Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 9

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«Aquí hay monstruos»: los peligros del mar

Delumeau comentó el empleo del «test del país del miedo y del país de la alegría»194, que los psiquiatras-pediatras aplican a los niños. En el primero de ellos, mediante frases y figuras, el paciente confirmaría su angustia en símbolos con carácter cósmico, ya fueran provenientes de instrumentos maléficos o derivados de un bestiario horrendo con seres asustadores, como lobos y búhos. De igual modo, al tratar uno de nuestros miedos más atávicos —el mar—, el historiador francés no solo reflexionó sobre los peligros de dicho insondable abismo, sino también de sus terroríficos habitantes, desde los monstruos marinos del orden de Leviatán y Behemot195 que, muchas veces, eran confundidos con islas sobre las cuales los incautos marineros arribaban para descansar y encontraban la muerte en su súbita inmersión, hasta el pulpo gigante —Kraken— y las numerosas criaturas míticas marinas: Escila196, la hermosa ninfa que se transformó en monstruo marino; Circe, la mítica diosa hechicera de la isla Eea; Polifemo, el cíclope hijo de Poseidón, que vivía en una cueva cerca de Sicilia; las sirenas y la propia Lorelei, que embrujaba a los capitanes de las embarcaciones que se atrevían a surcar el río Rin197. Por si eso fuera poco, también estaban los tenebrosos barcos fantasma y sus diabólicos timoneles, que se les aparecían sobre todo en noches de niebla o tempestad a los viajeros e isleños. Y hay que recordar que ninguna epopeya antigua se construyó sin una gran tempestad, la cual podría surgir repentinamente y casi siempre estaba asociada con la acción de brujas y demonios, que, muchas veces, deberían ser apaciguados.

El mar, ese abismo femenino en varios idiomas, siempre ha estado, al menos en el pensamiento occidental, asociado a lo negativo, a la perdición, a la propia locura. Esta, a su vez, solía vincularse con un lado líquido, húmedo y cerebral.

Durante las navegaciones de la época medieval y moderna, toda suerte de fuegos fatuos también se asociaba a los espíritus maléficos o malos augurios. Una muerte en el mar, sin unción sagrada y sin tierra santa para hacer reposar el cuerpo, era una de las más temidas, ya que frecuentemente el alma del ahogado se quedaba vagando entre las olas, asustando a los marineros y apareciéndose a los vivos en las playas desiertas. Por todos esos temores, la señal «Aquí hay monstruos», que se encontraba en muchos mapas de viajes marítimos, tenía un valor que iba mucho más allá de lo meramente expresivo para los temerosos navegantes.

Lo monstruoso y lo fantástico en la extrañeza de América

La revisitación y la presencia de los temas de la Antigüedad tuvo repercusiones en América, especialmente en la latina, debido a la colonización española y portuguesa y a las contribuciones del arte y del pensamiento manierista198.

La conformación «mezclada» de la globalidad, propiciada por las grandes navegaciones y por las expansiones marítimas europeas, se nutrió de la miscelánea de sistemas de valores y pensamientos del Viejo con el Nuevo Mundo, engendrando paisajes culturales inmersos en el entre-deux, cuyos reflejos se pueden apreciar en el arte y en la tecnología del siglo XVI. Para Gruzinski, ese tipo de fusión está en el dominio del «mestizaje», término mucho más amplio del que se aplica a las mezclas étnicas —puesto que se discute que las ambigüedades originarias del mestizaje cultural son más plurales que las del mestizaje biológico, en un mundo en el que el proyecto de la modernidad ilustrada nunca se llegó a hacer efectivo—. Así, el investigador enumera como verbos relacionados con el mestizaje: «Juntar, mezclar, tramar, cruzar, enfrentar, superponer, yuxtaponer, interponer, traslapar, pegar, fundir, etc.»199. El mestizaje, que me interesa para la discusión sobre las mezclas presentes en lo monstruoso, impone, antes de todo, una desconfianza de lo obvio que fluctúa en las formas superficiales de la cultura. «Es la presencia de lo aleatorio y de la incertidumbre lo que le confiere a los mestizajes su carácter impenetrable y paraliza nuestros esfuerzos de comprensión»200.

El Renacimiento fue el gran artífice de las fantasías en torno a las sirenas y centauros, entes fantásticos que convivían armónicamente con una historia natural todavía proveniente de bestiarios medievales y de relatos de aventureros y viajeros —en parte, vestigios de épocas remotísimas de civilizaciones extinguidas que tenían resonancia en el hombre del siglo XVI—. A modo de ilustración, estaban los famosos cuartos de coleccionadores de exotismos201 (los cabinets de merveilles/Wunderkammern), que presentaban, a crédulos y curiosos, una mezcla entre arte y naturaleza, en diversas presentaciones y montajes. En ellos había desde nautilos y corales a huevos de avestruces, de esqueletos y fósiles a cuernos y garras, objetos casi siempre dotados de un aura mágica y religiosa. En aquella época, dos animales distintos podían perfectamente unirse para formar un tercero, bastardo, ya que, para el hombre renacentista, lo bizarro y lo híbrido eran aceptables como marcas de la continuidad —y no del fracaso o de la imposibilidad— de la creación. Como bien dijo Montaigne: «Lo que llamamos monstruos no lo son para Dios, que ve en la inmensidad de su obra la infinitud de formas que allí englobó»202.

Asimismo, para Gruzinski:

En el siglo XVI, las curiosidades suscitadas por los grandes descubrimientos, los legados del paganismo antiguo, el gusto por lo maravilloso, la influencia de lo sobrenatural cristiano mantiene un estado de espíritu que prácticamente no se enmaraña en verosimilitudes y cree en las mezclas de las especies203.

A partir de ese contexto renacentista en Europa, llaman la atención los mestizajes que provienen de las mezclas que ocurrieron en América a partir del siglo XVI, fundiendo, al ideario indígena, los seres, los contenidos culturales y las formas de vida europeos, asiáticos y africanos204.

Para los colonizadores, el vasto continente que se desvelaba ya no era una tierra ignota e ignorada, sino «extraña», que carecía de acciones de occidentalización que pudiesen cultivar los pueblos y las tierras indígenas, incluidas ahí la reproducción de técnicas, valores y tradiciones —occidentalización que, paradójicamente, fue colaboradora directa de los procesos de mestizaje—. Nacía, así, una Europa duplicada en «nuevas»: Nueva Granada, Nueva España, Nueva Castilla, en definitiva, nuevos espacios de confrontación que exigirán el esfuerzo comparativo e interpretativo por parte de los europeos con relación a la flora y fauna exóticas encontradas.

Un buen ejemplo de ello está en el mestizaje de culturas de México —que, específicamente, vivió un Renacimiento propio—, Perú y Brasil. Todos ellos fueron factorías de interesantes combinaciones culturales, muchas de ellas de origen principalmente antiguo (como la intensa difusión del ideario y del moralismo presentes en los quince libros de las Metamorfosis, de Ovidio, durante el periodo quinientista y, en adelante; ciertamente, una excelente matriz impresa fomentadora de representaciones e imaginaciones). Como el nombre indicaba, las Metamorfosis trataban de transformaciones de las formas humanas y divinas en minerales, plantas, animales y ríos, de acuerdo con una concepción mitológica que iba desde los orígenes de los tiempos hasta el periodo en el que vivía el poeta (esa famosa antología de mitos probablemente fue escrita entre los años 2 y 8 de la era actual). Fue una obra muy adecuada para un mundo en mutación que experimentaba las más estupendas metamorfosis y que se abría hacia tierras inusitadas, encontrando en ellas el asombro y lo maravilloso. Los bestiarios y los dioses y héroes europeos (pero también los egipcios y orientales) repercutían notablemente en el pensamiento indígena, amalgamados a las propias creencias y fabulaciones de los nativos, ya fuese por medio de inserciones más directas (como dibujos de inspiraciones ovidianas que retrataban centauros, ninfas y sátiros) o mediante construcciones más indianizadas (como un Perseo mexicano o hasta un centauro que flirteaba con un mono de los trópicos). Monstruos sin referencias históricas ni geográficas exactas se trasplantaron en masa al Nuevo Mundo, en convivencias y arreglos contradictorios —un conjunto de animales fantásticos originario de la llamada «fábula»205, la cual se orientaba fuertemente hacia lo monstruoso:

Desde la Antigüedad, la transmisión de la fábula emprendió un recorrido plagado de sorpresas y metamorfosis, evolucionando tanto en el tempo como en el espacio. Con la Edad Media, la mitología se bifurcó, alimentando dos tradiciones cuyas etapas y meandros no coinciden siempre206.

Y el autor explica: por un lado, estaba la tradición plástica que reunió concepciones medievales sobre los seres fantásticos de la Edad Antigua; y, por otro, una tradición literaria coleccionaba el trabajo de los escritores y enciclopedistas, en comportamientos propios de la época que buscaban recopilar interpretaciones, reinterpretaciones, desprecios y ajustes207. El proceso de reproducir imágenes e historias en la época colonial era, antes, un engendrar de adaptaciones y relecturas más o menos libres por parte del artista o del artesano —absolutamente aceptadas en épocas anteriores a la prensa—. El estudioso encontrará, por ejemplo, murales en la Casa del Deán de la antigua Puebla mexicana, donde «centauros femeninos con grandes senos le ofrecen flores a monos que llevan pendientes y corte de pelo a cepillo»208. O, asimismo, el ejemplo del actual municipio de Ixmiquilpan, cuyo santuario tiene una larga y alta nave con 2.000 metros cuadrados, en la que:

Guerreros indígenas, desnudos o vestidos con piel de jaguar o de coyote, se enfrentan mientras otros luchan contra centauros en medio de un escenario de animales fantásticos e inmensas guirlandas vegetales que enredan a los indígenas heridos y agonizantes209.

Donde: «Caballos marinos, canes alados, pájaros con plumaje vegetal montados por putti pueblan las alturas»210. Muy pronto, especímenes americanos, como los reptiles, acabarían en los bestiarios fantásticos del Renacimiento, en un movimiento de alimentación mutua de tradiciones.

En el arte escultórico religioso, sobresalieron los grutescos, que estimularon la libertad creativa partiendo de Italia hacia toda Europa, cobrando fuerza en Castilla y poblando México con centauros que calzaban sandalias indígenas, hipogrifos211, monstruos fitomórficos, hombres desnudos con pieles de jaguar, coyote o plumas de águila, caballeros-tigre, etc.

De esta forma, podemos entender el monstruo como una construcción tanto mestiza como híbrida: «la mezcla de los seres y de los imaginarios se llama mestizaje»212. Y, si «todas las culturas “pueden mezclarse de manera casi ilimitada”»213, todos los monstruos, como invenciones culturales, también pueden214, ya que las fabulaciones se amestizan, considerando la porosidad y la permeabilidad de todas las fronteras, según sigue defendiendo el autor215.

La influencia de los bestiarios en el Novus Mundus

Insisto en que la importancia de los bestiarios superó ampliamente la geografía feudal de Europa. Quiero reforzar dos puntos que pueden considerarse moldeadores de la fusión de las tradiciones culturales entre los dos lados del Atlántico: el notable discurso androcéntrico en la representación de la femenina América y la virilidad épica y fálica con la que los descubridores pretendían «desvirgarla»; y la ambigüedad en ese discurso alocéntrico —unas veces disfórico, otras eufórico (que, por ejemplo, era capaz de ir del locus horribilis de los reptiles a la mirabilia de los pájaros)—, dotado de un antropocentrismo híbrido femifóbico y naturofóbico que tanto feminizaba como bestializaba y demonologizaba al Alter Mundus216.

La misoginia masculina dictaba el tono narrativo en torno a los indígenas y sus presuntas y temidas prácticas de canibalismo, además de los prejuicios en torno a la naturaleza deslumbrante y amenazante, conforme se discutirá después. Quedó bastante evidente la transposición de la feminización de Oriente —ya durante siglos realizada por comerciantes y aventureros europeos en tierras asiáticas— al nuevo continente y sus aborígenes.

En lo concerniente a la contribución de matrices bibliográficas, la influencia de la tradición pliniana en América fue muy intensa: se transmigró toda clase de cinocéfalos, amazonas, blemias, gigantes, además de la trasplantación del Dorado de los pueblos clásicos, así como de la figura del ogro y del bárbaro de los bosques europeos, plasmados en el salvaje americano, al cual también se sumó la desconfianza de la antropofagia polifémica.

Los miedos del mundo buffoniano-depauwniano

Si el periodo ilustrado, en parte, abandonó la mística medieval para buscar la primacía de la razón y la organización científica del mundo, por otro lado se encuentran diversos antagonismos pseudocientíficos y filosóficos en el Siglo de las Luces. Entre ellos, la controvertida visión que diversos estudiosos e investigadores presentaron en sus obras acerca del continente americano. Paralelamente al optimismo anterior de muchos jesuitas y de los habitantes de las trece colonias, por ejemplo, al menos tres siglos estuvieron atravesados por la convivencia de ideas que desmerecían el nuevo continente que Friedrich Hegel (1770-1831) consideró inmaduro e inferior a Europa. Había incluso tesis que decían que era un trozo de la extinguida y sumergida Atlántida, resquicio de una geografía preadámica.

Queda claro, al ir avanzando en este subcapítulo, que muchos emprendieron iniciativas para organizar una geografía zoológica del Nuevo Mundo. Siglos antes, Marco Polo217 y Cayo Julio Solino intentaron lo mismo con relación a las tierras del Viejo Mundo. En el siglo XIII, los cartógrafos europeos asociaban las imágenes de diferentes animales con los continentes de donde provenían —muchas veces con acierto—, en una convivencia pacífica con los seres fantásticos de los bestiarios. Pero, con relación a América, ese esfuerzo de identificación biológica se puede advertir modestamente en las observaciones del propio Cristóbal Colón y, de forma más sistematizada, en el Sumario de Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557). En 1648, Jean de Laët publicó su Historia Rerum Naturalium Brasiliae, ofreciendo apuntes zoológicos sobre las tierras brasileñas, mostradas por Georg Marcgraf y Willem Piso. Como afirma Marinho, «a finales del siglo XVI, lo maravilloso ya no desempeña un papel importante para la conquista de la América española»218. En parte, ello se debe a un cierto ostracismo en el que la categoría de lo fantástico y de lo maravilloso sucumbió, sobre todo tras el Renacimiento219, dando lugar a emprendimientos más racionalizados en torno al mito y a lo sobrenatural. Para la autora:

En los hallazgos de los nuevos mundos, los relatos de viajes apuntalan lo maravilloso y muchos de los elementos del repertorio mitológico europeo se transferirán a las tierras americanas. Cristóbal Colón escribe haber oído hablar de la existencia de personas con hocico de perro, que devoraban hombres y decapitaban a todos los que capturaban, bebiéndose su sangre y cortándoles los órganos genitales220.

Para el francés Georges-Louis Leclerc, más conocido como conde de Buffon (1707-1788) —creador de muchos prejuicios—, así como para sus seguidores, el llamado Nuevo Mundo era una extensa y última tierra posdiluviana, especie de reminiscencia pútrida, húmeda y frígida. Otras veces —como quiso Cotton Mather (1663-1728)—, se trataba de una región de la que el diablo se apoderó y a la cual atrajo hordas de salvajes.

Para Buffon, en escritos que datan de mediados del siglo XVIII, ese continente antagónico, repleto de extremos, pantanoso y hostil —pero también desértico y altísimo—, presentaba, como «animales melancólicos», a sus hombres imberbes y lampiños en todas las partes del cuerpo, de tamaño más pequeño que el de los europeos, menos fuertes, con menos ardor por las mujeres, productores de leche en las mamas, menos sensibles, con pequeños órganos reproductores, más crédulos y más cobardes, capaces —como cualquier otra bestia de esas tierras infelices— de expresar indocilidad y languidez, cuando no practicaban el canibalismo221. Lactíferos e impúberes, no había cómo vanagloriarse del hombre americano. Al contrario que los europeos, generalmente osunos y pilosos, los indígenas tenían una supuesta poca masculinidad, que sería semejante a la de los lisos eunucos y a la de los hombres tonsurados. Y, en el entorno en el que vivían —donde decían haber contraído la sífilis que se diseminó por Europa—, proliferaban los animales que eran, inicialmente, cercanos a los del Viejo Mundo. En el movimiento comparativo, las criaturas americanas estaban, sin embargo, en una gran desventaja, provocada por los prejuicios de la época: para los viajeros y colonizadores, en América no había los portentosos mamíferos africanos ni los elegantes animales domésticos de Europa, sino una abundancia de pequeños animales de sangre fría, gigantescas serpientes, anfibios de todas las clases e insectos monstruosos, todos ellos habitantes del clima lluvioso (Buffon prácticamente centraba su atención en la fauna sudamericana). Se decía que dichos seres germinaban del barro, casi por generación espontánea, una de tesis que se divulgó en aquellos tiempos pasados y que no fue desechada hasta las investigaciones de Pasteur relacionadas con la fermentación. De igual forma que san Agustín había afirmado que las ranas nacían de la tierra, herencia del pensamiento de Aristóteles y de Plinio, en América los sapos eran los hijos del suelo podrido, en el seno del cual aquellas «malvadas criaturitas» se reproducían rápidamente, con una espantosa prolificidad.

Los estudiosos de aquellos tiempos generalizaban todo lo que fuese específico —y cualquier charca se convertía en justificación para ciénagas sin fin, así como cada pequeño mamífero era una explicación para la inferioridad de los demás animales americanos (la misma crítica era válida para los animales de la Polinesia en el siglo XVIII)—. Siguiendo ese raciocinio, el puma se consideraba un león más chico, sin melena, más débil y cobarde222; el tapir era un elefantoide; la llama, un camello esmirriado; la alpaca, un camello aún más pequeño. Hasta los animales comunes al Viejo y al Nuevo Mundo se consideraban más pequeños en América, como los lobos, zorros, ciervos, alces y cabras montesas.

Como si eso no bastara, la distancia y el aislamiento de América en relación con el resto del mundo conocido hacían que los religiosos cuestionasen la situación de la fauna de aquel continente en el momento en el que el Arca de Noé se llenó de animales. El más prominente de estos hombres era el sacerdote José de Acosta (1540-1600), para quien los animales del Nuevo Mundo, si de hecho hubieran estado en el Arca, deberían, según la lógica de la teología, haber continuado en el Viejo Mundo al salir de ella. Se apoyaba en san Agustín, que decía que los animales de las islas tendrían diversos orígenes: los anfibios nacerían de la propia tierra, los domésticos podrían haber venido en barcos, pero los salvajes y nocivos —dada la distancia entre algunas islas y un continente— podrían haber sido enviados por los ángeles de Dios. El jesuita misionario Bernabé Cobo (1582-1657) también compartía dicha creencia: consideraba que los ángeles llevaron a los animales más distantes al zoológico flotante de Noé y, bajadas las aguas del diluvio, se devolvieron a sus lugares de origen. Lo que vino a atenuar esas angustias teológicas fue la hipótesis de un tránsito terrestre por el estrecho de Bering, suponiendo antaño una unión de tierras, que ya no existía; esta hipótesis ayudó a derribar las controvertidas teorías preadámicas que ponían en jaque la cronología de la Biblia.

Como los investigadores usaban también los mismos nombres para describir a los animales diferentes de los dos mundos —una actitud nada científica difundida por los primeros conquistadores—, los malentendidos se reforzaban: el jaguar era un tigre, el puma era un león y la alpaca era una oveja. En parte, era inevitable que los europeos hicieran comparaciones a partir de las referencias del mundo que conocían, al igual que, como recuerda Gerbi, los romanos antiguos llegaron a llamar oso al león africano, pájaro al avestruz y buey lucano al elefante. Muchos eruditos de la Ilustración se dejaron llevar por concepciones fuera de lugar. Por ejemplo, para Voltaire, los cerdos de México tenían el ombligo en la espalda; los carneros eran lentos y los leones, insignificantes, calvos y sin melena. El puma era «casi un extraño antepasado del Dragón Chiflado y del sentimental Ferdinand the Bull»223. Por el continente había, en vez de tamandúas, «osos hormigueros» de pequeña envergadura, mientras «pequeños jabalíes» era la palabra usada para referirse a los cerdos salvajes. Los ciervos no eran más que cabritos reducidos y los puercoespines tampoco recibían un tratamiento entusiasta. La danta (anta, ourignac o «alce») sería un elefante fallido. Y por aquel entonces era bastante conocida la información de que los perros de América ni siquiera tenían fuerza para ladrar. Todos los animales de la región del Orinoco, por ejemplo, se describían como una fauna de aspecto mezquino224.

Una explicación específica para tanto prejuicio proveniente del pensamiento buffoniano era la envergadura física enorme sumada a la altivez del investigador, que repudiaba cualquier minucia y variante en el mundo natural. Por lo tanto, queda claro que lo mutante y lo modificable —en el raciocinio del conde— era muy peligroso.

Pese al abandono, en el Siglo de las Luces, de las referencias a los bestiarios, los europeos todavía solían mitificar a los grandes animales como la ballena y el elefante. «Lo pequeño, lo mudable y lo degenerado son atributos alternativos y eslabones de una misma cadena maléfica»225. Se puede encontrar un resumen de tantas ideas toscas en el siguiente párrafo:

Puede decirse, en definitiva, que en esta fase de su pensamiento, Buffon consideraba inmaduro el continente americano e imperfectas, por degeneradas, muchas especies animales de su porción meridional y ve afligido al hombre por deficiencias que, sin impedirle la adaptabilidad al ambiente, le dificultan infinitamente la tarea de adaptar a sí mismo el ambiente, de dominarlo y modificarlo. Lo hace así, hasta cierto punto, partícipe de la triste suerte de los demás animales superiores226.

Los pájaros tampoco se salvaron de las numerosas críticas contra la avifauna del Nuevo Mundo. En general, se hablaba de su incompetencia para el canto, de la insistencia de especies diminutas —como el caso del colibrí—, de aves iridiscentes y coloridísimas, pero prácticamente mudas, y de la presencia de «ruiseñores» roncos y estridentes. Curiosamente, dos pájaros casi míticos, puesto que estaban presentes en varias leyendas de la humanidad, pero con los cuales muchos pueblos ni siquiera mantuvieron contacto directo, estaban presentes en el pensamiento que se consolidaba en el continente americano: el ruiseñor y la alondra.

El médico y escritor irlandés Oliver Goldsmith (1728/30-1774), que no sabía nada sobre la cara más occidental del mundo, se subió al remoto carro de las pseudotesis buffonianas, ayudó a difundir fábulas sobre la extrañeza del continente americano, presentes como curiosidades en los ocho volúmenes de su History of the Earth and animated nature, de 1774, en los que describía, por ejemplo, una Georgia infestada de escorpiones, murciélagos, culebras, tigres e indios feroces227; y, asimismo, había en América, para él, gigantes patagónicos; simios que daban sermones; ruiseñores que hablaban; un cuco brasileño que producía un sonido horrible; el imitador mocking-bird; las golondrinas que se escondían en los huecos de los árboles o se sumergían en bandadas en lagos de aguas profundas para pasar allí el inverno. Una gran atracción para el pensamiento de la época eran sin duda los presuntos gigantes de la región de la Patagonia, en el sur del continente, más específicamente en la Tierra del Fuego, que tanto eran descritos como seres idiotas e imbéciles como dotados de una inteligencia notable.

Aparte de la influencia de Buffon, otro clásico enciclopedista que ayudó a difundir ideas erróneas fue el holandés Cornelius Franciscus de Pauw (1739-1799), que resaltaba la naturaleza débil y corrompida de América, en la cual los caimanes y cocodrilos no tenían el furor de sus iguales africanos228. Alguno de los disparates que escribió fueron que la carne de iguana provocaba sífilis (el «mal francés») y que había ranas capaces de mugir como becerros. También relató que, de los numerosos pantanos americanos, brotó una casta de ranas a la que llamaron indios, especie intermediaria entre los hombres y los orangutanes.

Recuerdo también al escritor inglés John Hawkins (1719-1789), para quien, en el Nuevo Mundo, todo era «degenerado o monstruoso»:

[Él] había afirmado la existencia de leones en la Florida con este estupendo raciocinio, entre mitológico y heráldico: los naturales de la Florida llevan collares de cuerno de unicornio, por lo tanto, hay allí muchos unicornios […], tiene que haber también leones y tigres, leones especialmente, si es verdad lo que dicen de la enemistad entre ellos y los unicornios, pues no hay bestia sin su enemigo de modo que, donde se encuentra uno, el otro no debe estar ausente229.

Gerbi cita a un tal Schlegel que hablaba de gatos-tigres, de camellos pigmeos, de leones calvos y bastardos230, y el propio Schopenhauer hacía comparaciones entre el tapir y el elefante, el puma y el león, el jaguar y el tigre, la llama y el camello, y el mico con los simios. Junto a ello, los estudiosos decían que los animales europeos no se aclimataban bien a América, salvo el cerdo, que decían que había proliferado en México.

Uno de los hombres que colaboraron de manera bienintencionada para explicar los seres fantásticos que recorrían América fue el abad Ferdinando Galiani (1728-1787), que buscó explicar leyendas de la Antigüedad a partir de similitudes encontradas en el nuevo continente, confirmando las fantasías de los griegos antiguos en el mundo natural encontrado en América y en las Indias. Fue el caso de las sirenas que, para él, no era más que una confusión con los pingüinos de Magallanes, los cuales podrían parecerse a las mujeres desnudas cuando están fuera del agua; y las arpías, que se explicaban por la presencia de los guanays, una especie de los cormoranes. Hablaba también de los gigantes patagónicos, pero con un optimismo que los hacía «gigantes paladines de la grandeza del Nuevo Mundo»231. No obstante, se sabe de un episodio en la Patagonia, en el que Fernando de Magallanes y sus hombres, tras un atribulado viaje, encontraron un individuo que consideraron demasiado alto para los estándares ibéricos, con pies enormes. Para los navegantes, se trataba de un «gigante». Intrigados con la extraña tribu que acababan de descubrir, engañaron a uno de sus miembros para ir al barco, donde murió como un animal, con un par de esposas en las muñecas que ingenuamente creyó que eran un adorno232.

Con tantos desvaríos, Buffon y De Pauw sufrieron resistencias y reveses. Entre sus opositores, había muchos jesuitas que defendieron vehementemente las cualidades de América. En general, los religiosos divulgaban que en el continente había bestias ferocísimas y gigantescas como los tigres, que los pájaros eran melodiosos y los animales europeos lograban multiplicarse a sus anchas. Antoine-Joseph Pernety (1716-1801) relató que el conde D’Orcassidas, criollo hijo de un virrey de México, encontró a hombres inclinados al sexo entre los indígenas, pero ninguno con leche en las mamas, como algunos supusieron. La poca barba se justificaba por el hecho de que se la afeitaban. Los animales americanos eran tan excelentes que muchos se enviaron a España para que se reprodujeran también allí. El cura Francisco Javier Clavigero (1731-1787), en su Historia antigua de México (1780-1), en cuatro espesos tomos, repudió las ideas de De Pauw y desacreditó a Buffon al decir, por ejemplo, que había al menos 22 especies de ruiseñores en México, entre ellos el famoso cenzontle, de canto melodioso. «En una palabra, en el Nuevo Mundo los pájaros cantan mejor, cantan más, cantan todos, hasta los que no debieran…»233 era su conclusión más entusiasmada. Continuaba recalcando que las avestruces de América tenían dos dedos más que las de África y que el perezoso tenía 46 costillas. Para Clavigero, los animales del Nuevo Mundo no tenían nada que envidiarle a las fieras asiáticas en cuanto a ferocidad y cita en sus escritos a un ciervo que llegó a causar serios estragos en su residencia. Para los que decían que los animales de las tierras nuevas eran feos, les preguntaba con ironía que qué se podría decir del elefante en el Viejo Mundo.

Un cierto sacerdote Molina, en Chile, también destacaba con regocijo e incluso alivio a los «leones cobardes» que vivían únicamente en los bosques más densos y afirmaba que, en aquel país, solo se habían encontrado 36 especies de cuadrúpedos nativos. Él también aseguraba que podrían avistarse hipopótamos en los lagos y ríos del Arauco, pero que serían palmípedos, como las focas de la costa.

En la América anglosajona, Thomas Jefferson (1743-1826) también atacó a los polemistas en su Notes on Virginia, donde destacaba la grandiosidad del mamut fósil, mucho más portentoso que los elefantes del Viejo Mundo. Para Jefferson, los cuadrúpedos americanos eran cuatro veces más numerosos y no más pequeños que los de Europa.

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