Kitabı oku: «Razonamiento jurídico y ciencias cognitivas», sayfa 3

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Por su parte, la tesis que trata de reducir lo que debemos hacer a aquello que es bueno para la supervivencia de la especie se enfrenta a la obvia objeción de que viola la ley de Hume: pasa de descripciones acerca de lo que es evolutivamente útil a prescripciones acerca de qué debemos hacer o cómo debemos vivir. Por ello, los autores que defienden esta postura tratan de argumentar contra la validez de la ley de Hume. Examinemos con más detalle estos argumentos.

3.3. Me parece que los argumentos que usualmente se esgrimen contra la ley de Hume suelen ser de dos tipos:

1) El primer tipo es el de los argumentos basados en contraejemplos: una manera frecuente de mostrar que es posible fundar normas o valores en descripciones consiste en presentar ejemplos de argumentos en los que aparentemente se realiza esta derivación. Esta es la estrategia seguida, en un famoso artículo, por John Searle (SEARLE, 1980: 178-201). Entre los neuroéticos también se ha recurrido a este tipo de argumentos. Marc Hauser, por ejemplo, propone el siguiente:

Hecho: la única diferencia entre un médico que aplica anestesia a una criatura y otro que no se la aplica es que, sin ella, el niño sufrirá enormemente en el curso de una operación. La anestesia no tendrá ningún efecto pernicioso para el niño, sino que le hará perder temporalmente la conciencia y la sensación de dolor. Luego despertará, una vez acabada la operación, sin ninguna secuela negativa y con mejor salud, gracias al trabajo del médico.

Juicio valorativo: por consiguiente, el médico debe administrar anestesia al niño (HAUSER, 2008: 28).

Sin embargo, este tipo de argumentos parecen incurrir en uno de los siguientes errores: o bien confunden lo que es bueno o debido desde un punto de vista técnico con lo que es bueno o debido desde un punto de vista moral o normativo, o bien presentan como un argumento completo lo que en realidad es un argumento entimemático que incluye una premisa oculta, que es precisamente la norma o la valoración de la que se deriva la conclusión.

Para evitar el primer error hay que advertir que no siempre que un enunciado incluye el término “deber” es un genuino enunciado normativo. A veces, “debe” expresa una conjetura (“debe ser así” puede significar “probablemente es así”); otras veces, se puede sustituir por “tiene que” y expresa una necesidad práctica. Es importante distinguir entre deberes deónticos o genuinos y deberes técnicos, prudenciales o necesidades prácticas. Muchos de los ejemplos que se ofrecen como derivación de “debe” a partir de “es” no concluyen genuinos deberes deónticos, sino necesidades prácticas. Como señala von Wright,

… [podemos] encontrar dos respuestas principales a la cuestión de por qué una cierta cosa debe o puede o no tiene que ser hecha. Una es que existe una norma ordenando o permitiendo o prohibiendo la realización de esa cosa. La otra es decir que los fines y las conexiones necesarias hacen (o no) la realización u omisión de esa cosa una necesidad práctica (VON WRIGHT, 1963: 74).

Por lo que respecta al segundo error, es fácil darse cuenta de que muchas veces los argumentos que formulamos en contextos cotidianos no incluyen todas sus premisas. Es, incluso, factible pensar que en algunos casos es imposible en la práctica enunciar todas las premisas necesarias para llegar a la conclusión. Pero de ello lo que se sigue es la derrotabilidad o revisabilidad de la conclusión, no que su corrección no dependa de la premisa implícita. El ejemplo de Hauser presupone, para su corrección, una premisa según la cual se debe evitar el sufrimiento innecesario.

(2) El segundo tipo de argumentos restringe la ley de Hume a los argumentos deductivos: se afirma que lo que la ley de Hume proscribe es derivar deductivamente un deber ser a partir del ser, pero que existen otro tipo de inferencias aceptables, como la inducción o la inferencia a la mejor explicación, por medio de las cuales sí se puede pasar de descripciones de hechos a normas (CASEBEER, 2003: 482; CHURCHLAND, 2012: cap. 1). Una manera de defender que la ley de Hume se refiere exclusivamente a inferencias deductivas consiste en entenderla como una consecuencia del principio de conservación de la lógica: en una deducción no es posible que se concluya algo que no estuviera incluido ya en las premisas. Las deducciones pueden hacer que seamos conscientes de un dato nuevo, pero este se encontraba ya en las premisas. Por ello, solo de proposiciones descriptivas no podemos deducir enunciados de deber ser. Esto ocurre con cualquier cosa. Como observa Pigden, “existe un salto similar entre las conclusiones sobre los erizos y las premisas que no hacen mención de ellos. No se pueden obtener conclusiones sobre ‘erizos’ a partir de premisas carentes de erizos (al menos no solo por la lógica)” (PIGDEN, 2004: 570). Ahora bien, a diferencia de las deducciones, las inducciones y las abducciones sí amplían nuestro conocimiento, por lo que no rige para ellas el principio de conservación. Por tanto, si la ley de Hume es solo una manifestación del principio de conservación de los argumentos deductivos, entonces tienen razón los que sostienen que esta no es aplicable a las inferencias no deductivas.

¿Pero es solo eso la ley de Hume? Probablemente, no. Puede sostenerse que entre enunciados descriptivos y enunciados normativos existen importantes diferencias –a veces se habla de un “abismo lógico” entre ellos, o entre hechos, por un lado, y normas y valores, por otro–: así, los enunciados descriptivos tienen una dirección de ajuste8 descendente (esto es, palabras-a-mundo: se pretende que las palabras se ajusten al mundo) mientras que los enunciados normativos tienen una dirección de ajuste ascendente (esto es, mundo-a-palabras: se pretende que el mundo se ajuste a las palabras). Los enunciados descriptivos son verdaderos o falsos, mientras que las normas o valores no lo son. Los enunciados que expresan deberes presuponen un punto de vista interno, en el que los términos deónticos (obligatorio, prohibido) son usados, mientras que si una descripción se refiere a una norma o a un deber, lo hace desde un punto de vista externo en el que los términos deónticos son solo mencionados. Todas estas diferencias entre descripciones y normas hacen que las primeras no puedan servir de razones, ni expresar razones, para justificar las segundas. No es solo que una justificación deductiva requiera que entre las premisas esté aquello que se quiere deducir, es que –aun cuando se admita que la inducción o la abducción puedan tener alcance justificatorio– ningún enunciado descriptivo puede, por sí solo, ser una razón que justifique un enunciado prescriptivo. Puede aportar una razón explicativa de por qué aceptamos ciertas normas o valores; puede ser también una razón explicativa o, incluso, justificatoria de otros enunciados descriptivos. Pero si se quiere concluir la justificación de una norma a partir de descripciones y por medio de argumentos no deductivos, se tiene la carga de la prueba. Y es interesante observar que los neuroéticos no lo han hecho.

3.4. Si las anteriores consideraciones son correctas, cuando se propone que debemos seguir aquellas pautas de conducta que tienen un valor adaptativo, o bien simplemente estas se recomiendan como medidas prudenciales para mantener la supervivencia de la especie humana, pero entonces no tienen carácter moral, o bien se asume que la supervivencia de la especie es un fin moralmente valioso, en cuyo caso la normatividad no viene de los hechos, sino de esta asunción valorativa. ¿Quiere decir todo lo anterior que la neurociencia no puede aportar nada relevante para la comprensión de la normatividad? Esta sería una conclusión equivocada. Todo razonamiento práctico-normativo (esto es, si no se trata de necesidades prácticas o deberes técnicos) tiene una premisa normativa y una premisa fáctica. La neurociencia puede contribuir al establecimiento de esta premisa fáctica y, más aún, si asumimos el principio “debe implica puede”, puede establecer límites a las normas que tiene sentido establecer: esto es, la neuroética podría ayudarnos a entender cuál es el espacio de la moralidad. Pero no puede justificar por sí sola las respuestas a los problemas éticos.

4. ALGUNOS PROBLEMAS DE LA NATURALIZACIÓN DE LA MENTE

4.1. El intento de naturalizar la mente plantea también importantes objeciones filosóficas. Aquí me referiré a dos de ellas, que podemos llamar la “objeción eliminacionista” y la “objeción de la prioridad epistémica” de lo mental sobre lo neuronal” (señalada por G. H. von Wright).

De acuerdo con el primer argumento, las propuestas más radicales de naturalización de la mente basadas en las aportaciones de la neurociencia identifican dos fenómenos que, en realidad, son distintos: la mente y el cerebro. Por ejemplo, para los defensores de la tesis de la identidad entre estados mentales y estados cerebrales todos los conceptos mentales pueden (o podrán) ser traducidos al lenguaje de los estados cerebrales sin ninguna pérdida significativa y, por tanto, la psicología puede traducirse por completo al lenguaje de la neurociencia. A lo sumo, el reductivismo acepta que puede ser útil que sigamos hablando de deseos, creencias, etc. y mantengamos una “psicología popular” (el eliminacionismo ni siquiera admite esto), pero solo como un lenguaje no científico y siendo conscientes de que hace referencia a entidades inexistentes (MOYA, 2006; CHURCHLAND, 1999).

Muchos autores han señalado que esta es una postura excesivamente radical9. Los estados mentales tienen ciertos rasgos (en lo que sigue me referiré a ellos como “las propiedades de lo mental”) que parecen encajar mal en una concepción materialista y naturalizada del ser humano. En primer lugar, nuestros estados mentales nos son accesibles a nosotros mismos, por introspección, de una manera directa, al margen de la evidencia empírica y de inferencias a partir de ella (es el rasgo de la conciencia). En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, hay cierta diferencia cualitativa en la manera como emergen en mi conciencia los dolores, deseos o preocupaciones, o en la manera como experimento escuchar un concierto de Bach o el sabor de un trozo de chocolate. Puede decirse, entonces, que estos estados mentales se corresponden con diferentes sensaciones internas, que los filósofos –en analogía con el término quanto usado en física– llaman qualia. En tercer lugar, muchos estados mentales (las creencias, las intenciones, etc.) poseen un contenido, un significado, versan sobre otros hechos (es el rasgo de la “intencionalidad” o “contenido mental”). En cuarto lugar, los estados mentales se relacionan con nuestra conducta externa, pareciendo tener eficacia causal sobre ella, pero no en virtud de su dimensión física, sino de su contenido representacional (es el fenómeno de la causación mental). Consciencia, carácter cualitativo, contenido representacional y eficacia causal son cuatro características de la mente que no es evidente que puedan explicarse por referencia exclusiva a procesos físico-químicos y leyes empíricas. Supongamos que la mente se identifica con el cerebro y que los estados mentales son conexiones eléctricas, físicas o químicas entre neuronas: ¿cómo es posible que algo material, físico, nos resulte accesible sin observación externa y posea un contenido semántico?10. Y si la mente no forma parte del mundo físico, ¿cómo puede interactuar causalmente con él?

La alternativa parece ser, entonces, mantener el dualismo cartesiano mente-cerebro o asumir el materialismo reductivista, con lo que habría que llevar los estados mentales al terreno de la normatividad: se verían como ficciones normativas que deben presumirse en ciertas circunstancias, sin importar su correspondencia con estados subjetivos de los agentes, pues tales estados en realidad no existen como entidades mentales. Sin embargo, hay una salida a este dilema, porque el materialismo no tiene por qué ser eliminacionista o reductivista. Un tipo de materialismo no reductivista es el emergentismo de autores como John Searle o Mario Bunge (BUNGE, 2002).

El emergentismo es una postura materialista que identifica los estados mentales con propiedades emergentes o sistémicas, es decir, propiedades que surgen a partir de cierto grado de complejidad de un sistema. Son propiedades del conjunto del sistema, pero no de cada una de sus partes. Para explicar qué es una propiedad emergente John Searle recurre al siguiente ejemplo:

Supongamos que tenemos un sistema S, compuesto de los elementos a, b, c... Por ejemplo, S podría ser una piedra y los elementos podrían ser moléculas. En general, habrá rasgos de S que no son, o no necesariamente, rasgos de a, b, c... Por ejemplo, S podría pesar 20 kilogramos, sin que las moléculas individualmente pesen 20 kilogramos. Denominemos a estos rasgos ‘rasgos del sistema’. Algunos rasgos del sistema pueden ser deducidos, o determinados, o calculados a partir de los rasgos a, b, c..., simplemente por la forma en que se componen y ordenan (y, a veces, por sus relaciones con el entorno). Ejemplos de ellos serían la forma, el peso y la velocidad. Pero algunos otros rasgos del sistema no pueden ser determinados solo a partir de los elementos que los componen y de las relaciones con el entorno: han de ser explicados a partir de las relaciones entre los elementos. Llamémosles ‘rasgos del sistema causalmente emergentes’. La solidez, la liquidez y la transparencia son ejemplos de rasgos del sistema causalmente emergentes (SEARLE, 1996: 121).

De manera que, para Searle, una propiedad emergente es una propiedad que surge a partir de los elementos que componen el sistema, de las relaciones del sistema con el entorno y –esto parece lo decisivo– de las relaciones de esos elementos entre sí. Los estados mentales se identifican con propiedades emergentes de los cerebros. Los cerebros son sistemas físicos que han ido adquiriendo complejidad a lo largo de su historia evolutiva. El naturalismo biológico es descrito por Searle a partir de cuatro tesis: 1) Los estados mentales, con su ontología subjetiva de primera persona, son fenómenos reales del mundo real; 2) Los estados mentales son causados en su totalidad por procesos neurobiológicos de nivel inferior localizados en el cerebro; 3) Los estados mentales son rasgos del sistema cerebral en su conjunto y existen, por tanto, en un nivel superior al de las neuronas y sus sinapsis (“Por sí misma –dice Searle–, una neurona no es consciente, pero las partes del sistema cerebral compuestas por ella sí lo son”), y 4) Los estados mentales, en la medida en que son reales, tienen eficacia causal (“Mi sed consciente, por ejemplo, me lleva a tomar agua”) (SEARLE, 2006: 147-148).

El materialismo emergentista no es reductivista. De acuerdo con Searle, aunque los estados mentales pueden ser reducidos causalmente a –en el sentido de explicados por– los componentes del cerebro y sus relaciones, esta explicación no es suficiente, porque lo característico de lo mental es que es un fenómeno en primera persona, requiere un lenguaje subjetivo que no puede ser descrito con el lenguaje objetivo de la neurociencia. El emergentismo es un monismo en cuanto a la sustancia, pero mantiene un dualismo de propiedades, siendo las propiedades mentales irreductibles a propiedades físicas o neuronales. La neurociencia, si esta es una visión correcta de la relación entre lo cerebral y lo mental, no puede reemplazar a la psicología, pero es necesaria para explicar la relación causal entre lo neuronal y lo mental.

4.2. El segundo argumento contra la naturalización reductivista de la mente a la neurociencia es el que he llamado “prioridad epistémica de lo mental sobre lo neuronal”, señalada por G. H. von Wright.

Como hemos visto, lo que los neurocientíficos parecen decir muchas veces es que hay correlatos empíricos (neuronales) de los estados mentales y que una vez conocida esta correlación la conducta humana se podrá explicar completamente en términos del sustrato neuronal. Lo que von Wright pretende, por el contrario, es mostrar que no se pueden eliminar los estados mentales de las explicaciones de la conducta11.

De acuerdo con von Wright el estudio de los fenómenos mentales, esto es, la psicología científica, puede realizarse desde tres enfoques distintos: el primer enfoque consiste en analizar lo mental desde el punto de vista de la introspección o “auto-observación”. Los estados mentales se caracterizan porque no son intersubjetivamente observables y, en ese sentido, no son objetivos; son “propiedad privada del sujeto que los tiene”, que dispone de un acceso directo a los mismos (sabemos, sin necesidad de observarnos “desde fuera”, qué intenciones tenemos, qué creencias sostenemos, qué emociones experimentamos, etc.). A este enfoque lo podemos llamar la “psicología de la consciencia” (la cual a veces se ha denominado también, en un sentido despectivo, “psicología popular”). Pero lo mental tiene un sustrato físico o corporal, que a su vez presenta otros dos aspectos: lo mental, por un lado, se expresa en la conducta, en los movimientos corporales del sujeto y los cambios que producen en el mundo; y, al mismo tiempo, también está constituido por sucesos intracorporales que el sujeto no puede, en principio, observar en sí mismo: los fenómenos neuronales que ocurren en el cerebro del sujeto. Al primer aspecto, von Wright lo llama el aspecto conductual de lo mental; al segundo, el aspecto neuronal. La psicología que se desarrolla estudiando el primer aspecto es la psicología de la conducta o conductista; la que se desarrolla analizando el segundo aspecto es la neuropsicología.

Como señala von Wright, las tres ramas de la psicología “no se llevan bien” y la psicología de la conducta y la neuropsicología sospechan de la psicología de la consciencia, hasta el punto de que han pretendido eliminarla. El conductivismo clásico de John B. Watson intentó reducir la psicología de la consciencia a la conductista, sosteniendo que la consciencia y los estados mentales no existen y son solo fenómenos conductuales complejos. La neuropsicología o neurociencia (al menos sus defensores más radicales), por su parte, pretende reducir los estados mentales a los fenómenos neuronales. Esta reducción no es posible, según von Wright, dadas las relaciones peculiares que lo mental, lo conductual y lo neuronal mantienen entre sí. Su argumento consiste en mostrar el juego de relaciones y prioridades que se dan entre estas tres dimensiones de los estados de consciencia. Estas relaciones son la prioridad causal de lo neuronal frente a lo conductual, la prioridad epistemológica de lo mental sobre lo neuronal y la prioridad semántica de lo conductual frente a lo mental. Veámoslas.

Supongamos que se produce de pronto un ruido y el sujeto A vuelve la cabeza inmediatamente hacia el lugar de donde este procede. Podemos explicar el movimiento corporal aludiendo a ciertos procesos fisiológicos. En palabras de von Wright,

… las ondas sonoras se introducen en el oído interno y provocan allí procesos sensoriales centrípetos que se propagan hacia el centro de la audición en el cerebro. Desde allí son transmitidos de nuevo a un centro motor y originan impulsos motores centrífugos que se propagan hasta los músculos y, finalmente, dan como resultado movimientos del cuerpo.

Esta es una explicación fisiológica del movimiento corporal como reacción a un estímulo. Si queremos explicar causalmente cómo se produjo el movimiento corporal debemos recurrir a este tipo de explicaciones, en las que lo neuronal aparece como causa de la conducta (del movimiento corporal). En esto consiste la prioridad causal de lo neuronal sobre lo conductual.

Supongamos ahora que le preguntamos al sujeto por qué ha vuelto la cabeza y este responde que lo ha hecho porque ha oído un ruido y, dado que estaba esperando a alguien, quería saber si ya había llegado. Ahora tenemos, junto con la explicación fisiológica, una explicación racional de la conducta. La explicación neuronal y la explicación racional se sitúan en niveles distintos, pero en cierto sentido hay una correlación entre ellos: debe haber un sustrato neuronal de “percibir un sonido” y un sustrato neuronal de la razón aducida para volver la cabeza (“querer averiguar si es la persona que esperaba”). De manera que sería posible, a partir de observaciones del sistema nervioso, descubrir si una persona ha oído un sonido o, incluso, si tiene cierto deseo, o una creencia, etc. Por ejemplo, cuando detectáramos en el sujeto A la actividad cerebral x podríamos decir que el sujeto ha oído un ruido. Ahora bien, para llegar a esto previamente hemos tenido que establecer una correspondencia entre “oír ruidos” y la actividad cerebral x, y para establecer inicialmente esta correspondencia necesitamos criterios distintos de los neuronales para identificar que el sujeto está oyendo algo. Y lo mismo ocurre con el correlato neuronal de las razones para hacer u omitir algo. En palabras de von Wright:

El hecho, por ejemplo, de que ciertas alteraciones hormonales sean indicativas de un estado de miedo o cansancio es algo que se ha podido establecer sobre la base de investigaciones anatómico-fisiológicas en seres vivos de los que ya se sabía que estaban asustados o cansados. Y para saber esto debemos saber ya qué significa estar asustado o cansado y saber cómo se puede comprobar eso sin tener que apelar a criterios intracorporales.

Lo mental tiene, por tanto, prioridad epistemológica sobre lo neuronal: para establecer cuál es el correlato neuronal de estados mentales como “oír un sonido”, “tener miedo”, “estar sediento”, etc. necesitamos previamente tener ya identificados estos estados mentales. Solo si ya los tenemos identificados, podemos descubrir cuáles son sus correlatos neuronales. Por el contrario, observando solo los continuos procesos neuronales no podremos saber a qué estado mental se corresponden.

Surge ahora una nueva pregunta: ¿qué criterios usamos para identificar lo mental? La respuesta de von Wright, siguiendo a Wittgenstein, es que descubrimos que un sujeto tiene una u otra razón o está en uno u otro estado mental a través de su conducta externa.

¿Cómo sabemos si un animal, por ejemplo un perro, ha oído un sonido? Normalmente porque vuelve la cabeza en dirección al sonido o de otro modo porque adopta una actitud de atención, o echa a correr si está asustado, o corre por el contrario en dirección al sonido si quiere averiguar lo que pasa.

En el caso de los seres humanos, la conducta que usamos como criterio es frecuentemente –pero no siempre– verbal. Cuando le preguntamos al sujeto de nuestro ejemplo por qué ha vuelto la cabeza y nos responde que porque quería comprobar si ya había llegado la persona que esperaba su declaración es un tipo de conducta –conducta verbal– que nos indica qué razón tenía. El resto de su comportamiento (no verbal) nos ayuda a confirmar que esta es realmente su razón. Usando la distinción wittgensteiniana entre síntoma y criterio podríamos decir que lo neuronal es síntoma de lo mental, pero lo conductual es algo más fuerte: es el criterio que usamos para determinar que un sujeto está bajo uno u otro estado mental (VON WRIGHT, 2002). Von Wright sugiere que la relación entre la conducta y lo mental debe entenderse como una relación semántica: “Aquéllos [los criterios conductuales] nos dicen qué quiere decir o significa que, por ejemplo, un sujeto oiga un ruido o esté asustado por algo o esté cansado”. En esto consiste la prioridad semántica de lo comportamental frente a lo psíquico o mental. Sin conducta externa no podríamos entender qué quiere decir estar en uno u otro estado mental, ni identificar que un sujeto está bajo uno u otro estado mental.

Lo neuronal, por tanto, causa la conducta; lo mental es necesario para poder identificar lo neuronal (y dota de sentido a la conducta) y lo conductual es el criterio que usamos para comprobar lo mental. Dadas estas tres prioridades, ninguna de estas dimensiones puede reducirse a otra. Lo conductual nos es necesario para entender los estados mentales de los demás (y los nuestros) y como criterio de identificación de los mismos, y tener identificados los estados mentales es necesario para encontrar sus correlatos neuronales. Todo intento de reduccionismo conlleva una pérdida importante en nuestra capacidad de comprendernos a nosotros mismos. Cuando la neurociencia pretende reducir lo mental a lo neuronal arguyendo que lo neuronal tiene prioridad causal frente a lo mental se olvida del resto de dimensiones de la relación, respecto de las cuales lo neuronal es secundario.

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