Kitabı oku: «Todos los monstruos de la Tierra», sayfa 11
La sombra del monstruo en las luces europeas
Las diferencias entre la interpretación de los monstruos durante el periodo medieval y renacentista y la época de la Ilustración son muy notorias. Antes del siglo XVIII, el monstruo era algo que rompía con la supuesta ordenación del mundo para producir una aberración. En la Edad Media, por ejemplo, como discutí anteriormente, los monstruos, clasificados en su mayoría como seres fantásticos relacionados con lo sobrenatural, eran sobremanera el resultado de actos pecaminosos, frutos de castigo divino y, a menudo, estaban condenados a las profundidades del infierno. O sea, los monstruos eran tanto los integrantes de la prolífica horda de diablos, íncubos y súcubos con los que dios quiso tentar al hombre, como aquellos seres humanos que se «monstrificaban» al infringir alguna ley sagrada253. Para el hombre medieval, lo monstruoso estaba ligado a lo diabólico y sus diversificadas fascies animalescas podrán ser percibidas en el ser humano y en las colectividades cuya proximidad de dios se había perdido. Las taras y deficiencias se explicaban y repudiaban sobre la base de cópulas entre seres humanos que preferían la «unión bestial», incluyendo, entre los pecadores, a toda la legión de ateos, sodomitas y mujeres (se creía que, en la resurrección de la carne, los seres humanos vendrían todos en forma masculina). Como ya quedó de manifiesto, se tenía que tomar sumo cuidado con relación a las mujeres: por un lado, las hijas de Eva ya eran originalmente monstruosas; por otro, dada su tendencia impresionable, podrían gestar seres monstruosos si contemplaban algo que se consideraba disforme y defectuoso254.
El cuerpo eviscerado representado en la escatología medieval —cuya figura suprema fue el Cristo crucificado— llevaba al espectador pío al horror de la expiación y de la muerte por medio de empalamiento, de purgaciones y hasta de quema en hogueras. Esa visión de repudio, sin embargo, dejó espacio, en el Renacimiento, a un cuerpo admirable —«máquina divina»— que asumió una condición propicia para la contemplación científica, en un movimiento lento que va del «hombre zodiacal» —microcosmos del universo de la Edad Media— al «hombre iatromecánico», objeto de la pujante medicina de la Era Moderna.
Los anfiteatros anatómicos255 supusieron un importante paso en la concepción sobre el cuerpo humano que, del cuerpo astral, base para analizar el llamado hombre zodiacal, pasó a cuerpo maquinal. Hasta el siglo XVI, las partes del cuerpo se estudiaban a partir de tratados de la Antigüedad y de relecturas árabes de médicos importantes, como Galeno. Con el desarrollo de las técnicas de observación y tacto, y con el cambio de perspectiva en pro de una visión mecanicista del mundo, las fragmentaciones corporales también pasaron a entenderse como piezas de un mecanismo siempre repleto de metáforas, en el que el cuerpo era unas veces comparado con un reloj y otras con un sistema hidráulico.
El cambio de las percepciones medievales tardías en torno al cuerpo se fue produciendo poco a poco y puede decirse que, en el siglo XVI, los cambios en los estudios médicos ya se mostraban sensibles. Gracias a la primacía de la observación, el cuerpo alcanzaba un nuevo nivel: se desencantaba. Los anfiteatros anatómicos eran en principio itinerantes, con un toldo protector y gradas semicirculares jerárquicamente organizadas, pero también llegaron a construirse recintos con ese único fin. Todo se hacía para que la vista tuviese preponderancia sobre los demás sentidos. El propio anfiteatro podía entenderse como una gran estructura ocular al servicio del conocimiento. Al lado de un profesor, que dirigía el espectáculo secundando al cadáver, había un demostrador, que exponía lo que se enseñaba, y un cirujano (o barbero), que preparaba previamente al difunto. Las partes del cuerpo también se exhibían a los observadores y, a tal efecto, se acercaban para que el público las viera de cerca. El médico se convertía en aquel que pasaría a confiar sobremanera en sus propios ojos y manos, en un panorama científico que se erigía en torno a la «máquina de ver» que era la propia estructura física de un anfiteatro anatómico.
A falta de cadáveres reales, también servían para la docencia imágenes de finalidad pedagógica muy bien elaboradas, las cuales se distribuían en ilustraciones vistosas. Estos verdaderos álbumes anatómicos tenían relación con un ingenio artístico de tendencia macabra: imaginémonos esqueletos dotados de vida que abrían el tórax o el abdomen con sus propias manos, ofreciéndoles a los estudiosos lo mejor de sí, o maniquís que igualmente servían para esa dramaturgia de la muerte. Ese esfuerzo iconográfico acabó consagrando el siglo XVI europeo como el siglo anatómico, en el cual ganaría terreno, cada vez más, la visión mecanicista del mundo, que alcanzó su pináculo en el siglo XVIII256.
La moda de los anfiteatros anatómicos conquistó, como ha quedado claro, muchos adeptos que querían presenciar escenas alrededor de cuerpos muertos estirados sobre mesas. El público eclético que se aglomeraba para apreciar las disecciones admiraba diferentes órganos que, tras ser extraídos, se exhibían de manera triunfal como prueba de la perfección divina en la creación. Igualmente, como ejemplos tardíos de esa visión curiosa que vencía las barreras de la indiscreción, tuvimos la exhibición de «aberraciones» estilo freak por toda Europa para presuntas finalidades científicas257. Como afirmó Leite:
La actitud de los hombres ante el demente, el poseso, el epiléptico o, incluso, el deforme se presenta a los historiadores de la mentalidad casi siempre de una forma ambigua. Asco, pavor, curiosidad, diversión, compasión o, también, respeto eran las reacciones posibles258.
Un buen ejemplo de lo que estoy discutiendo es el del Royal College of Surgeons de Londres, que solía exponer el esqueleto del famoso Gigante Irlandés, como era conocido Charles Byrne (1761-1783), con cerca de 2,30 metros de altura259, que falleció víctima del alcohol, sumado a la fama y al dinero fácil. Su cuerpo acabó siendo comprado y diseccionado, contrariando el deseo de Charles de ser lanzado al mar justo para evitar convertirse en una curiosidad de gabinete más. El siglo siguiente, Caroline Crachami (¿1815?-1924), llamada «hada siciliana» o «enana siciliana», fue considerada la persona más pequeña del mundo, con sus 50 centímetros de estatura y 28 de cintura y, por eso, pasó por el bochorno de la exposición pública. Pusieron su esqueleto al lado del de Charles Byrne y podría caber dentro de una bota del gigante260. Los esqueletos de Charles y Caroline están expuestos en el museo Hunterian de Londres.
Como ha quedado explicado, ese comportamiento, consecuencia de un primer humanismo que dominó la cultura occidental, ya traía consigo también las raíces de la visión mecanicista que predominó durante mucho tiempo. El punto de vista del hombre secular pasaba a tener importancia, y esa transformación se verificaría, por ejemplo, en las artes, por medio del uso de la perspectiva y de los puntos de fuga: es decir, ya no veía el mundo desde el ángulo de la mirada divina, sino a través de un espectador posicionado físicamente delante de la obra que se va a admirar (como en el caso de La última cena de Leonardo da Vinci)261. Y, hasta mediados del siglo XVIII, la visión mecanicista del cuerpo fundamentada en el paradigma cartesiano sería una constante en el pensamiento europeo, dado que, para René Descartes, éramos una especie de «autómatas» a merced de la mecánica de la naturaleza y nuestra redención se daría por medio del pensamiento (cogito), la base para la transcendencia y para nuestra diferenciación en relación con los animales.
Partiendo de esa discusión introductoria, resalto a continuación aspectos del monstruo en la interpretación de Denis Diderot (1713-1884) y de otros pensadores de la Ilustración cuando —al contrario del periodo medieval y renacentista— lo monstruoso surgía para explicar la diversidad de lo que hasta entonces se denominaba «norma»262. El gran debate planteado a principios del siglo XVIII era el materialismo mecánico versus una teleología deísta incapaz de ofrecer respuestas adecuadas a las inquietudes del hombre: por una parte, el monstruo podría ser fruto de lo innato de la voluntad divina y de lo original pecaminoso y, por otra, de lo incidental y del azar de las operaciones caóticas que ocurrían en la naturaleza.
Con todo, la escisión entre razón y fe, o entre razón y mito, en el Siglo de las Luces no fue tan totalitaria como se suele imaginar. Aun reconociendo la voluntad ilustrada de no tocar el tema de lo monstruoso, hay un fuerte imaginario en torno al monstruo en aquella época, el cual coge cuerpo gracias a representaciones no solo religiosas, filosóficas y científicas, sino hasta incluso periodísticas, en forma de nouvelletés (las antecesoras de los fait divers de los siglos XX y XXI)263.
En las discusiones de contenido filosófico y científico, se incluye el propio Denis Diderot —el más prominente organizador de la Enciclopedia—, con sus estudios avant la lettre sobre teratología y teratogénesis que atravesaron todo ese periodo, llegaron al siglo XIX y pueden tener reflejos todavía hoy en discusiones que pasan por la bioética y la biogenética. Por ejemplo, en 1995, el mundo se quedó perplejo con el médico de la Universidad de Massachusetts Charles Vacanti, que utilizó la ingeniería genética para crear un monstruoso ratón con una oreja humana en su espalda.
En el ámbito de lo que aquí expongo, el investigador Roberto Romano recuerda que «Diderot aprueba los cruces, emprendidos por Maupertuis264, de animales que pertenecían a especies diferentes»265. La separación de lo monstruoso en relación con lo sobrenatural cobrará fuerza hasta que, debido a los avances científicos del siglo XIX, ambas categorías ya no estén tan asociadas.
Por lo tanto, si hasta la Edad Media y el Renacimiento podemos decir que el mundo se preocupó con los monstruos bajo un aspecto divino o demoníaco, a partir del siglo XVII, la monstruosidad exigirá otras miradas. Asimismo, para Romano, Diderot fue «el pensador que más se interesó por la monstruosidad»266. Este estudioso brasileño llegó incluso a establecer un fuerte vínculo entre el enciclopedista francés y el filósofo presocrático Empédocles de Agrigento, una especie de enciclopedista avant la lettre (495/490-435/430 a. C.), defensor de una zoogonía y una teoría de los monstruos, entre otras áreas diversas del saber que le aguzaban la curiosidad. Hay incluso quienes consideran a Empédocles como precursor de ideas darwinistas, puesto que había planteado que los seres más capacitados eran los que lograban sobrevivir. Aristóteles —con su visión de mundo normativo, organizativo, delimitado por los extremos de lo «bueno» y de lo «bello» que tanto influyeron en el pensamiento racional— menciona a Empédocles y su explicación sobre la monstruosidad en sus formas primeras, en las que los monstruos venían a ser combinaciones inadecuadas o indeseadas de ciertos órganos y miembros; por eso mismo, por ejemplo, rostros humanos podían ser vistos en bueyes y vacas. Ese enfoque propició una tradición bestialógica que asociaba partes del cuerpo humano con animales, la cual perduró siglos y tuvo su auge en la Edad Antigua y en el Medievo, con repercusiones hasta el siglo XXI, cuando, por ejemplo, en algunos libros de autoayuda proliferan una pseudopsicología zoofisiognomística.
Pero la importancia de Empédocles fue llevar a la esfera de lo político y de lo moral un «modo de encarar la vida en sociedad como experiencia de los límites entre lo humano y lo teratológico»267. Y eso interesaba en demasía al pensamiento de Diderot, en su búsqueda por «domesticar» al monstruo y sacarlo definitivamente del círculo de los seres malditos e infernales.
En la Ilustración, a veces las formulaciones filosóficas tendían a lo humanizado y, otras, a lo monstruoso «controlable», con Erasmo de Rotterdam y Thomas Hobbes como representantes de esas polaridades, como resume la siguiente cita:
Los pensadores se dedicaban o bien a la tarea de «humanizar» el mundo (como Erasmo de Rotterdam), o bien a señalar su lado bestial, pero domesticable (Hobbes), o bien mostraban que la confluencia monstruosa es ineludible, por lo que haría falta utilizarla de forma alterna en tiempo y modo correctos (Maquiavelo)268.
Diderot, no obstante, insistía en el monstruo como posibilidad para pensar lo humano desde un nuevo paradigma: puesto que el mundo era inestable y mutable, el enciclopedista abandonó la supuesta estabilidad del átomo para abrazar la disolución de las formas moleculares y de las causalidades múltiples269. Para él, el monstruo —que entonces pasó a ser el propio individuo— demandaba reflexiones tanto en el ámbito de lo biológico como de lo social y de lo político, dado que lo monstruoso desvelaba aspectos de falta y de exceso en el carácter del hombre, como por ejemplo la genialidad y el virtuosismo que tanto impresionaban a las sociedades de todas las épocas: no solo de lo degenerado se hacía excepción, sino igualmente de lo muy creativo. Tras constatarse la ausencia de leyes universales en el mundo, la anomalía podría, por lo tanto, ascender al nivel de la normalidad. Dicha constatación llevaría a varias conclusiones: a partir de ahí, se tornaría también una clase de regla y, de esa forma, lo normal podría llegar a reemplazar lo que siempre se había considerado dañino o perjudicial. Y, más allá, el propio Estado podría ser entendido como un gran monstruo, terrible Leviatán, haciendo aquí alusión a la obra magna de Thomas Hobbes (1588-1679).
Michel de Montaigne (1533-1592) fue otro filósofo que tuvo una importancia sobresaliente en el pensamiento ilustrado, ya que entendía el monstruo como un ser natural. En la época de las Luces, aunque fuera una categoría desviada, el monstruo se presentaría como uno de los caminos posibles a seguir. Por un lado, la zoomorfia, que siempre ha acompañado a la representación del ser humano, actuaría, en este caso, como una atenuadora de los excesos del pensamiento antropocéntrico. Por otro, colaboraría con el abandono del pensamiento punitivo de la teología, lo que desencadenaría el importante paso del hombre «chispa divina» al hombre «animal». Es como si, inmersos en la defensa de la razón, los estudiosos del pensamiento desconfiaran de que nunca nos libraríamos por completo de la animalidad de la naturaleza que se manifestaba desde siempre en el interior del hombre.
Para Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), otro de los grandes nombres de la Ilustración, el hombre moderno también era monstruoso, fragmentado tanto por la naturaleza que operaba dentro de él como por lo social que se realizaba fuera. Y, si un individuo se conformaba así, ¿qué podría generar, a no ser un igual? La degenerescencia, pues, era una suposición aterradora y lo teratológico emergía para tratar de ofrecer explicaciones. «El monstruo es la prueba de fuego del humanismo [dice Hans Meyer], ya que sin su rescate tanto el Renacimiento como la Ilustración fracasan»270. Por consiguiente, lo que puede considerarse novedoso en el pensamiento ilustrado es una mayor aproximación a la percepción de que el monstruo era una figura in transito entre una forma y otra, y esa concepción era comprensible en el pensamiento de la época. De este modo, todos los monstruos caminaban en el intersticio de las formas y traía otras consecuencias consigo: así, si el hombre moderno era un monstruo, sus creaciones —y aquí se incluyen los mecanismos y las propias máquinas— también lo serían. Toda esa perspectiva repercutirá subrepticiamente en el Romanticismo, que surgirá tras la celebración máxima de lo racional, ofreciendo los deliciosos delirios de la imaginación en torno a lo monstruoso, como se comentará más adelante.
No obstante, la Ilustración también trajo prejuicios envueltos en su preocupación con los niños, esos preciosos continuadores de la clase burguesa ascendente. Hubo una figura moralista y censora del momento, William Godwin (1756-1836), quizá el primero en imponer lo «políticamente correcto» en la literatura juvenil. En esa línea, Warner refuerza un cierto carácter reformador y reparador del pensamiento del Siglo de las Luces:
En muchos aspectos, las publicaciones para la familia representan un Proyecto Ilustrado para desmitificar y aclarar, desarmar cocos y demonios no solo derrotándolos en batallas con creatividad y hazaña de armas. Se defiende el entendimiento, el conocimiento y la mente abierta; se puede cambiar la forma de un ogro aprendiendo más sobre él. Esta lección liberal en el valor de la educación motiva muchas de sus producciones, incluyendo la exclusión, en los cuentos de hadas, de cualquier complejidad sobre héroes y villanos271.
Quiero reforzar, en suma, que, a partir del siglo XVIII, lo monstruoso se vuelve una posibilidad y eso será relevante para otras producciones relacionadas con el pensamiento. Conforme soñó Diderot, el monstruo finalmente había sido domesticado al convertirse en un concepto biológico, susceptible de experimentación y clasificación.
Pero, como contrapunto e, incluso, disidencia de todo exceso de razón, le corresponderá a la estética gótica enaltecer la presencia del claroscuro, de la luz y de la sombra que marcarán buena parte de las creaciones fantásticas de dicho periodo en adelante, tanto en la literatura como en el futuro cine. En el Romanticismo de tenor gótico, el color del miedo y del susto por excelencia será el no-color —el blanco—, al contrario de lo que se suele pensar, como las alas de las albas lechuzas, imperceptibles cuando vuelan sobre la nieve de lugares desiertos, solo notadas por el sospechoso susurro de su aleteo. El pavor también podrá proyectarse en el blanco espectral, que ofusca y, curiosamente, espanta, presente en la pálida tez de las doncellas escuálidas y flaquísimas, amadas por los autores del romanticismo, como Alejandro Dumas272 y Álvares de Azevedo. Los fantasmas de los olvidados castillos, los revenants vengativos, los futuros deslumbramientos de los ovnis y de los flashes de las cámaras fotográficas vendrían, todos ellos, bañados por el blanco aterrador que iluminaría las noches oscuras. De hecho, muchas de las imaginerías modernas serían blanqueadas y fantasmagóricamente revestidas, como las pantallas de los cines. La misma coloración lechosa se le atribuiría a la sustancia ectoplasmática de los llamados espíritus manifestados de los experimentos metapsíquicos del siglo XIX y comienzos del XX, a partir de las experiencias francesas en torno a la vida después de la muerte. Y, solo entonces, dominando el blanco la lista de colores predilectos para revelar el causante del miedo, se puede citar a la oscuridad y al negror como la segunda opción para la creación de la esfera fantástica aterrorizante.
La literatura fantástica gótica del siglo XVIII insistirá en la presencia del mal, de lo diabólico y de los espíritus infernales y tentadores del alma humana, recurriendo a las temáticas lúgubres y macabras del periodo. Para Freud, la sintomatología de la histeria que él mismo estudió estaba muy cerca de lo que, en la Edad Media, se clasificaba como posesión demoníaca. En efecto, la demonología fue una precursora del psicoanálisis273 y muchas posesiones sucedían en el ambiente enclaustrado de los conventos, donde el diablo tentaría a la carne274.
Habría sido ese el estilo de toda una época de ejercer la represión sexual. Así, íncubos, súcubos, stigma diaboli y todo un bestiario de interminables huestes de maleficios fueron convenientemente exorcizados en nombre de un poder temporal, para la mayor gloria de Dios y menor angustia de algunos275.
También según Leite, las marcas diabólicas (stigma diaboli), muchas veces anestésicas y no hemorrágicas, podían aparecer en cualquier parte del cuerpo, pero en especial en el ano masculino o en los senos y genitales femeninos, y podrían tener formas de animales, como arañas y sapos.
Desde otras perspectivas, pero siguiendo bebiendo de esta fuente tenebrosa que tanto recorrió la Edad Media, puedo decir que el panorama diabólico-fantasmagórico regresa para alimentar varias obras de la literatura del siglo XVIII. Me detengo no solo en el Fausto276, de Goethe, obra que tuvo mucha notoriedad en el siglo siguiente, sino en el también excelente El diablo enamorado, del francés Jacques Cazotte, que se publicó el mismo año que comenzó a escribirse la obra alemana, en 1772. La primera traducción al portugués de Le diable amoureux, según Leite277, data de 1871, y llegó a Brasil de la mano del prolífico autor Camilo Castelo Branco. El texto de Cazotte llegó incluso a influir al mismísimo E. T. A. Hoffmann, cuentista tan valioso para la literatura fantástica.
En el siglo XVIII, el diablo ya se mostraba mucho más como un representante del poder que del mal, a diferencia de lo que había ocurrido en la Edad Media278. Como se comentó, fue un periodo de convivencia entre las bases del pensamiento ilustrado y, por otro lado, las creencias, la mística y las supersticiones que ya existían y que, a pesar de los esfuerzos de la razón, no sucumbieron. Leite afirma: «el tema de Fausto se convertiría en el paradigma tanto del deseo representado por el diablo como de lo que sería la concepción que el hombre moderno tiene de su significación»279. En Fausto, Mefistófeles —que, entre varios papeles, puede considerarse el doble del protagonista; señor de los ratones, ratas, moscas, chinches, ranas y piojos280; encarnación de la imposibilidad de saciar el deseo y metáfora de la pulsión destructiva— se muestra como un buen escudriñador del deseo humano. Ese libro, así pues, se configurará en torno a la esfera deseante que mueve al hombre.
No obstante, menos conocida que Fausto, pero ciertamente inaugural de lo fantástico sombrío del siglo XVIII, El diablo enamorado281 merece la atención del lector interesado en dicha temática. Si la esfinge griega estableció como su pregunta enigmática «¿quiénes sois?», el diablo Belcebú de Cazotte, manifestado en una cabeza de camello ante el personaje Álvaro, sienta las bases para futuras reflexiones psicoanalíticas en torno al deseo mediante la indagación: «che vuoi?» [¿qué queréis?]. Belcebú plantea, así, la posibilidad de la ausencia de tiempo entre el deseo y su realización. Es eso lo que a menudo se llama «magia»282: a fin de cuentas, el deseo se muestra siempre impaciente283. El diablo, en esa obra sobresaliente tanto por su estilo como por su originalidad, se metamorfoseará de camello en perrita, y de perrita en paje, definiéndose como una sílfide284 enamorada de Álvaro. Su nombre será Biondetta285, una forma femenina que repetirá la antigua alusión a la mujer —objeto de deseo— como un ser diabólico286. Y, tras dormir con ella, Álvaro no sabrá si todo fue real o si se trató de una mera ilusión.
El autor de Psicanálise e representação do mal [Psicoanálisis y representación del mal] infiere que la forma de camello podría llevar a las representaciones maléficas del dragón; y la perra, a otro símbolo demoníaco:
El perro sería otro símbolo clásico del demonio. (Representación, por cierto, que encuentra una curiosa explicación en Freud para su connotación peyorativa: el hecho de que el olfato sea su principal sentido y su falta de repugnancia por los excrementos y por la actividad sexual). […] Así también se deberían intentar encontrar los criterios por los que la gruta donde Álvaro hace su invocación se correlacionó con la vagina y por los que el camello estirándose para transformarse en perra se asimiló a un representante del falo287.
En la tradición psicoanalítica, no solo Freud recurrió al diablo como figura simbólica, sino también Jacques Lacan:
Para formalizar esa enajenación fundamental del hombre frente a la ignorancia de sus propios deseos, que lo coloca en una situación de condenado, que desea muchas veces lo que no quiere, o quiere lo que no desea, Lacan, fiel a Freud, recurrió al imaginario popular, que hizo del diablo la representación de ese destino del hombre: «Por eso la pregunta de el Otro regresa al sujeto desde el lugar de donde espera un oráculo, bajo la etiqueta de un Che vuoi?, ¿qué quieres?, es la que conduce mejor al camino de su propio deseo, si se pone a retomarla, gracias al savoir-faire de un compañero llamado psicoanalista, aunque fuese sin saberlo bien, en el sentido de un: “¿Qué me quiere?”»288.
A partir de la discusión emprendida en las páginas anteriores, creo que el periodo ilustrado fue mucho más abierto a una convivencia con lo fantástico de lo que generalmente se suponía. Las formas diversas de pensamiento que estuvieron presentes en el Siglo de las Luces confirman que los periodos y las divisiones históricas se mezclan y que el monstruo siempre se manifiesta, con independencia de cuánto se quiera defender lo contrario. El próximo asunto que analizo puede igualmente incluirse en esa perspectiva.
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