Kitabı oku: «El Acontecer: Metafísica», sayfa 7
4.2 Segunda parte. El campo de la metafísica abarca la fenomenología y el conocimiento
1 La filosofía idealista ha reducido el concepto de «objeto» a algo que está relacionado con un sujeto. El objectum (arrojado enfrente) o Gegenstand solo puede serlo como algo que se da frente a «alguien», es decir, solo se trata de una correlación y no de un ser. Con la fenomenología se hace necesario el análisis de los fenómenos como realidades. No se trata de analizar el pensar, sino el ser del objeto para la conciencia: «aquello a lo que se dirige efectivamente el conocimiento» (idem). Aquello que se trata de aprehender y de entender progresivamente, cada vez más a fondo, es un ser, es supraobjetivo. Cualquier ente antes de convertirse en conocimiento, y por tanto en «objeto», posee su propio ser. Un conocimiento que no sea capaz de aprehender algo ante sí, no podría llamarse conocimiento. La relación entre sujeto y objeto –o su ser de objeto– no se agota en esta correlación. Es un error de las teorías de la conciencia haber confundido el objeto con el ente. Si el conocimiento es la conversión de un ente en objeto, vuelve a replantearse en su claridad el problema ontológico. Este cambio desplaza nuevamente el centro del conocimiento a la vida misma. La vida encierra todo lo conocido y lo conocible.
2 El ser objeto de la metafísica interesa fundamentalmente al problema del ethos y de la libertad humana. Tan pronto como se trata de la vida, esta concierne a la esencia de la persona humana. Se entra en el dominio de los problemas del ser espiritual. El estudio de las leyes de la vida arroja la diferencia entre los seres inferiores y el ser personal del hombre. Se demuestra la diferencia entre necesidad y libertad en las operaciones de la conducta humana. El hombre es capaz de fijarse a sí mismo sus propias metas y tareas, valores y objetivos peculiares de cada persona. La naturaleza le deja un espacio libre para establecer las direcciones a su actividad. El ser de este ente libre es lo que se llama la persona humana; esto implica que haya una libertad para el bien y para el mal, es decir, para realizar valores morales. Consecuentemente se descubren las leyes del ser y las del deber ser, que precisamente caracterizan a los seres libres.
3 Lo anterior conduce necesariamente a cuestionar la esencia de las cosas en relación con el bien y el mal. El bien, en cuanto tal, cobra la importancia de un valor que el hombre debe realizar. Buscar la comprensión del problema de los valores incide directamente en la investigación metafísica; por lo tanto, será necesario deslindar del campo axiológico de los valores, el campo del ser como tal. Hartmann critica la forma como Kant resuelve el problema del valor, reduciéndolo al campo de la pura racionalidad, con lo cual anula prácticamente la libertad. Hartmann considera este problema una aporía que no ha sido resuelta al estado actual de las investigaciones. No se trata de un problema meramente ético y tampoco se reduce a la sola racionalidad. Hay un problema en sí que pertenece al valor, pero también hay una libertad que actúa frente al valor. Este en sí puede ser tanto de carácter real como ideal. El ser ideal de los valores debe tener un carácter especial que no se identifica ni con el sujeto ni con las demás cosas. La solución de estos problemas es importante para evitar el relativismo ético en general, una ética meramente historicista, y las tendencias contrarias entre sí, una que tiende a reducir el ser de los valores a realidades históricas relativas, y su opuesto, que defiende la inalterabilidad de una escala de valores que tendría un carácter universal. La solución deberá surgir de un planteamiento metafísico y ético a la vez.
4 La dimensión estética de los seres es otra dimensión a la que la metafísica debe extender sus investigaciones del ser. Su carácter se distingue tanto del problema del conocimiento y de la racionalidad, como del de la ética y de la libertad, aunque pueda participar a veces de ambos campos. El reino de lo estético no es un mundo aparte de lo real y de lo natural. Este se relaciona necesariamente con el sujeto y con las condiciones psicológicas e intelectuales del medio cultural. Su objeto existe de una manera fundamentalmente distinta del mundo teorético. El fenómeno estético debe ser considerado en su propio mundo, que participa del ser real y del ser ideal. La obra de arte es una realidad tangible, mientras su significado pertenece a otro nivel de realidades. Su objeto puede ser la simple materia o el lenguaje o el color o el sonido; en todo caso, se manifiesta un significado ideal que no pertenece a la especulación racional teorética. Hay una realidad en la creatividad del artista y otra realidad en la contemplación del espectador, y ambas se desarrollan en un mundo específico: el arte.
5 El ser manifiesta un carácter particular en la historicidad. Todo ser espiritual fluye y posee su particular historicidad. El que se desarrolla en la historia es el espíritu objetivo, entendido como realidad humana global que perpetúa su acción en el tiempo y en la colectividad. El ser individual participa de la historicidad y del tiempo sin ser propiamente el autor de la historia. Este crea formas espirituales que caracterizan los pueblos y las épocas. Los pueblos se mueven en la dirección de una meta que cabe señalar; por tanto, el proceso de la historia se convierte en un proceso que llena un sentido. La búsqueda de sentido es el carácter histórico, tanto del individuo como de la sociedad, pero la determinación del proceso de la historia depende de muchas condiciones que se establecen en el ser mismo del hombre y del mundo, lo cual no puede prescindir de una investigación metafísica. Dos extremos opuestos son representados en las teorías de Hegel (loc. cit.) y de Marx (loc. cit.). El proceso histórico en su compleja realidad abarca ambos extremos del pensamiento y de la materia: ambos elementos intervienen en la determinación de las razones y de las metas.
4.3 Tercera parte. Temas y problemas particulares de la metafísica
1 El marco de los problemas de la metafísica no es determinado estrictamente por un solo dominio. De un modo opuesto, se expande por todo el ámbito de la investigación filosófica y se entrelaza con muchos de los problemas específicos de la filosofía. Ya no existe un campo perfectamente deslindado como en la tradición metafísica antigua, que comprendía seres como Dios, la naturaleza y el alma humana. Hoy, los problemas metafísicos se encuentran en toda la gama de preguntas que ser refieren al ser en cuanto «es»; han caído sus límites, pero no ha desaparecido el problema. El punto de encuentro de todos estos problemas es su fundamentación en la experiencia, que reúne tanto lo sensible como lo inteligible, lo emocional como lo histórico: «Penden de todo lo experimentable, acompañan a lo cognoscible en todos los dominios» (ibid., p. 31). Tales problemas tampoco son solubles hasta el fin, dado el carácter progresivo de nuestras experiencias y conocimientos: «Por esta causa, subsisten en medio de todos los progresos del conocimiento» (idem). Se trata de los hechos fundamentales de los cuales depende nuestra vida y que son los que dan valor a nuestro modo de ser: son los enigmas que nos presenta el mismo mundo en el que vivimos y que nos esforzamos por comprender. Además, forman una serie de problemas relacionados entre sí, un marco que abarca las varias opciones, hacia las que se orienta el quehacer del hombre.
2 La metafísica abarca constantemente problemas del ser, aunque puede orientarse a problemas específicos que no implican una existencia real. De todos modos, la formulación de un problema encierra ya de por sí cierto grado de racionalidad que orienta hacia su solución: «Siempre encontramos ligado lo desconocido a lo conocido, lo incognoscible a lo cognoscible» (ibid., p. 32). Lo importante es encontrar los métodos apropiados para tratar estos problemas. Con esto se encuentra una justificación del esfuerzo necesario para elaborar una ontología. El fundamento mismo de la ontología, la presencia del ser en la experiencia ya posee en sí un aspecto racional y todo lo de la vida que cuestiona la racionalidad misma. Ambos aspectos deberán concurrir en la investigación metafísica: lo discursivo y lo reflexivo que elabora los datos experimentales, y lo intuitivo que penetra hacia lo más profundo y novedoso del ser. Esto significa el título de disciplina fundamental que se le ha dado a esta investigación.
3 Con esto se justifica la idea de una nueva «filosofía primera». No es que esta posea una unidad de contenido sistemático que la identifique como disciplina, sino que los sistemas organizados, en la filosofía moderna, se han derrumbado y no se pretende sustituirlos con otro sistema. Esto no nos dispensa de conservar una coherencia metodológica que ofrezca credibilidad a todos los desarrollos ulteriores de los descubrimientos metafísicos: «Esto, justamente, es misión de la ontología: ir arrancando al mundo el secreto de su unidad» (ibid., p. 35). En cuanto a la relación entre ontología y metafísica, queda bastante claro que la ontología ha sido siempre la base de la metafísica. La metafísica encuentra su fundamento en el ser, aunque sus problemas puedan moverse en un horizonte más amplio y especulativo que el mismo ser. La unidad que aquí se busca no debe necesariamente tener la forma de un primer principio, ni mucho menos de un absoluto. Puede conservar toda la heterogeneidad, que es propia de la vida misma, que se da en forma inmediata y sorprendente en la experiencia: «La unidad del ser del mundo puede tener también otras formas, por ejemplo, la de una conexión, de un orden, de un conjunto de leyes o de una dependencia múltiple, en sí».
4 Comparación entre la filosofía primera y una filosofía última. Como se ha visto, el único camino es el de partir de datos inmediatos, y no de principios o supuestos teóricos. Hay que ir al encuentro de la realidad, aunque sea parcial y secundaria. Solo desde este fundamento se puede esperar una elevación hasta principios válidos, generalmente con el carácter de un valor científico. Los fenómenos dados son los encargados de revelar los principios que se buscan. Nada extraño que estos «estén no menos encubiertos por estos últimos, escondidos tras de ellos» (ibid., p. 37). Aquí está la razón por la cual no pueda mantenerse la antigua ontología. Aquella procedía deductivamente de principios con la pretensión de esbozar la armazón del ser del mundo, al partir de unos pocos principios evidentes por adelantado: por ejemplo, los principios de contradicción y el del tercer excluido como medios de demostración. Para nosotros, el conocimiento del ser avanza de lo secundario a lo primario, sin olvidar que lo secundario es el fundamento, mientras lo primario no deja de ser una expresión racional y generalmente abstracta de lo que es concreto y posiblemente no «racionalizable».
5 ¿Cómo formular, pues, los resultados del encuentro? Los conocimientos, sean estos conceptos elaborados por la mente o abstracciones de conocimientos particulares, deberán siempre ser expresados en el lenguaje corriente. Las expresiones que comunican estos resultados serán necesariamente sintéticas y a menudo oscuras, como muestran ser los conocimientos que pretenden expresar. Esto impone la necesidad de divisiones y subdivisiones que podrían dar la apariencia de un procedimiento deductivo apriorístico. Esta apariencia no es totalmente evitable. A menudo la exposición deberá utilizar un camino accesible psicológicamente: entonces, la ratio essendi no coincide con la ratio cognoscendi. Aun si se trata de adherir al ser existente, deben utilizarse categorías de la mente, elaboradas genéricamente: «Tiene pues la exposición cierta libertad frente al camino del conocimiento, no de otra forma de la que tiene este frente al orden del ser».
6 En la comparación entre las ontologías nueva y la antigua, se hacen valer algunos de los antiguos temas; sin embargo, es necesario, en primer lugar, hacer referencia a los problemas actuales y a la ciencia actual. Con esto, Hartmann queda todavía anclado al orden tradicional de los temas generales del ser y de los temas específicos, como un orden: «Arraigado inmutablemente en los fenómenos fundamentales, independientemente de las mudanzas en la manera de plantear y atacar un problema» (ibid., p. 41). Y esta es también la razón por la cual no podremos hoy seguirlo en el mismo orden.
Para terminar esta sección, de las cuatro lecturas anteriores se han descubierto valores y propiedades del «ser», sin encontrar un camino organizado para la construcción sistemática de la ontología. Ahora, abramos el horizonte hacia una ontología fenomenológica: primero, seguir un modelo análogo en Gabriel Marcel; luego, aplicar el «método» con todo su rigor y fuerza constructiva, en un encuentro directo.
11. Véase Obras completas (2011).
12. Véase Philosophia practica universalis, mathematica methodo conscripta (1703).
CAPÍTULO 2
E L ENCUENTRO CON EL SER
CAPÍTULO 2
EL ENCUENTRO CON EL SER
En Être et avoir (1968, p. 12), Gabriel Marcel considera que los temas metafísicos son los únicos necesarios. Pero esto presupone, al menos, la apertura de mi propio yo hacia el conocimiento ontológico; también presupone resuelto el problema del conocimiento de las cosas, lo cual solo nos dice el «cómo» lo vemos y no lo que la cosa es. Ante la pregunta directa, debe intervenir un proceso de análisis, que implica la dilucidación atenta de ciertos aspectos de lo dado. Esto significa la estructura de un método que nos ayude, sin olvidar que la conquista del ser está condicionada por el método. La labor metafísica es precisamente esta: un análisis que desarrolla un camino de aproximación, con conocimiento que los resultados establecidos estarán en proporción con el método. El método que se ha esbozado en la introducción es fenomenológico, de acuerdo con una epistemología de la «reducción» (epojé). Este nos conduce a plantear la pregunta sobre «¿qué es?» a partir de la experiencia intuitiva de las cosas. Veo algo en mi ventana: una ardilla... Y le aplico la reflexión crítica (descripción, reflexión y reducción).
Mi yo conoce en un acto este ente particular, que es particular
para mi intuición.
La intuición despierta la conciencia.
Me pregunto, ¿qué es?: cosa, persona, condiciones, cualidades,
relaciones.
Reduzco el qué para descubrir el sentido.
La reducción fenomenológica separa las dimensiones del ser: ¿es una cosa?, ¿es viviente?, ¿es natural?, ¿es un animal del bosque?, ¿posee inteligencia?, ¿es educable?, ¿tiene relación con otras cosas?, ¿con la piñas de los pinos, las piedras del río, el camino, la montaña? Y las estudia en forma específica para penetrar en profundidad. ¿Las demás cosas también son entes?, ¿hay algo común?, ¿hay un ser común o cada uno tiene su ser?
1. Primera parte. Nueva aclaración
Para un acercamiento al ser, nos orientamos según el modelo de Gabriel Marcel en su obra El misterio del ser (1964). La primera parte está dedicada al aspecto gnoseológico y crítico. La idea central de Marcel se expresa con «exigencia de trascendencia», por la cual el mundo y la verdad cobran sentido. La verdad se convierte en un valor a perseguir. La verdad misma como el ser se sitúan en su contexto existencial: el ser en su situación, y en la experiencia de la vida. Desde la vida se emprende el camino de análisis que profundiza hasta lo más insondable del ser que en su última etapa se convierte en misterio. Los capítulos tres y diez («La exigencia de trascendencia» y «La presencia como misterio») se colocarán al final, como una tercera parte, como lo más elevado en la contemplación del ser.
La segunda parte es la que enfoca directamente el ser en cuanto ser. La pregunta es directa y simple: ¿qué es el ser?, y exige una respuesta inmediata. Esta pregunta, dice Marcel, es siempre legítima y auténtica si refleja una experiencia. Lo que se experimenta en realidad es mi ser que se encuentra en mi experiencia.
Ahora, al reflexionar, nos preguntamos: ¿qué significa? El lenguaje de Marcel, precisamente para estar más cerca de la realidad experimental es un lenguaje cotidiano. No busca demostraciones o razonamientos especulativos, sino que narra la experiencia como se presenta a diario; para captarla son necesarias metáforas, ejemplos e imágenes. Las metáforas se repetirán constantemente en búsqueda de nuevas figuras, para representar lo no representable: ¿qué es la vida misma que se da en la experiencia? Entre otras, utiliza las metáforas siguientes: espacial, musical, de la actuación teatral, para, como él mismo dice, «no quedar atrapado en una metáfora, renovar constantemente una y otra». Este tipo de discurso se convierte en un instrumento metodológico para evitar la «acechanza del verbalismo».
Con ello, se logra una trasposición concreta de la «experiencia al pensamiento», con ilustraciones concretas. Al regresar a la publicación de la obra (1951), reconoce que los problemas no han cambiado y que los temas metafísicos son realmente los únicos temas necesarios de la filosofía. Entonces, la actividad actual no consiste en repetición, sino en desarrollar los núcleos del pensamiento primitivo. Con la metáfora musical, dice: «producir “un trabajo de lenta orquestación”, de cierto número de “temas dados”» lo cual no solo indica un producto, sino un modelo de procedimiento, que se seguirá en el desarrollo de su pensamiento y que podemos adoptar en nuestra investigación.
1.1 Reconocimiento de la «intersubjetividad» en el ser
1. Los temas «dados» no implican un pensamiento ya constituido, o motivos suministrados desde afuera. Las cosas no son extrañas a mi yo, ni a los demás yos de mi comunidad humana. Entonces los entes y los seres son «intersubjetivos». El planteamiento metafísico sobre el ser va hacia lo dado, sin límites; esto incluye hablar del infinito. No se pueden representar las cosas de esta manera, como si fueran extrañas. El pensamiento personalizado descubre las «exigencias». Hoy es una exigencia de trascendencia, que es a la vez una exigencia de Dios. La exigencia de trascendencia es una exigencia que conduce a ver el rostro de Dios, al apartar el velo que lo esconde. Esta exigencia nos lleva a estudiar las condiciones para hacer afirmaciones sobre lo que es Dios, lo que no es y lo que no puede ser. La razón está en la dificultad de ver el ser en el ente. Con esto se plantea un problema de doble cara: un estudio del ser en cuanto tal, hasta alcanzar un valor que puede ser infinito; y una filosofía religiosa. Este enfoque implica nuestro conocer del ser, y no podemos identificar el ser con Dios. La pregunta no da el sentido que tiene para nosotros, nuestra respuesta es histórica, a pesar de que revele la trascendencia. Hay que separar los dos campos.
2. El ser en cuanto tal, ¿es equivalente a Dios? No se puede responder con el cálculo. ¿Quién puede decidir? Solo el testimonio de la conciencia del creyente puede decidir:
No vamos a postular en principio y desde ahora que el ser, en cuanto tal, si puede pensarse –lo que no es evidente a priori–, se confunde necesariamente con lo que piensa la conciencia creyente o con el nombre de Dios (p. 203).
No es posible instaurar, como Dios, algo que la conciencia creyente rehúsa. Con la pregunta sobre el ser en cuanto ser, entramos al santuario de la ontología tradicional, pero no vamos a enfocar la metafísica como historia de un pensamiento. La cuestión va directamente a su objeto: «¿qué es el ser?». La respuesta nos da el sentido que tiene para nosotros, no solo para mí, sino «para nosotros», es decir, para el hombre. También para los que puedan cruzarse con este pensamiento que es el mío. Hay un sentido por el cual todos somos seres históricos, venimos después de otros, de los cuales hemos recibido mucho, y también venimos antes que otros, que se encontrarán en relación con nosotros en una situación comparable. El filósofo trabaja para sí, hic et nunc (aquí y ahora), para sí mismo, pero también para aquellos que encuentra en el camino. Es una filosofía a la luz de lo eterno, y va ¿hacia lo «absoluto»? Conozco lo dado, que me abre el campo y se extiende:
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La experiencia del ser es vida, es la vida (hay otros seres, «seres hombres», «seres cosas», «seres yo»). La conquista del ente y su ser en la experiencia es diálogo con el otro: hombres y cosas.
3. Esta es la filosofía llamada sub specie aeterni (a la luz de lo eterno). Pero no se trata de fabricar la ilusión de un conocimiento absoluto. Hoy, filosofar de un modo sub specie aeterni es tratar de comprender la vida tan completamente como sea posible: «y cuando empleo aquí la palabra vida, podría usar también el término “experiencia”» (ibid., p. 205). De este modo, «en la medida en que me elevo a una percepción verdaderamente concreta, estoy en condición de acceder a una comprensión efectiva del otro, y de la experiencia de otro» (ibid., p. 206). La metáfora del drama ayuda a comprender esta apertura hacia el otro. Toda representación dramática es un discurso con el otro; por esto es necesario exorcizar el espíritu egocéntrico. El egocentrismo es posible únicamente en un ser que no es realmente dueño de su experiencia. La preocupación egocéntrica actúa como una barrera entre el otro y yo: la vida del otro, la experiencia del otro. Y paradójicamente, oculta mi propia experiencia, porque elimina la comunicación real de mi experiencia con la experiencia de otros. La metáfora del drama sale del yo, rompe el egocentrismo con la comunicación; está en contra de un egocentrismo restrictivo. Nos obliga a no ser dueños de lo dado: es una barrera, un cerco que separa de la vida del otro, de la conciencia del otro. Oculta mi propia experiencia, mientras se ve mejor desde la perspectiva del otro. En la experiencia de entes se dan varias etapas: desde un rayo directo, el uno; desde los entes colindantes con este, múltiple; ver entre las cosas otros yos, las diferencias; el diálogo de doble acción, consciente; hasta la apertura intersubjetiva, recíproca. En el proceso se manifiestan las dimensiones del ser: múltiple, plural, en profundidad.
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Por el hecho de esta condición y por el ser compartido, lo intersubjetivo, estamos involucrados con el ser: es diferente la conciencia de una cosa de la conciencia del diálogo.
4. Resulta que la experiencia concreta de sí no puede ser egocéntrica, sino más bien heterocéntrica, porque solo a partir de otros podemos comprendernos y situarnos en una perspectiva. En esta nace realmente el amor de sí, en cuanto adquiero un valor en la medida en que me sé amado por los seres que amo. Solo la mediación del otro puede fundar el amor de sí, que el egocentrismo destruiría irremediablemente. Al parecer, esto no interesa directamente al ser; sin embargo, deriva de la plenitud de la vida que se analiza y, de inmediato, el ser se presenta en su relación intersubjetiva. Este es el «ser» de la «comunicación», que Husserl (1979) desarrolla en la «Meditación V» (de Meditaciones cartesianas), es decir, el «ser» de uno con el otro: «La intersubjetividad, a la que hemos accedido, no sin esfuerzo, debe ser en realidad, como el terreno sobre el cual vamos a establecemos para continuar nuestras investigaciones» (p. 207). Esta posición pone de relieve el carácter anticartesiano de esta metafísica. No basta decir que es una metafísica del ser; es una metafísica del «somos» por oposición a la metafísica del «yo pienso». También se opone al dicho de Sartre: «el infierno son los otros» (Huis clos). No se trata de un principio metafísico sobre el cual se construya la ontología, en virtud de una derivación lógica. El ser de la comunicación intersubjetiva es más bien un hecho de la vida que no puede ser formulado con una oración simple. Un hecho es algo que se me da. Ciertamente se trata de una intuición, pero la intuición de un hecho con toda la complejidad que presenta el hecho de estar en la comunidad humana en una red de interrelaciones que no pueden romperse sin disminuir el propio sujeto. Marcel habla de «comprobación» como una posible respuesta, pero la comprobación de un hecho es relativamente fácil si este hecho es extraño al sujeto.
5. En este caso, el hecho que determina el «nexo intersubjetivo» no es algo que pueda «darse» en sentido propio, como se da el conocimiento de una cosa, una estrella, un libro antiguo: «Por definición, es evidente que lo que llamaré el nexo intersubjetivo no puede dárseme, puesto que de alguna manera estoy implicado en él» (ibid., p. 208). Más bien parece que tal nexo es la condición universal y necesaria para que algo (cualquier cosa) me sea dado, si se toma el darse en su valor completo, como el del sentir de la vida humana. Se trata pues de lo dado que habla. Y es necesario que hable para que se pueda establecer un diálogo. Es el diálogo por el cual el ser llega a la conciencia. Si no puede comprobarse con una demostración independiente, puede, sin embargo, «reconocerse» como un hecho, como los demás hechos de la experiencia en la que estamos involucrados. Y este reconocimiento puede expresarse con un enunciado. Pero es un enunciado básico, porque está en la base de todas las demás enunciaciones, como algo que está en la raíz misma del lenguaje. Marcel aclara el significado del nexo intersubjetivo con la metáfora de una estructura, pero de una estructura vista por dentro. La estructura permite hablar de un centro, que es parte de la misma estructura y, sin embargo, es un centro que tiene la posibilidad de crecer. Se ofrece la analogía con el descubrimiento de un objeto que se va calificando, no solo a través de un nombre, sino de todas las relaciones que lo establecen en el paisaje mundano. Sin embargo, estas determinaciones ensanchan cada vez más el horizonte de su situación, y con ello su indeterminación, en lugar de concentrarse en la unicidad de este individuo, lo cual es contrario a la exigencia de la pregunta «¿qué es?», que apunta a la identidad individual: «En cierto modo es una evasión, puesto que deja a un lado la singularidad» (ibid., p. 210). Al regresar al caso propuesto, pregunto por una flor, consulto al compañero o consulto un libro o consulto mi memoria. En cada pregunta subsisten los tres elementos: yo, cosa y el otro. No puedo preguntar a la flor: «¿quién eres?» y establecer una relación diádica (en lugar de triádica). Ella no puede hablar. En la respuesta del discurso, siempre nos evadimos de la región del «ser»; todo lo que aprendimos es lo que puede decirse, al omitirse justamente la singularidad de «su ser». Con ello se sitúa claramente el «elemento intersubjetivo» en el cual el «yo» aparentemente emerge como una isla. Este elemento, que fundamenta el diálogo y el discurso, es supuestamente «designable» como los demás, pero no puede designarse: «Es un sobreentendido que permanece como sobreentendido, aun cuando trato de dirigir mi pensamiento hacia él» (ibid., p. 212). Para vislumbrarlo, utiliza nuevamente una metáfora: el compositor de música sentado al piano que busca un ser que se construye en su espíritu. Se sumerge en un mundo, un mundo en el que todo comunica, todo está relacionado. Y estas relaciones no son abstracciones, sino fragmentos de realidad concreta: «El registro que ahora nos interesa debe reconocerse como comunicación viviente» (idem).
6. No es que se identifique el ser con la intersubjetividad; podríamos decir que el ser nace en la intersubjetividad. Esto se contrapone diametralmente al tipo de especulación «monádica» por la cual el ser se destaca como una unidad, separada, en sí. Al contrario, el enfoque fenomenológico reconoce esta dimensión plural con la que el ser se da en la trama de sus relaciones: el pensamiento que se dirige al ser restaura al mismo tiempo a su alrededor esa presencia intersubjetiva, que una filosofía de inspiración monádica comienza por exorcizar; al contrario, por la presencia de una infinidad de «otros», se descubren relaciones a menudo indiscernibles. Esta multiplicidad no reduce el yo a un número, como uno entre otros. La relación básica es triádica: ser de mi yo, ser de la cosa y ser del otro. El elemento intersubjetivo es sobreentendido, pero está allí, entre fragmentos de algo único; la singularidad es indirecta por esta relación triádica. Si nos movemos hacia el discurso, evadimos la singularidad del ser, pero en el diálogo, el «yo» emerge como de una isla. La intersubjetividad «pone el acento sobre la presencia de una profundidad sentida, de una comunidad profundamente arraigada en lo ontológico» (ibid., p. 214). El «ser» nace en la intersubjetividad, porque reconoce que es un ser plural, por la trama de las relaciones con otros seres, y no se ve como un «en sí» separado, sino que remite a infinitos otros. Se descubre la pluralidad de «seres» presentes con su múltiple presencia; sin embargo, el yo no se vuelve «un ser entre otros», porque «es» en profundidad.