el muerto volvía como cadáver andante, muerto viviente, para darnos alguna advertencia, lo que difiere bastante de los contemporáneos zombis, que a lo único que nos llevan es a una devastación epidémica y vírica, tal y como discuto en la tercera parte de este libro. El zombi sería el monstruo en el estado intermedio de la descomposición, casi nunca solo esqueleto, pues su finalidad era horrorizar mediante la desintegración de lo orgánico en visiones que recurrían a lo escatológico. En cambio, los difuntos y esqueletos del gótico medieval tenían intenciones más epicúreas.

Las fuerzas que hicieron que lo monstruoso explotara en el periodo que aquí trato siguieron siendo evidentes en los encantamientos, en la atracción por lo desconocido, en la penetración estética de los arabescos y de las extravagancias orientales y grecorromanas por las tierras europeas. Durante mucho tiempo, aquel viejo continente rendiría culto a las peculiaridades chinas, a las rarezas y a los exotismos manifestados en variadas formas, muchos de los cuales, posteriormente, inspiraron incluso al movimiento renacentista.

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