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Radicalización estudiantil y cogobierno universitario (1958-1971)

La relación conflictiva que se tejió entre los universitarios y el Frente Nacional explica en gran parte la beligerancia del movimiento estudiantil en los años de 1960 y 1970. Si bien los estudiantes desempeñaron un papel destacado en la caída de la dictadura militar, como ya se resaltó, esto no significó que hubiesen estado totalmente de acuerdo con la fórmula pactada por el bipartidismo, a tal punto que, demasiado pronto, se convirtieron en uno de sus más visibles críticos.16 Como ha sido resaltado en otros lugares (Acevedo, 2016a, 2016b; Archila, 1999; Lebot, 1979), varias razones, ligadas a la situación que atravesaban las universidades y a asuntos políticos de orden local e internacional, fortalecieron la inconformidad estudiantil. Entre las razones primeras, se tienen las crisis financieras, que golpearon especialmente a las universidades públicas, hecho que se agravó por el aumento de las universidades privadas, que, para finales de la década de 1960, ya albergaban el 45 % de la población estudiantil del país (Lebot, 1979, p. 80). El Estado se vio obligado a intervenir para resolver el caótico crecimiento del sistema universitario, para lo cual acudió a expertos norteamericanos, como Rudolph Atcon, autor del célebre Informe Atcon, que formuló la necesidad de ligar la educación superior a políticas desarrollistas (productividad, disciplina y autonomía). Además, en dicho informe se estableció que la universidad pública debía modernizarse por la vía de la privatización y el autofinanciamiento a partir del aumento de las matrículas (Ocampo, 1980, p. 28).

El intento de “norteamericanización” de la universidad pública originó movilizaciones y protestas de estudiantes y profesores. El nivel que alcanzó el malestar condujo a que, en 1967, el Gobierno presentara una propuesta denominada Plan Básico, elaborada por expertos de la Universidad de California con el apoyo de la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), que contó con el consentimiento de la Asociación Colombiana de Universidades (Ascún). El Plan Básico apuntaba a lograr la racionalización del funcionamiento de la universidad pública bajo premisas como la productividad y la selectividad de los programas académicos al servicio de la demanda empresarial e insistía en su privatización por medio del alza de las matrículas y el fomento de créditos externos y de apoyos de fundaciones norteamericanas para la investigación. Esto último abrió la posibilidad de que las universidades pudiesen contratar créditos con organismos multilaterales, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y conseguir ayudas de fundaciones extranjeras, como Ford, Rockefeller y Kellogg’s (Archila, 2012; Cote, 2009). Como evidentemente iba a ocurrir, la medida dio paso a la agudización de la inconformidad de los estudiantes, quienes no dudaron en plantear su rechazo ante la presencia de organismos financieros en las universidades del país.

Estimuló también la rebeldía estudiantil el triunfo de la Revolución cubana en 1959, acontecimiento que generó un notable impacto en sectores de clase media del continente. En el caso colombiano, la efervescencia política se sintió dentro de la UNEC, que tuvo, por cierto, una vida efímera y mostró un rápido giro hacia la izquierda (Ruiz, 2002, pp. 66-81). Un sector estudiantil venido de su interior (con Antonio Larrota González como su más visible dirigente) creó el Movimiento Obrero Estudiantil Campesino (MOEC), organización que dio vida a la nueva izquierda (expresión radicalizada y anti-electoral) y que reivindicó la lucha armada como principal vía para lograr la revolución social (Díaz Jaramillo, 2010). El dato ilustra la tendencia que, desde entonces, acompañó el trasegar de sectores del estudiantado colombiano y pone en evidencia el viraje que este había dado al pasar de reivindicar posturas políticas que se ubicaban en el campo del bipartidismo tradicional (sin desconocer que también las había por el socialismo y el comunismo, aunque en menor proporción) a posturas radicales de izquierda. Esto último sería un rasgo novedoso, como lo fue la proyección del movimiento estudiantil hacia la sociedad, trascendiendo la universidad, algo que no ocurría desde la década de 1920.

La radicalización política de la juventud se expresó en la proliferación de organizaciones, como las Juventudes del Movimiento Revolucionario Liberal, la Juventud Comunista (JUCO), el Frente Unido de Acción Revolucionaria (FUAR) y el MOEC, lo que reforzó el proceso de separación del bipartidismo tradicional. En el plano gremial, la creación de la Federación Universitaria Nacional (FUN) en 1963 permitió canalizar la inconformidad estudiantil hacia el Frente Nacional y reivindicar una universidad pública, democrática y popular. La FUN, la organización estudiantil más importante en los años 60, adoptó postulados de carácter antiimperialista que la condujeron a oponerse a la injerencia norteamericana en las universidades públicas. La postura política de la agremiación hizo que las autoridades la pusieran en la mira y que, finalmente, fuera suprimida en 1966 por orden del presidente, Carlos Lleras Restrepo. El hecho tuvo efectos visibles en el movimiento estudiantil, ya que, sin una organización gremial de carácter nacional, este perdió fuerza. Solo hasta el final de la década se registraría una reactivación de las acciones de los estudiantes y empezaría de nuevo a revivir la idea de crear una organización de carácter nacional (Cote, 2009, p. 420; Ruiz, 2002, pp. 177-212).17

Visto en perspectiva, fueron dos los momentos en que la protesta estudiantil registró altos niveles de agitación: 1964-1966 y 1970-1972. Los dos coincidieron con un auge de la inconformidad social: obrera, en el primero, y cívico-campesina, en el segundo (Archila, 1999, p. 171). En el primer momento, el punto de inflexión (por el número de acciones y su radicalidad) se registró en 1964 y tuvo como uno de sus principales escenarios la Universidad Industrial de Santander (UIS) bajo el liderazgo de la Asociación de Estudiantes de Santander (Audesa).18 El segundo momento tuvo en el cuestionamiento de la ayuda de fundaciones extranjeras a las universidades uno de sus principales motivos, aunque también incidió la agudización de la oposición al Frente Nacional por su carácter autoritario y fraudulento —el caso de las elecciones de abril de 1970 fortaleció esa lectura—, cada vez más creciente entre el estudiantado y otros sectores sociales que el régimen dejó por fuera del juego político. Por último, también incidió el clima de agitación internacional, que se expresaba en hechos como las campañas contra la guerra en Vietnam y los efectos del Mayo francés (Acevedo, 2016a).

De la mano con la crítica a la “norteamericanización” de la universidad, vino el reclamo del cogobierno universitario, una demanda que guardaba una estrecha relación con el viejo ideario del movimiento reformista de 1918. Si para mediados de la década de los 60 el sistema de educación superior colombiano —en especial el público— registraba un progresivo déficit fiscal, al final de la década aquel se encontraba sumido en una profunda crisis. Como una forma de remediar la situación, para 1971 la Universidad de Antioquia, la del Valle del Cauca, la UIS y la Nacional de Colombia habían contraído préstamos con el BID, lo que no solo desató la inconformidad, sino que dio origen a la más grande movilización estudiantil registrada en el país hasta ese momento (Cote, 2009, pp. 417-418).

Los hechos ocurridos en la Universidad del Valle en febrero de 1971, en los que perdieron la vida varios estudiantes,19 fueron el detonante de una crisis que se extendió a otros lugares del país. Los estudiantes de esa institución venían denunciando desde hacía algún tiempo la presencia de fundaciones norteamericanas en el interior de la universidad y la responsabilidad del decano de Ciencias Sociales en ese hecho. De este modo, la exigencia de un nuevo decano y la participación de los estudiantes en su elección se convirtieron en demandas que, al ser negadas, condujeron a la declaratoria de paro en enero de 1971. En ese marco de protesta fue asesinado, el 26 de febrero, el universitario Edgar Mejía Vargas, lo que sirvió de detonante para que el movimiento se extendiera con mayor fuerza a nivel nacional. Pocos días después, en un encuentro nacional de universitarios en Bogotá (en total se realizaron seis encuentros ese año) al que asistieron delegaciones de treinta universidades (todas las públicas y algunas privadas, como la Javeriana y la de los Andes), se aprobó el Programa Mínimo, que constaba de seis puntos (Federación de Estudiantes de la Universidad del Valle [FEUV], 1973):

1. abolición de los CSU [consejos superiores universitarios] y conformación de organismos provisionales de gobierno universitario;

2. financiamiento adecuado de la universidad;

3. conformación inmediata de una comisión evaluadora de la ley orgánica de la Universidad Nacional y del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior (Icfes), así como [de] los contratos celebrados con entidades extranjeras;

4. retiro de Ocampo Londoño de la Universidad del Valle y ruptura con la Fundación para la Educación Superior (FES);

5. legalización del derecho a constituir organizaciones gremiales autónomas de los estudiantes;

6. reapertura de la Facultad de Sociología de la Universidad Javeriana.

Como se observa, los reclamos que los estudiantes formulaban eran de distinto tenor, relacionados algunos con aspectos puntuales (cambio de decano y apertura de la Facultad de Sociología de la Javeriana), y otros, con asuntos de hondo calado, como el rechazo a la financiación de la universidad pública por parte de organismos internacionales y la abolición de la estructura de los CSU, en busca de otras fórmulas que otorgaran mayor participación a estudiantes y profesores en el manejo de los asuntos internos de la universidad. A partir de ese momento, la demanda del cogobierno se convirtió en una de las principales banderas del movimiento estudiantil, para lo cual se desplegó una fuerte presión que se expresó en movilizaciones y protestas en distintas ciudades. Esto obligó a que el ministro de Educación, Luis Carlos Galán, reconociera fallas en la legislación de la universidad colombiana y otorgara importancia a la democratización de la educación superior. De ese modo, el Gobierno otorgó legitimidad a la demanda de la recomposición de los CSU y se vio obligado a anunciar la disposición de “discutir con todos los estamentos universitarios los problemas de su independencia y las relaciones con organismos de crédito internacionales” (Cote, 2009, p. 424). Enseguida, el presidente, Misael Pastrana Borrero, promulgó el decreto que estableció las bases de una reforma de los CSU de algunas universidades, reforma que aumentó a dos representantes la participación de los profesores y los estudiantes. A raíz del decreto, la Universidad Nacional de Colombia, la Universidad de Antioquia y la UIS acogieron una fórmula de organización según la cual sus consejos estarían conformados por nueve miembros: tres representantes de los profesores, tres representantes de los estudiantes, el rector y dos representantes del Gobierno, y se excluía a los gremios económicos, a la Iglesia católica y a representantes de algunas autoridades administrativas.20

La medida, que se conoció como el “cogobierno universitario”, despertó la oposición de las administraciones departamentales y del propio Gobierno central, a la vez que provocó agrias disputas entre los propios estudiantes por la definición de quiénes debían ser sus representantes en esa instancia. Al respecto, no se debe perder de vista que la mayoría de los estudiantes que participaban en el movimiento, incluyendo sus líderes más destacados, procedía de organizaciones de la izquierda política (Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario [MOIR], Partido Comunista, trotskismo, etc.), la cual construyó una visión instrumental de la universidad en la que esta se concebía como un escenario estratégico en vías de alcanzar la revolución social. Esta lectura condujo a que el activismo estudiantil diera más importancia a lo político que a lo gremial, lo que originó una tensión cada vez más aguda entre “unos sectores que llamaban a negociar con el Gobierno la prometida reforma y otros que eran intransigentes ante cualquier negociación y más bien buscaban radicalizar el movimiento para producir cambios revolucionarios en la sociedad” (Archila, 2012, p. 83).

Si bien los estudiantes habían logrado mantener la unidad en torno a los puntos del Programa Mínimo y pudieron realizar seis encuentros nacionales, los enfrentamientos con la policía, la suspensión de clases en las universidades donde se aplicó la figura del cogobierno, los conflictos entre los propios estudiantes y el golpe propinado por el Gobierno —que, desconociendo los acuerdos que las universidades habían firmado para reformar sus estructuras de gobierno, emitió el 25 de junio de 1971 el Decreto 1259, el cual otorgaba a los rectores plenos poderes para despedir personal y expulsar estudiantes— marcaron la suerte de la experiencia de los cogobiernos en las tres universidades en donde se había aplicado esa figura.

Pasadas varias décadas, el significado de la experiencia de 1971 aún es objeto de análisis y discusión. Para algunos investigadores, que se hubiese obtenido el cogobierno universitario —pese a su brevedad— convierte al movimiento estudiantil de aquel momento en uno de los más importantes de la historia del país (Acevedo, 2016a, p. 54). De ser cierta esa tesis —y es probable que lo sea—, es preciso establecer cuáles pudieron ser sus rasgos más sobresalientes.

Lo primero que habría que destacar es que, para 1971, el legado reformista —es decir, el ideario consignado en el Manifiesto Liminar y en otros documentos que surgieron en torno al levantamiento estudiantil en Argentina en 1918— aún continuaba circulando por las universidades del país. El cuestionamiento que hicieron los estudiantes a la política de financiamiento externo a la que había acudido el Estado para solventar la falta de recursos económicos dirigidos a las universidades públicas se reforzó con la adopción de las tesis del reformismo, principalmente de la autonomía universitaria y la participación en el gobierno de la universidad. Sin embargo, también influyeron planteamientos políticos y posturas ideológicas cercanos a corrientes del marxismo que procedían de la izquierda política, la cual tenía una presencia activa dentro del movimiento estudiantil.

La elaboración de un programa mínimo permitió unificar el movimiento estudiantil y le otorgó una mayor capacidad de presión. La obtención del cogobierno universitario, en tal sentido, no fue una conquista menor, pues requirió de esfuerzos para conseguir niveles de organización y desplegar una notable capacidad de movilización estudiantil y profesoral, “así los intereses particulares expresaran matices diferenciadores y métodos distintos para conseguir los objetivos” (Archila, 1999, p. 178). Aquí debe destacarse también la capacidad que mostró el movimiento estudiantil para incluir, además del sector público, a las universidades privadas en la discusión de los problemas de la educación superior y la democracia. Por eso, a pesar de haber sido tildado por el Gobierno como una expresión minoritaria, el movimiento estudiantil de 1971 logró convocar a un número significativo de universitarios de todo el país (Cote, 2009, p. 437).

La capacidad de movilización, sin embargo, se fue diluyendo con el paso de los meses, en parte porque, al mezclarse demandas gremiales con posturas políticas que pregonaban cambios estructurales en la sociedad, como efectivamente ocurrió, se originaron discusiones que provocaron “divisiones entre los diferentes grupos que conformaban el movimiento estudiantil” (Cote, 2009, p. 426). Como se dijo, hacia finales de la década de los 60 y comienzos de la siguiente, existía una fuerte politización del movimiento estudiantil, y, al no existir una organización gremial de carácter nacional desde 1966 (cuando fue suprimida la FUN), los estudiantes se adhirieron a los aparatos juveniles de las organizaciones de izquierda, como la JUCO, Juventud Patriótica, el Frente de Estudios Sociales o el Centro de Estudios Sociales y sectores socialistas de tendencia trotskista. Este comportamiento afectó las aspiraciones gremiales del movimiento estudiantil al reproducir la división de la izquierda entre reforma y revolución y, en últimas, condujo a su aislamiento de la sociedad que pretendía cambiar (Archila, 2012, p. 84).

Aunque se ha señalado que la radicalización ideológica de las distintas organizaciones estudiantiles y las acciones violentas de la protesta estudiantil fueron las causales directas del fracaso del cogobierno universitario, también habría que incluir la intransigencia y responsabilidad del Gobierno ante la crisis del sistema educativo y su manejo. De cualquier modo, ninguna de las cuestiones que se han divisado como factores explicativos para entender la suerte del movimiento estudiantil de 1971 le restan peso a la importancia que tuvo como acontecimiento histórico. De hecho, el recuerdo de esa experiencia se mantendría presente en las generaciones de estudiantes que, en las décadas siguientes, retomaran las banderas de la democratización de la universidad y de la sociedad, como lo veremos en los dos apartados siguientes.

Hacia el movimiento popular (1972-1990)21

En los años que siguieron al Frente Nacional, cuando solo formalmente se desmontó el pacto bipartidista, el movimiento estudiantil buscó encontrarse con el país del que se había distanciado por la radicalización de los años previos.22 Nuevos elementos del contexto internacional y nacional favorecieron tal giro. Nos referimos a la crisis del capitalismo que comenzó a sentirse en los años 70 fruto del aumento de los precios del petróleo. Dicha crisis cuestionaría el estado de bienestar para derivar en el ascenso de gobiernos neoliberales en Inglaterra y Estados Unidos al final de la década, aunque dicha doctrina ya se estaba experimentado en las dictaduras latinoamericanas, especialmente en la chilena, luego del golpe militar contra Salvador Allende, en 1973. Pero la crisis económica tocó también al socialismo realmente construido al dedicar el grueso de sus recursos a la carrera armamentista. No valió la apertura democrática de mediados de los 80 impulsada por Mijaíl Gorbachov. El socialismo en Europa del Este cayó como un castillo de naipes a fines de ese decenio y la misma Unión Soviética se desintegró poco después (Hobsbawm, 1994, cap. 13).

En América Latina, los finales de los años 70 y comienzos de los 80 también marcaron cambios históricos al abandonarse el modelo industrializador para emprender aperturas comerciales de signo neoliberal, que aumentaron más la brecha social. Paralelamente, se vivió un retorno a la democracia tanto en el Cono Sur como en Centroamérica, pero por razones distintas: mientras en el sur fue un amplio movimiento de derechos humanos el protagonista, en Centroamérica fueron las guerrillas las que pactaron este cambio; sin embargo, incluso en Nicaragua, donde estuvieron en el poder dando origen a una segunda oleada revolucionaria en el continente, fueron derrotadas electoralmente a comienzos de los 90.

En Colombia, si bien no hubo dictadura militar, aumentaron las violaciones de derechos humanos, especialmente durante el Gobierno de Julio César Turbay (1978-1982). Aquí también sectores guerrilleros buscaron diálogos con el Estado y se pactó una tregua temporal en 1984, bajo la presidencia de Belisario Betancur (1982-1986), proceso que dio origen a nuevas agrupaciones partidistas, como la Unión Patriótica, que llegó a tener el 6 % del electorado. La tregua derivó en una tímida reforma política de descentralización administrativa y elección popular de alcaldes. Esta reforma respondía también al auge de movimientos ciudadanos llamados “cívicos” que buscaban un desarrollo regional más equilibrado y la dotación de infraestructura y servicios públicos adecuados. A pesar de que el acuerdo con la insurgencia pronto se rompió, sectores de derecha —las autodefensas o paramilitares— comenzaron a armarse con apoyo del narcotráfico y la permisividad del Estado para derrotar a la guerrilla y su supuesto aliado: los movimientos sociales y la población simpatizante con la izquierda. De esta forma, desde mediados de los 80, se reinició una violencia política que no ha terminado y que ha segado la vida de dirigentes y activistas de izquierda y de movimientos sociales. En todos estos procesos estaría presente el movimiento estudiantil uniendo su lucha con la de otros sectores subalternos colombianos.


Figura 1. Trayectoria de las luchas estudiantiles (1975-2015)

Fuente: Base de Datos de Luchas Sociales del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep).

Según las cifras de la Base de Datos de Luchas Sociales, acuñadas por el Cinep, el movimiento estudiantil generó el 18 % del total de las protestas sociales entre 1975 y 1990 (figura 1).23 Es un actor que mostró una creciente participación hasta mediados de los años 70, para luego disminuir, con altibajos, a niveles similares a los iniciales. El punto más alto fue en 1975 y 1976, con 206 luchas cada año, lo que representa la máxima cifra en dichos registros; en 1976, el estudiantil fue, incluso, el actor social con más protestas en el país. Esto no deja de ser curioso, pues el gobernante de turno, Alfonso López Michelsen (1974-1978), posaba de ser reformista, pero el movimiento estudiantil no “tragó entero”, lo que puede explicar este inicial protagonismo.24

En efecto, al principio del Gobierno de López Michelsen, los estudiantes universitarios se lanzaron a las calles en pos de sus reivindicaciones académicas y políticas, estimulados por la oportunidad que abría la designación de rectores progresistas en los entes públicos de educación superior y por el aura reformista del presidente. El caso más notorio fue el llamado “experimento marxista”, en la Universidad Nacional, al nombrarse a un intelectual de izquierda, el abogado Luis Carlos Pérez, como rector. En la práctica, Pérez no alcanzó a hacer mucho, pues fue destituido a raíz de la crisis del hospital universitario La Hortúa, que movilizó a parte del estudiantado.

Pero pronto el Gobierno de López Michelsen mostró su verdadero rostro represivo al perseguir estudiantes y profesores y al levantar mallas para aislar a los centros docentes de su entorno (Ocampo, 1980, pp. 74-81). Paralelamente, disminuyó el presupuesto de las universidades públicas para concentrar recursos en la educación primaria, según dictados del Banco Mundial. El tema de los recortes presupuestales y el incremento de las matrículas, sugerido en el plan de desarrollo de López Michelsen, comenzó a ser prioritario en el movimiento estudiantil. Esto afectó el bienestar universitario, que sufrió severos recortes a partir de ese momento. Otro tanto ocurría con los estudiantes de colegios oficiales de secundaria, que incrementaron su movilización en estos años.

La mano dura que el Gobierno les aplicó produjo un reflujo en su agitación después de 1976, reflujo que en parte fue compensado con una mayor vinculación estudiantil a los movimientos populares.25 Esto se plasmó en la gran jornada de protesta nacional que fue el paro cívico del 14 de septiembre de 1977, convocado por las centrales sindicales, pero protagonizado también por los pobladores urbanos y el estudiantado.

El ambiente represivo se aumentaría con la expedición del Estatuto de Seguridad al inicio del Gobierno de Julio César Turbay, en 1978, lo que reforzó el reflujo de las luchas populares y estudiantiles. Un año después, el Gobierno presentó una reforma que buscaba organizar el sistema de educación superior, incluyendo la formación técnica, y que daba los lineamientos de la organización interna de los entes públicos. Para el Gobierno era necesario controlar el caótico crecimiento de instituciones tecnológicas y de universidades privadas, así como, supuestamente, atender la situación presupuestal de las públicas. Dicha reforma se consagró en el Decreto 80 de 1980, que no fue consultado con la comunidad universitaria, por lo que fue tachado de antidemocrático (Ocampo, 1980, p. 184).

Entre otras cosas, el decreto ratificaba un lesivo régimen laboral de los profesores al pasarlos de trabajadores oficiales a empleados públicos, estos últimos sin derecho a huelga. En la misma dirección estaban también los decretos 81 a 83 del mismo año. A juicio de José Fernando Ocampo (1980), la reforma de Turbay buscaba la institucionalización del adiestramiento técnico incorporándolo al sistema de educación superior; el control de ese sistema por un ente estatal que integrara al Icfes con más funciones; formas de gobierno universitario que dieran más autoridad a los rectores y frenaran la presión estudiantil y profesoral, y la reafirmación de la privatización de las universidades públicas por medio del incremento en el precio de las matrículas y el recurso al crédito para los estudiantes (pp. 84-85). En un posterior decreto, el 728 de 1982, se estipulaba un decrecimiento de los aportes de la nación al presupuesto de las universidades públicas, para pasar del 90 % al 70 % en siete años, y se excluía el bienestar estudiantil como una de las prioridades de los recursos estatales. En 1987 se expidió la Ley 25, que modificaba parcialmente el Decreto 80, puntualizando para el “sistema de educación post-secundaria” asuntos organizativos y presupuestales, mientras ratificaba la excepción de estas normas para la Universidad Nacional.

Por esa época proliferaron las tomas de instalaciones universitarias o de espacios públicos, como si esta forma radical de protesta fuera la única que permitiera el régimen. Así ocurrió con la masiva presencia de alumnos de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC) en la catedral de Tunja, a mediados de 1979, a raíz de la misteriosa desaparición de un estudiante,26 y en octubre hubo una toma de una iglesia en Cali para protestar por la detención y desaparición de algunos estudiantes de la Universidad del Valle.

En relación con las marchas estudiantiles, la más destacada de esos años fue la de mayo de 1982, entre Tunja y Bogotá, con más de mil estudiantes, que salieron en respuesta a los problemas financieros de la misma UPTC. La caminata fue detenida en el límite con el departamento de Cundinamarca, pero demostró gran organización e ingenio para capturar la atención pública, y finalmente logró, por lo menos, promesas de apoyo económico para la universidad boyacense. En septiembre del mismo año hubo otra marcha, esta vez desde Barranquilla hasta la capital, por la penuria económica de la Universidad del Atlántico.

Pero los estudiantes de las universidades públicas también continuaron llevando a cabo acciones de carácter lúdico con el fin de denunciar los problemas de sus instituciones.27 Este recurso también fue utilizado por los estudiantes de las universidades privadas, donde el control de las directivas dificultaba la realización de protestas públicas que fueran tachadas de políticas. Por eso se acudió a las peñas folclóricas, en las cuales se cantaba la “canción protesta” —muy de moda en los círculos juveniles del Cono Sur— o se montaban happenings, cuando no obras de teatro abiertamente críticas.28

El año de 1983 fue significativo porque se dieron más protestas de los alumnos de secundaria que de los universitarios, tendencia que se mantendría hasta el siguiente decenio. No creemos que este cambio haya sido un resultado del azar, pues pudo haber sido causado por la violencia que se desató contra las universidades públicas y por los prolongados cierres, como el de la Universidad Nacional, por casi un año, luego de los eventos violentos del 16 de mayo de 1984. En efecto, esta coyuntura —en la que, se dice, perdieron la vida varios estudiantes, pero nunca se han precisado sus nombres— es otro momento clave en la historia del movimiento estudiantil, no solo por la imprecisa memoria que se tiene de ella sino por el significado de una lucha que se venía dando desde mediados de los 70 por el bienestar universitario.

De hecho, lo que estaba detrás de esta protesta era el cierre definitivo de las residencias estudiantiles en la Nacional, que habían sido retomadas en 1982 luego de seis años de ser clausuradas. En 1984 se vivía un clima de agitación en las universidades públicas, entre otras causas por el reclamo de bienestar estudiantil. Dos años después, en la Universidad del Valle, hubo una toma para presionar la reapertura de las residencias cerradas desde 1981.

Por esos años hubo también una modificación en los reclamos estudiantiles. En comparación con el periodo del Frente Nacional, ahora aumentaría la exigencia de un presupuesto adecuado para la dotación física y académica básica. Le siguieron demandas por directivas cualificadas y democráticas, además de peticiones de reforma académica y estabilidad profesoral. Aunque disminuyeron los registros de acciones en solidaridad con otros actores, e incluso las tradicionales luchas contra las alzas en el transporte, a partir de 1987, como ocurrió con otras luchas sociales en Colombia, subieron los reclamos por respeto de los derechos humanos.29

Así el estudiantado no haya sido la principal víctima de la “guerra sucia” en esos años, sí fue muy sensible a la violación de los derechos humanos,30 pero la violencia, además, también llegó a los predios universitarios. En agosto de 1982, por ejemplo, fue asesinado cerca de la Universidad Nacional el profesor de derecho y defensor de presos políticos Alberto Alava Montenegro, en un hecho que provocó la indignación de los estudiantes capitalinos y del país. A su asesinato le siguió una racha de desapariciones de estudiantes del mismo centro universitario y de otros en el país, lo que reforzó la lucha por la vigencia de los derechos humanos (Cote, 2011, pp. 295-296).31