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Acta de nacimiento del comparatismo periodístico-literario
Prólogo de Manuel Vázquez Montalbán (1999)
He leído Literatura y periodismo de Albert Chillón con la ansiedad con que se leen los textos necesarios y largamente esperados. Especialmente sensible a sus planteamientos después de haber yo mismo puesto al día y publicado mi ensayo La literatura en la construcción de la ciudad democrática, intento de acercamiento a la comprensión de la literatura en su tercera fase, coincidente, aunque discrepante en las conclusiones, con la tesis de la postficción de Steiner. Discrepante con la nostalgia steineriana de una literatura capaz de establecer cánones inmutables, frente a estos tiempos de masificación y devaluación en los que ya nadie puede escribir Hamlet o Ulises. En el transcurso de la puesta al día de trabajos que inicié hace treinta años, la incorporación de la perspectiva postmoderna crítica de Frederic Jameson me sirvió de mucho para expresar mi conciliación con la literariedad realmente existente, tanto como me hubiera servido leer este estudio de Chillón.
El autor comienza su discurso con valentía y solidez estratégica. Frente a la división interesada entre comunicación periodística y comunicación literaria, sitúa toda propuesta comunicacional en su substancialidad lingüística, rechazando jerarquizaciones. El código lingüístico de lo periodístico implica una poética desveladora cuya bondad o maldad depende de lo innovador de la mirada y del lenguaje convocado, como ocurre en cualquier propuesta literaria. El pensamiento está en el lenguaje, sentenció José María Valverde, profesor —muy citado por Chillón— que se anticipó al postcriticismo más actual. Ya a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, sostenía en su seminario de Estética, al que yo asistía como oyente, que el periodismo era la propuesta literaria más propia de nuestro tiempo, y en sus últimos años sostuvo que la literatura española contemporánea había que buscarla entre los columnistas de los diarios más solventes.
Chillón se atreve a proponer una definición de literatura: es un modo de conocimiento de naturaleza estética que busca aprehender y expresar lingüísticamente la calidad de la experiencia, definición muy condicionada por la necesidad de coidentificar conocimiento y lenguaje. En su escalada de atrevimientos, el autor llega a esbozar una noción de literatura mediante el inventario de lo que no debería ser: no debe limitarse a las obras escritas e impresas; no debe ser restringida a las obras de ficción presuntamente alejadas de toda referencialidad; no debe ser confinada a un selecto parnaso de obras canónicas; no puede descansar en la oposición entre lengua literaria y lengua estándar; no puede ser definida por el uso casi exclusivo de la función poética; no posee el monopolio de la connotación; no es nada dado, determinado de antemano, sino a la vez una actividad y una noción socialmente configurada.
Comprueba Chillón lo coetáneo del nacimiento del periodismo y la novela moderna con una gran elocuencia expositiva y despliegue erudito, y lo hace demostrando la adecuación de la evolución de lo literario a lo social, no desde una voluntad de supeditación sociologista, sino desde la constatación de la evolución de la propuesta lingüística compartida por el emisor y el receptor, es decir, el lector, cada vez más determinante y cualificado. En el tránsito a la sociedad de comunicación de masas, plenamente instalada con posterioridad a la segunda guerra mundial, un periodismo literario va fraguando como propuesta de poética, desde Dreiser a la novela de indagación de Sciascia, pasando por la postficción de Hemingway o la no ficción de Truman Capote.
Presenciaremos párrafos apasionados y aventurados, en los que Chillón se demuestra extenso y buen lector, capaz de conseguir la prueba del nueve de sus tesis en los escritores menos previstos. El autor habla con conocimiento de causa porque es lector de todas las literaturas, armado con el instrumental de la teoría literaria que ha ido sublimando la propia evolución de lo literario. Quedan cuestiones abiertas por el propio Chillón que merecerían la insistencia, por ejemplo la evolución del sentido de comunicar literariamente, marcada por el sentido de comunicar periodísticamente, lo que plantea el problema de la elección del lenguaje y el subrayado de su voluntad de reclamo.
Prepara así al lector para abordar Los nuevos periodismos y la disyuntiva entre ficción y no ficción que solo se aclarará definitivamente cuando tengamos en cuenta lo suficiente la contribución del receptor a ficcionar lo menos ficcionado. Superados Proust y Joyce, el lector del último cuarto del siglo xx no necesita la obviedad ficcionadora de Flaubert o Dostoyevski y puede aportarla por su cuenta a partir de la propuesta de A sangre fría de Capote, por poner el ejemplo más delimitado. Hay que decir que los estudios parciales de los escritores ejemplares, se llamen Dreiser, Wolfe o Capote, son excelentes. Y quisiera quedara claro que las coincidencias entre el Nuevo Periodismo patentado por la cultura norteamericana y los otros nuevos periodismos no se explica como un fenómeno de colonización, sino de coincidencia en la evolución de la interrelación universal entre el escritor (emisor) y el lector (receptor). Chillón se atreve incluso a adentrarse en el nuevo periodismo español, cuajado en torno al periodo de tránsito de finales del franquismo a la llegada de la democracia, a caballo de publicaciones emblemáticas como Triunfo, Por Favor o el diario El País.
Interesante el sistema de intercomunicación que Chillón utiliza, no ya para demostrar la existencia de conexiones entre géneros y códigos literarios, sino entre códigos lingüísticos diferenciados, por ejemplo el cine y la literatura, no en balde el cine y la cultura audiovisual en general han modificado la capacidad receptora del lector o espectador, suministrándole almacenes de imágenes y ritmos descodificadores que forzosamente han de modificar su disposición imaginativa y descodificadora ante lo literario.
En el último capítulo de su trabajo, titulado Un apéndice metodológico: el estudio de las relaciones entre periodismo y literatura por medio del comparatismo periodístico-literario, el autor parte de la pauta metodológica de la literatura comparada para proponer el CPL (comparatismo periodístico-literario), basado en el estudio histórico, de temas y motivos, de formas de estilo y composición y de los géneros, método que contribuirá a una nueva eva luación de lo periodístico a partir de su cualidad de propuesta de ficción. No hay contradicción entre la pulsión de testimonio y verdad del periodismo y la substancialidad de ser ficción, en el sentido que daba Steiner, recogido por Chillón, a la mismidad del lenguaje: el lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción.
Libro rompedor, honestamente ambicioso, cuya lectura me lleva a la conclusión de que Chillón no ha hecho otra cosa, nada más y nada menos, que abrir el apetito para una historia de la literariedad postcanónica. El inventario de autores y obras que respaldan sus planteamientos tiende a provocar la sensación de estar bien acompañado y pertrechado, pero merece nuevos trabajos de profundización. Por ejemplo, la postficción en España, Latinoamérica (ya hay excelentes aproximaciones en la obra) y Cataluña tiene en José María Valverde su apasionado profeta y en Albert Chillón su obligado investigador hacia el futuro.
Introducción
«Lo específicamente pedantesco es negar las cosas cuando no son como nosotros las pensamos. Pero las cosas no son nunca como nosotros las pensamos, son mucho más serias y complejas.»
ANTONIO MACHADO, Juan de Mairena
Aunque no lo parezca a primera vista, todos los libros de carácter teórico —sean ensayos, tratados o monografías— están escritos sobre un a menudo invisible cañamazo autobiográfico, alimentados por un haz de inquietudes académicas, profesionales y ante todo personales que su autor procura elucidar por medio del raciocinio que la vida inspira, generado por las cambiantes circunstancias que la van tramando. De ahí que esta obra no pretenda ser una excepción, y sí fruto de una triple pesquisa.
En el plano más explícito, este es un estudio que se quiere sistemático sobre las promiscuas relaciones entre la literatura, periodismo y comunicación, que es también a la vez —inevitablemente para quien escribe— una investigación de tenor especulativo sobre un abanico de cuestiones esenciales, atinentes a la representación o mimesis, por medio de la palabra, de la llamada «realidad». De ahí que, junto a la exploración del asunto propuesto y de sus exponentes más significativos, este libro trate otros que solo una inquisición compleja, de acento ante todo lingüístico y filosófico, es capaz de alumbrar. En cuanto versa acerca de esos vínculos entre el campo literario, por un lado, y los campos periodístico y comunicativo, por otro, la exploración que aquí empieza sigue varias direcciones principales.
i. La primera dirección persigue desentrañar la historia y la complexión formal de las diversas modalidades de escritura periodístico-literarias, y es en esencia deudora de la primera versión de esta obra, Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas, dedicada en exclusiva al estudio de ese territorio del comparatismo. Como hice en aquel libro de 1999, en este procuraré suscitar preguntas y resolver malentendidos de notable envergadura, dentro del generoso marco que la literatura comparada y los estudios literarios proporcionan.
ii. La segunda dirección distingue esta obra de su predecesora, ya que abre el diafragma para ir más allá del campo periodístico y enfocar, así mismo, el de la comunicación mediática en su conjunto, incluidas las pujantes tendencias «transmedia». Aunque el lector percibirá que no trato este con un detalle comparable al que aplico a aquel, notará también que he intentado poner las bases teóricas para abordarlo, convencido de que las mutaciones que desde 1999 ha sufrido la comunicación social son decisivas, y han consolidado el despliegue de una «cultura mediática» (CM) de amplio y plural espectro que rebasa, con creces, los confines de la vituperada «cultura de masas» clásica. De unos años a esta parte, además, se observa el auge de una «narrativa transmediática» que, cultivada en los distintos cauces y soportes que componen la CM, tiende a conjugar —de un modo históricamente inédito— oralidad, escritura, música e imagen icónica, tanto móvil como fija.
Si en 1999 todavía bastaba con estudiar las promiscuas relaciones en-tre el campo literario y el periodístico, hoy resulta indispensable partir de la premisa de que las más relevantes formas de oralidad y escritura distinguidas por su aspiración y mérito artístico tienden a producirse no ya solo en y entre dos países plurales —el literario y el periodístico— acostumbrados a entablar densos vínculos, sino en un vasto «continente transmediático» que mezcla los canales y soportes tradicionales con los que el ciberentorno digital propicia, pantallas y dispositivos mediante: el libro clásico y las redes sociales, la radio y las bitácoras, el cine y los videojuegos, la televisión y la narrativa audiovisual instantánea, el periodismo impreso y el autoperiodismo en internet. Soy consciente de que, a pesar de su presente y ostensible auge, este es un fenómeno que habrá que estudiar a fondo en los próximos años, y de que en este libro me he limitado a roturar el terreno y prepararlo para futuras siembras.
iii. La tercera dirección de La palabra facticia. Literatura, periodismo y comunicación sigue las huellas de Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas, aunque amplía y ahonda ostensiblemente las propuestas teóricas que en ella expuse. En efecto, tanto la observación poco menos que exhaustiva de las relaciones entre el campo literario y el campo periodístico, como el más modesto pero imprescindible planteamiento de los crecientes nexos entre el campo literario y la cultura mediática, constituyen un territorio idóneo para desarrollar una indagación de carácter epistemológico y ontológico acerca de diversas cuestiones cardinales que, ello no obstante, suelen ser ignoradas por parte de la comunicología ortodoxa, o bien tratadas de modo pobre y sesgado por parte de las ciencias sociales y humanas. Aludo, por ejemplo, a los límites y posibilidades de los distintos modos de mimesis, sean inventivos o testimoniales, fabuladores o documentales, ficticios o facticios; pero también a una «deconstrucción de la facticidad» que, apoyada en la filosofía del lenguaje y en la hermenéutica, parte de la premisa de que los hechos sociales no son entidades dadas a priori y ajenas al discurso, como suele creerse, sino tramas de dicción y acción que el discurso hace posibles. Son solo dos asuntos entre los varios de cariz teórico que esta obra tratará, aunque sirven para ilustrar el tenor de mi propuesta.
Por otra parte, algunos posibles lectores reconocerán, al avanzar en su lectura, que La palabra facticia está basado en otro libro, antes mencionado, que vio la luz hace ya quince años. Entre las varias monografías y ensayos que he escrito a lo largo de mi deambular universitario, todas ellas modestas en términos de ventas y audiencia, esa es la que ha cosechado un predicamento mayor, convertida a lo largo de esta década bastante larga en una referencia para cuantos, en Latinoamérica y en España, investigan acerca de las relaciones entre literatura y periodismo, o hallan en ella interés o atractivo. Agotada hace un par de años, Literatura y periodismo. Una tradición de relaciones promiscuas significó un importante jalón en mi vida académica, y en mi vida a secas. Y durante los bastantes meses que he dedicado a ampliarla y ahondarla me he tropezado no solo con las palabras y las ideas que por entonces hilvané, sino también con un memento tácito de mi propia historia: con la que entonces era y ya no es, pero también con el futuro que a la sazón intentaba aventurar, por fuerza distinto del presente en que ahora lo evoco.
La relectura de aquellas páginas me permite percibir, así mismo, cuánto han cambiado las circunstancias desde entonces hasta hoy, tanto las que afectaban al campo periodístico y literario en concreto como a la sociedad en general. Hace solamente quince años era posible, en efecto, llevar a cabo un estudio sobre las relaciones entre periodismo y literatura al que todavía no le resultaba indispensable tomar en consideración ni las decisivas mutaciones desencadenadas desde entonces por la digitalización, ni la a la sazón inesperable quiebra que está sufriendo la industria periodística heredada del siglo xx. Ya he dicho que La palabra facticia no puede abordar esas mutaciones con metódica exhaustividad, aunque tampoco dejar de tenerlas en cuenta.
Como a estas alturas habrá notado el lector, no tiene entre manos una reimpresión, ni siquiera una simple segunda edición más o menos revisada y puesta al día. A semejanza de un árbol que al crecer rebasa el diámetro que un día tuvo, añadiendo sucesivos anillos concéntricos a los iniciales, La palabra facticia ha crecido respecto de Literatura y periodismo. Si bien el núcleo de ese libro antecesor se mantiene cuasi intacto en el interior del que ahora presento —sobre todo en lo que atañe a la explicación de los nexos entre literatura y periodismo—, este añade los nuevos e imprescindibles anillos a los aludía.
De ahí, por consiguiente, que la presente introducción siga las huellas —a veces literales, como a continuación se verá— de la que para aquella ocasión escribí, aunque al mismo tiempo describa pasos distintos y propios, a semejanza de un palimpsesto cuya sobreposición de escrituras permite advertir el rastro de las precedentes. Y de ahí también que justo aquí, para empezar, me decida por transcribir punto por punto parte de aquel prefacio de 1999 (Decía ayer), y que acto seguido agregue algunas ideas relativas a lo que ha sucedido después, y me propongo incorporar a estas páginas (Y agrego ahora).
Decía ayer
«El libro que el lector tiene entre manos es fruto de bastantes años de tribulaciones y ahíncos, casi siempre galvanizados por un vehemente deseo de aprender. Así era en mis ya algo lejanos años de estudiante universitario de Ciencias de la Información, cuando el binomio periodismo y literatura, literatura y periodismo —tanto monta— suscitaba en mí una efervescencia del interés y el deseo, un hechizo de la atención que apenas acertaba a colmar ninguna de las bastantes asignaturas provechosas que en la época integraban el plan de estudios de la carrera. Tampoco lo hacían los libros y opúsculos que en nuestro país tocaban el asunto, pocos y —¡ay!— poco satisfactorios. Ni las explicaciones y respuestas de los profesores de periodismo de la época, carentes ellos mismos de conocimientos sobre el tema, tal era la penuria bibliográfica y el cuasi olvido al que había sido relegado por los cultores de la disciplina académica llamada redacción periodística. Muchas veces se ha dicho que uno acaba escribiendo los libros que habría querido leer, y esto es precisamente lo que he intentado hacer aquí, no sé si con acierto.
»Me propuse explorar el ámbito ancho e intrincado conformado por las relaciones entre periodismo y literatura movido, además, por urgencias de índole más inmediata. Fuese como colaborador, corresponsal, reportero o redactor de mesa, el periodismo que me era dado practicar por aquellos años me ponía de continuo ante acontecimientos, situaciones y personajes —ante realidades en transcurso— muy diversas y complejas, imposibles de comprender con el mero auxilio de los lugares comunes entrañados en el sentido común y en las rutinas periodísticas profesionales, y desde luego imposibles de relatar de modo fehaciente mediante el recurso trillado a las envaradas, pro-filácticas pautas de escritura prescritas por la redacción periodística ortodoxa.
»Aunque los jefes de sección y los manuales de redacción periodística —a los que por entonces intentaba atenerme con más pena que provecho— se empeñaban en consagrar el uso de un supuesto estilo periodístico único, unísono y unívoco, supuestamente capaz de dar cuenta con objetividad de «los hechos» que suceden en «la realidad», el trabajo diario como reportero, cronista o redactor ponía esa extendida creencia en severo entredicho. En vez de ser instrumento y garantía de objetividad, la redacción periodística ortodoxa me iba mostrando su auténtico rostro: el de un dispositivo retórico altamente funcional capaz de facilitar —en el mejor de los casos— la productividad del azacanado trabajo periodístico diario, aunque irremediablemente incapaz de dar cuenta y razón de los acontecimientos sociales considerados en su imprescindible integridad. Para contar de modo fehaciente las cosas que pasan, intuía yo por entonces, es necesario un diligente esfuerzo de reflexión, indagación y contextualización, amén del propósito indeclinable de usar las palabras con consciencia y voluntad de estilo, a fin de aprehender y expresar del modo más preciso, responsable y elocuente posible la siempre brumosa, esquiva «realidad». Es necesario, pues —como diría la retórica clásica—, un ars bene discendi, y no un mero ars recte discendi.
»Por fortuna, aunque tal arte del bien y buen decir no era ni es práctica generalizada, un sector minoritario pero refulgente de la profesión periodística señalaba la senda a seguir. Pienso en el espléndido periodismo literario que Eduardo Haro Tecglen, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Vicent, Montserrat Roig, Eliseo Bayo, Maruja Torres o Rosa Montero iban publicando en Destino, Triunfo, Por Favor, La Calle o El País; en el magnífico elenco de reporteros reunidos por Tom Wolfe en su libro antológico El nuevo periodismo, cuya publicación en 1976 causó auténtico furor en las aulas; en las entrevistas y reportajes de Oriana Fallaci, Ryszard Kapuscinski o Gabriel García Márquez; en la límpida prosa periodística de Gaziel, Joan Fuster o Josep Pla; en el periodismo de investigación de Günter Wallraff y Leonardo Sciascia; en las dolientes crónicas sobre Vietnam de Michael Herr; en las hoy ya clásicas non-fiction novels de Truman Capote, Norman Mailer o Gay Talese… Gracias a todas esas voces distintas y a menudo distantes fui cayendo en la cuenta de que el periodista es, ante todo, sujeto empalabrador de una «realidad» no única y unívoca sino polifacética y plurívoca, previamente empalabrada por otros: tales son su responsabilidad, su gozo, su vértigo y su misión.
»En esas estaba todavía cuando algunos años después empecé a hacer mis primeras armas como docente universitario de periodismo, dedicación muy grata que me exigió revisar y estudiar a fondo la regular bibliografía sobre redacción periodística que a la sazón circulaba por estos pagos. Las preguntas sin respuesta que me habían inquietado en los años de carrera y primeros pinitos profesionales se tornaron interrogantes acuciantes: debía explicar al respetable discente reunido en el aula los arcanos de «la profesión», y además —nada menos— enseñarle a escribir, si es que tal cosa es posible. Pero los únicos pertrechos de que disponía para tan necesaria tarea eran los mismos y muy escasos que habían acompañado a mis profesores de antaño: sentido común profesional a espuertas, una bibliografía específica más bien rala y desmedrada y, en último pero no menos importante lugar, unas cuantas decenas de estudiantes aproximadamente tan perplejos y desorientados como lo había estado yo durante mis años de carrera.
»Así las cosas, empecé a orientar mis primeros pasos como investigador universitario estudiando las muy diversas y muy promiscuas relaciones entre periodismo y literatura, ámbito que me seducía por tres razones esenciales: en primer lugar, por su gran interés intrínseco; después, porque el estudio comparado de las relaciones entre periodismo y literatura permitía plantear cuestiones de gran calado sobre la naturaleza gnoseológica y estética de ambas actividades; y por fin, porque el abordaje de este territorio a la vez proceloso y prometedor exigía volver la mirada a disciplinas científicas y humanísticas —lingüística, retórica, filosofía del lenguaje, semiología, literatura comparada— capaces de cimentar sobre bases firmes los todavía adolescentes, balbucientes estudios sobre comunicación periodística.
»LITERATURA Y PERIODISMO. UNA TRADICIóN DE RELACIONES PROMISCUAS es fruto y epítome de todas las cosas que acabo de contar, y desde luego de muchas otras cuya mera relación sumiría en el tedio al lector mejor dispuesto. […] El libro intenta fundamentar el estudio de la extensa e intrincada temática abordada apoyándose en tres pilares principales, a mi entender imprescindibles para poner en pie este pequeño edificio de palabras. Así, he buscado cimentarlo sobre bases teóricas y metodológicas firmes, ahuyentando en lo posible el acomodaticio e insidioso sentido común. He intentado narrar su historia, tan plural e innumerable que apenas me ha sido posible trazar un borrador incompleto e impresionista. Y he procurado, en fin, analizar, describir y explicar la anatomía y fisiología de una parte significativa de los textos traídos a colación, usando para ello algunos preciosos instrumentos prestados por los estudios lingüísticos, retóricos y literarios. Deseo aclarar, en cualquier caso, que no me ha movido el vano empeño de decirlo todo sobre una temática a todas luces inabarcable, sino simplemente el propósito de destilar un conocimiento esencial acerca de ella, susceptible de ser completado y mejorado por ulteriores investigaciones propias o ajenas.»
Y agrego ahora
La estructura expositiva de este nuevo libro, La palabra facticia, se propone transitar esas tres mismas vertientes y articularlas de manera inteligible, como hacía en 1999. Y sin embargo, además, he decidido introducir algunos cambios relevantes, congruentes con mis presentes inquietudes y con las mutaciones que han experimentado tanto el campo periodístico-literario como el campo comunicativo entero. El siguiente es, grosso modo, el mapa de cuestiones que la presente obra explora, en el marco de sus distintas secciones.
I. Sección primera. Las relaciones entre literatura, periodismo y comunicación, a la luz de la consciencia lingüística. Hoy, como en 1999, la obra arranca con una tentativa de cimentación teórica y metodológica que, como reza el epígrafe de la sección, rebasa con creces el campo periodístico-literario que entonces roturé, en pos de una exploración más amplia y honda. A la explicación de los decisivos avances que la moderna «conciencia de las palabras» ha experimentado a lomos de la hermenéutica y de la filosofía del lenguaje, ya presente en el libro anterior, he añadido una extensa disquisición de nuevo cuño acerca de la incidencia de ese «giro lingüístico» sobre el estudio de la literatura, del periodismo y, por supuesto, de la comunicación mediática en su conjunto. El lector que conozca la primera versión de esta obra constatará que esas incorporaciones son de notable entidad, y sobre todo que esta segunda versión incluye tres relevantes capítulos y subcapítulos por completo inéditos.
En la primera de esas incorporaciones, capítulo escrito a guisa de pórtico, ensayo una reflexión general sobre La promiscuidad entre literatura, periodismo y comunicación en la posmodernidad, que sitúa la tendencia a la hibridación observable entre esos tres ámbitos en el contexto de una «cultura mediática» distinguida no solo por la mezcla de géneros, estéticas y estilos, sino también por la difuminación de las fronteras entre la ficción y la mal llamada «no ficción», antaño diz que nítidas aunque crecientemente puestas en entredicho en las últimas décadas.
En la segunda, el subcapítulo La hechura verbal de los hechos, expongo los criterios para llevar a cabo una ineludible «deconstrucción de la facticidad», que permita a su vez armar una teoría de los hechos sociales, ante todo apoyada en la filosofía del lenguaje, en la fenomenología y en la hermenéutica. Aunque inexistente hasta la fecha, tal teoría removería los pilares de las disciplinas comunicológicas, cuyo inveterado positivismo volaría por los aires —junto con la ingenua y acomodaticia metafísica espontánea que lo cimenta.
Y en la tercera, el subcapítulo La influencia de la tradición en la forja del imaginario colectivo, parto de una de las más fecundas aunque ignoradas vertientes de la literatura comparada, la denominada «tematología», para explorar hasta qué punto y cómo las tradiciones heredadas inspiran el imaginario compartido —y los concretos contenidos— que tanto el periodismo como la cultura mediática generan, narrativa transmedia incluida.
II. Sección segunda. Literatura y periodismo, una tradición de relaciones promiscuas. Esta versión ampliada del libro de 1999 mantiene casi intacta la segunda sección de la primera, entonces llamada La tradición, cuyas líneas de conjunto e incontables detalles siguen pareciéndome adecuados y actuales, ahora que he vuelto a leerlos. Aunque he introducido leves retoques aquí y allá, el espíritu y la letra de aquella larga sección permanecen prácticamente incólumes en este volumen, y el lector familiarizado con el libro anterior no tropezará con significativos cambios. De ahí que el título de esta sección sea el mismo que el del libro completo que ha sido matriz de este.
III. Sección tercera. La estela de los nuevos periodismos. Sí que encontrará algunos cambios dignos de mención, no obstante, si acomete la lectura de la tercera sección, cuyo rótulo parafrasea libremente el original (Los nuevos periodismos) dado que ahora alude a las más recientes tendencias periodísticoliterarias en Latinoamérica, continente que de unos años a esta parte está acogiendo destacadas aportaciones e innovaciones, sin duda las más significativas entre cuantas se han producido en el mundo de habla hispana, cuanto menos. Esas adiciones, no cuantiosas pero sí relevantes, se añaden a las páginas que la primera versión ya incluía acerca del new journalism estadounidense, y de los nuevos periodismos de Europa y España.
Como ya hacía su matriz, esta segunda versión de la obra conjuga la explicación diacrónica con la analítico-descriptiva, es decir, procura evitar la mera enumeración de obras y autores mediante un método expositivo que, a la vez que atiende a la evolución histórica de las relaciones entre literatura y periodismo, va examinando el estilo y composición de una porción considerable de los textos propuestos, interpretando sus posibles sentidos y ponderando sus méritos, carencias e implicaciones. Naturalmente, no son estudiadas todas las piezas aludidas en el estudio, sino solo aquellas que juzgo ineludibles para seguir e ilustrar el razonamiento. Aun así, dado que una obra como esta debe tratar una ingente cantidad de autores, obras y conceptos, no siempre he querido evitar el irme por las ramas —regresando, eso sí, al tronco de la exposición en seguida. Mi aspiración, una vez más, ha sido empalabrar el asunto tratado por medio de una escritura consciente de sus limitaciones y capacidades —y autoexigente sin resultar pretenciosa, por añadidura. Lo haya conseguido o no, esa es la meta que debe perseguir cualquier texto de carácter teórico o académico, a mi entender. Y, con más necesidad aun, uno consagrado a estudiar la mejor prosa periodística contemporánea.
IV. Sección cuarta. La mirada humanista. El libro que ahora presento, sin embargo, no se cierra ya con la cuarta sección que incluí en el de 1999: Un apéndice metodológico. En esta ocasión, he optado por reemplazar aquella fundamentación del comparatismo periodístico-literario (CPL) por una coda que intenta diagnosticar el presente desahucio de las humanidades y proponer su rehabilitación —y la del humanismo entero—, empeño capital para corregir la hegemonía de la racionalidad instrumental sobre las disciplinas que estudian el periodismo y la comunicación mediática en su conjunto. Verdadero sistema nervioso del mundo contemporáneo, la tecnología tiene una presencia cardinal en nuestros días, desde luego, pero por ello mismo debe ser interrogada y comprendida en clave humanista, y no positivista ni tecnolátrica.