Kitabı oku: «Cuentos de Asia, Europa & América», sayfa 11
El día en que volvió a su casa se sentía de fiesta y a la noche siguiente organizó un cafecito para después de la cena con Elisa y María Elena.
—¿Qué tal las vacaciones? —preguntó María Elena
—El paisaje no valía nada —dijo Mónica—. Pero conocí mucha gente interesante y, sobre todo, descansé.
—No tomaste nada de sol —comentó Elisa.
—¡Claro que no! Una locura, a nuestra edad. Hasta para andar por la calle me ponía pantalla total.
—¿La pasaste bien? —preguntó María Elena.
Mónica reflexionó un momento, tratando de que las escenas de la Antigüedad grecorromana interfirieran lo menos posible con las imágenes de Teresita y ella del bracete, caminando de un lado al otro por el pasillo verde del pabellón psiquiátrico.
—Es lindo cambiar de aire —les dijo, con mucha sinceridad—. ¡Pero también es muy lindo volver a casa! Una vez, ya les voy a contar, ayudé a salvar a un ahogado.
Bronda
aharon appelfeld
israel
Apareció el gran desfile, el desfile esplendoroso, colmando la calle entera. La muchedumbre fluía desde las callejuelas y se aglomeraba en las esquinas. Los jóvenes iban con atuendos de colores y las muchachas llevaban vestidos de verano. Se movían como siguiendo el compás. El acto estaba a punto de comenzar y el tráfico se dirigía hacia el norte, por debajo de los arcos luminosos.
El coro de niños, vestidos de azul, entonó la canción «Jerusalén Celestial» y los ancianos que los contemplaban desde los balcones suspiraban a escondidas como si los tocara el espíritu de la extinción. A continuación, apareció la banda, los tambores, las trompetas doradas. El séquito de autoridades ya había pasado por la calle principal. La gente los aclamaba y las fanfarrias anunciaban su llegada.
Qué abandonadas estaban las cafeterías. La gente se amontonaba junto a las máquinas de espresso, apretujados unos con otros, como si acabaran de descubrir el secreto de su temporalidad. El prestamista Kandel sintió de pronto que todo a su alrededor era grandioso y que él se escondía en sí mismo como un topo. Sólo de noche, cuando todo se silenciaba, salía de su escondite. También en las noches claras la gente huía de él como de la mala sombra.
Tiempo atrás encontraba solaz con Bronda, la ciega. Ella lo metía sigilosamente en su habitación, en el sótano, y él se atrincheraba en su ceguera. Era un cuarto estrecho, iluminado con una oscuridad tenue, con una mesa a lo largo junto a un banco de madera que parecía robado de una iglesia abandonada. La amplia cama era bajita. Ella salía poco de su alcoba. Los vecinos le habían puesto un grifo con el que solía bañarse en una gran batea de madera.
Hace años, él le había prometido que la haría su esposa, le compraría una casa y que podría sentarse en la terraza. Y cada vez que él le hacía esas promesas, Bronda lo ridiculizaba, no le creía. Él se quejaba: los comerciantes lo estaban agotando. Cuando él se acercaba, le cerraban las tiendas. No sabía qué hacer.
Bronda no se lo creía. Solía decirle que Dios se había extinguido en sus entrañas, que se había vendido al diablo. Kandel le juraba que todo se le había destrozado. Los comerciantes huyen hacia sus casas, cierran las persianas. Con el paso de los días cesaron sus promesas y ella dejó de ofenderlo. Ahora lo martirizaba diciéndole que era un pecador sin perdón.
En su fuero interno la engañaba: ella no podía ver. Si los comerciantes le devolvieran lo que le debían, huiría de ella. Pero la realidad era lo más amargo de todo: no le pagarían nada. Kandel solía acecharlos en los callejones. Se abalanzaba sobre uno de ellos requiriendo la devolución, pero casi siempre volvía maltrecho y con las manos vacías.
A veces se quedaba retenido en Tel Aviv por alguna festividad. Ahí tampoco lo querían. Cuando regresaba extenuado, quemado, Bronda le decía que era su merecido. Que nadie es castigado por nada que no fueran sus pecados. De sí misma no le contaba nada, como si hubiera nacido del olvido.
—Cada uno con su carga de pecados —le dijo en una ocasión—. Y tú, Kandel, vas por la vida como si la justicia no existiera.
Otros comerciantes lo hacen todo a través de los bancos. Van a las cafeterías y ahí esperan. Kandel mantenía los hábitos antiguos y arriesgados. Los comerciantes huían de él como de un incendio. Bronda le decía que probablemente había errado y ahora tenía que subsanar esos errores.
Llevaba el dinero en efectivo cosido dentro de las mangas, que se veían pesadas. Por la noche, Bronda rebuscaba en ellas y él pellizcaba sus manos ciegas. A veces la lucha continuaba, generalmente entre sueños, durante toda la noche. En alguna ocasión conseguía deshacer una costura, pero siempre se trataba de poca cosa. Él distribuía el dinero por todo el largo de las mangas, para no gastar demasiado y especialmente para que ella no lo descubriera todo. Algunas veces las manos de ella vagaban por debajo de la camisa y él se sometía al sueño como quien cae en la profundidad del mar.
La idea de tener una tara no le daba tregua. Bronda le decía que tenía que pedir misericordia y perdón. Al oír esas palabras, él intentaba recordar. Había nacido en Lodz. Durante la guerra se había escondido en casa de una gentil. Inmediatamente después huyó a Alemania, donde comenzó sus negocios. Bronda barajaba los pocos datos que le había contado. Cuidaste siempre de tu madre. Tenías hermanos. Por qué no los cuidaste. Dices por ellos kadish. Cada una de esas palabras le cortaba las carnes. Quién sabe qué más hiciste.
En Yom Kipur lo echaba de su madriguera. Él recorría las calles ruidosas, iluminadas, pegado a las paredes. Volvía por la tarde. ¿Has pedido perdón de Dios?, arremetía contra él. Este año te perseguirán los comerciantes como a un perro. Más de una vez se prometió a sí mismo que no volvería a esa casa. Sería más fácil dormir en un banco, que someterse a los reproches de Bronda. Pero volvía. Ella abandonaba su cuerpo ciego en sus manos. Él la sobaba a escondidas. Pero ella era tacaña en cumplidos. Envenenaba el escaso placer con su crueldad.
De esa manera iban pasando los días difíciles. Los comerciantes no saldaban deudas y por las noches él los seguía persiguiendo. Los niños le arrojaban piedras. Y cuando volvía, al amanecer, a atrincherarse junto a Bronda, ella le gruñía entre sueños, Otra vez has venido. Te lo mereces. Si hubieras dejado el dinero en mis manos, ya serías rico.
Como no sabía a quién pedirle clemencia, se la pedía a Bronda. Ten piedad de mí, Bronda.
—Yo te puedo absolver de todo. A mí no me lo tienes que pedir.
—¿Entonces a quién?
—A Dios.
No tenía duda: era malvada. Y su maldad tenía fuerza. Como si no fuera ella, sino algo que ella albergaba. Al lado de su ceguera, era minúsculo como un topo. Si pierdes la vista te enterarás de lo que es, le decía. Le parecía como si ella abarcara algo más que este mundo.
Absorbía su voz en silencio, como una droga. No le daba tregua la idea de que todo a su alrededor, los comerciantes, las personas, eran fruto de la imaginación, y que sólo Bronda era real. Si sólo le dijera Dame tu dinero, se lo daría. Pero ahora se había vuelto a quedar sin nada. Por las noches, Bronda le revisaba las mangas, mas no encontraba nada. Aún le quedaba una pequeña suma cosida dentro de los zapatos.
Pero Bronda no se apiadaba de él. La noche del Día de la Independencia, mientras todos seguían festejando, se fue. El entierro fue raudo, como si hubieran estado esperando que muriera. El cielo resplandeciente de la celebración se abrió sobre la ciudad. La gente se desplazaba en grupos por las calles, hacia los actos. El azul descendió desde lo alto y los que estaban en las cafeterías parecían escarabajos ahuyentados por la luz.
Y apareció el desfile. Un desfile que era todo vigor. La banda fluía por debajo de los arcos de luz y los niños entonaban «Jerusalén Celestial». No había ni un retazo de sombra. La luz del mediodía brotaba del interior de las trompetas. La música potente se volcaba sobre la calzada como una miel espesa, como una vía abierta hacia las alturas.
La gente siguó pasando una larga hora. La luminosidad se fue agrisando y largas sombras se desplegaron por las aceras. El pesado portal, el portal de la luz, se fue cerrando. La gente sacó la cabeza de las cafeterías: por dónde va el desfile. Se arrastraron de nuevo al interior y se escondieron junto a la máquina de espresso.
Un vacío, como al final de todo, bajó sobre las amplias calles. Dos banderas olvidadas ondeaban en la brisa mientras la sombra vespertina se filtraba hacia el interior de los rincones. De pronto vio que su gran enemigo, el comerciante Drimer, iba descalzo. De la cara demacrada salía una mirada hueca, una especie de sospecha, como dentro de una nueva cárcel. Pareció como que se reconocían. Algunos intentaban ocultar, esconderse, buscar refugio junto a las columnas, pero todo era diáfano y transparente. Un calor extenuado quemaba el rostro de la gente como si se hubiesen agotado todas las fuentes de agua.
Es que nunca me redimiré, le preguntó en una ocasión a Bronda. Ella cerró sus ojos ciegos y le dijo: Eres un tacaño, te lo has cosido todo dentro de las mangas y a mí me das como un ladrón. Si me das dinero, seré tu defensora; pero para entonces ya no tenía dinero.
Sintió ahora el peso de sus zapatos. Se los quiso quitar e ir descalzo. Bronda también iba descalza antes de morir. Le pesaban las piernas y solía untárselas con margarina. Dos personas marchaban por la acera de enfrente. Los conocía. El año anterior les había prestado mil liras. No le devolvieron ni un céntimo. Ahora los podía atrapar. Eran altos como sombras que el viento está a punto de dispersar.
Las viviendas se elevaban hacia la noche. Los carteles publicitarios se hacían entre sí señales, como si un tren estuviera por irrumpir dentro. Los comerciantes se iban a encontrar junto a la estafeta de correos vacía. Podía levantarse y precipitarse sobre ellos, arrancarles la piel. Se sentaron en las escaleras como aves de retaguardia que perdieron la bandada. La palidez reptaba por la cara de Drimer. Los dos comerciantes, sus enemigos y enemigos de Drimer, se sentaron a su lado. Tenían el cuello rojo, como si los hubiera quemado el fuego. El comerciante alegó que había quebrado años atrás a causa de los cobros de Drimer, que también estaba ahí.
—Kandel, venga y siéntese con nosotros —lo llamó Drimer.
Quería calmar a Bronda, pero, a decir verdad, cuál era su voluntad. Una vez le dijo que si tuviera dinero alquilaría una terraza alargada. Sin darse cuenta, sus pies lo arrastraron. Se marchó. Una brisa fresca vino a su encuentro al bajar la cuesta. Y dio con el sótano de Bronda. La puerta estaba abierta. Una tenue oscuridad iluminaba la mesa y el banco. Entró lentamente sin quitarse los zapatos. Se acurrucó envuelto en la manta desflecada de lana de oveja. Y un plácido frío, como la nieve, se arrastró por su cuello. Tiró de la manta hasta cubrirse la cabeza y quedó envuelto.
Traducción de Marta Lapides
Pasillos
kim keun
corea
Hacia el estómago voy, comenzando con las fieras mandíbulas y acabando en el sagrado ojo del culo, me mete a la fuerza y en este tubo largo y redondo no hay escamas ásperas y centellantes, sólo carne suave, suelo y paredes en flácida fluctuación, con puertas que cuelgan de una negra humedad, tantas puertas y cada una con su viscoso picaporte, cuyas direcciones desconozco y, pues, quién puede decir si las puertas abren hacia adentro o hacia afuera, quién puede decir si este lugar está dentro de su estómago o dentro del mío, si yo soy alimento, o él, el alimento de aquél, si soy yo o somos él y yo el almuerzo de otro con pedazos pequeños de carne dispersa a lo largo del hueso, me refiero a la carne de mi cuerpo que aún no ha sido digerida y huele fétida y podrida y desde las fieras mandíbulas, afuera de su tiempo y del mío, él traga un tazón de saliva babeando de un caballo cayendo como la lengua de un perro en la canícula y aunque hemos llegado aquí no podemos ni entrar ni salir así que tendremos que quedarnos hasta que el viento del sagrado ojo del culo salga siseando y él me meta a la fuerza a su estómago, cada vez más hondo mientras que el viento huele a viudo que ha permanecido fiel a su esposa muerta toda su vida, tomando con brusquedad mi mano delgada, gira el resbaladizo picaporte y en un relampagueo su cara cambia a algo que no es ni completamente ajeno a él ni tampoco del todo parecido antes de hacerse borrosa de nuevo. Me pareció que había demasiadas condenadas puertas y picaportes aunque quizá no había nada de eso. Finalmente, aquí, dentro de este lánguido estómago que se retuerce sin cesar ni totalmente adentro ni totalmente afuera sin saber siquiera mi propio paradero, yo...
Versión del inglés de Eduardo Padilla
La musa fiel
john le carré
inglaterra
Hubo una época cuando, al terminar una novela, podía arrancar a toda marcha. Y sabía que si seguía avanzando y no me preocupaba por todas esas tonterías pesarosas de la edición y la publicación, podría escribir un nuevo libro en la mitad de tiempo que me tomó el anterior. Quizá hasta podría haber tenido razón. Pero no en esta ocasión. En esta ocasión arranqué vacilante. Soy como un preso después de una larga condena: mal preparado para la vida, receloso de la separación, nostálgico por los camaradas con los que estuve encerrado, y ansioso por volver a esa prisión donde me siento seguro. Más extraño aún, tengo asuntos pendientes. Tengo la sensación de haber escrito la novela de alguien más.
La novela en cuestión se llama El jardinero fiel. Cuenta la historia de un diplomático británico de mediana edad que busca a los asesinos de Tessa, su joven esposa. Justin, se llama el diplomático, un diligente burócrata en la Alta Comisión Británica en Nairobi. La historia comienza con la muerte de Tessa en la costa del lago Turkana, al norte de Kenia; muere apuñalada y al chofer de su jeep le cortan la cabeza. Su compañero y presunto amante, un doctor africano, aparentemente escapó. Ahí arranca la historia.
¿Dónde y cuándo inició la novela? Siempre me hago esa pregunta idiota, y siempre eludo la respuesta, porque en realidad no la hay. Pero en esta ocasión, para mi sorpresa, creo tener algunos indicios.
Una tarde de verano hace veinte años, un ciclista de barba negra y con beret entró al bar en Basilea donde yo tomaba un trago, estacionó su bicicleta junto a mi mesa y me llenó la cabeza con las pendencias de las multis, como él las llamaba —las gigantescas multinacionales farmacéuticas que han construido sus sombríos castillos en la ribera del Alto Rin. Su bicicleta era blanca. En aquellos tiempos, las bicicletas blancas eran símbolos de revuelta, algo así como las camisas blancas fueron después un símbolo de protesta contra Noriega en Panamá. El ciclista me contó que había trabajado como químico pero que ahora era anarquista porque se negaba a formar parte del envenenamiento de la humanidad. Olvidé el resto de lo que me contó, si acaso logré entender algo. Al no ser científico, me interesaba más su anarquismo que su trabajo como químico. Pero, como escritor, en secreto sentí uno de esos escalofríos anticipatorios: Algún día encontraré la manera de escribir sobre ti y tus multis, pensé. Pues bien: hoy, veinte años después, lo hice. En la novela dejé fuera su barba y su bicicleta y eché un poco de agua fría sobre su anarquismo. Pero conservé sus multis y su furia y las trasladé a África. Y mi objetivo sigue siendo el suyo: las malvadas compañías farmacéuticas que, contrarias a sus hermanos y hermanas con conciencia moral en la industria, envenenarían al planeta si eso significara un alza en sus acciones.
Y tal vez unos cinco años más tarde estaba sentado en un pequeño restaurante en Londres cuando un elegante caballero inglés, enfundado en traje gris y perteneciente a la clase bebedora, caminaba tímidamente de mesa en mesa entregando flores recién cortadas a cada grupo de comensales, hombres o mujeres, jóvenes o viejos: alverjillas, anémonas y claveles. Cuando se trataba de parejas, era muy cuidadoso de dirigirse al hombre: «Para su dama, caballero, si me lo permite», murmuraba con un acento de Oxbridge que bien podría haber sido el de un festivo mayordomo Jeeves. Nadie le ofreció dinero y él no lo solicitó. No era del tipo que mendigaba. A nuestra mesa le tocó alverjillas. Recuerdo todavía su aroma. La dueña recibió claveles, y a cambio a él le tocó una copa de vino y un beso. «Lo llamamos el jardinero loco», dijo, mientras él se despedía tímidamente, con una mano en la canasta y otra en la jamba de la puerta.
Tal vez fue contador, o abogado, creía ella. Tenía una casa amplia con jardín. Sufrió una pérdida. Regalar las flores lo reconfortaba. Escribí el título «El jardinero loco» en una tarjeta y lo clavé en mi pizarrón de corcho. Escribí una primera página de un primer capítulo. Un caballero inglés, enlutado y excéntrico, con un sombrero de paja, se muda a vivir en Marruecos. En las tardes camina por los cafés y los bares ofreciendo flores a los parroquianos.
Llegó en el vapor matutino del lunes —fuera de temporada, como solían hacerlo— otro estúpido inglés avejentado y asoleado con un sucio saco blanco y una corbata a rayas, además de un sombrero Panamá con los colores que quizá hayan sido de su regimiento. Al día siguiente ya está deambulando por la costera como si fuera suya, estirando el brazo a cualquier árabe que medio le sonriera, quitándose el sombrero ante las turistas montadas sobre camellos. Se hospedó en el Oasis, no el Metropole —el Oasis, con su fachada francesa descascarada, su pésima comida y sus chirriantes ventiladores de madera en el comedor, era el tipo de cosas que los nostálgicos del imperio buscaban. Y el Metropole, todo metal pulido y puertas eléctricas, era el tipo de cosas de las que querían escapar.
Su nombre, si a alguien le importa, era Clapham. «Como la estación Clapham Junction, viejo. Siguiente parada, Battersea. Me ha ido demasiado bien», confesaría con una sonrisa falsa a quien fuera que lo escuchara en los bebederos mosqueados que frecuentaban los expatriados. «Cuna de oro, nunca me manché las manos, ni me esforcé en los exámenes. Superficial, ése era mi problema. Un encantador terrible, bailaba con todas las chicas feas, pensaba que era mi deber hacerlo, una vida desperdiciada, sin duda», confiaría, como si formulara el epitafio de un amigo querido que, daba el caso, era él mismo.
Pero estaba engañando al lector un poco: la persona a la que en verdad lloraba era a su esposa muerta. Lo sabía yo entonces y lo supe años después. Era un hombre en busca de un amor muerto.
Clavé este pasaje junto al título, donde fue acumulando polvo durante años, hasta que desclavé todo y lo guardé en un archivo de causas perdidas. Al leerlo ahora, y al compararlo con la novela que eventualmente escribí, percibo similitudes que me sorprenden. Primero, por razones que sólo puedo suponer, hace mucho decidí situar la nueva novela en el continente africano, y cuando me puse a trabajar continué con esa idea. La novela sucede en el presente: es decir, en la cleptocracia del presidente Moi, que lleva veintitantos años en el poder, y en Kenia que, social y económicamente, se está yendo poco a poco al diablo. Segundo, cuando construí a mi personaje Justin lo hice tan británico como Mr. Clapham, e igual de caballero, pero todavía no un fracasado —más bien, un diplomático británico acomodadizo en Nairobi que aguarda el momento de su jubilación. Da lo mismo; el «Clapham, como la estación» es sin duda una versión preliminar del personaje que hace un par de años, con el nombre de Justin, se apareció en la novela y la hizo suya, con todo y la jardinería. Mr. Clapham es lo que Justin habría sido de no haberse casado con una mujer así de joven, como insistió en hacerlo en la novela; si se hubiera retirado joven, viviera de su propia fortuna y se asentara como un expatriado británico más, con un sobrante de vida por gastar.
Éstas eran las partes de la historia que parecían haberse quedado en el fondo de mi caja de herramientas: un anarquista con bicicleta, un jardinero enloquecido, el aroma de la Suiza farmacéutica, un diplomático cansado con sombrero de paja, y una añoranza renuente por África y las antiguas colonias.
¿Y la pena, por qué la pena?
¿Por qué insistía, desde las primeras líneas de aquel meloso borrador hasta la novela terminada, en que mi personaje principal perdiera a alguien muy cercano y fuera en su búsqueda? (Tessa es la antítesis de Justin —obstinada, decidida e involucrada apasionadamente con la causa de la ayuda y el apoyo a los olvidados de la tierra en Kenia, en particular a las mujeres; fue precisamente a causa de esa misión compasiva que fue asesinada.) ¿Por qué estaba yo resuelto, de pronto, a escribir sobre una pérdida tan cercana y dolorosa cuando, por fortuna, no he sufrido ninguna en años recientes?
Que haya elegido África no me sorprende, aunque siempre me desconcierta darme cuenta con qué bravuconería, con qué temeraria despreocupación le dediqué un par de años de mi vida a adentrarme en un tema del que conocía, en ese momento, casi nada. En parte, supongo, existe el atractivo de recibir una educación. Y las antiguas colonias siempre han tenido un atractivo algo incómodo, incluso si mis únicos recuerdos de África hasta entonces eran las filas de jeeps a rayas que esperaban para fotografiar al mismo león desconsolado, y las cabañas de los safaris llenas de turistas alemanes. Como muchos ingleses de mi edad, fui criado para gobernar a los nativos en nuestras propiedades de ultramar, y siempre me sentí avergonzado por eso. Las escuelas caras que me dieron lo que llamamos una educación asumían como su deber prepararnos para los pesares del gobierno imperial. Una vez por año, un predicador itinerante que se hacía llamar asesor vocacional visitaba nuestra escuela —fundada por el rey Eduardo VI y en mi época regida por el puño— y nos familiarizaba a todos en grupo con los modos de vida colonial en Malasia, Kenia y la India. Un caballero bien intencionado provocó un revuelo al advertirnos que cualquiera que condenara a muerte a un nativo, claro que tendría que estar presente en su ejecución. Era la definición del juego limpio para nuestro catedrático. Así que no me sorprende que en mi escritura persista una sensación de culpa colonial, ya sea que la colonia en cuestión haya sido nuestra o de alguien más. La antigua Palestina, Hong Kong, Vietnam, Camboya, Panamá, Ingusetia y Georgia, todas han sido personajes en mis libros anteriores, ¿por qué no añadir a Kenia a la lista?
Eso me deja sólo con el asunto de la pena, y con el capítulo más desconcertante de mis cuarenta años de escritor profesional.
*
En algún momento de mediados de los setenta decidí modificar la forma en la que trabajo —me había vuelto muy sedentario, un burócrata, no un hombre de campo. La imaginación y los recuerdos modificados deliberadamente ya no bastaban. Me merecía, y necesitaba, compartir las penurias sobre las que escribía. Era hora de que siguiera el consejo que con no poca arrogancia le impartí a un amigo pintor: que dejara de pintar paisajes por un tiempo y se fuera a vivir a uno. Así que me prometí a mí mismo que si quería escribir sobre algún sitio, iría a ese lugar, ya fuera en el sureste de Asia, en Medio Oriente, en el Cáucaso, o, más recientemente, en Kenia y el sur de Sudán. En pocas palabras, empezaría a escribir en movimiento, en compañía de cualquier confidente que hubiera designado como mi personaje principal, y hasta la fecha es lo que hago. Para El honorable colegial elegí como compañero de viaje al espía y gacetillero de Fleet Street, Jerry Westerby. Para La chica del tambor a la actriz Charlie. Y ahora, para El jardinero fiel, al diplomático Justin Quayle. Dicho con crueldad, el proceso es una especie de periodismo retorcido voluntariamente, donde nada es lo que parece y cada encuentro es examinado y, de ser necesario, replanteado para aprovechar mejor su potencial dramático. Las distorsiones creativas de siempre, entonces, pero realizadas al vuelo, al calor del momento; dejé la reflexión para más tarde, y para reescribir en tranquilidad.
Así fue como en 1974, más o menos, conocí a Yvette Pierpaoli, en la casa de un diplomático de la ciudad sitiada de Phnom Penh, durante una elegante cena mientras afuera se escuchaban los disparos en el palacio de Lon Nol, a unas cien yardas de distancia. Yvette iba con su compañero Kurt —un capitán marino suizo, qué más iba a ser—, y Kurt e Yvette dirigían una empresa de comercio llamada Suisindo, que tenía su sede en una vieja casa de estuco en el centro de la ciudad. Ella era una francesa de provincias, pequeña, vivaz, dura, y de ojos café, de casi cuarenta años, por momentos vulnerable y escandalosa, y enormemente empática. Conocía todas las artimañas. Podía extender los codos y gritarte como carretonero. Podía sonreír de tal modo que te derretía el corazón, podía engatusarte, adularte y conquistarte del modo en que necesitabas ser conquistado.
Todo lo hacía por una causa. Y la causa, lo entendías muy pronto, era el requisito absolutamente no negociable y visceral de hacerles llegar comida y dinero a los hambrientos, medicinas a los enfermos, cobijo a los indigentes, documentos a los desplazados; en general, del modo más secular, potente, empresarial y aterrizado posible, se trataba de hacer milagros. Esto no le impedía ser una empresaria habilidosa y con frecuencia descarada, en particular cuando enfrentaba a gente cuyo dinero, en su opinión, estaría mejor en los bolsillos de los necesitados. Suisindo era rentable, como tenía que serlo ya que mucho del dinero que entraba por la puerta de enfrente se iba por la de atrás, etiquetado para la buena causa que Yvette tuviera entre manos en ese momento. Y Kurt, el hombre más sabio y sufrido de todos, sonreía y asentía al ver el dinero irse.
Hay una historia que debo contar acerca de Yvette, una que escuché de primera mano contada por ella, aunque eso no es garantía de que sea verdad. Un funcionario de una misión humanitaria escandinava, enamorado de ella, la invitó a su isla privada en la costa sueca. Con toda intención oculto la identidad del hombre, ya que estaba casado y era un mujeriego famoso. Kurt e Yvette, entonces en Bangkok, estaban financieramente en las últimas. Había un contrato en juego: ¿lograrían o no lograrían quedarse con la comisión de la agencia humanitaria sueca para comprar varios cientos de miles de dólares de arroz para entregar a los refugiados camboyanos que morían de hambre en la frontera con Tailandia? Su competidor más cercano era un despiadado mercader chino sobre el que Yvette estaba convencida, sin más evidencia probablemente que su propia intuición, de que estaba tramando estafar tanto a la agencia como a los refugiados. Y, por insistencia de Kurt, Yvette se fue a la isla sueca. La casa de playa era un nido de amor preparado para su llegada. Ella juró que la habitación estaba alumbrada con velas aromáticas. Su pretendido amante ardía en pasión, pero ella suplicó paciencia. ¿Por qué no daban un paseo romántico por la playa? ¡Claro! ¡Por ti, cualquier cosa! Estaba helando, así que se tuvieron que cobijar bien. Mientras tropezaban por las dunas en la oscuridad, Yvette le propuso un juego infantil: Me quedo quieta. Así. Ahora párate detrás de mi. Más cerca. Muy bien. Ahora cierro los ojos y tú cúbrelos con tus manos. ¿Estás cómodo? Yo también. Ahora puedes hacerme una pregunta y yo tengo que contestar con absoluta honestidad. Si no lo hago, no soy digna de ti. ¿Has jugado este juego? Bien, yo también. Así que, ¿cuál es tu pregunta?
Su pregunta, como era de esperarse, se refería a sus deseos más íntimos en ese momento. Yvette los describe, estoy seguro, con descarada falsedad: sueña, le dice, que cierto escandinavo viril y apuesto le hace el amor en una habitación perfumada en una isla solitaria en medio de un mar turbulento. Ahora le toca a ella. Le da vuelta, y quizá con menos cariño del que el pobre hombre había anticipado, le pone las manos sobre los ojos y le grita en el oído: «¿Cuál es la oferta más cercana a la nuestra para la entrega de las mil toneladas de arroz a los refugiados en la frontera entre Tailandia y Camboya?».
Pero hay otra faceta de Yvette que sus amigos, y los periodistas extranjeros en particular, ignoraban bajo su propio riesgo. Ella era la primera en admitir que la guerra la excitaba. Saboreaba el peligro, se regodeaba en él. El martilleo de las balas era un llamado a correr hacia afuera, como la lluvia en una sequía. Por mucho que deplorara las miserias de la guerra, disfrutaba sus libertades y sus riesgos. Entablaban un diálogo con su rebelde interior, con la aventurera, con la pícara. Consolaban a la adolescente desamparada que, reducida a la hambruna, había recorrido las calles de París y había tenido un hijo con un hombre que la abandonó. La guerra, la gran equilibradora, apaciguaba a los ogros que la asediaban desde sus años de infancia llenos de pobreza y abuso. Fue en Camboya donde descubrió sus atractivos temibles y nunca más los dejó ir.
Para mediados de los setenta, Camboya era un archipiélago. El Khmer Rouge de Pol Pot era dueño de los campos, mientras que Lon Nol, con el vasto apoyo de Estados Unidos, se aferraba a las ciudades —la más grande, Phnom Penh, estaba rodeada por el Khmer Rouge en un radio de cinco a diez kilómetros del centro. Los periodistas más acaudalados se alojaban casi todos en un viejo hotel con jardines y una alberca, y tomaban taxis que los llevaban al frente de combate por treinta dólares al día, una tarifa que se incrementaba según la distancia recorrida y los peligros que encontraban en el camino.
Por las tardes escribían sus textos, que apenas si cambiaban: todo era una pérdida de tiempo. Un día, en compañía de David Greenway, entonces del Washington Post, me dirigí tímidamente hacia el frente de batalla, y llevé conmigo como protección un puñado de tarjetas postales en blanco donde habitualmente escribo mis notas, que después son por lo general ilegibles, y me llevé también al personaje secreto de mi periodista ficticio, Jerry. Yvette estaba decidida a unirse a nosotros. Había escuchado que había una sabia mujer capaz de hacer predicciones asombrosas, que vivía en un pueblo bajo control del Khmer, jungla adentro. Greenway estaba menos que entusiasta, y yo era demasiado ignorante para saber si me debía sentir entusiasta o no, pero cuando Yvette estaba decidida había poco que uno pudiera hacer. Como era la única que hablaba khmer entre nosotros, ella le dio instrucciones al chofer. Conducimos por horas. El camino era una recta que atravesaba árboles de teca de kilómetros de altura. Caía sobre nosotros un aguacero tropical. A través del parabrisas empapado vimos un siniestro camión marrón salir de la jungla frente a nosotros. Se detuvo, impidiéndonos el paso. Dos jóvenes con armas bajaron, nos inspeccionaron, y regresaron al camión, que se hizo a un lado y nos dejó pasar. No éramos el convoy que estaban esperando. Abandonamos nuestra búsqueda y regresamos a Phnom Penh. Yo seguía temblando cuando llegamos al hotel, e incluso Greenway parecía un poco cetrino. Yvette, en cambio, estaba en un estado de gracia. Había tocado un punto alto. Viviría un día más.