Kitabı oku: «Apuntes de Historia de la Iglesia 6», sayfa 3

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1. Contexto general al final del XIX y principio del XX

Concluida en 1871 la Guerra Franco-Prusiana, transcurren más de 40 años sin conflicto armado alguno entre las naciones europeas. Los litigios que surgen se resuelven por vía diplomática. Distintas conferencias internacionales se reúnen con la convicción de que el diálogo –“diálogo entre caballeros”– ha de mantener invariablemente la paz, y que ya no ha de haber entre los grandes países civilizados y cultos conflicto alguno general: “el peor negocio es la guerra”; ésta es una especie de “insensatez de tiempos pasados y pueblos incultos”.

Los conflictos armados entre naciones en aquellos 40 años fueron muy breves, y siempre en combates fuera de Europa, salvo los de su extremo más sudoriental (“el avispero balcánico”, de 1911 a 1913). La guerra ruso-turca concluirá el mismo año en que principia (1878); igualmente, la chino-japonesa en 1894; la de España con Estados Unidos en 1898; la del pueblo boer con Inglaterra en Sudáfrica se prolonga algo más (1899-1902); y la rusojaponesa concluye al año de iniciada, en 1905.

No obstante, pese a la confianza tan extendida en una paz indefinida, algunos dirigentes políticos europeos y sus estados mayores militares no dejan de tomar precauciones ante una posible guerra, que finalmente estallará. A la tremenda Primera Guerra Mundial (1914-1919), de magnitud antes nunca conocida, y de tan graves consecuencias para la Iglesia y el mundo, no se llegará de manera necesaria o inevitable, pero el hecho del atentado de Sarajevo en 1914 contra el heredero del imperio austro-húngaro la precipitó. Otros importantes factores antiguos también la propiciaron6.

Factores que abonaban la gran confianza en una paz duradera

A alimentar esta confianza entre las élites gobernantes de las principales naciones europeas (de sus altas burguesías y aristocracias a ellas asociadas) contribuyen varios importantes factores:

− el hecho mismo de la inalterada y prolongada situación de paz, que marca a la belle époque y tiene su hito más representativo en el París de 1900.

− los enormes progresos científicos de la época y sus aplicaciones a la industria, a las comunicaciones, a la medicina, a la sanidad e higiene públicas, a las nuevas construcciones urbanas...7

− la gran expansión colonial, ante todo de Inglaterra y de Francia, volcadas sobre inmensos territorios, las vuelve menos interesadas en debatir sobre litigios intraeuropeos8. Algo semejante sucede a la nueva gran potencia emergida al fin de la guerra franco-prusiana, la Alemania reunificada. Su canciller Bismarck (1862-90), con mano férrea, trata a continuación de apartar a Alemania de todo conflicto armado, de no provocar a sus vecinas Francia y Rusia, ni a Inglaterra en el gran reparto colonial9.

− el general gran auge económico de la época enriquece a las más altas clases sociales y les da la euforia de que nada grave ha de suceder; auge, que beneficia también a los más necesitados, pero con frecuencia muy lentamente. Muchos emigran a las ciudades (o a América) al ser desposeídos de sus tierras o anulados los tradicionales contratos de arrendamiento por largos plazos y módicas rentas10. Luego, estas poblaciones, en sus nuevos lugares de trabajo, sometidas a duras condiciones, se proletarizan sin que intervenga el Estado hasta casi el final del XIX (en Inglaterra, algo antes) frente las amoralidades provocadas por el liberalismo económico de la época11.

− en las distintas naciones de vieja raíz cristiana crece una alta sociedad desapegada de la fe, sobre todo entre los varones, cuyos intelectuales se imbuyen en las filosofías de la época y tantas veces acuden a París a beber “en las fuentes”, incluso desde la América hispana12. A la vez que son hostiles a la Iglesia, están convencidos de que marchan por el buen camino, de que la pura razón del hombre, y no otros principios (la salvación por Cristo), han de traer el bien y progreso a la humanidad. En Francia (y en las naciones de Iberoamérica), la filosofía ad hoc, de confianza del hombre en el hombre, fue entones ante todo el positivismo de Augusto Comte (1798-1857)13; en España, más lo fue, en la época y hasta los años 1930, el importado kantismo del alemán Friedrich Krause (1781-1831)14.

− en Alemania, en el XIX-XX, prosigue el profundo influjo de Kant (1724-1804) en sus universidades, y con alcance universal llegará hasta el presente –piénsese en la ONU– con su mensaje de regeneración de la humanidad por su desvinculación de toda religión revelada y el consiguiente imperio de “la religión de la pura razón” –la única digna para el hombre, por “no heterónoma”– ; regeneración moral, que ha de conducir a “la paz perpetua”, título de una conocida obra suya, y cuyo significativo subtítulo es “el milenio”. Daba así Kant extensión universal al pensamiento de Rousseau, del que fue admirador, y al del pseudomesianismo de los ilustrados del XVIII15.

− también en Alemania, y ante el fallido intento de Kant (que no logra, como reconoce, su “propósito capital de restaurar la Metafísica” para una válida fundamentación de la Ética), Hegel (1770-1831) construye su total sistema filosófico de la Metafísica idealista. Influirá enseguida en el mundo de Occidente, en sus universidades y en los programas políticos liberales, por su comprensión de la historia en clave dialéctica como puro proceso en el que no existe principio alguno fijo sino permanente movimiento de los principios (al modo de Heráclito) por el despliegue de la Idea o Espíritu Absoluto, hacedor y deshacedor de religiones, culturas, instituciones políticas y jurídicas... De la llamada “izquierda hegeliana” provendrán a continuación Feuerbach (1804-72) y Marx (1818-83)16.

− la nueva concepción del mundo al margen de la fe en Cristo que se impone con más o menos radicalidad en la alta política europea y en gran parte de su intelectualidad ha contado durante el XIX-XX con conocidos y principales difusores en las universidades de Occidente, en los distintos medios de comunicación, y en especial en el llamado Estado Docente, director de la enseñanza pública –y en gran parte también de la privada– por la que han pasado generaciones y generaciones de alumnos que reciben una cosmovisión, en mayor o menor grado, adversa a la Iglesia, presentada como rémora del progreso y de la que logra la modernidad liberarse de su influjo en la sociedad, paso a paso, a partir del Renacimiento y, sobre todo, por medio de una pléyade de filósofos que del XVII en adelante han pensado cómo el mundo ha de caminar por sí mismo hacia el progreso, la justicia y la paz17.

Actitud y respuestas de la Iglesia ante estos antecedentes

La Iglesia, anunciadora al mundo de la total necesidad de ser salvado por Cristo, no niega el orden natural (“los valores naturales”), pero afirma que la ley natural por sí sola es insuficiente, se corrompe (“no prosigue largo tiempo y con vigor”). Esta advertencia, singularmente proclamada por san Agustín ante el naturalismo de Pelagio, pierde fuerza, es bastante desoída, durante las mundanidades del Renacimiento.

El Magisterio de los papas del XIX-XX, ante el avance del naturalismo en Occidente, no ha dejado de señalar cómo aquellas mundanidades, que entonces no llevaron a la pérdida de la fe, no obstante, han concurrido notablemente a que se sigan muy graves consecuencias. Ante el naturalista proceso de implantación del liberalismo en Occidente, el Magisterio de los papas ha sido constante y unánime. Consúltese una u otra de las colecciones de encíclicas publicadas; ya enteras, o en extractos en el Denzinger18.

A partir de Gregorio XVI (1830-46) no han dejado de pronunciarse los romanos pontífices en sus encíclicas y decretos (dirigidos al episcopado universal) sobre la pretensión de fundar una sociedad al margen de Dios. Al mismo tiempo, han proclamado cómo el verdadero camino es el de la fe en Cristo; proclamado siempre como el Salvador, tanto en la paz como en las situaciones más adversas de persecuciones contra la Iglesia.

Aquellos romanos pontífices impulsan, en medio de las graves dificultades y contradicciones de la época, a las que se suma la aparición del llamado “catolicismo liberal”, un extraordinario crecimiento de la piedad del pueblo católico (en el que prende con extraordinario vigor el culto y devoción al Corazón de Jesús, y recrece el amor a la Virgen) que superará las frialdades del XVIII, y responderá generosamente con toda suerte de iniciativas apostólicas de clérigos y laicos, y con un extraordinario aflujo de vocaciones sacerdotales y religiosas dedicadas a la cura de almas, la enseñanza, la beneficencia, las misiones extranjeras...

La adhesión al sucesor de Pedro, ferviente en el católico pueblo llano, crece durante el XIX también entre las jerarquías eclesiásticas que dejan de lado el galicanismo y otros regalismos, y también entre notable parte de laicos de la alta sociedad que pasan a sincera adhesión al Papa y a laborar apostólicamente con gran entrega: en la extensión de las catequesis, la buena prensa, la promoción entre el pueblo fiel de la Liturgia y la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras, el apoyo a las misiones extranjeras, la acción social y benéfica, la promoción de obras y patronatos parroquiales... Aquellos seglares son el origen del asociacionismo apostólico moderno de los laicos –de los llamados “movimientos apostólicos”– que confluirá sobre todo en la Acción Católica, promovida por Pío XI (1922-39).

El legado del papa León XIII (1878-1903) al mundo del siglo XX

León XIII, en su pontificado de más de 25 años, transmite a la Iglesia y al mundo un extraordinario legado. Prosigue el gran impulso de su antecesor, el beato Pío IX, a la vida sobrenatural en la Iglesia. Promueve y fortalece la piedad y el culto del pueblo católico¸ muy en especial a la Virgen María (a la que dedica no menos de quince encíclicas o amplios escritos para exhortar al rezo del Rosario), y de manera muy significada al Corazón de Jesús, al que en 1899 consagra el universo entero (“el acto más grandioso de nuestro pontificado”). Presenta la devoción al Corazón de Jesús (encíclica Annum sacrum) en su doble vertiente, íntima y social, vinculada tanto al trato íntimo con Cristo (en especial, en la Eucaristía), como a construir el reino de Cristo en el mundo.

León XIII había aportado también un extraordinario magisterio doctrinal (teológico, filosófico, histórico y de doctrina social de la Iglesia), muy directamente inspirado en la filosofía y teología de santo Tomás de Aquino, que el Papa urge vivamente que retornen a los estudios en la Iglesia, para bien de ella y de la humanidad entera; para servir a la fe, y también para contribuir a que la razón humana, por medio de un verdadero diálogo con el mundo moderno, pueda acoger con humildad y gozo el don de la Revelación divina, y sean ordenadas las realidades de este mundo conforme al designio redentor y salvador de Cristo Jesús.

Muy marcada en el ánimo de León XIII aparece su honda conciencia histórica, su convicción de que los males más graves que aquejan a la sociedad del XIX tienen su raíz decisiva en el alejamiento de Dios de las élites rectoras de las naciones de Occidente –alejamiento, no por igual en todas partes, ni sin grandes excepciones– una vez acabada la plenitud de la Cristiandad medieval. Tales males –expresa el Papa– se hallan particularmente manifiestos ya en el XVI al surgir el llamado derecho nuevo19, prescindente de Dios en la ordenación de la sociedad

En sus relaciones con los Estados, tuvo León XIII que afrontar muy difíciles situaciones pese a su deseo de alcanzar acuerdos con ellos para bien de la Iglesia. Con el Estado italiano, unificado en 1870 a costa del fin de los históricos Estados Pontificios, entiende que no puede transigir. Y con el poderoso canciller Bismarck, promotor del Kulturkampf, consigue que desista en su mal trato a la Iglesia en Alemania. Con los zares rusos no logra impedir los abusos y persecuciones contra los católicos (polacos, lituanos, uniatas varios...). Mantuvo con los Estados de la época múltiples relaciones. Seguramente, las más difíciles fueron con los gobernantes de la III República francesa por su decidida voluntad a partir de 1879 de secularizar radicalmente la vida de la nación20.

En los anteriores Apuntes 521 se ha expuesto con cierta amplitud cómo León XIII trató de enmendar aquellas actitudes de los gobiernos galos pese a que aún seguía en vigor el Concordato de 1801 con Napoleón, firmado entonces con muchas dudas por el papa Pío VII, pero que con el transcurso de los años fue reconocido en sustancia por los sucesivos papas del XIX como beneficioso y permaneció inalterado pese a los numerosos cambios políticos del país.

En aquella situación, León XIII promueve en los años 1890 el ralliement, la adhesión de los católicos franceses a la III República con la esperanza de que ésta cese en sus persecuciones contra la Iglesia, a lo que responden los gobernantes que de ningún modo pueden renunciar a su laicismo, constitutivo del ser republicano francés. Conviene tener presente que se trataba de una cuestión de orden prudencial, en las que no siempre se logra el acierto. En sus últimos años repetía el Papa a sus íntimos: “¡me han engañado, me han engañado!”, como refiere el reconocido historiador de la Iglesia Ferdinand Mourret, que cita como principal fuente la biografía de León XIII escrita por su secretario privado, el canónigo belga T´Serclaes, bajo la dirección del mismo Papa, para ser publicada cuando fallezca22.

Para su gran proyecto, concebido en cuanto inicia el pontificado, de unidad de los pueblos bajo la soberanía de Cristo, con frecuencia citaba en especial a Inocencio III, el Papa de la plenitud medieval23.

6 Cf. CO1, 196s

7 Cf. CO1, 157-161

8 Cf. CO1, 152-161, 186-212

9 Cf. VC2, 477-479; FZ, 303-307

10 En España, la gran emigración a sus mayores ciudades y a América se dio a partir de las desamortizaciones (cf. CO3, 146-156, 196s; Aps5, 194-202, 273-275)

11 Cf. VC2, 408-411; FZ, 225s; Aps5, 307-317

12 Cf. VIAL, Gonzalo, Historia de Chile (1891-1973), I, Santiago 1981, 44-47

13 De manera muy gráfica describe el gran conocedor de la historia de Chile, Gonzalo Vial, cómo los intelectuales de la generación nacida entre 1822 y 1827, todos ellos de la alta sociedad, pierden en su mayoría la fe, y se entusiasman con el movimiento liberal-revolucionario francés de 1848, y toman para sí “con fervor delirante” los nombres de los héroes de la Revolución francesa glorificados por el poeta Lamartine –presidente de la efímera 2ª República francesa (1848)– en su obra Los Girondinos: Marat, Brissot, Vergniaud, Robert de Lisle... Varios futuros jefes de Estado de Chile proceden de aquella generación, así como notables líderes del partido radical, del socialismo, y hasta del comunismo local (cf. VIAL, Gonzalo, Chile, cinco siglos de historia, Zig-Zag, Santiago, 2010, 637s). La filosofía que prende entre ellos fue sobre todo el positivismo de Comte, de gran trascendencia en la enseñanza pública del país, y que tuvo en Diego Barros Arana (1830-1907) el autor y difusor de una historia de Chile en 16 volúmenes en clave positivista, denigradora de la obra de España en América (cf. Ibid., 718s, 908-912).

14 Cf. UR4, 496-540; GIL CREMADES, Juan José, Krausistas y liberales, Seminarios y Ediciones, Md 1975, 54-56; FRAILE, Guillermo, Historia de la Filosofía española desde la Ilustración, Bac, Md 1972, 122-187; Aps5, 279-282, 422, 432.

15 Cf. Aps4, 208-210

16 Cf. Aps5, 113-126

17 Para una síntesis de la evolución del pensamiento filosófico moderno: Aps3, 511-528; Aps4, 87-132, 147-210; Aps5, 113-135, 207-212, 319-332

18 Bac Maior ofrece la gran obra El Magisterio pontificio contemporáneo (desde León XIII a Juan Pablo II) en dos volúmenes, que citamos como MP1 y MP2. Para el Magisterio anterior, de Gregorio XVI y Pío IX, pueden consultarse el Denzinger y los volúmenes de la Bac de Doctrina pontificia, II (Documentos políticos) y Doctrina pontificia, III (Documentos sociales), que citamos como DP2 y DP3

19 Así lo señala explícitamente el papa LEÓN XIII en su encíclica Immortale Dei, nº 10 (cf. MP2, 855s)

20 Cf. Aps5, 343-397

21 Cf. Aps5, 409-413

22 Cf. MOURRET, Fernando, Historia general de la Iglesia, tomo IX, vol II, edición española, Md 1927, 536; Ap5, 413s.

23 Cf. JD8, 35-66; Aps5, 347-350

2. Inglaterra. Notas sobre su historia anterior a 1914

La revolución religiosa inglesa del siglo XVI ha sido decisiva para el siguiente curso de su historia. La nación británica, por la política de su corona y el influjo de las corrientes protestantes venidas de Alemania, se separa de Roma durante el reinado de Enrique VIII (1509-47). Y contribuye pronto, política y militarme al triunfo de la Reforma protestante en media Europa frente a la resistencia católica –en especial de España– a la desintegración de la Cristiandad medieval. Una clase social enriquecida, en gran parte al hacerse con los bienes de la Iglesia en tiempo de Enrique VIII, ha regido desde entonces los destinos de la nación.

La religión católica es oficialmente perseguida, denunciada como alta traición al país por no reconocer la supremacía religiosa de la corona. Durante más de dos siglos, numerosos fueron los mártires salvo en los breves reinados de María Tudor (1553-58) y de Jacobo II (1685-88), y hasta que advenga la Revolución francesa, que suscitará en Inglaterra un nuevo ambiente menos hostil a los católicos –a “los papistas”– , ya reducidos a una minoría.

La oligarquía, de gran poder económico, formada por grandes terratenientes (futuros torys en su mayoría) y por un alto empresariado urbano, promotor de la gran expansión comercial y colonial británica (futuros whigs), tiene en el Parlamento la principal sede de su poder también político. La corona inglesa durante tiempo se resiste a ceder de su autoridad y poder a ningún parlamento. Pero, mientras en casi toda Europa las monarquías evolucionan hacia el absolutismo, en Inglaterra se producen dos revoluciones que llevan al definitivo triunfo del parlamentarismo24.

Las dos revoluciones del XVII

La revolución de 1649 acaba con la vida de Carlos I Estuardo (1625-49), hecho ejecutar por Oliver Cromwell (1649-58), jefe del fuerte “ejército de los santos” –calvinistas escoceses– , llamado por los parlamentarios de Londres para que les apoye a combatir al ejército leal al rey. Cromwell, tras la victoria, no realiza la esperada restauración parlamentaria, sino que implanta su personal dictadura. Pero, al morir, el país vuelve a la anarquía, y Monck, antiguo general de Cromwell, en 1660 hace restaurar la monarquía Estuardo con Carlos II Estuardo (1660-85), hijo del rey decapitado. Era católico en secreto, no lo afirmaba. Por su corrupción moral hizo muy grave daño a la causa católica pese a las advertencias del papa beato Inocencio XI.

La revolución de 1688. A la muerte de Carlos II, le sucede su hermano Jacobo II Estuardo (1685-89), que no oculta su fe y desea restaurar el catolicismo, hasta la fecha tan perseguido. Pero, en el momento en que tiene un descendiente varón, el futuro Jacobo III (hijo de la gran apóstol del Corazón de Jesús, María de Módena), ante el peligro de una próxima restauración católica, los torys, que le apoyaban, se pasan y unen a la oposición wigh, cuyos jefes exilados en Holanda (entre ellos, el filósofo Jhon Locke) conspiran con Guillermo de Orange, el calvinista y absolutista estatúder de los Países Bajos, yerno de Jacobo II.

Guillermo, durante 30 años había sido el tenaz adversario militar de Luis XIV, deseoso de apoderarse de Holanda y luego asaltar Inglaterra, y al que Guillermo impide invadir los Países Bajos una y otra vez, incluso con la extrema decisión de abrir las esclusas e inundar los Países Bajos con el agua del mar. Fue el candidato elegido para derrocar a Jacobo II. Con su ejército cruza el Canal de la Mancha y en poco tiempo derrota a Jacobo II.

La revolución de 1688 fue victoria decisiva para el parlamentarismo británico. El dirigente holandés, coronado como Guillermo III Orange (1689-1702), suscribe cuantas restricciones al poder real le fijan los parlamentarios. Su fuerte calvinismo era la garantía para torys y whigs de que Inglaterra no había de retornar al catolicismo. Pronto, el triunfo del parlamentarismo se consumará al instaurarse en Inglaterra la nueva dinastía, alemana y protestante, de los Hannover, de escasa relevancia en el gobierno efectivo del país. Aquel parlamentarismo no evolucionará nunca, hasta hoy, hacia la elaboración de una constitución, característico signo del pragmatismo inglés, no afecto al típico constitucionalismo liberal –racionalista– del continente europeo25.

La persecución cesa con la Revolución francesa. Al triunfar la revolución de 1688, pese a que el gobierno de Guillermo de Orange había proclamado la libertad religiosa, prosigue la persecución contra los católicos (por “intolerantes” en la terminología de Locke, pues siguen sin reconocer la soberanía del rey de Inglaterra también en religión). Sólo un siglo después, por los acontecimientos de la Revolución francesa, cambia la situación. Un nuevo clima de simpatía hacia “los papistas” surge en Inglaterra al enfrentarse en guerra a la Francia de la Revolución. Numerosos franceses, en especial sacerdotes, buscan refugio en la isla. La misma actitud del papa Pío VII (1800-23), que se ha negado a secundar el bloqueo económico dictado por Napoleón en 1807, contribuye a esta buena acogida, y a que comience a pensarse en Roma en el restablecimiento de la jerarquía católica en Inglaterra26.

Expansión naval de Inglaterra y su lucha con Francia por la hegemonía

En la primera mitad del XVII comienzan las expansiones de Inglaterra por los mares, algo a la zaga de las holandesas y sin éxitos semejantes27. Los continuados incidentes entre ambas expansiones llevan a la guerra, y la gran escuadra holandesa es finalmente vencida en 1653 por la inglesa, recién reforzada por Cromwell. En los siguientes próximos años, Inglaterra expulsa a los holandeses de “Nueva Amsterdam”, transformada en “Nueva York” (1664), y progresa su dominio en las aguas del Caribe –con y sin cooperación francesa según los casos– pese a las resistencias españolas28.

La pugna entre Francia e Inglaterra por la hegemonía mundial política y económica venía de largo tiempo atrás; sobre todo, desde el fin de la Guerra de Treinta Años (1618-48). A la nación francesa, hegemónica en Europa tras la victoria de 1648, se le enfrentará Inglaterra que trata de contrabalancear el poderío galo oponiéndole el de una u otra nación del continente. Durante tiempo no lo logra, tanto por la decidida oposición de Luis XIV (1643-1715)29 como por la larga crisis de las dos revoluciones inglesas del XVII30.

Tras el triunfo de la revolución inglesa de 1688, el poderío británico se rehace rápidamente. Provisto de gran escuadra naval y sólido ejército hará frente a los sucesivos planes de expansión de la Francia de Luis XIV. La gran victoria naval en 1692 de La Hougue (frente a la costa de Normandía) sobre la escuadra francesa consolida el poder de Inglaterra en los mares. Son guerras que no dilucidan quién en definitiva tiene la primacía, pues Luis XIV no desiste de sus planes y provoca una guerra tras otra31.

La Guerra de Sucesión de España (1701-14)

La contienda definitiva para Luis XIV, en la que ya no vence o deja de conseguir condiciones muy favorables de paz, fue la de la Sucesión de España. El último Austria español, Carlos II Habsburgo (1665-1700), ante su conocida imposibilidad de descendencia y los consiguientes pactos entre las potencias europeas, primero secretos y pronto harto conocidos, para repartirse el Imperio hispano en cuanto fallezca, finalmente testa (después de años de dudas y asistido por su consejo) en favor del pretendiente francés (el futuro Felipe V, nieto de Luis XIV). Pero, con la condición de que los tronos de España y de Francia nunca recaigan en una misma persona, en un mismo Borbón.

En un primer momento, la sucesión así dispuesta en favor de Felipe V (1700-46) es reconocida en España y en Europa sin mayores problemas. Pero cuando Luis XIV reclama –pretexta– que ya no está obligado a cumplir tal condición y que a la corona francesa le asiste el derecho en un futuro no lejano de que pase España y su aún inmenso imperio a dominio francés, estalla la guerra internacional. La gran coalición antifrancesa, liderada por Inglaterra, vence tras larga y extenuante contienda. “La hegemonía de Francia en Occidente –concluye Vicens Vives– había hallado su fin”32.

Pugna con Francia en el XVIII y hasta la caída de Napoleón en 1815

Durante el XVIII, la fuerte unidad ideológica –la del común pensamiento ilustrado– que impera en las cancillerías y cuadros de gobierno de las naciones europeas no es óbice para que se sucedan las guerras entre ellas. Cada una tiene su propia razón de Estado, y la defenderá con las armas en no pocas ocasiones. Desaparecida la unidad de la Cristiandad medieval –pérdida oficialmente confirmada por la diplomacia internacional en los tratados de Westfalia (1648), y no por los papas– prevalecen los secularizados intereses de cada Estado. Se forman así a lo largo del XVIII diversas coaliciones armadas según los intereses y circunstancias de cada Estado, aunque nunca militando en un mismo bando Francia e Inglaterra, contrarias por su litigio por la hegemonía mundial; ni Prusia y Austria, por su común aspiración al futuro liderazgo del mundo germánico unido33.

La política gala, pese a la derrota en la Guerra de Sucesión española, se resiste a ceder la primacía al vencedor británico, y de nuevo vuelve a perder en luchas extendidas ya a tres continentes; sobre todo, en la Guerra de Siete Años (1756-63) por la que el Canadá y la India pasan de Francia a Inglaterra34; y finalmente, en el fracasado empeño de Napoleón Bonaparte (1799-1815) por hacerse el árbitro del globo35.

La creación del Imperio Británico

Durante el siglo XIX, entre el Congreso de Viena (1815) y el Congreso de Berlín (1878), Europa, y sobre todo Francia e Inglaterra, se hacen presentes como nunca en el orbe entero. A las exploraciones de los lugares más recónditos e inhóspitos por misioneros, sabios geógrafos y arriesgados aventureros, les suceden pronto distintas emigraciones, tanto de colonos en busca de trabajo como de comerciantes que aportan técnica y capitales, apoyados por sus respectivos gobiernos con toda suerte de recursos, incluidos los de las armas.

A un tiempo se conjugan objetivos económicos y políticos; algunos, del todo amorales (como el entonces recrecido tráfico de esclavos). No obstante, pese a las graves lacras de aquellas colonizaciones, las naciones de vieja raíz cristiana del Occidente europeo realizan entonces por el orbe entero, sobre todo a partir de los años 1870, una extraordinaria obra evangelizadora36 y civilizadora37. Aunque, pese a la heroica labor de los misioneros, la llegada entonces a África y a Asia de las naciones de Occidente ya no es en un contexto de vigor de fe como el aportado en el siglo del XVI por España y Portugal que llevó a la pronta y plena asimilación de los pueblos de Iberoamérica y de Filipinas (salvo en parte de Mindanao, adonde había llegado antes el Islam).

Por su potencial económico y político, la nación inglesa obtiene los mayores réditos. Sus dominios crecen sin cesar en África y Asia bajo la dirección de los grandes magnates que habían hecho la revolución de 1688, que tienen su poderoso asiento en el Parlamento, y por jefe político más relevante a Palmerston (1851-65), hasta que le suceda una nueva generación de gobernantes menos favorables al “espléndido aislamiento” de Gran Bretaña y más comprometidos en los asuntos políticos europeos. Su máximo representante será Benjamín Disraeli (1866-80), jefe tory, hebreo, de extraordinario talento y simpatía, impulsor como ninguno del gran Imperio Británico presidido por la reina Victoria Battenberg (1837-1901).

Las comunicaciones con los grandes dominios británicos del Canadá y la India se fueron asegurando con un conjunto de bases navales esparcidas por todos los mares (Gibraltar, El Cabo, Santa Elena, las islas Mauricio, Adén, Singapur, Las Malvinas, Ceilán...). La apertura del Canal de Suez en 1869 potenció sobremanera las comunicaciones con la India, el Este de Asia y la lejana Oceanía. Tras la derrota de Francia frente a Prusia en 1871, Inglaterra queda como indiscutible primera potencia del orbe hasta ser desplazada por los Estados Unidos al término de la Primera Guerra Mundial (1914-19)38.


El imperio británico al comienzo del siglo XX

Impacto de la expansión colonial de Inglaterra en la vida de la Iglesia

En cuanto Inglaterra y Holanda comienzan a expandirse por los mares desde la primera mitad del XVII, numerosas antiguas misiones católicas en África y Asia, sobre todo portuguesas, van desapareciendo. La hostilidad contra los católicos en Inglaterra y sus dominios se mantendrá casi inalterada hasta muy avanzado el XVIII en que ya el número de éstos en la isla ha descendido en gran manera39.

Pero a partir de la mitad del XIX, con el gran resurgir de las misiones en África, Asia y Oceanía, ante la magnitud desbordante de la labor que han de realizar los misioneros, su indiscutible obra civilizadora y el prestigio que dan a Europa de la que provienen, sucede que incluso las naciones protestantes (que envían también sus pastores misioneros, en particular Inglaterra a su Imperio) rara vez ponen entonces trabas a las evangelizaciones católicas; y tampoco las puso la misma III República francesa, salvo entre musulmanes, pese a su duro laicismo en la metrópoli a partir de 187940.

Comportamiento de Inglaterra con la católica Irlanda

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