Kitabı oku: «Envejecer en el siglo XXI», sayfa 7
Bibliografía
Ariès, P. (1960). L’Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime. Plon.
Ballenger, J. F. (2006). The stereotype of senility in late-nineteenth-century America. En J. F. Ballenger, Self, senility, and Alzheimer’s disease in modern America: A history (pp. 11-35). The Johns Hopkins University Press.
Bourdieu, P. (1990). La juventud es más que una palabra. En P. Bourdieau, Sociología y cultura (pp. 119-127). Grijalbo/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Fox, P. (1989). From senility to Alzheimer’s disease: The rise of the Alzheimer’s disease movement. The Milbank Quarterly, 67(1), 58-102. https://doi.org/10.2307/3350070
Lenoir, R. (1979). L’invention du troisiéme age: Constitution du champ des agents de gestion de la vieillesse. Actes de la recherché en sciences sociales (26/27), 57-82.
Lowe, R. (2009). Childhood through the ages. En T. Maynard & N. Thomas, An introduction to early childhood studies (pp. 21-32). Sage.
Nota
6* Profesora titular de carrera, Escuela de Ciencias Humanas, Universidad del Rosario (Colombia). Miembro del grupo de investigación Estudios Sociales de las Ciencias, las Tecnologías y las Profesiones, Universidad del Rosario.
Reconocimiento y autonomía de la persona mayor: dimensiones bioéticas del envejecimiento
Vivian Andrea Roa Vargas*7
Boris Julián Pinto Bustamante**8
María Camila Castro Fuentes***9
Los años enseñan muchas cosas que los días desconocen.
Ralph W. Emerson
Introducción
A lo largo de la historia, la vejez ha sido motivo de preocupación y objeto de diversas concepciones. En la mitología griega, Geras (personificación de la vejez), Tánatos (hermano de la muerte) y otras deidades consideradas hostiles a la humanidad se encontraban dentro del ánfora creada por Zeus. Este objeto fue el presente que le otorgó Zeus a Pandora, por ser la primera mujer; pero le advirtió que no podía ser abierta en ninguna circunstancia. Sin embargo, un día, Pandora no resistió la curiosidad, abrió el ánfora y liberó todos los males, aun cuando adentro dejó la esperanza (Hesíodo, 1997).
En el mito descrito se evidencia una de las concepciones negativas sobre el envejecimiento, porque lo considera un castigo o un mal por vencer. No obstante, estas percepciones se han transformado según el contexto histórico y cultural, promoviendo la comprensión del proceso de envejecimiento, desde modelos deficitarios, hasta modelos de envejecimiento significativo.
Las proyecciones demográficas realizadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal, 2018) estiman que para el año 2035 la población mayor de 60 años superará a la de los menores de 14 años, y que en algunas regiones este fenómeno sucederá con mayor velocidad.
En Colombia, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane), en el censo realizado en 2005, estableció que los ciudadanos mayores de 65 años correspondían al 6,31 % de la población colombiana, y estimaron que para 2018 la proporción de adultos mayores de 65 años sería de alrededor del 8,1 %; sin embargo, los datos parciales obtenidos del censo de 2018 muestran que las expectativas han sido superadas en un punto porcentual, al contrario de lo ocurrido con la población menor de 5 años (dane, 2019a).
Adicionalmente, los resultados parciales del censo realizado en 2018 evidencian un incremento significativo en el índice de envejecimiento: de 20,5 en 2015 a 40,4 personas mayores de 65 años, por cada 100 menores de 15 años (dane, 2019b). Lo anterior supone un desafío para el Estado, que deberá implementar políticas públicas para afrontar retos de discriminación, maltrato, integración, seguro pensional, aseguramiento en salud, cuidado y bienestar de las personas mayores y sus cuidadores.
En este capítulo abordaremos algunas perspectivas que las sociedades han tenido sobre el envejecimiento, la relevancia del principio de respeto a la vulnerabilidad en el contexto del envejecimiento, el problema ético del maltrato hacia las personas mayores, los desafíos bioéticos del cuidado y el marco normativo existente en Colombia para la garantía de sus derechos fundamentales.
Percepción social y antropológica del envejecimiento
La representación social de los individuos y los grupos poblaciones varía en función del contexto histórico y cultural. Fericgla, en su libro Envejecer: una antropología de la ancianidad, afirma que los procesos de escolarización obligatoria y generalizada en el siglo xx, sumado al fenómeno de industrialización y migración de familias a centros urbanos, al igual que el creciente protagonismo de colectivos de jóvenes vinculados por intereses e ideologías políticas, promueven la consolidación de grupos etarios que comparten “intereses propios, rasgos culturales específicos y exigencias sociales definidas” (1992, pp. 20 y 21). Según este autor, el grupo social de los jóvenes constituye el primer colectivo determinado a partir de la edad, y los intereses y necesidades vinculados a este momento del ciclo vital, en contraposición a la estructura fundada en estamentos, característica de sociedades tradicionales. Al tiempo, el colectivo de personas mayores constituye el último grupo etario en consolidar su visibilidad social.
Fericgla (1992) analiza los roles y representaciones sociales de este colectivo a través de tres modelos culturales:
Sociedades cazadoras-recolectoras: en este contexto, el valor de la persona mayor está vinculado a la disponibilidad de recursos en la comunidad. En los casos de insuficiencia alimentaria, o en algunas comunidades nómadas, se recurre al gerontocidio, al suicidio o al abandono, cuando las satisfacciones de las necesidades del anciano suponen una amenaza para la supervivencia del grupo. En otros casos, aquellos quienes logran sobrevivir representan los custodios de la tradición oral y el vínculo con los ancestros y las deidades. En algunos contextos, la vejez representa una recompensa por la vida social ejemplar, lo cual les otorga alto prestigio como chamanes, brujos, sabios o curanderos.
Sociedades agrícolas y ganaderas: en las sociedades sedentarias o semisedentarias, en las que existe la posibilidad de acumular bienes y recursos, las personas mayores realizan actividades adaptadas a sus posibilidades y a los roles de género (cuidar los rebaños, labores del hogar, cultivo o confecciones), además de ejercer como agentes de transmisión cultural y expertos en técnicas de cultivo y gestión de los recursos agrarios. En estas sociedades, la persona mayor ostenta un estatus económico, político y social vinculado a la posibilidad de conservar y heredar propiedades, al tiempo que representan la autoridad moral y normativa de la comunidad.
Sociedades industriales: en las sociedades de consumo, el vínculo que se establece entre la fuerza de trabajo y los medios de producción se traslada a la relación entre el valor del individuo y sus posibilidades de intercambio (Cortina, 2007) en el contexto de la economía de mercado. Ante el progreso de la economía neoliberal y el colapso de los estados de bienestar, cada individuo se convierte en el “empresario de sí mismo” (Mbembe, 2013). En este contexto, la persona mayor que no posee bienes significativos ni sustento económico estable es aislada de la cadena de producción y consumo, se convierte en carga para familias cada vez más desarticuladas, y en objeto de maltrato y abandono.
Nosotros consideramos, adicionalmente, que en la actualidad nos encontramos en una sociedad posindustrial, de la información, mediada por el desarrollo de tecnologías de información y comunicación (Burch, 2005), lo que delimita a su vez no solo nuevas formas de interconectividad, sino también de exclusión. La expansión tecnológica se convierte en un factor de riesgo de discriminación o aislamiento hacia las personas con habilidades insuficientes para integrarse a la sociedad digital (Chen, 2013). En este contexto, las personas mayores pueden experimentar una mayor condición de vulnerabilidad, debido a los constantes progresos tecnológicos; sin embargo, aquellos que cuentan con las habilidades necesarias perciben menor aislamiento, mayor empoderamiento y sensación de conectividad, en comparación con quienes no las poseen (Hill et al., 2015).
Con la Revolución Industrial se consolida el modelo deficitario para la comprensión del proceso del envejecimiento. Este modelo se caracteriza por su análisis desde una perspectiva mecanicista y organicista. En 1968, la psicóloga estadounidense Bernice L. Neugarten (citada en Ruiz y Uribe, 2002) plantea el análisis del envejecimiento desde una perspectiva ecológica del desarrollo, otorgando a la edad cronológica una importancia relativa, dado que esta variable no constituye un factor explicativo, descriptivo o que contribuya al estudio causal de la vejez. Desde una perspectiva biopsicosocial y cultural, el envejecimiento corresponde a un proceso diverso, progresivo, multidimensional, plástico y discontinuo, en relación con las influencias normativas y no normativas del ciclo vital.
Otra manera de analizar el rol social de las personas mayores es por medio de la teoría de la estratificación social tridimensional, propuesta por Max Weber (citado en Duek e Inda, 2006), la cual contempla las siguientes categorías de organización social:
Clase: se encuentra estrechamente relacionada con la jerarquía económica; es entendida como la probabilidad de provisión, posesión de bienes y servicios.
Estamentos: representan la distribución del poder social; no se encuentran influenciados por el poder económico, sino por el prestigio, estatus o un honor que le otorga la comunidad.
Partidos: representan la distribución del poder político; corresponden a los grupos que conforman la estructura jerárquica de administración de poder.
Desde esta perspectiva, en las sociedades industriales, con la exigencia de una alta productividad, se percibe la jubilación como señal de un estatus social y económico insuficiente, lo cual se traduce en una disminución del prestigio social y político, dada la reducción en los ingresos (Bazo, 2007).
Desde una perspectiva antropológica-social existen diferentes tipos de envejecimiento (Osorio y Sadler, 2005):
Envejecimiento individual: corresponde a la concepción del individuo acerca de su actividad productiva y como agente social. Se relaciona con la edad percibida por el individuo y el autoconcepto resultante de tal valoración.
Envejecimiento cronológico: se correlaciona con la edad cronológica del individuo y los procesos biológicos asociados a ella.
Envejecimiento social: surge en relación con el concepto de edad social, acuñado por la psicología evolutiva, el cual trata de explicar la manera en que las sociedades atribuyen a los individuos actividades sociales y funciones en relación con la edad cronológica, y que se transforma según la construcción sociocultural e histórica de la comunidad (Osorio y Sadler, 2005).
Adicionalmente, la variable de género modifica la noción de envejecimiento. En ciertos contextos culturales, el envejecimiento social en las mujeres inicia con la llegada de la menopausia, aproximadamente diez años antes respecto a los hombres, dada la relevancia de la reproducción en la valoración social de la mujer en tales entornos (Osorio y Sadler, 2005).
Estos estereotipos modifican la autopercepción de este grupo etario. Esto fue motivo de investigación para el sociólogo Hernández Rodríguez (2003, p. 137), quien con base en encuestas del Centro de Investigaciones Sociales, realizadas en junio de 1998, febrero y marzo de 1999 y diciembre de 2001, concluyó que:
En cuanto a la autopercepción, nuestros ancianos, según diferentes encuestas del cis (junio 1998, febrero-marzo 1999 y diciembre 2001), y conforme a los datos más recientes, piensan que la sociedad, en general, les ve como personas molestas (34 %), inactivas (23 %), tristes (13 %), divertidas (9 %) y enfermas (7 %), por este orden de importancia, mientras que ellos se ven, preferentemente, divertidos (27 %), tristes (24 %), inactivos (21 %), enfermos (7 %), y molestos (3 %). […] El 61 % de la población considera que las personas mayores no ocupan el puesto que les corresponde en la sociedad y son precisamente los más jóvenes los más críticos, puesto que mientras que solo el 24 % del intervalo de edad de 18 a 24 años considera que la sociedad trata bien a los ancianos, es el 41 % de los mayores de 65 años los que participan de esta opinión. (Hernández Rodríguez, 2003, p. 137)
No obstante, los estereotipos varían conforme al contexto sociocultural. Esto se evidencia en un estudio realizado en Bucaramanga (Colombia), donde aplicaron dos pruebas sobre estereotipos del envejecer en la mujer a 40 mujeres con edades entre los 20 y los 30 años, con el objetivo de conocer sus valoraciones respecto a los estereotipos relacionados con el envejecimiento femenino. De estas se obtuvieron estereotipos positivos en la categoría de vivencia de satisfacción sexual y autocuidado. En la categoría desarrollo intelectual, un 90 % de las participantes considera que las personas mayores son capaces de aprender cosas nuevas, y en la categoría social, un 55 % considera que la edad no es una limitante para establecer vínculos sociales (Cerquera et al., 2012).
A pesar de las transformaciones en torno a la comprensión del proceso del envejecimiento, algunos textos, como el Documento sobre envejecimiento y vulnerabilidad (Casado et al., 2016, p. 29), persisten en la comprensión del envejecimiento como un proceso deficitario que “transforma paulatinamente a un sujeto adulto con buena salud en un individuo frágil, cuya competencia y reservas de energía disminuyen, haciéndose más vulnerable y aumentando sus dificultades para desarrollar su propio modelo de vida” (p. 29), lo cual perpetúa los estereotipos negativos que aíslan a este colectivo social del resto de la comunidad.
Síndrome de fragilidad
Fried et al. (2001) definieron el síndrome de fragilidad como un conjunto de signos y síntomas caracterizado por la disminución en la reserva y resistencia a estresores, lo que resulta en un declive acumulativo en varios sistemas fisiológicos que, a la vez, causa vulnerabilidad y se diferencia claramente de discapacidad (limitaciones en las actividades básicas e instrumentales diarias), comorbilidad (presencia de dos o más enfermedades) y edad avanzada.
Adicionalmente, para el reconocimiento clínico del síndrome, se desarrolló el fenotipo de fragilidad, que clasifica a los individuos en frágiles, prefrágiles y no frágiles. Este fenotipo se validó calculando la incidencia de eventos adversos según los fenotipos y los datos obtenidos del Cardiovascular Health Study, el cual concluyó que el fenotipo de fragilidad (caracterizado por signos como sarcopenia, osteopenia, entre otros) es un predictor independiente para eventos adversos. La principal crítica fue realizada por Rockwood et al. (2005), debido a que considera que la aproximación física basada en la teoría de las reservas constituye un supuesto insuficiente, debido a las carencias en su cuantificación.
El modelo de fragilidad propuesto por Rockwood y Mitnitski (2007) comparte con el fenotipo físico de Fried et al. (2001) la consideración de la fragilidad como una característica individual que se modifica a lo largo de la vida y que confiere al individuo una mayor vulnerabilidad para eventos adversos en salud. Para Rockwood y Mitnitski (2012), la fragilidad constituye un síndrome definido por una acumulación de déficits mediados por procesos biológicos (senescencia y desdiferenciación celular, cambios neuroendocrinos, alteraciones proinflamatorias) y del estilo de vida (sedentarismo y hábitos alimentarios), los cuales configuran el Índice de Fragilidad, que incluye entre 50 y 80 déficits, los cuales deben cumplir con algunos criterios para ser validados como tales: deben ser adquiridos, relacionados con la edad, tener una prevalencia de al menos el 1 %, estar relacionados con un evento adverso y afectar varios sistemas orgánicos (Rockwood y Mitnitski, 2012). Esta acumulación de déficits afecta sistemas corporales relevantes e impacta su función. Desde esta perspectiva, la acumulación de déficits incluye también otras comorbilidades y la discapacidad, dado que estas condiciones impactan negativamente las reservas fisiológicas del individuo. Este Índice de Fragilidad es una herramienta que puede servir dentro de la valoración geriátrica integral para calcular el riesgo de sufrir un evento adverso y de mortalidad, si bien no constituye un síndrome geriátrico y su utilidad clínica es controvertida por algunos autores (Chen et al., 2014).
El síndrome de fragilidad es una categoría fundamental para la comprensión del envejecimiento, no solo en términos biomédicos, sino también en cuanto al reconocimiento de las diferentes formas de vulnerabilidad ética y psicosocial a la que se exponen las personas mayores.
Vulnerabilidad
Para el filósofo americano Richard Rorty (2002), el principal atributo que vincula a los hombres y mujeres en una comunidad de reconocimiento es la condición de vulnerabilidad, ante el dolor y la humillación (p. 41). En este sentido, la vulnerabilidad constituye “una expresión de la condición humana” (Luna, 2006, p. 1), si bien Kemp y Rendtorff (2000) la consideran la más característica de tales expresiones, y Lévinas (1961), una condición humana universal. En el contexto de la ética de la investigación, el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (cioms) define a las personas o grupos vulnerables como aquellos en incapacidad de proteger sus propios derechos e intereses; así, la condición de vulnerabilidad confiere a individuos y grupos específicos, distintos niveles de indefensión e inseguridad, lo cual los expone a un mayor riesgo de explotación y abusos (cioms y who, 2016).
Simonsen (2012, p. 171) define unos indicadores de vulnerabilidad en el contexto de la investigación biomédica:
Vulnerabilidad cognitiva/comunicativa.
Vulnerabilidad situacional.
Vulnerabilidad institucional.
Vulnerabilidad por subordinación.
Vulnerabilidad médica.
Vulnerabilidad económica.
Vulnerabilidad social.
Otras autoras comparten la visión de comprender la vulnerabilidad como una condición humana ontológica. Judith Butler (citada en Mackenzie et al., 2014) desarrolló el concepto de vulnerabilidad corporal, según el cual nuestro cuerpo y nuestros intereses están continuamente expuestos a las acciones de los otros (a través de la violencia, el abuso, el afecto, etc.) y nos confiere una condición de precariedad. Frente a esta situación, es necesaria la consolidación de un conjunto de obligaciones éticas y políticas indispensables para reducir los factores que aumentan dicha vulnerabilidad.
A partir de este concepto, la jurista americana Martha A. Fineman (2008) define la vulnerabilidad como “el aspecto universal, inevitable y duradero de la condición humana” (p. 1), desde lo cual formula una crítica a la idea de sujeto autónomo individualista propuesto el liberalismo anglosajón que confiere la responsabilidad de las desventajas al individuo; mientras que una política pública desde el reconocimiento del sujeto vulnerable hace hincapié en la responsabilidad por las desventajas a inequidades estructurales (citada en Mackenzie et al., 2014). La condición de vulnerabilidad debe ser entendida como un cúmulo de variables superpuestas que confieren distintos grados de precariedad a individuos y grupos humanos (Casado et al., 2016). Mackenzie et al. (2014) proponen, desde las éticas feministas, una taxonomía para entender el fenómeno moral de la vulnerabilidad:
Fuentes (dimensión sincrónica):
Inherente: guarda relación con la dimensión corporal, biológica, afectiva y relacional del individuo, así como con los repertorios de afrontamiento con los que este cuenta para hacer frente a las necesidades cambiantes del entorno. Se relaciona con el ciclo vital individual y familiar.
Situacional: es relativa al conjunto de variables contextuales (sociales, económicas, ambientales, políticas y laborales) en medio de las cuales se sitúa un individuo o un grupo concreto. Por ejemplo, en una situación en la que dos personas mayores tienen la misma edad cronológica (75 años), pueden compartir una vulnerabilidad intrínseca semejante, dada por el ciclo vital individual. No obstante, si uno de los dos cuenta con una red de apoyo, seguro médico y pensión laboral; mientras que su compañero no posee los mismos recursos, confiere a este último una dimensión adicional, contextual, de vulnerabilidad.
Patogénica: esta forma particular de vulnerabilidad situacional se manifiesta a partir de la configuración de relaciones asimétricas de poder, en las que uno de los actores no cuenta con los recursos suficientes para proteger sus propios intereses y necesidades. Este tipo particular de vulnerabilidad se puede presentar de dos formas: paternalismo y maltrato.
Estados (dimensión diacrónica):
Disposicional: se refiere a la identificación de un conjunto de factores de riesgo que es necesario intervenir oportunamente, para evitar la progresión de la vulnerabilidad intrínseca.
Ocurrente o incidental: corresponde a la materialización de factores de riesgo no identificados o no intervenidos, lo cual confiere a la persona un espectro mayor de vulnerabilidad.
Por ejemplo: un hombre y una mujer que comparten la misma edad cronológica (70 años) y ciclo vital individual y familiar. El hombre es abogado, vive con su esposa en una casa, tienen cuidador formal, seguro médico y pensión laboral. La mujer es iletrada, vive en una finca por el empleo de su esposo e hijo como mayordomos, ella realizaba labores domésticas, ordeñaba al ganado y su seguridad médica es subsidiada por el Estado. Ambos presentaron fractura intertrocantérea derecha secundaria a una caída y recibieron manejo quirúrgico. Al egreso, les dieron cita control y para terapia física; aun así, la mujer no logró completar las sesiones de terapia física y, por miedo a que se volviera a caer, no la dejaban levantarse de la cama y quedó con dependencia funcional severa; mientras que el hombre se rehabilitó de manera adecuada y recuperó su funcionalidad previa.
Vulnerabilidad patogénica: el paternalismo hacia las personas mayores
Una de las manifestaciones de la vulnerabilidad patogénica es el paternalismo. En la relación paternalista, una de las partes, quien ostenta mayor poder, define los intereses y las necesidades del otro sin contar con su autonomía ni con el desarrollo de sus capacidades humanas. Esta heteronomía se constata frecuentemente en el trato hacia las personas mayores, en las que la motivación por evitar cualquier tipo de daño implica la imposición de estrategias de vigilancia y control que tienden a subestimar su participación efectiva en los procesos de toma de decisiones. Una noción del envejecimiento basada en el modelo deficitario del “edadismo” desconoce las posibilidades de participación de las personas mayores, quienes son así infantilizados. La invalidación de la autonomía de las personas mayores conlleva, a su vez, el desconocimiento de su dignidad.
El principio de autonomía constituye la expresión práctica de la libertad humana, como condición intrínseca que se opone a toda forma de discriminación y dominación. Álvarez (2002) afirma que la capacidad de autonomía requiere tres condiciones: racionalidad, independencia y opciones relevantes:
La racionalidad integra un conjunto de habilidades funcionales necesarias para el despliegue de decisiones significativas para el agente moral. Estas habilidades funcionales (neurocognitivas y psicológicas) requieren un desarrollo gradual intrínseco, el cual, a su vez, se ve influenciado por diversos factores del entorno.
La independencia articula condiciones internas del sujeto (la capacidad para tomar distancia ante elementos influyentes del entorno) e intersubjetivas, pues la toma de decisiones independientes se da en función de otros agentes y circunstancias.
Joseph Raz (citado en Álvarez, 2015) hace hincapié en el rol de las opciones relevantes en el despliegue de la autonomía. El número y la calidad de las opciones disponibles para la expresión de las preferencias configura el espectro de la autonomía individual. Estas opciones constituyen una dimensión extrínseca al sujeto, y son relativas al contexto y a las relaciones concretas con individuos e instituciones.
La variación de estas condiciones está asociada con un mayor o menor grado de autonomía, lo cual puede incrementar la situación de vulnerabilidad en algunas personas y colectivos (Álvarez, 2015). En el contexto normativo catalán, por ejemplo, se ha implementado un conjunto de dispositivos legales de autoprotección, con el objetivo de mitigar estas diferencias y garantizar el respeto de los derechos de las personas mayores:
1 Autotutela: este instrumento legal permite al ciudadano designar, de manera anticipada, a la persona encargada de desempeñar el cargo tutelar.
2 Poderes preventivos: se equipara a un documento de voluntades anticipadas, el cual se hace efectivo cuando la competencia para la toma de decisiones del individuo se encuentra afectada.
3 Nombramiento de un asistente: mediante esta figura legal, la persona que sufre una discapacidad relativa puede solicitar a la autoridad judicial la designación de un asistente para la protección de sus intereses (Casado et al., 2016).
En Colombia, la Ley 1996 de 2019, “por medio de la cual se establece el régimen para el ejercicio de la capacidad legal de las personas con discapacidad mayores de edad”, afirma la presunción de competencia para la toma de decisiones de las personas con discapacidad, como sujetos de derechos y obligaciones, en igualdad de condiciones y sin discriminación. En este sentido, la ley desarrolla la figura del apoyo formal, como un conjunto de estrategias de asistencia para facilitar el ejercicio de la capacidad legal de estas personas, al tiempo que establece la directriz anticipada como un instrumento que permite, con antelación, la expresión de preferencias en decisiones relativas a negocios jurídicos. Estas directrices pueden formalizarse mediante cualquier medio de comunicación y son de obligatorio cumplimiento si su contenido es lícito (Ley 1996, 2019).
Con la expedición de la anterior ley se prohíbe iniciar o solicitar procesos de interdicción y se determina un plazo de 24 meses como periodo de transición para instaurar apoyo formal a la persona bajo sentencia judicial de interdicción (Ley 1996, 2019). Sin embargo, esto supone un problema en aquellos casos en que el individuo no se encuentra en capacidad de expresar su voluntad y preferencias (por ejemplo, discapacidad cognitiva severa, estados alterados de conciencia de carácter permanente, trastorno neurocognitivo mayor, etc.) y que ningún tipo de asistencia va a facilitar la toma de decisiones.
Vulnerabilidad patogénica: el maltrato a la persona mayor
El maltrato a la persona mayor es un problema social y de salud pública que debe ser caracterizado para avanzar en su prevención y tratamiento. La Organización Mundial de la Salud, las universidades de Toronto y de Ryerson y la Red Internacional para la Prevención del Maltrato al Anciano definen el maltrato como:
[…] un acto único o repetido que causa daño o sufrimiento a una persona de edad, o la falta de medidas apropiadas para evitarlo, que se produce en una relación basada en la confianza. Puede adoptar diversas formas, como el maltrato físico, psíquico, emocional o sexual, y el abuso de confianza en cuestiones económicas. También puede ser el resultado de la negligencia, sea esta intencional o no. (2002, p. 332)
La misma Organización Mundial de la Salud (2018) afirma que uno de cada diez adultos mayores ha sufrido maltrato o abuso; no obstante, los reportes sobre la magnitud del fenómeno son escasos y con seguridad estas cifras representan un subregistro del problema. Algunos estudios reportan tasas de prevalencia de abuso físico y psicológico entre el 27,9 % (Cooper et al., 2008) y el 55 % (Cooney y Mortimer, 1995). En otros estudios, el abuso psicológico es el más prevalente (62,3 %) (Yan y Kwok, 2011). Las distintas formas de maltrato, como negligencia, abandono, abuso sexual, maltrato económico, abuso físico, psicológico y violación de derechos (a la intimidad, al uso de sus bienes, ingreso involuntario, etc.) varían entre países y en diferentes entornos —en el domicilio, en hogares geriátricos o en instituciones hospitalarias— (Grupo de Trabajo de la Guía de Práctica Clínica sobre la Atención Integral a las Personas con Enfermedad de Alzheimer y Otras Demencias, 2010). En residencias de adultos mayores el maltrato puede asumir distintas modalidades: infantilización, deshumanización, despersonalización o victimización (Adams, 2012).
En Colombia, por ejemplo, en 2014 se reportaron 1414 casos de agresión a personas mayores, de los cuales el diagnóstico más frecuente fue politraumatismo (57,31 %), donde el principal agresor suele ser el hijo. La dependencia económica de la persona mayor ante el agresor dificulta la denuncia de la mayoría de los casos de maltrato (Fundación Saldarriaga Concha y HelpAge International, 2016). En México, un informe detectó maltrato psicológico como la principal forma de agresión. En Canadá se ha reportado maltrato emocional en el 7 % de los casos; físico, en el 1 %, y abuso económico, en el 1 %. En Chile, de un 20 % a un 30 % de adultos mayores han sido víctimas de distintas formas de maltrato, y en Estados Unidos, el 20 % (Grupo Centro de Referencia Nacional sobre Violencia, 2015).