Kitabı oku: «La subalternidad, lo excepcional y la guerra en Colombia (2005-2010)», sayfa 4

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Por una teoría crítica de la democracia

Una reflexión teórico-política sobre el presente en Colombia y en América Latina tiene la responsabilidad de enunciar lo particular de sus posiciones, pues es sabido que toda posición universal siempre es sospechosa de reducir la realidad a un solo punto de vista o de excluir de ella la diferencia (homogeneizando al ser social de la polis). Siendo así –y desde el punto de vista de la contemporaneidad– el debate teórico que proponemos se sitúa en el impasse de lo político, es decir, en una circunstancia según la cual las fuerzas sociales activas, así como los proyectos progresistas de transformación social deben medirse con sus condiciones de posibilidad e imposibilidad (López-Petit, 2012).

Se trata entonces de saber qué nos es posible hacer y qué no. De ahí que un debate crucial para la teoría política de la subalternidad sea aquel que señala las diferencias entre el poder de la soberanía y la potencia de la multitud. La razón por la cual este debate resulta tan fundamental para la política de izquierdas, porque se pone en juego una reflexión sobre la estrategia a seguir, concretamente, pone en discusión si las fuerzas activas del cuerpo social han de seguir una estrategia populista (que gira en torno a la lucha por la hegemonía) o si, por el contrario, han de seguir una estrategia autonomista (que se produce como fuga contrahegemónica). Por supuesto, estas dos estrategias distan mucho de ser dogmas impuestos por una racionalidad totalitaria instaurada por una razón política de corte universal pues, de manera distinta, ellas han aparecido como el reflejo de una necesidad histórica de los grupos y de las clases marginadas por las estructuras sociales del capitalismo moderno colonial.

A propósito de esta discusión en torno a las estrategias populistas y a las estrategias autonomistas como dos opciones para una política de izquierdas, –política que, históricamente, ha pretendido encarnar una praxis anticapitalista y democrática–, intelectuales de la rama de la cartografía, como Gago, Sztulwark y Picotto (2014) se han referido al “populismo” y a la “autonomía” como dos claves teórico-prácticas importantísimas para una política del presente. Por un lado nos dicen que si bien las “estrategias populistas” –dando expresión a una profunda insatisfacción colectiva y a una rebelión biopolítica de las multitudes en contra de la racionalidad del neoliberalismo– se han mostrado a favor de una mayor ampliación de los derechos sociales, dichas estrategias han terminado por querer organizar el conjunto de las expectativas políticas en torno a la recreación de lo que podrían considerarse como “soberanías novedosas” (el “bolivarianismo chavista” es un ejemplo claro de ello). Naturalmente, la pregunta que estaríamos obligados a hacernos sería: ¿cuál es el problema con esto?

Los autores mencionados aseguran, en primer lugar, que el error más notorio de las estrategias populistas ha consistido en concebir la fuerza política del neoliberalismo bajo un lente que es totalmente tradicional y simplificador pues, en vez de concebirlo como un “dispositivo gubernamental” –cuyos mecanismos funcionarían, por igual, a un nivel macropolítico como a un nivel micropolítico–, lo consideran como si fuese solamente una suerte de discurso falaz que es favorable a los grupos y a las clases dominantes.

En segundo lugar, advierten que la estrategia populista no cesa de considerar el “tejido social” desde arriba (subordinándolo a las lógicas del Estado) y no como una dinámica que, desde abajo, hace de la autonomía algo fundamental para cualquier proyecto –parcial o radical– de transformación democrática del cuerpo social. En tercer y último lugar, nos dicen que las instituciones de las “soberanías novedosas” –a pesar de su férrea oposición al imperialismo– han seguido operando en el marco estructural sistémico de la governance que regula el mercado mundial (Gago, Sztulwark y Picotto, 2014).

Como resulta evidente, estas tres observaciones críticas a propósito de las estrategias populistas señalan todo un conjunto de problemas que les son consustanciales; en ellos se pone de manifiesto el cerco que el poder soberano impone a la praxis multitudinaria y manifiestan también el hecho de que una reconfiguración democrática de las formas de reconocimiento, redistribución y participación adoptadas no han sido suficientes como para que todos aquellos que han sido marginados o condenados por la historia superen, por fin, su condición de subalternidad.

Por supuesto, la importancia histórica de estas observaciones se debe, además, al hecho de que en la actualidad la geopolítica latinoamericana está experimentando procesos de regresión histórico-política que nos hacen pensar en las consecuencias globales que se pueden derivar de los errores cometidos por los gobiernos “progresistas” en países como Argentina, Brasil o Venezuela, así como en las insuficiencias de la estrategia populista asumida por el llamado “socialismo del siglo XXI”.

He ahí por qué nos es necesario repensar y someter a discusión, una vez más, el significado actual de la democracia y de reflexionar colectivamente, sobre la necesidad de hacer de ella un método práctico teórico para la recreación afirmativa de lo común. Se trata entonces de saber cuáles son las condiciones bajo las cuales una praxis democrática puede, efectivamente, introyectar en la conditio de la subalternidad un eros multitudinario, es decir, un deseo de innovación ontológica, de cooperación y comunicación productiva, en síntesis, de revolución biopolítica del cuerpo político y social.

Si es cierto que la “democracia” es el buen gobierno de las diferencias, por las diferencias y para las diferencias (Zuleta, 1995), entonces ella es una clave fundamental para la superación o subversión de la homogeneización instaurada por la captura imperial del Ser bajo el programa capitalista-neoliberal. En este sentido, no somos lo suficientemente conformistas como para aspirar a una democracia representativa, participativa o radical, sino que –a la manera como aparece en el pensamiento spinoziano– aspiramos una democracia absoluta13.

En razón de lo anterior, parece inevitable que –a causa de la naturaleza específica de los problemas mencionados– abordemos el debate sobre la democracia de las multitudes tomando en cuenta la distancia teórico-práctica que concebimos en torno al ejercicio de los “populistas” y de los “autonomistas”, por tanto, de la distancia teórico-práctica que encontramos entre las estrategias que apuntan a la conquista del poder soberano y las estrategias que apuntan hacia el desarrollo de las potencias de la multitud.

Valga decir que, de entrada, no creemos que esta “distancia” se reduzca a un conflicto de interpretaciones –ya que ella no pretende, única y exclusivamente, poner en juego el conjunto de las perspectivas–; de manera distinta, creemos que esa “distancia” se basa en la aplicación racional y creativa de una determinada praxis política (que posee un entendimiento y una sensibilidad históricas) en el terreno de una disputa democrática de las multitudes (ciudadanas, comunitarias o populares) frente a la hegemonía del programa capitalista neoliberal.

La estrategia populista o la conquista del soberano

Hay quienes creen que la política debe ser entendida como la expresión de un “conflicto de intereses” y que, por esa razón, la acción política consiste, ante todo, en la instalación de una “hegemonía”, coaligando distintas demandas en torno a la convergencia de una pluralidad de fuerzas; esta convergencia debe ser capaz de abrir un espacio nuevo en la cultura, así como también en el control de la forma Estado y los aparatos de Estado. Es conocida la influencia del marxismo gramsciano sobre esta perspectiva teórico-política y la renovación deconstructiva que sobre ella ha ejercido la obra conjunta de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau (1987).

En esta última, el marxismo (como teoría general) va a ser resituado (como teoría parcial) en el contexto del giro lingüístico para hacer ver la lucha por la hegemonía como una estrategia de subjetivación, por tanto, como una forma de introyectar en el sujeto un determinado proyecto histórico. El proyecto al que se refieren los autores mencionados es, como se sabe, al proyecto socialista; pero, conscientes de la deuda histórica del socialismo real, la estrategia socialista es descrita en los términos de una democracia radical, es decir, en clave de una razón política, a la vez, libertaria y pluralista. Al decir de estos autores, se trata de una teoría “posmarxista” de la democracia.

Ahora bien, según la perspectiva propuesta por Mouffe y Laclau, la mediación entre la lucha de intereses y la articulación hegemónica como clave de la subjetivación política queda a cargo de la producción discursiva. Siendo así, el sentido de las luchas políticas –consideradas en una coyuntura específica– surge entonces a partir de una “lógica combinatoria” (una lógica equivalencial-diferencial) con la que las demandas en juego logran o no constituirse políticamente. De esta manera y dejando a un lado la idea de la “revolución” como algo que resulta incompatible con una propuesta que (como la de ellos) aspira a una democracia radical, se asumirá la lógica combinatoria como el equivalente analítico de la “lógica democrática”. Esta última aparece como negatividad respecto del proyecto hegemónico, por lo cual, la democracia pareciera operar como un dispositivo de neutralización antifascista o antitotalitario. A propósito, Ernesto Laclau decía que:

La construcción de una cadena de equivalencias a partir de una dispersión de demandas fragmentarias y su unificación en torno a posiciones populares que operan como significantes vacíos no es en sí misma totalitaria, sino la condición misma de la construcción de una voluntad colectiva que, en muchos casos, puede ser profundamente democrática. (Laclau, 2008, p. 209)

Como se lee, lo que hace la cadena de equivalencias es hacer converger la diferencia en torno a posicionalidades populares cuyo centro vacío puede ser, eventualmente, ocupado por cualquiera de los sujetos involucrados en la disputa por la hegemonía; este centro vacío susceptible de ser llenado por cualquiera y al mismo tiempo susceptible de no poder ser llenado nunca, es lo que puede garantizar la inclusión de la diferencia y la exclusión de todo antipluralismo.

De ahí que, según Laclau, en democracia exista la necesidad de una comunicación entre “demandas equivalenciales” –susceptibles de ser incorporadas en una cadena de equivalencias– que defina los elementos discursivos que han de ser considerados como relevantes para una determinada situación política lo que conocemos como “significantes flotantes” y el modo en que esos elementos puedan desplegar, a la vez, tanto su significación universal como su significación particular.

El carácter democrático de esta articulación discursiva de la diferencia según sus posicionalidades populares consiste en el hecho de que señala la problemática de “lo común” como una estrategia discursiva y en torno de una especie de determinación circunstancial más asociada al juego del sentido que a la situación ontológica del sujeto; de acuerdo con ello, prima el juego “agonístico” de la pluralidad social sobre la condición que señala el antagonismo como realidad material del sujeto histórico. Una vez más, la “lógica democrática” aparece aquí como un método de articulación que se opone a la clausura del sistema político, a la absolutización del proyecto hegemónico y en este sentido, como una alternativa político-estratégica para los grupos y clases subalternas.

Ahora bien, esta comprensión hegemónico-discursiva de la política (como es evidente) tiende a desenvolverse en favor de una categoría sociológica que es muy específica, a saber, la categoría de los “intelectuales”; de aquí que tanto la lucha por la hegemonía como la lucha contrahegemónica dependa por completo de la capacidad de articulación comunicativa que estos últimos puedan tener.

Desde Gramsci (1967), la función de los intelectuales ha sido la de articular la infraestructura objetiva de la producción a las superestructuras subjetivas; con ello la teoría política marxista incorporaba como elemento teórico la praxis concreta de aquel que posee saberes o conocimientos. Por eso la cuestión del “¿qué hacer?” queda sugerida en la convicción democrática según la cual “todos los hombres son filósofos”, que es lo mismo que decir que todos los hombres están en la capacidad de ejercer el rol de intelectuales. La praxis política (como actividad intelectual) debe ser la de contribuir a la fabricación de las cadenas de equivalencias y de este modo, a la articulación hegemónica de los intereses de la subalternidad.

Pero ¿qué consecuencias tiene esta lógica democrática del populismo para la praxis democrática en relación con la conditio subalterna? Pues bien, todo parece indicarnos que, por un lado, la determinación de lo común a través de un equivalente que es configurado como significante vacío permite, al menos, combatir toda forma de dogmatismo ya que en él queda garantizada (bajo condiciones democráticas) la movilidad de los significantes y con ella, la mutación de sus significados.

Si desde Antonio Gramsci hasta los estudios subalternos de la India, el concepto de la “subalternidad” ha designado una tensión subjetiva y objetiva entre, la identificación del sujeto con el ser que le concede la dominación y por otro, su rechazo consciente y espontáneo (Modonesi, 2010c), entonces la cadena de equivalencias supone la posibilidad de que la subalternidad pueda presentarse como conditio común de los sujetos que han sido marginados o condenados por la historia: desde un punto de vista democrático, se abre la posibilidad para una inclusión (al menos parcial) de la alteridad en un proyecto histórico de emancipación y liberación; desde un punto de vista subalterno, se abre la posibilidad para el desarrollo de una consciencia de la conditio común y con ella, una autoconciencia de lo que es esencial a la conditio subalterna así como de lo que es necesario para su superación.

La autonomía o las potencias multitudinarias

De manera diferente a los partidarios del populismo, hay también quienes poseen otras imágenes conceptuales que, inspiradas en políticas libertarias, nos dan luces sobre lo que es necesario para asumir políticamente el presente. Se trata entonces de una política otra: otredad que no se reduce a una diferencia de tácticas y estrategia, sino que, de modo distinto, involucra otro tipo de imágenes mentales y de sensibilidades corporales. La política no aparece aquí como si se tratase de un conflicto de intereses o de la instalación de una hegemonía; se trata más de lo que, parafraseando a Peter Pál Pelbart (2009), podríamos llamar una “política de la deserción”.

A propósito de ello, Michael Hardt y Antonio Negri han construido un corpus teórico en el que el concepto de la “biopolítica” toma distancia respecto de su inscripción inicial en la obra foucaultiana (Salinas Araya, 2014). En primer lugar, la “biopolítica” como producción de la vida social establece una relativa indistinción entre lo económico, lo social y lo cultural y con ello, intenta dar un paso más allá de la analítica estructuralista de la sociedad como totalidad orgánica. En segundo lugar, esa “biopolítica” es pensada como una política conducida por la vida social; de ahí que, en su interior, no haya una distinción entre lo político y lo social.

Siendo así, la biopolítica aparece como la producción de la vida social, por tanto, como totalización que trasciende el concepto biológico y mantiene la metáfora del cuerpo social y político. He aquí una nueva relación con lo heterogéneo, con la diferencia como expresiones de una metamorfosis constante de lo social y de lo político; esto es así porque la soberanía imperial del capital crea el mismo mundo que habita sin distinciones entre lo que está dentro y fuera de la política: el imperio encarna la captura política de la vida social. He ahí también la capacidad creativa y productiva del “biopoder” en la fase neoliberal. Pero lo importante es que en él esta creatividad y esta productividad inhiben cualquier totalización paradigmática del poder e impide que se hable de él como si se tratase de un sistema mundo petrificado bajo la figura de una totalidad clausurada.

Ahora bien, Hardt y Negri establecen una distinción conceptual entre “biopoder” y “biopolítica”, según la cual el primero es la forma en que el poder obra sobre la vida y la segunda como la forma en que la vida se resiste a él. He ahí el porqué, en ambos casos, lo que se encuentra en juego es precisamente la inhibición o la potenciación de la vida:

La perspectiva de la resistencia aclara la diferencia entre estos dos poderes: el biopoder contra el que luchamos no es comparable en su naturaleza o forma con el poder de la vida mediante el cual defendemos y buscamos nuestra libertad. Para marcar esta diferencia entre los dos “poderes de la vida”, adoptamos una distinción terminológica, sugerida por los escritos de Foucault, pero no usada coherentemente por éste, entre biopoder y biopolítica, donde el primero puede definirse (con cierta tosquedad) como poder sobre la vida y el segundo como el poder de la vida de resistir y determinar una producción alternativa de subjetividad. (Hardt y Negri, 2004, p. 72)

Tenemos, por un lado, el biopoder como poder constituido que se abalanza sobre la vida para controlarla y domesticarla y por otro, la biopolítica como potencia constituyente que no cesa de sacudirse toda fuerza que pretenda anular su movimiento. Siendo así, el carácter del protreptikos (o “exhortación”) nos invita entonces al activismo y con ello, se nos propone una especie de devenir afirmativo de la biopolítica, así como un devenir vitalista del pensamiento político. Lo que esta perspectiva nos propone considerar, en el fondo, el modo en el que la vida, resistiendo al dominio del biopoder, se ha convertido en un “contrapoder”. De ahí que las potencias de la multitud sean presentadas como reapropiación del deseo y proyección erótica del ser colectivo, más allá de la ontología (o estructura del presente), en un horizonte de innovación ontológica del ser. A propósito de ello, Hardt y Negri escriben lo siguiente:

Nuestra lectura no solo identifica la biopolítica con las potencias productivas, localizadas, de la vida -es decir, la producción de afectos y lenguajes a través de la cooperación social y de la interacción de cuerpos y deseos, la invención de nuevas formas de la relación con uno mismo y con los demás, etc., sino que afirma también la biopolítica como la creación de nuevas subjetividades que se presentan a la vez como resistencia y como desubjetivación. (Hardt y Negri, 2011, pp. 73-74)

De acuerdo con estas palabras, Negri y Hardt nos proponen pensar una biopolítica afirmativa y para ello, nos sugieren considerar la existencia de un nuevo sujeto político. Sin embargo, así como el biopoder se ha trasladado de su función en el cuerpo individual al cuerpo homogeneizante de las poblaciones, este sujeto de la biopolítica que no cesa de resistirse al biopoder será, antes que nada, un sujeto heterogéneo, a saber, la “multitud”.

En tanto concepto que designa lo contrario a toda forma de determinación exterior del ser –por cuanto señala una potencia infinita de recreación ontológica–, con él los autores toman distancia crítica frente a las figuras de lo uno, sustrayéndose al juego de las identidades con el que se suelen anular las multiplicidades y las diferencias. En efecto, esta política de las diferencias busca, ante todo, rescatar las singularidades y afirmarlas conforme a su radical inmanencia. He aquí por qué puede tratarse el significado de la “multitud” como un sinónimo de la “autonomía”.

Pero ¿qué quiere decir esto? que la multitud no es equivalente a una suma de individuos que actúan bajo la dirección de un individuo o de un colectivo, sino que, de manera distinta, hace referencia a una multiplicidad autoorganizada que orienta su actividad en torno a “lo común”; siendo así, la multitud deviene una especie de “contrapoder” cuyas facetas o dimensiones históricas son la “resistencia”, la “insurrección” y el “poder constituyente” (Hardt y Negri, 2002b).

La multitud es lo que se opone al dominio del imperio y para ello asume la forma política –propiamente spinozista– de una “democracia absoluta”: por una parte, esta concepción que los autores tienen de la democracia se aparta de la tradición filosófico-política que ha sido hegemónica en Occidente; por otra, el sujeto político (la multitud) deviene, en cierto sentido, un proyecto, una inserción del futuro en el presente. Pero ¿cuál proyecto? eso a lo que Hardt y Negri (2011) llaman Commonwealth (o “república del común”), una formación política por completo opuesta a la formación moderno colonial racista del proyecto imperial actual. También la necesidad de un nuevo vocabulario político para pensar nuestro presente y el proyecto disutópico de su porvenir.

Ahora bien, como política de la deserción, como democracia de lo común y como potencia de la multitud, la autonomía rechaza radicalmente la idea de un consenso; esta política libertaria se instala allí en donde le es posible emprender una “fuga”. Más acá de la secuencia conflicto lingüística estructural hegemonía posneoliberal (que es lo propio de la lucha por la hegemonía), esta política se sitúa en una secuencia más parecida a la “fuga-mapa” de nuevos afectos, por tanto, a la creación de nuevos agenciamientos o territorios existenciales.

La autonomía es, pues –recogiendo incluso los aportes teóricos hechos por Cornelius Castoriadis y Claude Lefort–, la palabra que describe la cuádruple dimensión del nacimiento del sujeto, a saber, el “medio”, el “fin,” el “proceso” y la “prefiguración” de su propio proyecto (Modonesi, 2010d). Sin embargo –y para efectos de una coordinación entre las estrategias de la subalternidad– esta política libertaria es perfectamente consciente de que tanto el “populismo” como el “autonomismo” tienen serias limitaciones. Como bien lo señalaban Gago, Sztulwark y Picotto (2014), el primero logra tener un control del Estado, pero no logra apartarse definitivamente del neoliberalismo mientras que, el segundo, logra apartarse del neoliberalismo, pero no logra estructurar procesos sociopolíticos capaces de mantenerse en el tiempo. En ambos casos, las limitaciones del proyecto requieren que podamos pensar, cada vez con una mayor lucidez, las “prácticas constituyentes”, es decir, las prácticas de “democracia absoluta” que nos permitan (a unos y a otras) superar el sistema de dominio capitalista neoliberal.

Por último, es cierto que no podemos reducir las prácticas sociales a meras demandas ni la pluralidad de los procesos políticos a la forma unificada y formalista de la hegemonía. Sin embargo, nos es posible reconocer lo que hay de “avance táctico” en las políticas de los gobiernos progresistas (o populistas) de Sudamérica sin por ello tener que comprometernos con la gubernamentalidad neodesarrollista que ese progresismo representa pues, una actitud semejante, devaluaría toda tentativa por replantear y superar sus límites. La praxis de los grupos y clases subalternas tiene en este debate un campo fecundo para la creación teórica y práctica del ser colectivo, para la innovación política de aquello que, ante nuestros ojos, aparece como el signo de lo común.

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