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Primera parte
El Perú en los cuentos de Ribeyro
“Los moribundos”1
Desde el punto de vista de la técnica, este relato emplea la figura del narrador homodiegético en primera persona: un personaje testigo ofrece su versión acerca de una situación que se relaciona con él, con los suyos, pero solo en calidad de observador, mientras que los protagonistas son otros y conocemos a estos gracias a la versión que ofrece el testigo. En cuanto a la temática, “Los moribundos” es, también, un texto peculiar porque Ribeyro emplea como trasfondo de la anécdota, sucesos que son parte de la historia peruana del siglo xx: los conflictos bélicos que sostuvieron el Perú y Ecuador a lo largo de dicha centuria2. Esta circunstancia le otorga al relato una alta referencialidad, y hace que posea una significación política e ideológica innegable.
Y ello está reforzado porque el narrador evoca los sucesos del conflicto, dos días después de que “comenzó la guerra”. El inicio de los hechos que son parte de la fábula coincide con el arribo “a Paita (de) los primeros camiones con muertos”. La presencia de este cargamento fúnebre despierta la atención del narrador y de su hermano Javier y ambos van a ver la llegada de los cuerpos al hospital; allí constatan que la guerra produce muertos y moribundos y que cuando se descubría a uno de estos “lo ponían en una camilla, lo metían al hospital y el camión seguía rumbo al cementerio” (Ribeyro, 1994, I, p. 227).
La guerra con su secuela de muertes en grandes cantidades genera en el narrador una serie de sentimientos y de interrogantes que su hermano Javier trata de responder satisfactoriamente, sobre todo para explicar por qué traen a los difuntos hasta Paita. Además, Javier revela al narrador los sobrenombres de ecuatorianos (“monos”) y peruanos (“gallinas”); y puede detectarse en él un sentimiento de nacionalismo porque, aunque señala que “hemos perdido todas las guerras”, no duda en decir que “ésta sí que no la perdemos”.
El narrador testigo evoca, también, el modo en que la guerra afecta, directa o indirectamente, a su propia familia, en especial a su hermana Eulalia, cuyo novio, el teniente Marcos, está en la frontera. Pero lo más preocupante y que incide directamente en el curso que tome la historia es que “pronto los muertos no entraron ya en el cementerio ni los heridos en el hospital”. Ante esa emergencia, aun el padre del narrador, pese a sus resistencias iniciales, se vio en la obligación de colaborar en la ubicación de cuartos vacíos en las casas particulares para alojar a los heridos que no tenían donde permanecer. A su vez, el teniente Marcos regresa de la frontera y visita la casa de su novia y allí informa sobre el avance del conflicto y ante la pregunta de uno de los presentes afirma que esta guerra “ya está ganada”.
La labor de observadores del narrador y de su hermano Javier se hace más dramática a partir del momento en que dos heridos, cuyas nacionalidades no se conocen con precisión, son asignados a la casa de aquellos. Como es previsible, la presencia de los dos soldados causa revuelo entre los dos hermanos; uno de ellos, Javier, los va a ver a los pocos momentos de su llegada y ofrece su versión al otro, pero no puede distinguir la nacionalidad de cada uno, debido a que “no tienen botas (peruanos) ni polainas (ecuatorianos). Están descalzos”.
El personaje narrador espera el día siguiente para ir a ver a los heridos y su testimonio es impactante ya que presenta las condiciones deplorables en que se encuentran ambos, a la vez que trata de acertar con la nacionalidad de los soldados. Empero, la visita al lugar se torna aún más comprometedora pues uno de los heridos le pide agua y le muestra su herida, lo cual le provoca “una especie de vértigo” y lo obliga a ir hasta la cocina donde informa a su hermana acerca del pedido y de lo que ha visto; pero esta le dio una respuesta negativa debido a que asume que los heridos son ecuatorianos y por tanto “son los que disparan contra Marcos”. No se explica por qué los han traído y amenaza con tirarse al mar.
Como el centro de atención del relato son los heridos y el descubrimiento de sus nacionalidades, un asunto que todos quieren dilucidar, el narrador da cuenta de la nueva visita a aquellos en compañía de su padre; pese a los esfuerzos de este último no es posible que ni uno ni otro soldado conteste con claridad a las preguntas del dueño de casa; pero sí es revelador del drama de la guerra el que no puedan entender en qué lengua se expresa uno de los dos heridos; el narrador alcanza a señalar que “dijo una palabra que no entendimos”.
Ante esta dificultad, el padre indica que los enfermeros son los únicos que saben de dónde son uno y otro soldado. Esa misma tarde vinieron los enfermeros, pero ellos tampoco saben con certeza la nacionalidad de cada uno y admiten que “con este lío se han perdido los documentos de identidad” y prometen averiguar en el hospital.
El relato se abre a otras alternativas a partir de la noticia que registra el narrador de que la guerra ha terminado y “que los ecuatorianos habían capitulado”. En el plano oficial y público, la conclusión del conflicto trae consigo una onda de celebraciones en las que participa el propio padre del narrador, pero en el plano privado “los heridos, olvidados ya, se seguían muriendo en nuestra casa”. Es sobre todo en esta desatención a la suerte de quienes han participado en el conflicto, defendiendo los intereses de uno y otro país, que puede comprobarse lo absurdo e inhumano de guerras que exaltan el nacionalismo, pues los gestores de estas no se preocupan por la vida o la salud de los hombres concretos que son víctimas de la violencia bélica.
El observador concentra su interés en el último día de los sucesos que son parte de “Los moribundos”. De esas horas cruciales elige algunas escenas para ilustrar el contraste de situaciones y de sentimientos que trae consigo una guerra. La primera escena que registra se desarrolla en la mañana y es relevante porque el propio personaje encuentra de pie al soldado que había estado con una herida en la pierna. Este informa que su compañero “se está muriendo”, revela su nacionalidad ecuatoriana y anuncia su deseo de irse.
El menor de la familia recurre a su hermano Javier para resolver la situación planteada por el soldado, pero la respuesta de aquel, una vez enterado de la nacionalidad del herido, es considerarlo su prisionero y no atender su solicitud de salida; le ordena que vuelva al depósito y decide montar guardia, pues según él “de aquí nadie se escapa”.
El desenlace de los sucesos comienza a plantearse a partir del momento en que nuestro testigo se concentra en mostrar a través de la técnica de la escena lo que ocurre en la noche de aquel mismo día. El hecho central es la celebración de una comida de “fraternidad” en homenaje a Marcos, y a la que han sido invitados “el comandante de la zona y un ecuatoriano que era dueño del ‘Chimborazo’, el bar más grande de Paita” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).
Empero, la atmósfera del relato se torna más compleja pues se produce un contraste entre el ambiente de fiesta y de agasajo y los gritos de los soldados desde el depósito que llegan hasta el lugar donde están los invitados. Esta incómoda situación obliga al dueño de casa a informar que aloja a unos heridos en casa, y dirigiéndose al dueño del “Chimborazo” le reveló que uno era un paisano suyo; el invitado se hizo el desentendido y siguió conversando con los demás.
El enunciador, una vez más, sigue a su padre con dirección al depósito para presenciar y dar testimonio de los últimos hechos protagonizados por los moribundos. Y es el herido peruano, quien, con sus gestos desesperados y sus deseos de comunicarse con el dueño de casa, tiñe la escena de un dramatismo conmovedor. En efecto, lo que presencian el padre y el hijo son los momentos finales de la vida del peruano herido, quien incluso llega a coger al dueño de casa de la corbata e intenta, vanamente, hacerse entender, como lo señala el narrador: “Sus ojos lo miraban con terror. Sus labios comenzaron a moverse y por ellos salían sus palabras tan amontonadas que parecían formar un canto sin fin” (Ribeyro, 1994, I, p. 234).
El padre es incapaz de comprender el mensaje porque su propio compatriota se expresa en una lengua, el quechua, en que se comunican los indígenas, pero no todos los mestizos, aunque ambos pertenezcan a un mismo país. La desesperación del dueño de casa es tal que abandona, por un momento, a su interlocutor y vuelve al comedor para averiguar si alguno sabe quechua; solo Marcos contesta algo y ello provoca la burla de todos los demás. Al papá no le queda otra alternativa que regresar al escenario donde están los heridos y su propio hijo, testigo de estos impactantes momentos.
Lo paradójico de la situación se hace más evidente cuando se constata que el único que entiende el idioma del indígena peruano es el herido ecuatoriano, probablemente también indígena, y quien se convierte en el nexo que permite transmitir los últimos deseos del moribundo. La riqueza y complejidad comunicativa de la escena se intensifica con la presencia de la escritura, pues el padre manda a su hijo a traer papel y lápiz para poder transcribir la traducción del quechua al español que realizará el herido ecuatoriano.
Empero, la comunicación no se desarrolla con la fluidez esperada, debido a que el mensaje del moribundo es ininteligible y alude a imágenes y recuerdos del campo de batalla, pues se menciona a caballos, soldados y a los propios sufrimientos del agonizante. La traducción y trascripción de este discurso balbuciente se mezcla con voces provenientes del comedor que lanzan “vivas a los patriotas”, pero el padre se mantiene firme en su deseo de seguir hasta el final del mensaje, y así ocurre porque a los pocos minutos se produce el deceso del moribundo.
El desenlace ha sido tan conmovedor que los testigos del hecho quedan en silencio, el cual es roto por el padre, que observa el papel que escribió, trata de entenderlo, manifiesta su deseo de enviarlo, pero reconoce que ignora quién es el destinatario y hasta duda de la utilidad de remitir un mensaje incomprensible. Ante esta constatación dobla el papel y se lo guarda en el bolsillo. Antes de volver al comedor, el dueño de casa escucha una pregunta incómoda (y que no responde) del herido que acaba de servir de intérprete: “—¿Cuándo me iré de aquí? —preguntó el ecuatoriano—. Este aire me mata, señor. Ya puedo caminar” (Ribeyro, 1994, I, p. 236).
El sorprendido testigo y su padre, después de haber vivido una experiencia límite (la agonía de un ser humano que dio su vida por la patria y que muere sin poder ser comprendido por los que le rodean), regresan al comedor y el primero de ellos registra algunos detalles que muestran el contraste entre dos situaciones que ocurren en una misma casa: de un lado la muerte de un indígena peruano, y del otro, el ambiente festivo que reina en el comedor con motivo de una celebración que para cualquier ser humano deviene en absurda y chocante.
Es indudable que “Los moribundos” es un relato de gran valor por razones literarias y extraliterarias. Con respecto a las primeras, habría que destacar la gran maestría en el despliegue de un narrador testigo que es capaz de seguir el desarrollo de una historia muy intensa y compleja, sin perder el equilibrio ni caer en el patetismo. El joven observador siempre está en el lugar preciso para observar y focalizar lo pertinente, pero también es hábil para seguir y mostrar las situaciones de contraste que se presentan en ambientes contiguos.
Y en cuanto a los méritos que trascienden a lo meramente estético, este relato plantea los nexos que existen entre lo individual y lo colectivo, la paz y la guerra y entre los sectores marginados y los dominantes en las sociedades latinoamericanas. Como en muchos otros relatos, Ribeyro aborda el tema de la muerte de seres humanos concretos, pero en este caso, ella tiene como causa la ocurrencia de una guerra entre dos países vecinos y unidos por muchos vínculos históricos y culturales. Es decir, los soldados son heridos o mueren como consecuencia de un conflicto decidido por los grupos que detentan el poder político y militar en los países que se enfrentan bélicamente.
Pero la guerra absurda revela que, aunque unos y otros seres humanos estén divididos por razón de su pertenencia a un Estado, pueden resultar unidos por lazos históricos y culturales, como es el caso de los dos heridos que son depositados en la casa del narrador. Es verdad que uno es ecuatoriano y el otro peruano, y los dos comparten el drama de ser víctimas de una conflagración que ellos no han decidido. Además, ambos son indígenas y se comunican en una misma lengua, el quechua, y ello los une más fuertemente que los lazos que derivan de la pertenencia a una mera nacionalidad formal.
De modo que en “Los moribundos” Ribeyro plantea la situación de los sectores indígenas en países andinos como Perú y Ecuador, pero lo hace a través de la historia dramática de personajes concretos que sufren las consecuencias de la marginación en sus respectivas patrias. El problema de la comunicación está desarrollado con todo detalle y permite ilustrar las diferencias entre el idioma español y el quechua. También se advierte las distancias entre la oralidad y la escritura y la imposibilidad de volcar la una en la otra, lo que origina que el mensaje del moribundo sea ininteligible.
TRES HISTORIAS SUBLEVANTES (1964)
En un mismo año (1964), Ribeyro publicó dos volúmenes de cuentos: Tres historias sublevantes y Las botellas y los hombres. Al margen de esta coincidencia cronológica, este último volumen, constituido por diez cuentos, se relaciona, por el número de textos, más con los dos primeros libros que se dieron a conocer en 1955 y en 1958. Sobre todo, con respecto al número de cuentos: Los gallinazos sin plumas (ocho textos); Cuentos de circunstancias (diez). En cambio, Tres historias sublevantes, como su nombre lo indica, es un volumen con un terceto de relatos. Por otro lado, en cuanto al significado de los títulos de los libros se produce una suerte de semejanza entre el libro de 1958 y el que apareció en abril de 1964. En los dos títulos se hace referencia a su carácter narrativo, es decir al hecho de que pertenecen a una reconocida especie narrativa breve: el libro de 1958 elige la palabra “cuentos”, y agrega el tipo al que pertenece. El volumen de 1964 alude a la palabra “historias”, que suele funcionar como sinónimo del nombre de la especie que hizo famoso a Ribeyro.
Pero también las palabras que completan los respectivos títulos agregan sentidos pertinentes, relacionados con la poética del autor, es decir, con la significación particular de dichas palabras. En el primer caso se apela a la expresión “de circunstancias”, que equivale a decir que cada texto recrea una situación, que es, en efecto, algo que caracteriza a la mayoría de los cuentos de Ribeyro. A su vez, el adjetivo “sublevantes” posee una connotación de fuerza, puesto que el verbo “sublevar” alude a “llevar a alguien a la sedición o al motín”, excitar indignación, promover un sentimiento de protesta” (Diccionario de la lengua española, 2014, II, p. 2047).
Al calificarlas como “sublevantes” se refiere a que dichas historias, por los sucesos que evocan, pueden generar un sentimiento de protesta entre los lectores. Y esa reacción es producto de la ironía o del contraste que se establece entre la afirmación de que “El Perú es un país muy grande y rico”3, y el hecho de que los tres relatos, ambientados en las “tres zonas Costa, Sierra y Montaña” muestran a los lectores el nivel extremo de pobreza, de explotación, de abuso, de existencias indignas de la condición humana, algunas de las cuales padecen muertes crueles, en el contexto del enfrentamiento que se percibe en cada uno de los textos, entre los sectores poderosos de la sociedad peruana y lo que Ribeyro llama “la gente del pueblo”, es decir los que carecen de vivienda, de trabajo, de derecho a la propiedad o realizan labores denigrantes a cambio de ínfimas sumas de dinero.
“Al pie del acantilado”1
“Al pie del acantilado2” es una historia intensa, detallada, dramática y bien construida. La conducta observada en los seres que participan de la acción, constituye un ejemplo de una actitud de resiliencia3, protagonizada por unos pocos personajes pobres que han sido expulsados de la ciudad y que, en la búsqueda de un espacio para poder sobrevivir y ejercer su derecho a la vida, encuentran lugares inhabitables, pero con el trabajo y el ingenio logran construir una casa bastante austera, con materiales deleznables y se establecen allí, durante un lapso significativo (siete años) hasta que una vez más, autoridades que vienen de la ciudad los obligan a salir de allí, los expulsan y estos expatriados reinician la búsqueda a fin de encontrar un pedazo de tierra, “al pie del acantilado”, donde subsiste una “higuerilla”, para comenzar la tarea de levantar una “nueva vivienda”. Y así al infinito.
Hemos ofrecido una síntesis de la historia que se construye con gran destreza y sabiduría por parte del narrador. Y antes de ingresar al análisis de algunos aspectos relevantes de esta experiencia límite ambientada en el “fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”, dentro de lo que hoy se conoce como la Costa Verde (que es precisamente un gran acantilado que rodea a Lima), la ciudad capital del Perú, queremos destacar, desde el punto de vista del discurso y de la estructura, la presencia de algunos aciertos, de este cuento célebre de Ribeyro4.
El primero es el de haber elegido un convincente narrador autodiegético, en primera persona que cuenta una historia, a la vez, personal, familiar y vecinal, de gran contenido humano y muy verosímil, porque es representativa de la realidad social de Lima, incluso de esta capital que, oficial y formalmente, se dispone a celebrar el Bicentenario de la Independencia (1821-2021), y que no solo no ha sabido ni podido resolver los problemas de vivienda, de tránsito, de violencia, de corrupción, de caos permanente, sino que ha sido desbordada por todas estas y otras plagas y luce más caótica, inhumana, insegura, racista y peligrosa para todos sus habitantes, diseminados en un espacio incomunicado por un pésimo sistema de transporte, que subsiste hasta la actualidad.
En este contexto, el relato “Al pie del acantilado” conserva su vigencia, porque fue imaginado por un narrador que es, a la vez, protagonista de esta especie de gesta popular de sobrevivencia, y que se muestra como un hombre de acción y de reflexión. En sus más de diez bloques narrativos se exhibe como un persistente e indoblegable constructor de una frágil vivienda para él y sus dos hijos que lo acompañan (Pepe y Toribio) en la dura aventura de la sobrevivencia en un ámbito precario situado entre la costa y el mar. En las fases finales de la lucha para evitar el desalojo de él y de sus vecinos llega a ejercer un importante liderazgo que permita hacer respetar los derechos de estas familias.
Al lado de esa capacidad de trabajo y de resistencia a las adversidades que debe soportar en su difícil y austera existencia, debemos destacar sus dotes como narrador de su propia historia. En ese sentido, su prosa recurre con frecuencia al auxilio de imágenes poéticas para darle un sentido más figurado y connotativo a su narración5. Es sintomático que el primer párrafo completo sea una muestra lograda y sugestiva del buen manejo de las imágenes, que dotan al relato en su totalidad de un sentido metafórico. Apreciemos su mirada reflexiva y figurativa:
Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en las acequias sin riego, en el desmonte, alrededor de los muladares. Ella no pide favores a nadie, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, pero la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimentándose de piedras y de basura. Por eso digo que somos como la higuerilla, nosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir. (Ribeyro, 1994, II, p. 17)
En este conocido párrafo, Leandro, el narrador, establece una comparación entre dos seres vivos: la higuerilla (que pertenece al reino vegetal) y la gente del pueblo (que pertenece al ámbito humano). Y lo que ambos tienen en común es el ser resistentes ante las dificultades del espacio en que crecen y hacen sus vidas. La higuerilla y la gente del pueblo tan solo piden “un pedazo de espacio para sobrevivir”. Y eso es lo que apreciamos en el relato, al inicio y al final. La primera vez, que es el punto de partida y de desarrollo de la historia, la higuerilla es encontrada “al fondo del barranco, en los viejos baños de Magdalena”. Y la razón por la que Leandro y sus hijos la buscan con apremio es porque están en condición de perseguidos por la ciudad, “como bandidos”. Descubierta esta señal de vida que es la higuerilla, ellos se quedan allí durante siete años, lapso en el cual la existencia es muy dura y sobrevienen algunas desgracias, aunque el grupo alcanza una precaria estabilidad. Al término de ese periodo, otra vez tienen que salir de allí e inician una nueva búsqueda hasta encontrar, una vez más, la “señal de vida” que les permita reiniciar el inestable ciclo vital a que están sometidos por ser marginales, pobres e ignorados por el Estado.
Cabe agregar que la ocupación del espacio indispensable para levantar una construcción que se asemeje, en lo esencial, a una casa común y corriente la realizaron primero Leandro y sus dos hijos. Con sumo sacrificio y en el lapso de un año, “ya teníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya no nos importaba que allá arriba la ciudad fuera creciendo y se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamos echado raíces sobre la sal” (Ribeyro, 1994, II, p. 18).
Poco tiempo después llegó Samuel, otro perseguido, y fue recibido por Leandro y sus hijos. Se incorporó y contribuyó con su trabajo a mejorar la vida de todos ellos y a cambio de su aporte no exigía nada, tan solo un poco de comida y “que lo dejaran en paz”. Con la llegada del verano aparecieron personas por los alrededores, pero no venían en búsqueda de un lugar para construir, sino a disfrutar de un baño de mar. En el ir y venir, esos bañistas, después de retirarse de la playa pasaban cerca de la casa de Leandro y al verlo reclamaban que “su playa” estaba sucia y pedían que la limpiara. A Leandro le incomodó el reclamo, pero en cambio le agradó que pensaran que era “su playa”. Y por ello Leandro y Samuel se esforzaron por limpiar y ofrecer algunas comodidades mínimas a los visitantes.
Y Leandro no cesaba en su propósito de enfrentar todos los obstáculos que descubría, entre ellos, por ejemplo, los fierros que impedían nadar más adentro a los bañistas. Pero el reto de luchar contra esos fierros hasta sacarlos totalmente, lo asumió Pepe, el hijo mayor del narrador, que se pasaba gran parte de su tiempo metido bajo el agua. Esta tenacidad para conseguir su propósito, sin considerar la inconmensurable fuerza del mar, lo llevó a morir ahogado. Y esta fue la tragedia más dolorosa que sufrió Leandro: perdió al hijo que más lo secundaba en el trabajo de cada día. Y tuvo que continuar, sin bajar la guardia.
Con posterioridad a estos luctuosos hechos, se hicieron presentes los últimos “perseguidos”, es decir, los hombres y mujeres del pueblo que también llegaron para construir sus casas “en la parte alta del barranco”. Leandro los observa y da cuenta del modo desesperado con que levantaron sus precarias viviendas, “con lo que tenían a la mano”. Una vez que estuvieron instalados se estableció una comunicación entre el narrador y algunas mujeres, que como parte de su rutina bajaban a lavar ropa. Por el diálogo que entablan nos enteramos de que han pasado tres años desde que se instaló el grupo familiar pionero, que ahora tiene un miembro menos, por la muerte de Pepe y su padre se lamenta de la soledad en que vive.
Leandro es, pues, el eje de la historia y del discurso. Es él quien encabeza la lucha por la sobrevivencia, el que lleva a la práctica su labor de constructor y de defensor de la casa y del entorno en el que sobrelleva su vida. Y, a la vez, en base a la experiencia que acumula cada día, a los golpes que le da la vida, adquiere una sabiduría, una capacidad de reflexión y un arte para construir imágenes y comparaciones que enriquecen la complejidad de ese mundo precario, donde actúan personajes que expresan diversos matices de la condición humana, vistos con los ojos observadores y certeros del narrador de “Al pie del acantilado”. Apreciemos, por ejemplo, el modo en que reflexiona luego de sufrir una de las pérdidas que más lo conmueven: su hijo Pepe, su más cercano colaborador, muere ahogado en el mar en plena lucha por tratar de retirar una barcaza que les impedía ganar un mayor espacio. Leandro recurre a las comparaciones que, a la vez, sugieren imágenes metafóricas: “Perder a un hijo que trabaja es como perder una pierna o como perder un ala para un pájaro. Yo quedé como lisiado durante varios días. Pero la vida me reclamaba, porque había muchísimo que hacer” (Ribeyro, 1994, II, p. 27).
Si tratamos de apreciar en su totalidad la historia desarrollada en “Al pie del acantilado” y recurrimos a algunos conceptos propios de la narratología y de la semiótica narrativa greimasiana6, podríamos señalar que este relato en cuanto al desarrollo de los sucesos supone un recorrido completo, que considera, en el marco del cuadrado semiótico7, los siguientes términos: disjunción-(1) ----- no disjunción-(2) ----- conjunción-(3) ------ no conjunción ----- disjunción-(4). La disjunción primera corresponde a la expulsión de los personajes encabezados por Leandro, que se encuentran en una situación de desalojados. La no disjunción, al momento en que el pequeño grupo familiar encuentra una higuerilla en un lugar al fondo del barranco y se establece allí, aunque de modo precario. La conjunción primera se alcanza cuando Leandro y sus hijos no solo logran construir su casa, sino que mejoran el entorno y esto les permite cobrar algún dinero a los bañistas que bajan hasta la playa que ha sido arreglada por los personajes del relato. La no conjunción retorna cuando llegan algunos de los hombres de la ciudad y visitan hasta en dos oportunidades el lugar donde viven Leandro y los de las casas vecinas, surgidas después de la instalación de los que Luchting (1971, p. 83) llama “los pioneros”.
Estas visitas crean una incertidumbre y concluyen con el arresto de Samuel y el anuncio de que los habitantes de esa barriada tienen que desalojar porque se han instalado en terrenos del Estado. La disjunción final se concreta en el momento en que los pobladores son expulsados con apoyo de la fuerza pública y el trabajo de una cuadrilla que destruye las casas levantadas por los precarios poseedores. El último en salir es, precisamente, Leandro, que se resistió hasta el final, porque los demás vecinos aceptaron la oferta de la Municipalidad de ser trasladados a una nueva zona (Pampa de Comas), donde podrían instalarse y construir viviendas con el respaldo de la ley. Leandro luchó para que los vecinos no acepten esta oferta, que él consideraba insegura, pero finalmente, las maquinarias llegaron hasta los límites de su casa y él tuvo que abandonar casi solo el lugar, porque su hijo Toribio no estaba con él en ese momento. Sin embargo, al emprender el éxodo, nuevamente, Leandro lo hizo sin alejarse del mar. De ese modo, un poco más adelante su hijo le dio el alcance y juntos recomenzaron el reto de levantar una nueva vivienda. Como se ve, los personajes han terminado como comenzaron, diseñando una circularidad desfavorable para ellos.
Si bien Leandro ha sido derrotado por la fuerza legal y policial de los que detentan el poder y ejercen la autoridad desde la distante comodidad de la ciudad, continúa en su lucha, no se da por vencido, usa un método ya conocido para descubrir el signo de vida que, con su presencia, le anuncia que ha llegado a la tierra prometida. Y es su hijo Toribio quien pronuncia las palabras esperadas, equivalentes a las que dijo Rodrigo de Triana cuando avistó “tierra” desde una de las carabelas comandadas por Colón. Leamos:
—¡Mira! ¡Una higuerilla!
Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes.
—¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame la barreta!
Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda. (Ribeyro, 1994, II, p. 41)
Pese a haber soportado una serie de adversidades durante los siete años que vivió en ese acantilado (la mayor de las cuales fue la muerte de su hijo Pepe, que se ahogó luchando contra el mar), Leandro mantiene intacta su capacidad de seguir viviendo, de comenzar, cual un Sísifo de la costa limeña, un nuevo ciclo, porque ha encontrado, una vez más, el símbolo que es su par, porque la higuerilla y Leandro son dos seres que resisten las derrotas y reinician el ciclo de la vida.
Durante décadas se ha discutido (y se seguirá haciendo) acerca del múltiple valor que se le ha asignado a este texto. Desde el punto de vista del mundo recreado por el autor, se ha señalado la verosimilitud que ha conseguido Ribeyro al plasmar, una vez más, el problema de la marginalidad que existió y que subsiste en Lima, los abismos de las diferencias sociales y económicas que dividen a “los de arriba”, “los del medio” y a “los de abajo”. Todo ello sigue vigente, pero a una escala mayor y en el marco de una globalización que ha agudizado las contradicciones de todo tipo que saltan a la vista en el contexto de una Lima, que ya no es la que Ribeyro evocó en los inicios de la década de los sesenta, cuando él estaba entre nosotros, e incluso, unos pocos años antes había vivido y trabajado en Ayacucho. W. Luchting (1971, p. 62) ha escrito mucho sobre eso y ha analizado exhaustivamente todos los aspectos ideológicos y artísticos de “Al pie del acantilado” y otros críticos han destacado el carácter de gesta popular que tiene “la fundación”, primero, de una casa (la de Leandro) y luego la de muchas viviendas hasta constituir un núcleo de marginales que resiste con todo (Huárag, 2004, p. 138). Pero la ley y las instituciones le “echan el ojo” a la zona y no se detienen sino cuando logran expulsar a estos moradores precarios.