Kitabı oku: «La vuelta a España del Corto Maltés», sayfa 3
Capítulo 4
Los primeros puertos gallegos,
las Rías Altas
Esta parte del viaje estaba siendo fría, húmeda y un tanto apresurada. Estábamos a finales de mayo pero teníamos que navegar con ropa de invierno (forros polares, ropa interior larga, bluf, gorro de lana, etc.) y muchos días con trajes de aguas. Muchas noches dormíamos con 14 ºC dentro de la cabina, utilizando dos sacos de dormir e incluso los calientamanos de gasolina para calentar el saco. Habíamos quedado con nuestras chicas (Ana y Maribel) en la ría de Vigo para una semana de vacaciones en la primera semana de junio. Desconocíamos qué media de millas seríamos capaces de mantener cada día y si la meteorología nos obligaría a permanecer en algún puerto. Por eso queríamos acelerar, y si luego nos sobraba tiempo ya nos entretendríamos en las islas gallegas. Pero, por otra parte, la rotura del espí parecía recordarnos la fragilidad de un barco pequeño y tan antiguo (28 años). Esta vez se había resuelto bien y rápido y esperábamos que la reparación durase, pero otra avería podría resultar peor y hacernos fallar esa cita. Nos rondaba en la cabeza la idea, bien asimilada, de que el éxito de una larga travesía a vela depende, principalmente, de no forzar y terminar rompiendo el material. Sin ir más lejos, carecer de espí nos restaba 1-2 nudos, y eso en travesías largas es vital.
La siguiente etapa nos llevaría al puerto de Burela, en Galicia. La salida de Navia fue con una niebla tan espesa que ni haciendo los ojos pequeños llegábamos a ver la orilla de la ría, además, todo el día estuvo nublado, con alguna tormenta con aparato eléctrico y viento flojo predominante del Oeste, que nos obligó a navegar de nuevo a la francesa en un mar invernal, salvo al final de la tarde que roló al Sur y pudimos navegar solo a vela. Con el tiempo tan nublado el panel solar no cargaba suficiente, y comprobamos que al conectar el piloto automático se apagaba el plotter por bajo voltaje. Ello nos obligó a gobernar a mano pues dábamos prioridad en el consumo eléctrico al plotter, sobre todo, con un tiempo brumoso como el que teníamos, que nos dejó la inquietud de si sería suficiente el panel que llevábamos para la escasa electrónica de a bordo. Desde ese momento, ante la menor señal de descarga de la batería (voltímetro por debajo de 12 V más o menos) gobernábamos a mano, lo que hizo un poco más duras estas primeras etapas.
A Burela llegamos a media tarde y preguntamos al pesquero “Angel Manuel Primero” dónde podíamos quedarnos a dormir. Después de algunas bromitas por un malentendido (creían que les preguntábamos por un hotel) nos sugirieron utilizar el atraque vecino al suyo, cuyo propietario había llevado el barco a Foz en los dos meses de parada biológica. Burela es un puerto únicamente pesquero pero organizado en pantalanes como una marina deportiva, algo poco habitual. El agua del puerto estaba muy sucia, los pantalanes tenían agua pero no electricidad, y el surtidor de gasolina estaba en el pueblo, a 2 kilómetros del puerto. En esos días se celebraban las fiestas patronales y la calle estaba llena de grupos folclóricos. También llamaba la atención la cantidad de niños y adolescentes que ocupaban la calle, muchísimos de raza negra o mestizos, que allí llamaban “morenos”, por la gran cantidad de trabajadores inmigrantes en la pesca. En resumen, un pueblo bien animado.
Con ese tiempo invernal llevábamos todo el día pensando en el guiso de lentejas que nos haríamos de cena en la olla. Por desgracia por la noche comprobamos que el fuego del camping-gas no calentaba lo suficiente para que la olla alcanzase presión, y que solo podríamos usarla como cazuela. Un poco más tarde de lo esperado tuvimos la cena servida, pero maldiciendo nuestra mala suerte, pues para todo el viaje la cocina iba a ser más lenta de lo que habíamos calculado. Finalmente, ya después de cenar, se nos presentó el guardamuelles con el que al aclarar que habíamos hablado con el vecino de pantalán, no hubo problema alguno para quedarnos a dormir allí. ¡Qué diferencia con los de Andalucía, como veremos más adelante!
El día siguiente amaneció despejado y con viento del Sur de fuerza 4-5 y salimos dispuestos a doblar el Cabo Estaca de Bares, el más septentrional de España. El primer escollo a salvar era la Piedra Burela, una roca que vela a flor de agua media milla al norte de la salida del puerto, pero actualmente bien señalizada con una marca cardinal Este y, por tanto, sin peligro alguno, y un bajo donde el mar rompe con cualquier clase de oleaje que está situado entre esta piedra y la punta del rompeolas. Salvados estos escollos, establecimos las velas para navegar de empopada hasta dejar por el través el Puerto Alúmina Española. Es un puerto industrial construido para dar servicio a una empresa de producción de aluminio, de una milla de ancho y otra de largo, pero cuyo interior no está completamente urbanizado con muelles, tinglados portuarios, etc., sino que en su mayor parte se ha dejado la costa virgen y solo se han habilitado los extremos Norte como muelle pesquero y Sur para las operaciones de carga. Por lo que ha quedado como una bahía artificial, bien protegida por dos espigones, con una playa en su centro y con la entrada al puerto protegida del oleaje por dos islotes, La Baixa y La Sombriza. Con cierta melancolía decidimos no detenernos en este lugar, que despertaba nuestra curiosidad, para hacer ruta hacia el cabo que nos esperaba con un viento tan favorable.
Por la mañana estuvieron en la VHF dando noticias de dos tripulantes que se habían caído al agua desde un yate frente a Foz, y que finalmente fueron recogidos por un pesquero. Nos recordó la peligrosidad de esta costa, y vino acompañado de un role del viento al Suroeste justo al pasar Estaca de Bares, así como la irrupción de nuevo de un chubasco tras otro. Ello nos obligó a navegar ciñendo con la vela mayor en el 2º rizo y el génova enrollado al 50%, y finalmente con la mayor rizada y el motor, hasta alcanzar el puerto de Cariño. No duró mucho la empopada y el sol.
Cariño es un pequeño puerto pesquero a la entrada de la ría de Santa Marta de Ortigueira. Tiene también un muelle comercial para exportar madera de eucalipto. En todas las rías gallegas decidimos quedarnos en los puertos situados más cerca de la entrada, pues el desplazamiento a los puertos del interior, sin duda más protegidos, suponía algunas horas más de navegación tanto a la entrada como a la salida, y en esta parte del viaje nos interesaba acelerar. Elegimos Cariño en parte por la curiosidad de su nombre, que no explicaban las guías. Tiene un único pantalán para barcos deportivos, largo y recurvado, sin sitio para barcos de paso. Por tanto nos quedamos abarloados al pesquero “Apóstol San Andrés” en el muelle de la lonja. El viento del Sur entraba al puerto por la amplia bocana, abierta precisamente al Sur, y formaba una olita pequeña pero ruidosa que no ponía en peligro el amarre sin embargo sí resultaba incómoda. El pueblo nos pareció solitario, pequeño, triste y con poco encanto. A diferencia de Burela, que estaba lleno de juventud e hijos de inmigrantes que trabajan en la pesca, aquí solo había gente mayor y las calles vacías. Buscando un local con wifi para actualizar el blog recalamos en el local social de la casa del concellu (ayuntamiento en gallego). Tenía dos salas para jugar a las cartas: una para mujeres y otra para hombres. Luis y yo nos establecimos en la de mujeres porque era la única que tenía enchufe para el ordenador. Únicamente estábamos nosotros dos y cinco mujeres que estaban en otra mesa jugando una partida. Nos acercamos para preguntarles el origen del peculiar nombre de su pueblo. Les sorprendió la pregunta. Nosotros somos curiosos por naturaleza y no seríamos capaces de haber vivido toda una vida en un pueblo sin conocer el origen de su nombre. Solo una de las mujeres tenía una ligera idea por haber oído la historia de pequeña. Según ella se llama así no porque la gente fuera muy cariñosa, que lo es, sino porque una pareja de extranjeros llegó al pueblo con dos hijas. Una se murió y la dejaron enterrada aquí. Cuando se marcharon dijeron: nosotros nos vamos, pero aquí se queda nuestro cariño.
Al consultar el pronóstico para el día siguiente prácticamente habíamos decidido pasar un día refugiados en Cariño, pues se anunciaban vientos de 25 nudos del Suroeste (los peores en esta costa) y, además, nuestra derrota era precisamente Suroeste, o sea que los llevaríamos de proa. Por la mañana estábamos muy tranquilos en el barco, dejando pasar el rato, pero ambos nos extrañamos de lo calmado que estaba todo y de que el barómetro estaba demasiado estable. Aventurando que el pronóstico se había equivocado, y con lo poco que nos apetecía pasar el domingo en ese pueblo, cambiamos de planes y decidimos salir a hacer una etapa corta, hasta Cedeira, a 18 millas. Fue la primera imprudencia del viaje y la pagamos cara. Largamos amarras a las 10, con poco viento y dentro de una niebla tan espesa que si hubiéramos sido dibujos animados le habríamos hecho un agujerito con el dedo para mirar a través de la misma. Hasta doblar el Cabo Ortegal nos mantuvimos dignamente, con la mayor en el segundo rizo y ayudados por el motor, dando pantocazos contra un mar de fondo de 2 metros. Pero nada más doblar el cabo se demostró que Windfinder tenía su parte de razón, y fue entrando el Suroeste hasta alcanzar lo previsto. Lo que iba a ser una travesía de 18 millas en 4 horas se transformó en 27 millas en 7 horas, luchando con el motor y la mayor en el 2º rizo, o como pudimos en cada momento, contra ese viento categórico de cara, ese mar de fondo tremendo, y todo ello aderezado con chubascos. Teniendo ya a la vista la ría de Cedeira y viendo el pueblo a 3 millas, nos era imposible hacer rumbo debido al oleaje y al viento que nos hacían derivar hacia el Norte. Estuvimos dando bordos como locos; en los que nos amurábamos a estribor la escora sacaba la hélice del agua con un ruido escandaloso que nos hacía temer por la integridad del motor. En los peores momentos estuvimos considerando dar media vuelta y volver a Cariño de empopada. Al final, con paciencia y perseverancia conseguimos entrar, dando los bordos amurados a babor ayudados por el motor y parándolo en los amurados a estribor. En el último momento la entrada en la ría de Cedeira fue impresionante, pues habíamos derivado tanto que en realidad la abordamos con un ángulo muy distinto del previsto en nuestra derrota inicial. De repente aparecieron delante de la proa unas rocas sumergidas que ese día se veían al romper las olas, pero probablemente con el tiempo en calma pasarían desapercibidas. Son las que forman una restinga en la Punta Chirlateira, a estribor al arrumbar al interior de la ría, que están media milla apartadas de la costa. Pasado el susto, y ya en el interior de la ría, sucedió como ocurre tras los espigones de los puertos, aquello parecía otro mundo de tranquilidad y mar en calma. Doblamos las “Piedras de Media Mar”, unas rocas que velan cerca de la superficie pero ya perfectamente balizadas con una torre de hormigón de peligro aislado (roja y negra) y nos dirigimos directamente al muelle pesquero. Parecía mentira lo que dejábamos atrás.
Para pasar la noche abarloado a un pesquero hay unas normas mínimas de cortesía que se deben respetar. Además de adaptar bien las defensas, conviene hablar con la tripulación del pesquero o alguien en tierra que les conozca para pedirles permiso, aunque se da por hecho que este se concede. En la costa cantábrica se asume que pueden pasarse dos noches libremente en cualquier puerto, tema que, como veremos más adelante, está claro en todas las comunidades autónomas menos en Andalucía. Si no hay nadie a bordo y tampoco en el muelle y se va a abandonar el barco, hay que dejar en sitio visible nuestro teléfono móvil para que puedan localizarnos. Si el pesquero es más grande que el velero (lo más habitual) no es necesario echar amarras a tierra, basta con amarrarse al pesquero. Para nosotros es más cómodo pues no hay que calcular las fluctuaciones de la marea. Pero si los tamaños son similares, hay que amarrarse a tierra para que no aguanten sus amarras el tirón de los dos barcos. En este caso hay que tener cuidado de que con la fluctuación de la marea nuestras amarras no traben las partes delicadas del otro barco, como las antenas, pues podrían arrancarlas. Nunca hay que modificar las amarras del pesquero, y menos aún atarle en corto a una escalera para facilitarnos el desembarco; esto ha sido motivo de accidentes y averías al bajar la marea. Conocimos uno en Suances al que le habían arrancado el pasamanos en bajamar por dejarle amarrado a la escalera. Hay que preguntar a qué hora va a salir a faenar, para estar a bordo y ayudar en la maniobra de salida. Suele ser de madrugada, o sea que hay que estar dispuesto a levantarse muy temprano y, eventualmente, acabar la noche amarrados al muelle donde estaba el pesquero; por eso hay que haber examinado la pared del muelle y saber si es irregular o con columnas verticales, tener dispuesto el tablón por fuera de las defensas. Y, finalmente, al saltar a tierra pasar por el pesquero dejando todo como estaba. Como los pescadores no suelen quedarse a bordo, no es necesario tomar precauciones especiales para no molestarles, como se hace al abarloarse a otro velero (pasar por proa de su palo mayor, para respetar la intimidad de los que están en la bañera y en la cabina).
Después de un día de navegación, apetece dormir bien, sobre todo, si ha sido duro como el que acabamos de contar, así que existe un truco para no tener que madrugar cuando al día siguiente van a salir a faenar. Hay que buscar abarloarse a un barco que tenga pinta de estar averiado, desahuciado, embargado o abandonado. Algunas pistas son comprobar que no lleva redes a bordo, que está especialmente sucio, con las amarras llenas de verdín, o directamente preguntar a alguno de los paseantes por el muelle, que suelen saberlo. En Cedeira elegimos uno cochambroso que, además, no tenía redes. Efectivamente estaba abandonado y por la mañana no nos despertó nadie.
Cedeira es un pueblo bonito y grande, a orillas de una ría, con unas playas preciosas y la desembocadura del río Loira. Lo malo es que no encontramos grifos de agua potable con que rellenar los depósitos, con lo que hay que andar unos 3 kilómetros para llegar al pueblo y, más aún, para encontrar la gasolinera, que se encuentra en las afueras, en la carretera de Ferrol. Con el agotamiento que teníamos no nos sentó muy bien tener que ir a comprar gasolina, y ese día no pudimos cargar agua, pero, a cambio, encontramos varias cafeterías con wifi y esa noche la actualización del blog no nos supuso mucho esfuerzo.
La mañana del día siguiente la dedicamos, antes de salir hacia La Coruña, a algunos bricolajes a bordo. Hubo que colocar todo el zafarrancho del día anterior (en una navegación agitada todo el barco queda patas arriba y mojado), recortamos la driza del génova que daba señales de desgaste cerca del puño de driza de la vela, y sustituimos los cabos de algunas de las defensas. Salimos de Cedeira antes de las 9, por la mañana había sol y poquísimo viento, que aprovechamos para poner a secar todo lo del día anterior. A mediodía salió viento del norte que nos permitió una marcha muy decente en orejas de burro hasta La Coruña, pues en este tramo de costa nuestra derrota era en dirección Suroeste. Por el camino estrenamos la cacea de bonitos que nos preparó Dimas. Estrenarla es un decir, porque no cogimos nada, ya que íbamos muy cerca de tierra. Poco después del Cabo Prior, al menos 8 millas antes de llegar a La Coruña, avistamos el faro de la Torre de Hércules. Es una construcción del siglo I o II, de la época de los romanos, y es el faro en servicio más antiguo del mundo. Su altura es de 68 metros (el segundo más alto de España) y fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Cuando llegamos a La Coruña estaba en labores de mantenimiento, con grúas y equipos de obras alrededor. Al puerto de La Coruña se puede entrar por el Sur o por el Este del Banco Yacentes, una zona de bajos donde rompen las olas con mar gruesa. La entrada Sur es la única recomendada con mal tiempo, pero como hacía un día espléndido y no había casi olas, nosotros entramos por el Este, lo que nos evitó un largo rodeo. No obstante comprobamos que los mercantes, seguramente por una elemental prudencia marinera y porque a ellos estos rodeos no les supone nada, utilizaban la entrada Sur.
Llegamos a las 16 h y tras recorrer el dique de abrigo que protege del Norte y pasar junto a la torre de control del puerto (un edificio de 80 metros con dos columnas blancas que sostienen entre ellas, en lo más alto, el bloque de oficinas) nos metimos por primera vez en este viaje en una marina, la de la dársena Deportiva, una de las tres que tiene La Coruña. Es una marina muy moderna, con gente muy amable, especialmente Pedro, el marinero que nos recibió. Como era temporada baja las tres marinas estaban casi vacías y nos resultó raro porque no estamos acostumbrados a ver pantalanes enteros vacíos (ya veréis más adelante). Pudimos elegir atraque a nuestro gusto en un pantalán entero vacío. Lo cogimos tras un catamarán enorme para que nos parase el viento por la noche y así dormir mejor, también cerca del edificio de las oficinas para estar más cerca de las duchas y poder tener wifi desde el barco. Menudo lujo: ducha caliente después de 7 días, atraque elegido a conciencia, una tarde entera y con buen tiempo para conocer la ciudad... Solo faltó haber podido añadir al arroz de la cena algún pescado fresco cogido durante la travesía, pero como no lo había, nos tuvimos que conformar con bonito de lata. Y tras la cena, sacamos de la maleta con la documentación la siguiente guía Imray, la de la Costa Atlántica de España y Portugal, porque la de la Costa Cantábrica terminaba en La Coruña. Todo un hito para el Corto Maltés, que nunca había hecho un viaje tan largo.
Capítulo 5
La costa gallega hasta
las islas atlánticas
Estábamos tan cómodos en La Coruña que entre ducharnos otra vez, desayunar en la cafetería de la Plaza Mayor, ir a por gasolina, limpiar el pañol de la bañera porque se salió la gasolina al trasvasarla, recoger los frigolines, pagar la marina, etc., no salimos hasta media mañana. Los de la dársena de la Marina, donde dormimos, tuvieron un detalle con nosotros, nos regalaron una botella de vino de Cigales, que reservamos para descorchar con las chicas en Vigo para celebrar el fin de la primera etapa (España) y la entrada en Portugal. Dentro del puerto nos cruzamos con dos corbetas alemanas que nos saludaron efusivamente, y en esta zona nos cruzamos posteriormente con otros buques de guerra alemanes, seguramente de maniobras conjuntas con los españoles.
La ruta prevista era dejar las islas Sisargas por babor y llegar a Laxe, sobre el mapa a poco más de 30 millas. Salimos de La Coruña con un vientecillo del SE que nos permitió navegar en orejas de burro hacia el Norte, pero enseguida decayó y fue rolando al NW, justo de proa. El pronóstico volvía a dar Suroeste de fuerza 4-5 a partir de las islas Sisargas (más de proa) que, por desgracia, volvió a confirmarse y nos tuvo toda la tarde ciñendo con poca vela y motor, y sin parar de dar pantocazos. Las islas Sisargas deben marcar una inflexión en los vientos que barren Galicia, pues todos los partes meteorológicos radiados daban un cambio (siempre a peor) a su altura. Por supuesto que en las Islas Sisargas no desembarcamos. Se encuentran muy cerca de la costa (media milla) y el canal que las separa es peligroso por su poca profundidad que hace que se formen olas rompientes y fuertes corrientes con viento tanto del Este como del Oeste. Aunque tienen un desembarcadero al Suroeste de la Sisarga Grande, con el viento y la ola que teníamos iba a ser imposible desembarcar. Además, a su altura estuvimos mosqueados con un mercante del que dudábamos si se apartaría o no. Iba muy despacio, probablemente haciendo tiempo para entrar en puerto, y no se veía clara la ruta que quería seguir para cruzarse con nosotros. En teoría, en alta mar tenemos preferencia los veleros, sea cual sea el tamaño del mercante, pero nadie se arriesga a hacer valer esta preferencia a toda costa. Al final maniobramos nosotros y le pasamos por la popa.
Así pues, las islas Sisargas las pasamos de largo, esperando el role anunciado del viento al Oeste a media tarde, que nos hubiera venido fenomenal para hacer rumbo sur hacia Laxe navegando de través. Pero justo lo bueno no se confirmó. O sea que ceñimos casi todo el día y no llegamos a puerto hasta las 21 h, casi sin comer y sin cenar. En resumen, 40 millas y más de 10 horas. Ya se sabe que en la vela las distancias y el tiempo son muy relativos. Si la ruta prevista te obliga a ceñir y dar bordos, la distancia se multiplica por 3 y el tiempo por 5, por eso los navegantes tenemos la sensación de que la mayor parte del tiempo nos la pasamos ciñendo: las travesías de popa o de través se pasan tan rápido y son tan cómodas que luego no las recordamos.
Laxe es un lugar de vacaciones alrededor de un pueblo de pescadores. Está en una ensenada abierta al Nordeste y, por tanto, muy bien protegido de los vientos del Suroeste que habíamos tenido al final del día. A la entrada existen unas rocas medio sumergidas y no balizadas, igual de peligrosas que las de Cedeira. Inicialmente nos quedamos amarrados al muelle, ya que los pesqueros salían a faenar a las 5 de la mañana y encontramos un hueco libre en el muelle. Lo difícil en este tipo de atraque es calcular la longitud de las amarras para que el barco no se quede colgado del muro al bajar la marea. Nosotros solemos poner 20 o 25 metros tendidos lo más en diagonal posible, que suele ser suficiente para los mayores coeficientes de marea y únicamente tiene el inconveniente de que en pleamar el barco queda muy alejado de la pared. Cuando te abarloas a un pesquero es más cómodo ya que él es quien se encarga de las amarras (que, por cierto, lo tienen automatizado ya que suelen recalar casi siempre en el mismo puerto y se lo conocen bien) y nosotros subimos y bajamos con el pesquero.
Como llegamos tan tarde y tan cansados, nos permitimos cenar de tapas para no tener que cocinar a esa hora; no nos dio tiempo ni a visitar superficialmente el pueblo. Al volver al barco ya de noche ¡no estaba donde lo dejamos! Por suerte no había ido muy lejos. Había entrado a puerto un pesquero enorme (22 metros) a descargar pescado a un camión y necesitaba ese amarre. Es habitual en estos casos que los marineros cambien el barco de sitio, pero no nos había pasado nunca. Lo hacen con mucha pericia y sin subirse al barco, solo tirando de las amarras. Como ese muelle ya tenía mucho jaleo y nos habían abarloado a un pesquero pequeño que salía a trabajar a las 3 de la madrugada, optamos por ir a dormir al que llamaban en la guía Imray “pantalán de botes” o “pantalán de yates pequeños”. Un eufemismo, pues se trataba de un pantalán semiabandonado del que se habían adueñado las gaviotas, lleno de sus deyecciones y regurgitaciones y con un olor en concordancia. Suponemos que le llaman “de yates pequeños” porque el escaso calado (le calculamos 2 metros en bajamar) impide amarrar a barcos mayores. Nosotros nos quedamos tranquilamente y con la orza subida (otra de las ventajas de un barco pequeño) y dormimos de maravilla sin que nadie nos molestase, pero no os podéis imaginar cómo estaba el barco por la mañana. Lo primero que hicimos tras desayunar fue dar un baldeo a la cubierta para limpiarla.
Como no habíamos podido ver el pueblo el día anterior teníamos la intención de haberlo hecho por la mañana y salir un poco más tarde. Pero reflexionando sobre el día anterior (salir a media mañana de La Coruña y llegar a puerto casi de noche) y, para no cometer el mismo error, optamos por madrugar. La decisión fue muy acertada, pues el viento salió antes de lo previsto, y con más fuerza pero siempre por la aleta (Nordeste) con lo que hicimos una travesía extraordinaria. Esta zona de la costa es la que se conoce propiamente como “Costa da Morte” por su peligrosidad. Es una zona de acantilados donde rebotan las grandes olas del Noroeste procedentes de los temporales del Atlántico Norte, con pocos puertos de refugio, por lo que cualquier avería te deja expuesto a esta peligrosa costa a sotavento como una encerrona. Se recomienda alejarse bien de la costa. En alta mar hay un “dispositivo de separación de tráfico” para mercantes. Se trata de una autopista virtual, definida por puntos de GPS, donde los mercantes deben circular por el carril “de la derecha” como si fuera una autopista y no salirse de él. Para los barcos pequeños queda una “zona de navegación costera” entre la autopista y la costa, que en Finisterre tiene 19 millas de amplitud y, por tanto, suficiente para nosotros. En otros sitios comprometidos, como el estrecho de Gibraltar, esta zona de navegación costera es más estrecha y hace más difícil su tránsito.
Así pues, la navegación ese día fue con el viento de popa o por la aleta, con el espinaker y la vela mayor entre 4 y 6,5 nudos. Dejamos por el través el cabo Villano (nos llamó la atención porque hay uno con el mismo nombre en el País Vasco, que conocemos bastante bien pues está cerca de Plenzia) y a continuación el cabo Toriñana. Este es el cabo más occidental de Europa aunque erróneamente se catalogue así al cabo Finisterre. En efecto el Toriñana está 2 millas más al Oeste. El paso del cabo de Finisterre, que tanto preocupaba a nuestras familias y amigos por su mala reputación, fue perfecto, con sol, viento a favor, visibilidad perfecta, pocas olas, y a 6,5 nudos de empopada con las velas en orejas de burro. Fue uno de los hitos del viaje, junto con los que aún nos quedaban por la proa (San Vicente en Portugal, el estrecho de Gibraltar, el cabo de Gata y el cabo de Creus) y nosotros únicamente pensábamos que ojalá los demás fueran tan fáciles de pasar como este.
Una cosa graciosa a destacar son los nombres que ponen a los escollos: Bajo de la Avería, El Bufardo, El Roncudo, Las Quebrantas (como en Santander), etc. La roca que hay frente al cabo de Finisterre se llama El Centollo, no sabemos si por su forma (no lo parece) o porque alguien se atreve a ir a pescar centollos en él. Pasamos el cabo por la parte más segura (se puede pasar por fuera o por dentro de El Centollo, y por fuera o por dentro del bajo El Turdeiro; en ambos casos optamos por hacerlo por fuera aunque el tiempo hubiera permitido la otra opción). Tras pasarlo arrumbamos hacia el Norte al pueblo de Fisterra, donde llegamos a primera hora de la tarde con un sol espléndido. Nos indicaron que los visitantes amarran en el exterior del pantalán rompeolas. Es un tipo de pantalán de hormigón situado por fuera de los pantalanes de amarre, cuya función es parar las olas con su masa. No suele estar pensado para amarrar barcos allí, pero con el mar tranquilo a veces se usa para eso. El de Fisterra está orientado para frenar la ola del Nordeste, el sector al que está más expuesto el puerto. Cuando atracamos todavía había viento del Nordeste pero muy flojo, y aparte de una olita incómoda que golpeaba el casco de lado no había peligro alguno. El atraque en ese sitio era gratuito, pero no tenía agua ni luz. El resto del puerto estaba abarrotado de barcos de pesca, la mayoría amarrados con gruesas cadenas de 10 cm a las boyas, lo que nos hizo imaginar la fuerza del viento en esta parte de España cuando se pone peligroso. Nos contaron que, pese a poner todas las precauciones debidas, con un temporal del Nordeste los barcos garrean y acaban contra el muelle.
Fisterra es un bonito pueblo, muy turístico, con un turismo basado en la fama de ser su faro el del “fin del mundo” pero respetando el entorno. No hay bloques de pisos ni adosados en los acantilados como desgraciadamente ocurre en nuestra tierra. Sus ingresos provienen de la pesca y del turismo. Como nos dijo un lugareño, en Fisterra hay crisis cuando hace mal tiempo y los barcos no pueden salir a faenar durante días. El entorno del faro es precioso, una ruta circular de 5-6 kilómetros para hacer en bici o a pie, entre árboles y con vistas continuas al mar. Ya en el faro hay varios tenderetes de recuerdos y bebidas, cosa inevitable que no desmerece de toda la belleza de alrededor. Pasamos una noche tranquila y hasta pudimos resolver un problemilla de la tapa del motor. Con los pantocazos se saltaba el cierre y quedaba la tapa suelta, con un ruido muy molesto, y lo resolvimos sujetando mejor el pestillo con una filástica.
Al día siguiente salimos hacia la isla de Sálvora, la primera de las islas Atlánticas de Galicia, que sería uno de los sitios más bonitos del viaje. Fue una travesía de 6 horas para poco más de 30 millas, con una ligera brisa del Norte que casi no hacía avanzar al barco (2 nudos con espí y mayor) y nos obligó a ayudar con el motor casi todo el tiempo. Por el camino gestionamos el permiso para desembarcar en Sálvora. Ya comentamos que las Islas Atlánticas de Galicia es un Parque Nacional y que, para moverse por él, hacen falta dos tipos de permisos. El permiso de navegación se otorga por un año y ya salimos de Santander con él. Por el contrario, el permiso de fondeo y desembarco se otorga por un día concreto y debe solicitarse por Internet. Esto añade una complicación a bordo, pues no todos los barcos tienen Internet y es absurdo que no se admitan las solicitudes por el móvil mediante mensajes de texto, pero así es. Además, los permisos se llevan a rajatabla, y aunque aparentemente el tema no se controla (los guardas no lo piden) nos informaron que tienen controlados con los prismáticos a todos los barcos que fondean, y que si comprueban en el ordenador que alguno no ha solicitado el permiso, le mandan la multa a casa. Afortunadamente había cobertura y pudimos solicitarlo con el acceso a Internet del