Kitabı oku: «La palabra facticia», sayfa 6
Sean científicas o periodísticas, jurídicas o historiográficas, testimoniales o documentales, las mejores expresiones de la facción carecen, en rigor, de esa capacidad de reproducir con objetividad lo sucedido que suele atribuírseles —con frívola o ingenua inconsciencia, las más de las veces—, dado que no pueden ser otra cosa que representaciones, nada más y nada menos: mimesis que vuelven a hacer virtualmente presente lo ya ocurrido en el pasado, mediante esa triple mediación —lingüística, retórica y narrativa— inherente a cualesquiera discursos de intención verídica.
Una tipología de las dicciones
De lo antedicho se desprende una plausible tipología general de la dicción, según sean las maneras y grados en que la ficción la entrevere. Dos taxonomías derivan de las premisas de que partimos, alternativas a las ortodoxas: la primera —que en seguida esbozamos— ordena los enunciados de acuerdo con su estatuto gnoseológico, en una escala que va de la mayor referencialidad a la mayor fabulación posible; la segunda considera su estatuto estético, y distingue su índole ideacional (inventio), compositiva (dispositio) y estilística (elocutio). Es la primera, no obstante, la que ahora nos interesa.
1. Dicción facticia o ficción tácita, propia de los enunciados de vocación veridicente en los que la ficción se da en su mínima e irrenunciable expresión, entrañada en la mera labor poiética que, a través de la metáfora y el símbolo, toda enunciación requiere. Quiere ello decir que la ficción tácita se da de suyo y sin más por efecto mismo del empalabramiento, dado que la actitud de los interlocutores se basa en un acuerdo explícito o implícito de veracidad, y no en afán inventivo alguno. La dicción facticia exige, así pues, un pacto de veridicción entre ellos, comprometidos en un intercambio fehaciente. Y puede dividirse, a su vez, en dos clases:
1.1.Dicción facticia documental, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su relativamente alta verificabilidad. Es propia de actos de habla como la afirmación, la constatación, la exposición y la explicación; de géneros periodísticos y mediáticos como la noticia, la información, la crónica, el reportaje y el documental; y, así mismo, tanto de los procedimientos historiográficos convencionales como de los llamados métodos cualitativos —historia oral, historias de vida, docugrafías, etc.
1.2.Dicción facticia testimonial, caracterizada por su veracidad intencional y, al tiempo, por su escasa o problemática verificabilidad. Es el modo de enunciación típico de los libros de confesiones y memorias, los dietarios, los epistolarios, los relatos de viaje, los retratos y semblanzas y, en fin, de la llamada «literatura testimonial» en su conjunto.
2. Dicción ficticia o ficción manifiesta, propia de los enunciados de vocación fabuladora en los que la ficción explícita se plasma en variables maneras y grados, añadida a la implícita que de por sí se da en toda clase de enunciados. La enunciación ficticia puede ser tácita o manifiesta, intencional o indeliberada, pero cuando se urde a sabiendas los interlocutores en ella implicados deben trabar un «pacto de suspensión de la incredulidad» (suspension of disbelief), como el que hace posible que novelas, cuentos, dramas y películas resulten artísticamente eficaces. Este tipo de dicción es divisible, a su vez, en tres modos principales:
2.1.Dicción ficticia realista, caracterizada por la destilación de una verdad de experiencia esencial a través del ejercicio de la generalización tipificadora y, en suma, de la verosimilitud referencial. Este tipo de enunciaciones buscan erigir mundos posibles mediante la representación mimética de ciertos mundos reales (así, el Madrid de la República, el Chicago de la Gran Depresión o el París del Segundo Imperio) reconocibles por los interlocutores —lectores o espectadores que suelen, por cierto, tenerlas en alta estima. El relato, la novela, el teatro y el cine de cariz realista y naturalista ofrecen incontables ejemplos de ello, de Flaubert a Rossellini pasando por Hemingway, Coppola y Chejov.
2.2.Dicción ficticia mitopoética, caracterizada por la destilación de una verdad de experiencia esencial a través del ejercicio de la generalización tipificadora y, en suma, de la verosimilitud autorreferencial, esto es, no por su tenor representativo y mimético respecto de mundos reales reconocibles y exteriores a los interlocutores, sino por su apelación a la experiencia interior propia de la imaginación, el sueño o el ensueño.30 Tal sería el caso del mito, el culto y la leyenda de ayer y de hoy; y también el del relato, la novela y el cine que cultivan el realismo simbolista o expresionista —así Kafka, Murnau, Calvino, David Lynch, Borges o Cortázar— o lo fantástico sin ambages —así Poe, Lovecraft o Tolkien.
2.3.Dicción ficticia falaz, caracterizada por su deliberada búsqueda de la mentira, el engaño, la tergiversación, el encubrimiento o, en fin, cualquiera de los sutiles matices que la mendacidad y la falsedad incluyen, tan bien expresados por Agustín de Hipona en De mendacio: «Una mentira es la enunciación premeditada de una falsedad inteligible».31 En términos epistemológicos, la diferencia entre la ficción falaz y la ficción artística es colosal —de calidad, y no de grado—, por más que ciertos autores presuman sin razón que esta es una sofisticada variante de la mentira: en el arte, los interlocutores conocen las claves del trueque y gozan de ellas, mientras que en la mentira y el engaño uno de ellos —al menos— ignora que se le da gato por liebre, o que ambos abonan un franco delirio. Por tanto, en la ficción falaz no se da pacto alguno de suspensión de la incredulidad, sino una consciente explotación de la credulidad ajena, cuando no un compartido embauco.
A mi entender, la tipología propuesta permite refutar dos dicotomías, ambas comunes y apenas fundadas. Por un lado, la que distingue paladinamente entre «ficción» y «no ficción», ya lo hemos visto. Por otro, la que traza una taxativa diferencia entre «realidad» y «ficción», basada en la confusión entre los planos óntico y epistémico. Del razonamiento en curso se desprende, empero, que tan drásticas dicotomías impiden comprender hasta qué punto las distintas dicciones se imbrican, alean o alían; y, sobre todo, que eclipsan la condición epistémica de lo óntico, esto es, la índole mixta —biológica, matérica y también discursiva— de ese constructo histórico anfibio y ambiguo que es sin duda el mundo humano.
Adicionalmente, la taxonomía que presento entraña dos relevantes consecuencias. Una es que no resulta lícito asimilar sin más las categorías de «ficción» y «falsedad», como se suele con ligereza excesiva. Y otra es que la renovada noción de «ficción» que vindico —constitutiva de la dicción sean cuales fueren sus formas— se compadece de pleno con la potencia generatriz de realidades que solo el lenguaje posee.
George Steiner lo explica con proverbial elocuencia en Después de Babel:
El lenguaje es el instrumento privilegiado gracias al cual el hombre se niega a aceptar el mundo tal y como es. Sin ese rechazo, si el espíritu abandonara esa creación incesante de anti-mundos, según modalidades indisociables de la gramática de las formas optativas y subjuntivas, nos veríamos condenados a girar eternamente alrededor de la rueda de molino del tiempo presente. La realidad sería (para usar, tergiversándola, la frase de Wittgenstein) «todos los hechos tal y como son» y nada más. El hombre tiene la facultad, la necesidad de contradecir, de desdecir el mundo, de imaginarlo y hablarlo de otro modo.32
La facultad poiética del verbo, su inigualada aptitud para hacer y crear sentido se halla entrañada en todo empalabramiento de la experiencia. Así lo elucida el mismo autor en Presencias reales:
El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Hablar, bien a uno mismo o a otro, es —en el sentido más desnudo y riguroso de esta insondable banalidad— inventar, reinventar, el ser y el mundo. La verdad expresada es, lógica y ontológicamente, «ficción verdadera», donde la etimología de «ficción» nos remite de forma inmediata a la de «hacer». El lenguaje crea: por virtud de la nominación, como en el poner nombre de Adán a todas las formas y presencias; por virtud de la calificación adjetival, sin la cual no puede haber conceptualización de bien o mal; crea por medio de la predicación, del recuerdo elegido (toda la «historia» se aloja en la gramática del pretérito). Por encima de todo lo demás, el lenguaje es el generador y el mensajero del mañana (y desde el mañana). A diferencia de la hoja, del animal, sólo el hombre puede construir y analizar la gramática de la esperanza […] Creo que esta capacidad para decirlo y no decirlo todo, para construir y deconstruir espacio y tiempo, engendrar y decir contrafácticos —«si Napoleón hubiese mandado en Vietnam»— hace hombre al hombre.33
El lenguaje mismo posee y es poseído por la dinámica de la ficción. Y su más preciado fruto, ese que acordamos llamar «verdad», está entretejido de ella, por más que las convenciones usuales nos empujen a olvidarlo. Con todas sus luces y sus sombras, la época posmoderna ha fomentado una lúcida conciencia a este respecto, todavía minoritaria pero relevante. Y lo ha hecho a la vez que fomentaba esa propensión a la hibridación, la mezcolanza y la promiscuidad entre ficción y facción que distingue al periodismo literario y, en general, a una considerable porción de la cultura mediática de nuestro tiempo.
1.Así, de acuerdo con el argumento con que Wilbur Marshall Urban abre su magna obra Lenguaje y realidad (México: FCE, 1952, p.13): «El lenguaje es el último y el más profundo problema del pensamiento filosófico. Esto es verdad, sea que nos acerquemos a la realidad a través de la vida, o a través del intelecto y la ciencia».
2.W. M. Urban, op. cit., p.20. Sobre el pensamiento de Humboldt y su alargada sombra en el pensamiento posterior, son básicos también, entre otros, Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas. I. El lenguaje (México: FCE, 1971); y Hans Georg Gadamer, Verdad y método (Salamanca: Sígueme, 1993). Tres autores de expresión castellana han hecho significativas contribuciones a esta general «toma de consciencia lingüística»: Octavio Paz, sobre todo en su ensayo El arco y la lira (Madrid: FCE, 1992); Emilio Lledó, especialmente en sus obras El surco del tiempo (Barcelona: Crítica, 1992) y La memoria del logos (Madrid: Taurus, 1996); y el maestro José María Valverde, a lo largo de su valiosa obra completa, oral y escrita. Por su parte, George Steiner ha hecho incursiones sugerentes en el tema que nos ocupa, entre ellas Extraterritorial (Barcelona; Barral, 1973), Después de Babel (Madrid: FCE, 1990), Lenguaje y silencio (Barcelona: Gedisa, 1982) y Presencias reales (Barcelona: Destino, 1991). Sobre la relación entre la consciencia lingüística y el esclarecimiento de las relaciones entre periodismo y literatura, véanse —además de la versión matriz de esta obra— los libros de Albert Chillón (Literatura i periodisme. Literatura periodística i periodisme literari en el temps de la postficció, Valencia: UA/UJI/UV, 1993) y David Vidal, El malson de Chandos (Bellaterra: UAB/UJI/UV, 2005).
3.José María Valverde, Nietzsche, de filólogo a Anticristo (Barcelona: Planeta, 1993), p.28. Valverde ha sido, sin duda, el pensador que más ha hecho por extender esta consciencia lingüística en el ámbito cultural hispano. Sus inquietudes al respecto comenzaron ya con su tesis doctoral Guillermo de Humboldt y la filosofía del lenguaje (Madrid: Gredos, 1955).
4.Otro romántico, el poeta alemán Heinrich von Kleist, reflexionó ya acerca de ello en «Sobre la gradual puesta a punto de los pensamientos en el habla» (publicado en Quimera, 30, Barcelona: Montesinos, 1982, trad. de José María Valverde). «Empalabrar» y «empalabramiento» son neologismos acuñados por Lluís Duch en sus relevantes reflexiones acerca de la naturaleza logomítica del lenguaje. Véanse, al respecto, Mite i cultura (Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1995); Mite i interpretació (Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1996); y La educación y la crisis de la modernidad (Barcelona: Paidós, 1997).
5.Nietzsche en Valverde, op. cit., p.30–31. Existe una traducción al castellano de este curso de retórica, incluida en F. Nietzsche, Libro del filósofo (Madrid: Taurus, 1974). Utilizo la traducción del propio Valverde porque es, a mi juicio, muy superior a la de la antología citada. Acerca de la compleja y revolucionaria concepción de Nietzsche sobre el lenguaje, pueden leerse los ensayos de Enrique Lynch, Dioniso dormido sobre un tigre (Barcelona: Destino, 1993); Jesús Conill, El poder de la mentira. Nietzsche y la política de la transvaloración (Madrid: Tecnos, 2007); y L. E. de Santiago Guervós, «Introducción» a Escritos sobre retórica (Madrid: Trotta, 2000).
6.Nietzsche en Valverde, op. cit., p.33–35.
7.Entiendo aquí creencia, distinguiéndola de idea, en el sentido en que lo hace Ortega y Gasset en Ideas y creencias (Madrid: Espasa-Calpe, 1968), p.18–19: «Estas “ideas” básicas que llamo “creencias” —ya se verá por qué— no surgen en tal día y hora dentro de nuestra vida, no arribamos a ellas por un acto particular de pensar, no son, en suma, pensamientos que tenemos, no son ocurrencias ni siquiera de aquella especie más elevada por su perfección lógica y que denominamos razonamientos. Todo lo contrario: esas ideas que son, de verdad, “creencias” constituyen el continente de nuestra vida y, por ello, no tienen el carácter de contenidos particulares dentro de ésta. Cabe decir que no son ideas que tenemos, sino ideas que somos. Más aún: precisamente porque son creencias radicalísimas, se confunden para nosotros con la realidad misma —son nuestro mundo y nuestro ser—, pierden, por lo tanto, el carácter de ideas, de pensamientos nuestros que podían muy bien no habérsenos ocurrido».
8.Me remito a cualquiera de las ediciones de calidad de la Retórica. La concepción aristotélica de lo verosímil es muy bien explicada por Roland Barthes en «La retórica antigua», prontuario recogido en La aventura semiológica (Barcelona: Paidós, 1993), p.85–161.
9.«Diseccionamos la naturaleza a través de líneas trazadas por nuestras lenguas nativas. Las categorías y tipos que aislamos del mundo de los fenómenos no nos los encontramos allí porque salten a la cara del observador; por el contrario, el mundo se presenta como un flujo caleidoscópico de impresiones que debe ser organizado por nuestras mentes —y eso significa sobre todo por los sistemas lingüísticos de nuestras mentes. Diseccionamos la naturaleza, la organizamos en conceptos y le adscribimos significados como lo hacemos principalmente porque somos partícipes de un acuerdo para organizarla de ese modo —un acuerdo que se establece a lo largo y ancho de nuestra comunidad lingüística y que está codificado según las pautas de nuestra lengua. El acuerdo es, por supuesto, implícito y tácito, pero sus términos son absolutamente obligatorios; no podemos hablar en absoluto si no es suscribiendo la organización y clasificación de datos que el acuerdo decreta». Benjamin Lee Whorf, «Science and Linguistics» (1940), artículo incluido en Language, Thought and Reality (Cambridge: MIT Press, 1956), p.157. Al respecto, véase también la obra anterior de su maestro Edward Sapir, Language. An Introduction to the Study of Speech (1921), publicado en castellano: El lenguaje (México: FCE, 1954).
10. Tal es el sentido de la famosa proposición 5.6. del Tractatus Logico-Philosophicus de Ludwig Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo» (Barcelona: Laia, 1989), p.130.
11. Cassirer, op. cit., 1971, p.34.
12. Así, en palabras de Lluís Duch, op. cit., 1997, p.52: «A menudo de forma soterrada, la tradición, como contenido y también como diversidad de formas expresivas, continúa manteniendo su presencia activa en el momento actual. No debe olvidarse que la tradición, a lo largo de la historia, ha sido un insustituible factor estructurador de la humanidad del hombre a partir de los estratos más profundos de su propia arqueología. Además, resulta un hecho harto conocido que ni el contenido ni las formas expresivas de la tradición humana poseen posibilidades infinitas, sino que sólo dispone de las que corresponden a un ens finitum capax infiniti, es decir, a un ser que se ve obligado a someterse a un incesante proceso de clasificación de los nuevos datos y circunstancias que irrumpen en su horizonte físico y mental». Sobre la importancia de la tradición, y sobre su naturaleza eminentemente lingüística, ha reflexionado brillantemente George Steiner en Antígonas. Una poética y una filosofía de la lectura (Barcelona: Lumen, 1966), pássim.
13. Cesare Segre, Principios de análisis del texto literario (Barcelona: Crítica, 1985), p.59. Véase, así mismo, Umberto Eco, Tratado de semiótica general (Barcelona: Lumen, 1977), p.110–14.
14. Sobre la pragmática y su aplicabilidad a los estudios sobre comunicación, véanse: John Austin, How to do things with words (Oxford: Clarendon Press, 1962); John Searle, Speech Acts (Cambridge: Cambridge University Press, 1969); Geoffrey Leech, Principles of Pragmatics (Londres y Nueva York: Longman, 1983); Stephen Levinson, Pragmatics (Cambridge: Cambridge University Press, 1983); Siegfried J. Schmidt, Teoría del texto. Problemas de una lingüística de la comunicación verbal (Madrid: Cátedra, 1977); Umberto Eco, Lector in fabula (Barcelona: Lumen, 1981); o Graciela Reyes, La pragmática (Barcelona: Montesinos, 1990).
15. La pragmática, sin embargo, presenta como novedosa una idea que la longeva retórica formuló —con mucha mayor precisión y detalle, por cierto—, hace aproximadamente veinticinco siglos. Al respecto, es muy útil la obra de Bice Mortara Garavelli, Manual de retórica (Madrid: Cátedra, 1991); así como el clásico de Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca Tratado de la argumentación (Madrid: Gredos, 1989). También lo es el libro de Elvira Teruel Planas, Retòrica, informació i metàfora (Barcelona: UAB/UJI/UV, 1997).
16. Acerca de la naturaleza dialógica de la comunicación lingüística, entendida como incesante intercambio de enunciados, son ya clásicas las reflexiones del gran Mijail Bajtin en Estética de la creación verbal (México: Siglo XXI, 1985) y Teoría y estética de la novela (Madrid: Taurus, 1989).
17. La idea nietzscheana acerca de la naturaleza retórica del lenguaje ha dado lugar a algunas magníficas investigaciones sobre el papel decisivo que las metáforas desempeñan en el modo de vivir, concebir y comunicar de los individuos. Pienso, en particular, en la ya clásica obra de George Lakoff y Mark Johnson Metaphors We Live By (1980), título mal traducido en la versión castellana: Metáforas de la vida cotidiana (Madrid: Cátedra, 1991). Por otra parte, la antes aludida obra de Elvira Teruel Retórica, informació i metàfora es, sin duda, una iluminadora aplicación de la consciencia retórica al estudio de la comunicación periodística.
18. Remito al lector al artículo de Berta Capdevila y Albert Chillón «El discerniment retòric. Sobre els principis de la retòrica i el seu valor pedagògic», Ars Brevis, 17 (Barcelona: Universitat Ramon Llull, 2011).
19. Tal concepción logomítica del lenguaje ha sido elocuentemente expuesta y defendida por Lluís Duch a lo largo de sus obras publicadas en los últimos años, ya citadas.
20. Acerca de esta decisiva cuestión, resulta sumamente sugerente la observación que Duch hace a propósito de la palabra con que el idioma alemán expresa la noción de símbolo: Sinnbild, vocablo compuesto a partir de Sinn (sentido) y Bild (imagen). L. Duch, op cit., p.91.
21. Octavio Paz, El arco y la lira, op. cit., 1992, p.34. Las citas entrecomilladas de Paz corresponden a la obra citada de W. M. Urban, Lenguaje y realidad.
22. Un medio concebido como ambiente, no como instrumento.
23. Acerca de la distinción entre imagen icónica e imagen mental, es esclarecedor el libro de Román Gubern La mirada opulenta (Barcelona: Gustavo Gili, 1987), caps. 1 y 2.
24. Gran diccionario de la lengua española (Barcelona: Larousse, 1996).
25. Me remito a su obra, ya citada, Filosofía de las formas simbólicas, I. El lenguaje, 1971.
26. Véase el ensayo de A. C. Danto, Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia (Barcelona: Paidós – UAB, 1989).
27. Si así lo desea el lector, puede explorar esta cuestión en el libro del autor y de L. Duch Un ser de mediaciones, op. cit., 2012.
28. «Contra el positivismo, que se queda en el fenómeno, “solo hay hechos”, yo diría, no, precisamente no hay hechos, solo interpretaciones», F. Nietzsche, Fragmentos póstumos, vol. 4 (Madrid: Tecnos, 2008), p.222.
29. A fin de refutar la concepción positivista y reificadora de los hechos que Emile Durkheim consagró en su influyente Las reglas del método sociológico, Jules Monnerot escribió Les faits sociaux ne sont pas des choses (París: Gallimard, 1946), un ensayo casi olvidado que debería recuperarse y leerse. Véase también, al respecto, «Hacer los hechos», el capítulo VII de la obra de Lluís Duch y Albert Chillón Un ser de mediaciones. Antropología de la comunicación, vol. I (Barcelona: Herder, 2012).
30. Véanse entre otros, además de la obra de Gaston Bachelard en general, los libros de Albert Béguin, El alma romántica y el sueño (México: FCE, 1993); y Georges Bataille, La experiencia interior (Madrid: Taurus, 1973).
31. Sobre la capital cuestión de lo falso y lo verdadero, nos remitimos a la argumentación que Steiner desarrolla en Después de Babel. Aspectos del lenguaje y la traducción, op. cit.; y, en especial, a su capítulo III, «La palabra contra el objeto». Steiner recoge la definición de Agustín en la p.251 de su ensayo.
32. G. Steiner, Después de Babel, op. cit., p.250.
33. G. Steiner, Presencias reales (Barcelona: Destino, 1992), p.44s.