Kitabı oku: «Ateísmo ideológico», sayfa 4
El loco viaje de la ideología
El viaje hacia el origen de las ideologías pasa indudablemente por la religión.
Sobre los dioses de Roma, tan numerosos como los maestros clásicos contaban, se puede decir que poseían distintos atributos de la divinidad. Eran personajes diferentes, todos con rasgos maravillosos. Como si todas las cualidades de una divinidad superior se hubiesen encarnado en cada uno de los dioses que los romanos adoraban y que constituían una verdadera legión. Había uno para cada necesidad.
No solo eran numerosos, sino que estaban adornados de poderes tan diferentes que pertenecían, por supuesto, a la religión, pero también podían formar parte de la literatura. Se trataba de personajes fantásticos, en todas las acepciones de la palabra.
Los romanos otorgaron a sus dioses formas individuales precisas y decidieron que serían manifestaciones divinas, numina. Desde la fatalidad a la fortuna, de la casualidad a la suerte, del remordimiento a la vergüenza, de la conciencia a la justicia. Todas las grandes obsesiones del ser humano encontraban una forma divina en la figura de un dios maravilloso. Roma siempre estaba dispuesta a fabricar dioses donde a veces no había más que fantasías y anhelos meramente humanos.
En la Antigüedad, la mayoría de las veces, los humanos ni siquiera sabían cómo llamar a sus dioses, tanto es así que, cuando se referían a Zeus, los griegos eran prudentes y añadían, no muy seguros: «Si es que aceptas ser designado así».
El cristianismo, una de las grandes religiones monoteístas, supuso un cambio radical en la concepción de la divinidad porque, entre otras novedades, Cristo la fundó basándose en el amor a Dios.
Lo nunca visto.
Mientras, el paganismo estaba ciertamente preocupado en basar la creencia en la divinidad en el puro temor. Y no es lo mismo el amor de Dios que la cólera de Dios. No es igual amar que tener miedo.
El gran secreto, la fórmula de éxito del cristianismo, radica en algo tan sencillo como delicado: el amor. De hecho, el cristianismo tuvo tantos triunfos, asentándose en esa base, que llegaría a ocupar el espacio de la política y el Estado, usando el amor como máscara incluso mientras practicaba la represión y pergeñaba tormentos mediante la Santa Inquisición.
Pero volvamos a los dioses más antiguos.
Los animales también pasaron a formar parte de los símbolos que representaban la omnipotencia divina. Así, tenemos la gran liebre de los algonquinos, el jabalí de los arios, el saltamontes bienhechor de los bosquimanos, la gran araña creadora que genera las texturas del mundo para los habitantes de las antiguas Costa de los Esclavos o la Costa del Oro.
Lo divino acoge las preocupaciones humanas, que no excluyen al mundo natural. Porque las divinidades son por esencia no humanas, en expresión afortunada de los fidjios al referirse a su dios principal, Ndengei, «distinto del alma de los hombres y de las cosas». Las divinidades son más que humanos. Están por encima de lo humano, como lo está el resto de los seres vivos del planeta.
Pero, al igual que las personas, también los dioses necesitan tener su casa. Así nacerán los templos, que luego se convertirán en santuarios.
Y eso que muchas tribus carecían de altares y de templos, a pesar de no ser ajenos a la expresión religiosa. Lo curioso es que dichas tribus no tenían moradas destinadas específicamente a los dioses, a pesar de que los integrantes de la comunidad eran capaces de vivir organizados y alrededor de una cierta disciplina. Y las que carecían de templos tampoco tenían lugares donde se ejerciera el liderazgo: la alcaldía. Lo que hace sospechar que tanto el templo como la alcaldía son construcciones dedicadas a lo mismo.
Teofrasto y Porfirio pensaban que los primeros humanos no tenían sacerdotes para rendir homenaje a los dioses, y tampoco templos o altares. Y los hebreos, con su noción superior de la divinidad, evitaban representarla por medio de dibujos o estatuas por temor a que, si lo hacían, Dios se manifestara en ellos de alguna forma. Seguramente no habrían sabido ni siquiera cómo hablarle.
Las relaciones con un Dios monoteísta pueden ser más complicadas que con algún dios de la variada y peculiar multitud que ofrece el politeísmo.
A pesar de que el politeísmo ha florecido por el mundo, los judíos conservaron su idea de un Dios único, que tuvo un reflejo en sus instituciones, mucho mas civilizadas que otras.
Es digna de reseñar la religión de los fenicios, que demostró una extraordinaria crueldad. Su dios principal era el Señor, Baal, que había creado el sol. Cada ciudad tenía su propio Baal, algunos de los cuales llegaron a convertirse en dioses independientes. Uno de los más poderosos siempre estaba sediento de sangre humana. Infundía tal pánico que los padres depositaban en las manos de aquel dios de bronce a sus recién nacidos. Mediante un mecanismo, los pequeños cuerpos eran lanzados hacia un gran brasero, donde perecían.
Mientras las criaturas eran carbonizadas sonaba una música estrepitosa, procedente de címbalos y tambores, con la cual se evitaba que los progenitores, tan crédulos como ignorantes, pudiesen oír los gritos desgarradores de dolor y terror de los niños, sus hijos sacrificados ante un dios implacable que, lejos de proporcionarles algún tipo de consuelo, tan solo acrecentaba su sufrimiento.
Moisés denunció esas abominables prácticas y se las prohibió a los hebreos, amenazando con la pena de muerte a todo aquel que entregase a sus hijos de esa feroz manera. Solo con la intimidación de la pena capital pudo combatir la coacción de la muerte de inocentes por sacrificio.
También veneraron los fenicios las piedras caídas de los astros, trozos de meteoritos que para ellos contenían en su interior un fragmento de la divinidad. Llegaban desde el cielo, desde las alturas, que los griegos denominaban bétylos, la mansión de los dioses. Solo podían ser partes de dios.
Otras variantes de Baal —Baal-Ardiente y Baal-Hamón— eran veneradas en Cartago. Y también necesitaban alimentarse de sangre. Ante esos dioses, igual que en tierras fenicias, se sacrificaban niños y prisioneros de guerra. Cuando Agatocles sitió Cartago, los jefes de la ciudad acabaron con la vida de doscientos niños de una sola vez.
El infanticidio era algo habitual. La inocencia siempre ha sido del gusto de quien ofrece sacrificios (en carne ajena).
No, no puede decirse que la historia de los dioses sea admirable. Está llena de sangre y de indignidad. Las creencias se alimentan de lo más oscuro, trágico e innoble, y han producido más padecimientos que consuelo.
A menudo, los humanos otorgaron a los dioses que creaban las mismas pasiones, debilidades, crueldades y vicios que los hombres y mujeres que los adoraban. Eran divinidades que estaban hechas para ser obedecidas, sobre todo.
Dice Zeus, según Homero:
Cuando los dioses están reunidos en la más alta cumbre del Olimpo, el padre de los dioses les habla en estos términos: «Escuchadme todos, dioses y diosas, a fin de que yo os diga lo que he resuelto en mi corazón, y de que ninguno de vosotros se oponga a mi orden. Obedeced todos, y si me entero de que alguno de vosotros no lo hace, lo cogeré y lo arrojaré en el Tártaro de puertas de hierro y umbral de bronce: y así se sabrá que soy el más fuerte. Suspended una cadena de oro en la cumbre del cielo, y todos, dioses y diosas, agarrados a esa cadena a pesar de vuestros esfuerzos, no arrastrareis nunca a Zeus. Porque, si yo quisiera, os levantaría a todos, incluso a la Tierra, en el extremo de esa cadena, tan por encima estoy de los dioses y de los hombres». (Homero. La Iliada).
Está claro que todo ese parlamento divino, que escribe magistralmente Homero, trata de poder y obediencia.
Zeus es el padre de los dioses y las diosas (es moderno incluso a la hora de nombrarlos en masculino y femenino, sin optar por el genérico masculino que englobe a varones y mujeres), un padre con hijos e hijas divinos, pero a todos los cuales impone su voluntad. A los que deja patente su autoridad. El padre es el más fuerte, el más poderoso.
A su vez, los dioses mandan sobre los hombres y las mujeres, de los cuales son un perfecto reflejo en toda su debilidad humana y carnal. Se trata de una cadena de mando bien calibrada.
En Atenas nombraban a Zeus con diecinueve nombres distintos, lo que da idea de lo incierto que es el nombre de la divinidad, no solo para el politeísmo griego.
Mediante el nombre también se invoca, a través de la oración. Porque si algo pretenden hacer todo el tiempo los humanos es llamar a la divinidad, traerla desde los cielos para que se ocupe de los asuntos mortales, para que ejerza su influencia todopoderosa.
Según la Iliada, Agamenón rezaba levantando sus manos y diciendo: «Zeus, Padre Nuestro, sé nuestro testigo». Jenofonte, a su vez, aconsejaba: «Al dar comienzo la comida es deber del hombre prudente rendirle una acción de gracias a Dios, con un corazón puro. Y rogarle que nos conceda la fuerza que necesitamos para hacer el bien». Por su parte, Platón aseguraba: «Lo mejor que puede hacer un hombre virtuoso para encontrar la felicidad en su vida es ponerse en continua comunicación con los dioses por medio de oraciones o de votos, y al comenzar cualquier empresa sea grande o pequeña».
Ni siquiera los grandes genios del pasado renunciaban a la ayuda divina con el objeto de desenvolverse mejor en la Tierra. Todos suplicaban asistencia y favores divinos.
Los griegos se arrodillaban para rezar. Una vez sentados, se purificaban con agua lustral, un agua corriente donde previamente habían apagado un tizón encendido procedente de la hoguera de los sacrificios. Igual que el cristianismo tendrá su agua bendita posteriormente, aquel agua lustral era guardada en vasijas, que posteriormente se situaban en el vestíbulo de los templos o en las plazas públicas y los cruces de las calles. Así cualquiera podía usar el agua santificada para purificarse las manos, o el cuerpo entero previamente frotado con arcilla y salvado.
Por su parte, Buda no tiene un origen divino. Es un hombre común y corriente. Sin embargo, de él se dice que volvió al mundo, reencarnándose, después de haber pasado previamente por 499 existencias. Nada menos.
Fue un hombre divinizado, hijo de un pequeño elefante blanco, que había sido brahmán, médico, rey, eremita, león, mono, liebre, cotorra, pez. Alguien tan superior que hizo un viaje extraordinario hasta llegar a la idea del vacío, según la fórmula budista. O sea, capaz de alcanzar el nirvana, al aborrecimiento de la existencia y la esperanza en la nada. Todo lo contrario de lo que luego sería el cristianismo, que aspirará a la vida eterna de los creyentes.
Buda y Cristo son una especie de héroes literarios, encarnados en piel humana, dos profetas que realizan un viaje existencial extraordinario, y que con su muerte encuentran el sentido final de su existencia.
Si bien el desenlace de la vida de Buda Gautama es más prosaico, menos épico, que el de Cristo. Si el final cristiano pudo haber sido escrito por Shakespeare, el de Buda no habría desmerecido al genio de los Monty Python.
Aunque entre ambos personajes históricos hay paralelismos, tanto las infancias como sus muertes son muy diferentes. Se distinguen en el principio y el final de sus existencias.
Jesucristo morirá en la cruz, después de vivir una dramática pasión, mientras que Buda terminaría su existencia aparentemente a causa de una indigestión de arroz con cerdo, o con setas, durante el banquete con que lo obsequió el herrero Cunda, o Tchunda. Claro que los budistas se quejan de que aquel plato no era una simple comida, sino toda una prueba que ningún hombre, por sobrenatural que fuera, hubiese podido digerir. Es mejor no pensar en qué especie de cocinero sería el autor del menú más famoso de la historia de las religiones. Sea como fuere, hoy se dice que probablemente Buda no feneció a causa de una intoxicación alimentaria, sino por un achaque propio de su avanzada edad. En cualquier caso, el nirvana parece encontrarse más cerca de un buen banquete que de un retorcido método de tortura.
¿Y cómo murió Mahoma? Sus seguidores no consienten que se hable hoy de la vida personal del profeta del islam, pero hasta hace pocas décadas los historiadores, que no estaban atemorizados (con razón) como lo están ahora por las amenazas de muerte o la intimidación violenta, contaron detalladamente su biografía, que sigue siendo fascinante, inquietante y muy recomendable.
Los emperadores paganos declararon la guerra al cristianismo desde sus comienzos. Más tarde, el cristianismo se desquitaría, pero en sus inicios desafió la dominación de los césares y, por lo tanto, desde Nerón hasta Diocleciano supuso una provocación para la legalidad política romana.
Jesucristo había asegurado que era preciso dar «al César lo que es del César», esto es, pagar los tributos, y los primeros cristianos se tomaron esa recomendación al pie de la letra e incluso rezaron por el alma de los emperadores paganos que los perseguían. Tenían clara la autoridad que los soberanos de la Tierra ejercían, como delegados de Dios en el mundo. Reconocían en ellos a los representantes del orden social, cuyo origen solo podía ser superior, divino, a pesar de su crueldad y su falta de fe.
Desde el año 64, bajo el gobierno de Nerón, hasta comienzos del siglo IV, con Diocleciano, los cristianos fueron perseguidos por representar un desafío a la autoridad porque, a pesar de toda su piedad y reconocimiento a la autoridad terrena, con su creencia en un único Dios ponían en entredicho las leyes del Imperio. Eran un escollo político.
La política es la hermana pequeña de la religión. Su sucesora en el trono. Siempre lo ha sido.
La búsqueda del santuario
Al principio, cuando los humanos empezaron a ver en los reyes a unos delegados del poder divino, o sea, cuando comenzaron a creer que de verdad ellos eran una parte de Dios hecho carne, ocurrió lo que quizás los hebreos temían: que aquellos delegados de Dios en la Tierra daban órdenes que había que acatar, gustaran o no.
No siempre lo que deciden los emisarios de los dioses es del gusto de los humanos.
Las moradas o santuarios no siempre se encuentran en todas las sociedades humanas, aunque la religión y el gobierno siempre han ocupado el mismo espacio arquitectónico en la ciudad, el pueblo, la tribu. Y lo siguen ocupando, a pesar de que hace mucho tiempo que el hombre y la mujer comunes dejaron masivamente de creer, por ejemplo, que los reyes ejercen su poder gracias a un mandato divino.
De hecho, aunque la ciudadanía contemporánea apenas cree en los dioses, sigue profesando una fe ciega en los políticos. Todo ese caudal de esperanza que acaparaba la religión se ha traspasado a la clase política, reforzando de manera increíble su poder.
El Dios infinito e intangible de los primeros tiempos del mundo humano terminó convirtiéndose en un dios material, que se rebaja hasta el punto de convertirse en hombre (muy pocas veces en mujer), en rey. Que toma la forma de la carne y los huesos humanos, que se encarna en una mente mortal. Los primeros teólogos de Egipto pensaban en Dios como en un ente elevado que estaba por todas partes. Una divinidad que envolvía los espíritus. Ammón era el dios único y eterno. El culto al sol reflejaba la idea de un dios imprescindible para la vida. Omnipresente. Un ser vivo independiente, encargado de dar luz al mundo. Sin él, nada podía existir.
La fe en esa idea, u otras parecidas, ha suministrado a la muchedumbre una moral a lo largo de la historia, y a lo ancho de todo el mundo, algo que no ha sabido hacer la filosofía. En concreto, el cristianismo realizó una tarea que hoy día le disputa la ideología, que lucha contra el cristianismo (concretamente, contra el catolicismo) desde 1789, año de la Revolución Francesa.
Mil setecientos años antes de que la Revolución Francesa formulase el principio de libertad, igualdad y fraternidad, ya el cristianismo había proclamado la libertad y la fraternidad, hablando del amor sobre todas las cosas, de la emancipación de los esclavos, de la predilección por los débiles y los niños, y de todos aquellos que carecían, y siguen careciendo todavía, de derechos y libertades, y que fueron nombrados predilectos hermanos y herederos de Jesús.
La disputa entre religión e ideología se hace, por tanto, por las mismas buenas causas.
En 2007 publiqué en prensa un artículo explicando de forma escueta mi idea sobre la «superioridad moral de la izquierda». Concretamente, el artículo se titulaba «La supremacía moral de la izquierda» (La Razón). Tuvo un inesperado éxito que ha hecho calar la idea en el imaginario tanto de izquierdas como de derechas. El artículo no ha sido citado nunca, pero la idea que contenía era muy poderosa, y por eso se ha instalado en la conciencia de la mayoría, haciéndose muy popular. Lo que venía a decir era que la izquierda ha poseído tradicionalmente la bandera de las «buenas causas» que objetivamente la convierten en moralmente «superior». Luchar por la injusticia, por los desfavorecidos y débiles del mundo, perseguir un supuesto reparto de la riqueza, preocuparse por lo social, etc., son causas nobles que pueden elevar a la ideología que las detenta por encima de su contrincante político. Como así ha ocurrido. Por eso, y solo por eso, a los dirigentes políticos de la izquierda se les perdona cualquier tropelía, exceso o crimen que puedan cometer. Porque, en el fondo, sus seguidores piensan que lo han hecho por una buena causa.
Aunque, realmente, ¿qué objetivos busca la izquierda que no estén ya en la doctrina social de la Iglesia católica? Tradicionalmente, ambos —izquierda y catolicismo— pretendían lo mismo. Solo en las últimas décadas, cuando la izquierda se ha centrado en el cuerpo de los ciudadanos como objeto de liberación, parecen distinguirse un poco.
Sí, enfilando ya el fin del primer tercio del siglo XXI, la mayoría somos conscientes de que la ideología ha sustituido a la fe religiosa, pero no se nos ocurre pensar que, precisamente por eso, debemos actuar por necesidad y desacralizar la vida pública, de la misma manera en que se separó la religión del Estado en su momento. Haciéndolo, esta vez, de forma menos sangrienta y traumática.
Los santuarios deberían dejar de controlar, por fin, la vida de la polis.
Los catecismos y el fracaso de la filosofía
Desde siempre, la presencia de la divinidad se ha hecho patente en los actos más cotidianos de los seres humanos. Las fórmulas de saludo, a largo de todos los tiempos, no son más que plegarias abreviadas, votos piadosos.
Los idumeos se saludaban diciendo: «El señor está cerca de ti».
Los hebreos tenían por saludo: «Dios te salve, hermano mío».
Los tebanos: «Que dios te dé la salvación».
Los sicilianos antiguos: «Que Dios te conserve».
Los italianos antiguos: «Dios te contente».
Los eslavos antiguos: «Bogo toboi!» (‘Dios sea contigo’).
Los suecos: «Gad sei lav!» (‘Alabado sea Dios’).
Los polacos: «Que el señor sea glorificado».
Los otomanos: «Si Dios quiere, estarás bien».
Los españoles: «Adiós».
Dios se encuentra muy presente también en las fórmulas de cortesía, de despedida o de agradecimiento: «Quede usted con Dios»; «que Dios le guarde»; «vaya usted con Dios».
Dios aparece —todavía— en todos los rincones del lenguaje que usamos en la vida cotidiana. Mediatiza la vida diaria. Y el curso de la historia corre paralelo a la influencia de Dios en la existencia de algunos privilegiados, dirigentes (reyes, políticos). Además de ir unido a su capacidad o a sus enfermedades mentales, a sus vicios, delirios o psicopatías.
Verbigracia, Enrique VIII de Inglaterra fundó la religión o Iglesia anglicana por motivos estrictamente personales, domésticos e íntimos: en principio, por culpa de su divorcio con Catalina de Aragón. Como no consiguió que el Papa de Roma aceptase el fin de su unión matrimonial, decidió crear una secta cristiana, acomodándola a sus necesidades e intereses. Nunca la religión y el poder político demostraron de manera más fehaciente que ocupan el mismo espacio en el mundo terrenal de los desconcertados y débiles seres humanos.
En muchas ocasiones, la filosofía ha intentado sustituir a la religión, inútilmente. La filosofía, incluso en nuestros tiempos, se ha demostrado impotente para ocupar el lugar de la religión en los corazones humanos. Se ha intentado con ímpetu el culto a la Razón, especialmente después de la Revolución Francesa.
Ha habido incontables catecismos y oficios republicanos. Los teofilántropos, del Directorio, sansimonianos, positivistas de Augusto Comte, los francmasones, todos ellos se han propuesto realizar una tarea hasta ahora imposible: que la filosofía dé a luz una fe verdadera, con incontables seguidores.
La Convención incluso ideó un credo, un catecismo y una moral laica. Pero Robespierre pregonó su creencia en el Ser Supremo. El Dios de siempre.
La misma Convención promulgó un decreto declarando como libros de educación popular El catecismo republicano de La Chabeaussière, que ganó el primer premio en un concurso especial promovido para encontrar, precisamente, un sustituto laico al del cristianismo.
Podemos recordar alguno de sus fragmentos más ilustrativos:
—¿Quién eres?
—Hombre libre, francés y celoso de mis derechos. Nacido para amar a mi hermano y servir a mi patria, vivir de mi fortuna o de mi industria, aborrecer la esclavitud y someterme a las leyes.
—¿Qué es Dios?
—No sé qué es, pero veo su obra, todo anuncia a mis ojos sorprendidos su grandeza; mi espíritu muy limitado no puede trazar su imagen porque escapa de mis sentidos, pero sí le habla a mi corazón.
—¿Cómo hay que honrar a Dios?
—El orden del universo es testigo de su poder; todo es para los humanos maravilla y beneficio; su culto es el respeto y la gratitud: y el homenaje que Dios prefiere es la práctica del bien.
—¿Es inmortal el alma?
—Todo cambia sin morir: el alma, pues, es inmortal; el alma sobrevive incluso al cuerpo descompuesto. Siento en mí este deseo, ¿podría Dios engañarme?, ¿habría hecho Él tanto por mi alma si quisiera destruirla tan pronto?
Este es un ejemplo de las ideas contenidas en el catecismo laico de la Convención. Que, más que buscar un sustituto civil para Dios, se pliega a seguir adorando la imagen tradicional que la mayoría del pueblo francés de la época tiene de Dios, pero, eso sí: poniéndolo de parte de la Revolución.
Algún otro catecismo laico de la época se hacía preguntas sobre quién era Dios, quién había creado el mundo, de dónde venía y hacia dónde iba la humanidad, cuándo y cómo vino el hombre a la Tierra, qué sería de nosotros después de nuestra muerte.
O sea: las grandes preguntas de siempre. A todas las cuales el catecismo respondía, revolucionaria pero prudentemente: «No sé».
Claro que, a pesar de que el concepto de Dios no cambia mucho con la Revolución, también es evidente que existe un buen grado de incertidumbre en el laicismo que contrasta con la seguridad de la fe que aportan las religiones.
Si algo suministra cualquier religión es certezas.
Si algo proporciona cualquier ideología, son promesas.
Ambas cumplen el mismo papel: prometer y no cumplir. La religión, porque nadie ha vuelto del otro mundo para quejarse de que no ha visto realizadas sus expectativas de creyente en una buena vida eterna. Y la ideología porque los fervorosos practicantes ideológicos, una vez que la creencia en su partido ha echado raíces en su pensamiento, ya no cambiarán la papeleta de voto por muchas tropelías que cometan sus líderes, sus sacerdotes laicos.
Pero siguiendo con la Francia revolucionaria, hay que señalar que, mientras los catecismos laicos sumían a los seres humanos en una confusión aún mayor, porque los obligaban a hacerse preguntas que tal vez nunca se habían hecho sin ofrecer ninguna respuesta, los catecismos religiosos —por denostados que estuvieran— continuaban proporcionando seguridad y tranquilidad.
La ideología estaba ensayando para competir con la religión, aunque todavía no era lo bastante buena para suplantarla del todo.
El espíritu revolucionario francés ordenó imprimir muchos libros, premiados en concursos convocados al efecto, para enseñar a la infancia las nuevas convenciones morales. El Comité de Salvación Pública, en el año III, envío miles de ejemplares a las escuelas, con los cuales trataba de influenciar en la infancia, imbuyendo en los niños el espíritu del patriotismo y las virtudes cívicas que proclamaba la Revolución.
Pero, a pesar de que se había programado la libertad y la igualdad, a los varones se le seguía enseñando a hacer ejercicio físico mientras que a las mujeres jóvenes se las ponía a coser y a hacer calceta.
Y es curioso que esa atrasada y severa actitud heteropatriarcal sigue aflorando incluso hoy día en la ideología de la izquierda más dura, a pesar de que ahora se proclame feminista.
La Revolución Francesa tuvo incluso su propia imitación del Padre Nuestro, titulada Invocación republicana:
Casta hija de los cielos, oh, Libertad, tú has descendido para nosotros hasta la Tierra, que tu nombre sea por siempre querido. Ha llegado tu reinado junto con el de la Ley. Hágase tu voluntad. Provee las necesidades de tus hijos, asegúrales el pan de cada día. Olvida las injurias de los pueblos esclavos y piensa solo en los homenajes de un pueblo libre. ¡Divinidad de mi patria!, separa de nosotros todo lo que pueda inducirnos al error, aleja incluso la tentación de hacer el mal y líbranos de nuestros enemigos.
Y para no olvidar son también algunos de los «mandamientos republicanos»:
Únicamente servirás a la República una e indivisa.
Harás la guerra eterna a los federalistas.
Como buen soldado, acudirás a tu servicio exactamente.
Honrarás a tu padre y a tu madre.
Y a la ancianidad igualmente.
Serás tolerante con todos los cultos, como quiere la Ley.
Cultivarás las bellas artes, que son el adorno de un Estado.
Llegarás a tu sección el día fijado legalmente.
Cerrarás tu establecimiento cada décadi (el décimo día, en sustitución del domingo), estrictamente.
Guardarás la Constitución cumpliendo tu juramento.
Morirás en tu puesto si no puedes vivir libremente.
Pero aún hay más, Mademoiselle Framatte compuso un Ave María republicana:
Yo te saludo, oh, República,
Gobierno equitativo,
Guardián de la paz pública,
De mi derecho y de nuestro dinero.
Protege al que trabaja.
¿Rezar y no tener nada que valga un comino?
¡Más vale manejar una herramienta!
Amén.
El Terror asolaba Francia cuando, en el año 1793, el procurador general de la ciudad de París, Chaumette, decidió borrar todo rastro de la religión utilizando su poder sin freno, de modo que ordenó demoler los campanarios que, según su opinión, eran contrarios a los principios de igualdad al destacar por encima de los edificios colindantes.
También decretó clausurar todas las iglesias de París o, en todo caso, establecer en ellas el culto a la diosa Razón.
Cuando aquel hombre, que debía ser un auténtico entusiasta, llegó a la Convención, rodeado por los miembros de la Comuna, gritó a voces limpias, según Lamartine: «¡Mortales, no reconozcáis otra divinidad que no sea la Razón! Aquí vengo a presentaros a su más bella y pura imagen».
Dicho lo cual, destapó a una mujer que llevaba con él, de dudosa reputación según parece, y que iba cubierta con un velo azul, despertando las risas de quienes contemplaron la escena.
A pesar de lo grotesco del episodio, el presidente y los miembros de la Convención se inclinaron respetuosamente ante el nuevo ídolo: la Razón. Por mucho que supieran que, en realidad, se trataba de una prostituta disfrazada.
Chaumette, sin embargo, no se conformó con aquella farsa. No parece que fuese hombre de una sola representación. O quizás animado por el éxito cosechado, volvió a repetirla utilizando esta vez a la famosa actriz de la época, Maillard.
Como le había salido más o menos bien la primera vez, puso su empeño en perfeccionar la escena con elementos más profesionales, de manera que convirtió a la célebre comediante en la representante de la Divinidad del Pueblo. La condujo subida a un palanquín hasta Nuestra Señora de París. Una vez dentro del recinto sagrado, la mujer fue depositada sobre el centro del altar. Detrás de ella ardía una antorcha que representaba el Fuego de la Filosofía. Como liturgia era atrevida a la par que rabiosamente moderna. Su autor volvió a recoger las mieles de un triunfo coreado por tantas exclamaciones como risas ahogadas.
No es extraño, pues, que el hombre le cogiera el gusto al sacrilegio. Animado por los aplausos, reprodujo de nuevo la performance en San Sulpicio. Utilizó para ello a la mujer de Momoro, impresora del Club de los Cordeliers. Aunque esta vez la señora tuvo que ser literalmente empujada a protagonizar la farsa. Lo hizo pese a sus llantos y evidente disgusto. Se trataba de una mujer profesional, acostumbrada a la buena educación. No era una comediante que se pliega a realizar una representación como oficio. Y por supuesto, estaba muy lejos de ofrecerse para ejecutar la pantomima con la docilidad de una prostituta. La obligaron rastreramente a protagonizar aquel episodio ridículo y degradante.