Kitabı oku: «La palabra facticia», sayfa 5
En el mejor de los casos, los enfoques pragmáticos hoy en boga apuntan tímidamente en una dirección que la antigua pero de ningún modo vieja retórica desarrolló amplísimamente durante siglos de modo, en mi opinión, mucho más comprehensivo. La búsqueda del sentido de los enunciados mediáticos y periodísticos cuenta, así, con un auxiliar de inestimable utilidad, capaz de identificar y de explicar su dinamismo semántico. Un auxiliar, además, singularmente dotado para afrontar las diversas dimensiones de tales enunciados: la invención y el hallazgo de los argumentos y de los temas (inventio), la disposición de las partes del discurso (dispositio), los sutiles rasgos de estilo y expresión con que este se encarna (elocutio), los variados modos en que puede ser puesto en juego (memoria y actio); nada menos, en fin, que la entera configuración temática, sintáctica, semántica y pragmática de los enunciados realmente existentes, de esas innúmeras paroles tan temidas por la plana mayor de los lingüistas y semiólogos de nuestro siglo.18
Naturaleza logomítica del lenguaje
Conviene señalar que la concepción usual de significado —en última instancia deudora de la carencia de consciencia lingüística— descansa además en una creencia, muy extendida entre doctos y legos, acerca de la naturaleza lógica del lenguaje: la que piensa la palabra exclusivamente como logos, es decir, como concepto abstracto, racional, referencial, asensorial y denotativo. Una creencia que es, como diría Nietzsche con palabras antecitadas, una de esas «ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han desgastado y han quedado sin fuerza sensorial» a fuer de usarse como moneda corriente.
En cambio, la idea de sentido que aquí proponemos se apoya en una concepción logomítica del lenguaje, esto es, en la consideración de que la palabra, radicalmente y sin remisión, es a la vez logos y mythos: aúna concepto abstracto e imagen sensorial, razón y representación, denotación precisa y connotación sensible, referencia analítica y alusión sintética, efectividad y afectividad.19
El sentido común suele considerar el lenguaje no solo como mero vehículo o instrumento de comunicación capaz de encapsular los pensamientos previamente formados en la conciencia, sino también como una suerte de articulación lineal y monodimensional de sonidos abstractos, una especie de cadena formada por eslabones enlazados. Reducido a esta imagen —seguramente tan antigua como la escritura, aunque reforzada en nuestra época por la hegemonía del estructuralismo— el lenguaje es visto como simple vehículo transportador de conceptos, cual tren de mercancías que mediante sus vagones contenedores (significantes) transporta diversos contenidos (significados). La relación que se establece entre tales significantes y significados es lógica, esto es, unívoca y precisa: sígnica.
Nótese bien que tal concepción lógica del lenguaje descuida su índole logomítica: el hecho decisivo de que las palabras, más que signos límpidos y unívocos, son símbolos alusivos, sugerentes y polisémicos, equívocos. Al concebir el lenguaje como retórico, Nietzsche nos dice que la palabra es expresión y representación en vez de reproducción, y además que tal expresión posee un carácter inevitablemente figural, es decir, metafórico-simbólico. La palabra es siempre tensión entre el concepto unívoco (logos) y la imagen equívoca (mythos), expresa siempre de modo figurado: imperfecto e incompleto, alusivo y borroso. Por mor de su naturaleza eminentemente simbólica, el lenguaje a un tiempo revela y oculta, alumbra, insinúa y oscurece: hay una zona de claroscuro inevitable entre las palabras y su sentido.20 En palabras de Octavio Paz:
Cualquiera que sea el origen del habla, los especialistas parecen coincidir en la «naturaleza primariamente mítica de todas las palabras y formas del lenguaje…». La ciencia moderna confirma de manera impresionante la idea de Herder y los románticos alemanes: «Parece indudable que desde el principio el lenguaje y el mito permanecen en una inseparable correlación… Ambos son expresiones de una tendencia fundamental a la formación de símbolos: el principio radicalmente metafórico que está en la entraña de toda función de simbolización». Lenguaje y mito son vastas metáforas de la realidad. La esencia del lenguaje es simbólica porque consiste en representar un elemento de la realidad por otro, según ocurre con las metáforas. La ciencia verifica una creencia común a todos los poetas de todos los tiempos: el lenguaje es poesía en estado natural. Cada palabra o grupo de palabras es una metáfora. Y asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo susceptible de cambiarse en otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la palabra pan, tocada por la palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el sol, a su vez, se vuelve un alimento luminoso. La palabra es un símbolo que emite símbolos. El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo.21
Así pues, en cuanto simbólico, el lenguaje nombra, designa, alude y sugiere. No es solo concepto racional, sino también imagen y sensación. Es posible que la terca confusión entre lenguaje y escritura sea la causa de la concepción del lenguaje como simple articulación significante, al modo de esas ristras de palabras que emanan de los personajes en las viñetas del cómic. Pero el lenguaje es, en realidad, algo mucho más complejo y polifacético: además de sonidos suscita imágenes, texturas, colores, olores y sabores; no es simple línea acústica monodimensional, sino una suerte de medio sensorial tridimensional22 compuesto de estratos lábiles; es razón y además imagen y sensación: figuración. Más allá de las designaciones precisas, los sentidos que las palabras suscitan tienen una marcada carga intuitiva y sensible, hasta el punto de que en la propia índole logomítica del lenguaje reside toda posibilidad de despliegue de sus diversas facultades y funciones.
Al afirmar que el lenguaje es mítico amén de lógico, es decir, a un tiempo abstractivo y figurativo, estoy reivindicando que las palabras son, además de designaciones abstractas, imágenes sensoriales: que el lenguaje, por decirlo de modo elocuente, tiene una doble textura, acústica y visual. La lingüística y la estilística ortodoxas suelen reconocer, a lo sumo, que existe una figura retórica llamada imagen, emparentada con la metáfora y la sinestesia, pero no que las palabras son imágenes, así mismo. Repárese, no obstante, en que no son imágenes icónicas, como las generadas por los media y sus tecnologías, sino imágenes mentales.23 El vocablo «imagen» es, a no dudarlo, menos transparente y más complejo de lo que parece a primera vista: en latín, imago significa a la vez «imagen» e «idea o representación mental»; también en latín, idolum vuelve a significar «imagen»; y en griego, idea quiere decir «imagen ideal de un objeto».24 Aunque no es aceptable el recurso trillado a las etimologías fáciles para desentrañar el asunto que nos ocupa, nos hallamos ante una encrucijada repleta de insinuaciones.
Esa imago latina que es a un tiempo «imagen» e «idea o representación», ¿no nos da acaso la clave para desentrañar la cuestión que tratamos de elucidar? ¿No es cierto acaso que las palabras, por su condición logomítica, por su tensión inevitable entre abstracción y sensorialidad, tienen una dimensión inevitablemente configuradora, imaginativa? ¿Y no se desprende de ahí acaso que al empalabrar la «realidad», los sujetos no hacen sino imaginarla? Este es, a mi juicio, el hecho decisivo, derivado de esa concepción nietzscheana acerca de la complexión retórica del lenguaje sobre la que venimos reflexionando: que al hablar, al decir, los sujetos inevitablemente ideamos, a saber, imaginamos la «realidad» que vivimos, observamos, evocamos o anticipamos; que toda dicción humana es, siempre y en alguna medida y manera variables, también ficción; que no es que uno de los modos posibles de la dicción sea la ficción —junto a la llamada «no ficción» y sus géneros, pongamos por caso—, sino que dicción y ficción son constitutivamente una y la misma cosa; y que el reto para los estudiosos, en todo caso, consiste en discernir cuáles son los grados y las modalidades en que esa ficción constitutiva de toda dicción se da en la comunicación realmente existente.
Siguiendo a Ernst Cassirer,25 podemos afirmar que la entraña densa y plural de las palabras contiene todas las posibilidades de la dicción humana: la ciencia, la filosofía, el sentido común, el arte, la poesía, el mito… Y, siguiendo aquí nuestra propia intuición, añadiremos que es en las entretelas mismas del lenguaje donde arraiga y se agazapa la ficción: que toda palabra, toda dicción es, siempre y necesariamente, ficción inevitable, insoslayable fabulación.
Dicción, ficción y facción
De acuerdo con el giro lingüístico y con sus corolarios, en efecto, la locución «no ficción» se revela infundada. Debe decirse, en cambio, que los diversos géneros y modalidades que engloba son capaces de producir, en el mejor de los casos, mimesis verosímiles de «lo real», conformadas según las posibilidades y límites que toda dicción impone. Ello es así, para empezar, porque están sujetas a la triple mediación ya mencionada: son lingüísticas, retóricas y narrativas, y por consiguiente no traen los sucesos y cosas cual han sido, ni les es dado re-producirlos, es decir, producirlos tal como eran de nuevo. Tan solo les es posible representarlos a posteriori, intentando recuperar lo sin remedio perdido —lo que ya es pasado— mediante su mutación en otra entidad de distinta índole: no ya sucesos efectivamente ocurridos, sino virtualidades lingüísticas e icónicas que, en el curso de los intercambios comunicativos, son tomadas por plausibles, verosímiles verdades.
Un caso concreto servirá de elocuente ilustración. Cuando Norman Mailer documenta y escribe su extensa novela-reportaje La canción del verdugo, no ofrece a sus lectores una reproducción ni un calco del encarcelamiento y ejecución del homicida Gary Gilmore, sino una representación de esos hechos ya sucedidos mediante el lenguaje, novelísticamente configurado. Detengámonos un instante a considerar lo dicho, y reparemos en dos matices que, aunque trascendentes, suelen pasar inadvertidos. El primero es que representar quiere decir volver a presentar, hacer de nuevo virtualmente presente lo que en realidad es irrecuperable pasado, esto es, algo ya ocurrido que no existe más ahora y aquí, y que por ello mismo no puede ser otra cosa que «presente de pasado», en términos memorables de Agustín de Hipona: pretérito hecho presencia por mor de los signos y símbolos con que es recreado. Y la segunda, que ese hacer presente lo ausente es posible gracias a la mediación de las palabras, idóneas para remedar la lingüisticidad de las acciones y hechos pasados —ya que una enorme cantidad de ellos están mediados por el verbo, y pueden, por consiguiente, ser expresados con relativa fidelidad por él—, aunque mucho más torpes y limitadas a la hora de traducir los aspectos no lingüísticos de esos mismos hechos y acciones: de transubstanciar en enunciados verbales el cuerpo y la materia, la luz y la textura, el deseo y el dolor, la calidez y la frialdad, la fuerza y el gesto.
De manera que Mailer ofrece al lector una recreación exclusivamente lingüística —y retórica y narrativa, claro es— de acontecimientos ya desvanecidos que fueron en su origen lenguaje, pero también otras cosas. Lo mismo puede decirse de Todos los hombres del presidente, de Robert Woodward y Carl Bernstein; o de Película, de Lillian Ross; o de Archipiélago Gulag, de Alexandr Soljenitsin; o de Despachos de guerra, de Michael Herr, por citar algunos ejemplos de prestigio espigados entre muchos otros posibles. La lista podría ser llegar a ser incontable, pero aumentarla no alteraría la idea esencial que ilustra.
En todos esos casos cabe observar, además, la decisiva labor que ejerce la narratividad. Pretendidamente «no ficticios» —desprovistos de aliños imaginativos y ajustados a los hechos sucedidos—, todos esos textos de carácter y voluntad documental son configuradores, no obstante, ya que gracias a sus respectivas tramas hacen concordar lo discordante, y atan los hilos dispersos del acontecer mediante una puesta en relato. Ello es así porque identifican y eligen un puñado de motivos —acciones, fragmentos de habla, vivencias— entre los incontables que el acontecer genera. Y, acto seguido, los cosen por medio de tramas —argumentativas y argumentales— que les confieren sentido: origen y fin, motivo y finalidad, contexto y transcurso. Sea de forma tácita o explícita, tanto las argumentaciones persuasivas como los argumentos narrativos proponen un por qué, un cómo y un para qué plausibles, es decir, un marco explicativo que ilumina la comprensión de la historia configurada. El acaecer singular que irrumpe es contextualizado, dotado de sentido y convertido en «hecho» gracias a ese marco preexistente y genérico; y la vigencia y validez de tal marco, a su vez, son sancionadas por el hecho que acaba de producirse.
A fin de ilustrar este razonamiento, vale la pena evocar el trabajo del new journalist Hunter S. Thompson en su reportaje novelado Los Ángeles del Infierno. Al investigar la vida cotidiana de la célebre tribu periurbana, Thompson identificó y seleccionó ingredientes de contenido —temas y motivos, semblanzas y descripciones, símbolos y detalles— en buena medida diferentes a los que la prensa convencional solía tematizar por entonces, hasta el punto de configurar una historia sustancialmente alejada de las que difundía la ortodoxia. Y, además, construyó una trama argumental —y una argumentación de fondo, conviene advertirlo— mediante la que puso en relación los incidentes y circunstancias que estimó relevantes, de un modo insólito aunque a fin de cuentas congruente en un autor que acabaría escribiendo Miedo y asco en Las vegas. Thompson completó su labor de inventio narrativa mediante la caracterización compleja y problemática de los personajes, la descripción naturalista de los escenarios y la conducción del relato a través de un punto de vista de narrador-protagonista, que vivía, veía y contaba desde dentro su propia participación observadora —la cual requería, dicho sea de paso, una inmersión mucho más completa y arriesgada que la simple observación participante. El resultado fue una espléndida investigación acerca de los Ángeles, deliberadamente rompedora y subjetiva, una de cuyas principales virtudes era su capacidad para desenmascarar la falsa —e imposible— objetividad del periodismo ortodoxo.
Sea como fuere, los malentendidos que la locución «no ficción» suscita son tan grandes y frecuentes —e inexplicables en ciertos autores— que creo ineludible enmendarlos. Con más razón, si cabe, en una época en la que suele emplearse con pasmosa frivolidad, incluso por parte de experimentados periodistas y de conspicuos estudiosos del periodismo y de la comunicación mediática. A la tradicional, burda división del cine y la literatura en las categorías de «ficción» y «no ficción», omnipresente en los suplementos culturales, se añade de unos años a esta parte una vindicación de las cualidades del periodismo y del documento —loable en sí misma, huelga decirlo— que se empeña, ello no obstante, en bautizar los productos cuyo valor pone de relieve mediante locuciones como «sin ficción», «mejor que la ficción», «ficción cero» y otras por el estilo, de tosquedad pareja. Justificable cuando personas no concernidas por el asunto tratan la cuestión en una charla casual, semejante desliz no lo es cuando son investigadores y expertos los que lo cometen. Como si no supieran, a estas alturas de la posmodernidad, que la ausencia de ficción es una entelequia imposible. Y como si ignoraran, adrede o no, las iluminadoras aportaciones que la lingüística, la filosofía del lenguaje, la hermenéutica y la semiótica ofrecen a propósito de este relevante asunto.
Esa extendida y nada inocua empanada conceptual me llevó a proponer, en la primera versión de este libro, una nueva acepción para el sustantivo de origen latino «facción», que en esta segunda versión me veo en condiciones de ahondar. De entrada, cumple observar que «facción» significa «producción» y «complexión», al mismo tiempo. Y añadir que, a diferencia de la «ficción» realista o abiertamente fantástica —modalidad de la dicción libre de compromisos probatorios—, la «facción» se distingue porque en ella la refiguración es disciplinada por una imaginación que debe respetar exigencias referenciales, tal como ocurre en el periodismo informativo o en el documental audiovisual. Tales constricciones incluyen la verificabilidad cuando esta es asequible, por supuesto, aunque no pueden reducirse a ella dado que los crudos datos positivos —los raw data— no lo son siempre, ni de lejos; y porque además, cuando lo son, suelen resultar insuficientes para otorgar sentido a un relato. Cualquier empalabramiento narrativo requiere, amén de su concurso, el indispensable y a menudo arriesgado establecimiento de nexos causales y temporales, vínculos que deben antojarse plausibles y atenerse a los principios de la más elemental razón. Y requiere también, desde luego, el compromiso ético de referir lo sucedido cual honestamente se cree que es, con la debida veracidad intencional.26
De suerte que, cada una a su modo, tanto la «ficción» como la «facción» recrean lo posible y lo existente —y sus variadas conjugaciones— gracias a la labor configuradora que la imaginación permite. Ello es cierto en lo que atañe a El señor de los anillos, de Tolkien, o a La historia interminable, de Michael Ende. Pero también lo es —hechas las distinciones debidas— en lo que concierne a narraciones de tenor realista como Madame Bovary, Guerra y paz, The Pacific y The Wire. Y así mismo es cierto —aunque esto no suela ser admitido— en lo que se refiere a reportajes novelados como El Sha y El Emperador, de Ryszard Kapuscinski, o Un hombre, de Oriana Fallaci; a novelas gráficas de carácter testimonial como Reportajes, de Joe Sacco, o Pagando por ello, de Chester Brown; o a documentales como Inside Job, de Charles Ferguson, o Capturing the Friedmans, del ya citado Andrew Jarecki.
Debe advertirse, sin embargo, que al ser humano no le es posible emplear optativamente su imaginación, según le dicte el placer o la conveniencia. Ocurre, más bien, que vive con y en ella: concibiendo el mundo y a sí mismo, y partiendo de su facultad generadora para elaborar figuraciones: contornos, formas y trayectorias dotadas de sentido, plasmaciones estéticas que tornan inteligible el caos bruto de los acaeceres y las cosas. Hablando en rigor, dar y darse cuenta de la realidad equivale a contarla, en relevante medida: a dar y a darse cuento de ella. Y ello porque quien lo hace es el gnarus, término latino que significa «el que sabe»: un sujeto condicionado por su mudable circunstancia —aquí o allí, durante, después o antes— debido a su condición adverbial, contingente y perspectiva. Un narrador que construye su mundo desde una subjetividad insoslayable, incapaz de reproducir con objetividad los sucesos, y no obstante muy capaz —he aquí la paradoja— de lograr que su dicción engendre una objetivación palpable, inductora de muy concretos efectos. «En el principio era el Verbo», reza el arranque del evangelio de san Juan: la objetividad es una quimera; la objetivación, en cambio, un suceder constante.27
Con todo, desmentir que las dicciones facticias puedan reproducir o calcar los fenómenos no implica negarles la aptitud de producir argumentaciones y argumentos verdaderos, siempre que empleemos semejante adjetivo con suficiente cautela. A diferencias de los sucesos naturales, los llamados «hechos» son de hecho, en cuanto humanos, configurados siempre por el discurso, y además poseen una constitución heterogénea: aspectos que a menudo distan de ser comprobables o evidentes, y que solo resulta posible escrutar en parte, conjeturando a partir de los indicios disponibles. Me parece oportuno evocar, a fin de ilustrar esta observación, las lúcidas reflexiones acerca de la imposibilidad de captar con objetividad y completud los hechos que el reportero y poeta James Agee intercala con frecuencia en Elogiemos ahora a los hombres famosos, agudamente consciente de que su retablo de la pobreza en los Apalaches no la captura cual fue, sino que apenas ofrece al lector una representación tejida mediante palabras —y acompañada por las inolvidables fotografías de Walker Evans.
En contra de lo que el sentido común da por supuesto y predica, debe observarse que los hechos no están ahí —materiales y tangibles, como las montañas o los ríos—, dado que son complejos dialécticos de acción y discurso, entramados argumentales y argumentativos que prestan sentido a los acaeceres rudos. De ahí que suelan mostrarse refractarios a cualquier reduccionismo positivista; de ahí que sean constructos sociales y no simples cosas; y de ahí también que, en el mejor de los casos, ofrezcan vertientes que es posible observar, interpretar y a veces medir desde mudables perspectivas. No debe olvidarse jamás, sin embargo, que los hechos son aconteceres culturales, desencadenados por muy diversos motivos y razones, y no solo acaeceres naturales, precipitados por causas y procesos físicos. Aunque acostumbra a pasarse por alto, ello implica que establecer un hecho depende de la comprensión y la interpretación de indicios, amén de la reunión de evidencias y la inferencia de pruebas —de las que, por cierto, no se dispone a menudo. «No hay hechos, solo interpretaciones», como dejó escrito Nietzsche.28
Recuerde el lector, a fin de esclarecer este razonamiento, las tribulaciones de Truman Capote al escribir A sangre fría, probablemente consciente de que su gran esfuerzo de observación, entrevista exhaustiva y documentación no bastaba para llenar los abundantes resquicios de la historia, y de que con frecuencia se tornaba indispensable recurrir a conjeturas para reconstruir de modo verosímil, por ejemplo, las pasadas vicisitudes de Perry Smith, o sus circunstancias y motivaciones. Y ello a pesar de que Capote, a diferencia de la franca explicitación de la subjetividad de James Agee, aplicó a conciencia los procedimientos de composición y estilo de la novela realista, a la manera de su admirado Flaubert en Madame Bovary. Todo con tal de ofrecer ese efecto omnisciente e impasible de extrema verosimilitud —aunque a menudo cuestionable verdad— que se ha dado en llamar recording angel. Una vez más sería posible invocar otros ejemplos significativos, espigados en el campo periodístico y en el audiovisual, pero aumentar el inventario no elucidaría mejor el asunto.
Veracidad, verosimilitud, verificabilidad, verdad
Si ahora, tras lo que acabamos de argumentar, los apelativos «no ficción» o «sin ficción» se muestran groseramente equívocos, cabe preguntar en qué consiste la veridicción que las narrativas facticias persiguen —y que en sus más afortunadas expresiones alcanzan, a su relativo estilo. Y asumir que, para responder a tan esencial pregunta, es indispensable partir de tres premisas conexas, de las que hemos venido tratando. La primera es que no resulta fundado distinguir, dicotómicamente, entre «realidad», por un lado, y «dicción» y «ficción», por otro, habida cuenta de que esta forma parte íntima de aquella, en cuanto humana y no meramente matérica. La segunda, que existen buenas razones para diferenciar «ficción» y «facción», y para desterrar la tosca locución «no ficción», por manida que sea. Y la tercera, que sobran los motivos para disentir de la doxa cientifista y positivista, predominante en Occidente, que tiende a confundir la verdad con la simple verificabilidad, es decir, la comprensión del sentido con la obtención y procesamiento de datos rudos.
Como es sabido, todas las narrativas facticias persiguen referir sucesos y situaciones realmente acontecidos. El reportaje, la biografía, la historiografía, el memorialismo o el documental audiovisual buscan dar cuenta de ellos tal cual fueron, como predicaba Aristóteles que era propio de la historia. Hay que agregar en seguida, sin embargo, que la veracidad es apenas una cualidad intencional, una loable pretensión que actúa como requisito imprescindible del ethos de la comunicación leal, por más que sea incomprobable las más de las veces. En el mejor de los casos, quien narra y quien le lee o escucha desean captar «los hechos» sin distorsión; y ello a pesar de que esa actitud no garantiza, en modo alguno, que lo relatado se atenga a lo sucedido. No resulta prudente, así pues, tomar al pie de la letra los disparates de quien delira —y eso que se comporta de manera harto veraz y sincera, sin duda—, como Sancho Panza sabía cuando don Quijote confundía con realidades sus fantasías.
Además de veraces, por consiguiente, los relatos facticios deben ser verificables: tienen que representar sucesos partiendo de lo que en ellos es posible observar y comprobar. Sea persuasiva o narrativa, una enunciación puede considerarse verificable si se basa en pruebas susceptibles de ser empíricamente contrastables o lógicamente inferibles, cuando no en indiscutibles evidencias. Y precisamente por ello, a pesar de lo que el sentido común da por sentado, semejante cualidad suele ser un desideratum, más que un objetivo factible. En la literatura testimonial o el periodismo informativo, en el documental cinematográfico o la historia oral hallamos incontables relatos prestigiosos que, por más que resulten verosímiles y veraces, solo cabe verificar a medias o en escasa medida. Piénsese, a título de ilustración, en reportajes justamente aclamados como Honrarás a tu padre, de Gay Talese, Che Guevara: una vida revolucionaria, de John Lee Anderson, o El periodista indeseable, de Günter Wallraff; o bien en documentales de patente mérito y rigor, como La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, El desencanto, de Jaime Chávarri, o Grizzly Man, de Werner Herzog. ¿Hasta qué punto son verificables decisivos detalles relativos a la cotidianidad del mafioso Bill Bonanno, o a la del Che, o a la del inmigrante turco interpretado por Wallraff, o a los últimos minutos de Salvador Allende, o a la enajenación de los Panero, o al hombre de los osos evocado por Herzog? ¿Puede el más riguroso, el más honrado y minucioso de los periodistas, documentalistas o historiadores reportar con fidelidad todas las vicisitudes y matices que necesita contar para dar sentido a su historia? Y el receptor —sea lector, interlocutor o espectador— ¿asume con responsabilidad que una porción relevante de lo que necesita dar por descontado no puede serlo en modo alguno, de hecho? Son preguntas deliberadamente retóricas, ni que decir tiene.
Esa verificabilidad incompleta no tiene por qué obedecer a motivaciones turbias, sino a que las evidencias y las pruebas apenas alcanzan a cubrir, en la mayoría de ocasiones, un fragmento de lo que debe saberse para conferir sentido a la historia. No se olvide que, además de las evidencias y las pruebas, lograrlo exige contar con múltiples indicios capaces de apoyar conjeturas plausibles —y de suturar, por medio de atribuciones de causalidad así mismo creíbles, los vacíos que el simple inventario de acciones deja. Una historia solo adquiere sentido si la identificación de las vivencias y acciones consideradas relevantes —vía evidencias, pruebas o indicios— es articulada mediante inferencias que las enlazan causalmente entre sí, hasta obtener esa co-relación de incidentes, al tiempo consecutiva y consecuente, que llamamos relato.
A tenor de la atinada reflexión que Ortega y Gasset expone en La rebelión de las masas y en Historia como sistema —a la sombra de Wilhelm Dilthey—, el acontecer debe entenderse como una sucesión de instantes aislados, cada uno de los cuales patina sobre el anterior, por así decirlo. Tales instantes no se suceden de modo determinado y necesario, sino relativamente indeterminado y contingente, abiertos a muchas trayectorias posibles; y es solo el relato —la concordancia de esa discordancia, en lúcida expresión de Paul Ricoeur— el que permite establecer nexos causales aparentemente irrefutables allí donde en realidad reina la incierta posibilidad —o hasta la casualidad o el caos, en el caso más extremo. Recuérdese, al respecto, el desconcierto inicial con que casi todos presenciamos, en directo, los atentados del 11-S en Nueva York; el gradual atar cabos durante los minutos que mediaron entre el impacto del primer avión y el del segundo; y la posterior construcción de un relato mayoritariamente aceptado durante las horas, días y meses posteriores al atentado, cuando lo que estaba en disputa no eran, propiamente hablando, sus trágicos efectos, sino el sentido con el que sería comprendido en adelante.
De hecho, el recurso estricto a la evidencia suele autorizar un margen angosto de certidumbre, como saben los periodistas y los historiadores que, amén de honestos, se interrogan seriamente sobre sus respectivas labores. No solo porque son muchos los ingredientes de cada historia que distan de ser evidentes —o susceptibles de ser comprobados, al menos—, sino porque lo que se antoja obvio nunca lo es desde cualquier perspectiva. Sin excepción, todas las enunciaciones facticias están sujetas a esa ley, ya que es la triple mediación del lenguaje, la retórica y la narración la que permite construir lo que cándidamente llamamos «hechos» —dando por supuesto que son entidades anteriores al empalabramiento e independientes de él, a semejanza de las que integran el orbe predado y natural, y que carecen por tanto de humana hechura: discursiva, en consecuencia. Y sin embargo «los hechos» son hechos,29 social y sémicamente construidos, y hacerlos implica articular evidencias, pruebas e indicios en una configuración que cobre sentido; conferir facción —hechura— al conocimiento por fuerza incompleto que los sujetos pueden obtener y acordar en el curso de sus intercambios; y, en fin, conjugar tales ingredientes mediante la imaginación, de acuerdo con tramas —argumentales y argumentativas— inspiradas en las matrices que las tradiciones brindan.