Kitabı oku: «Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI», sayfa 2

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Bloque 1 ESCULTURA, TEORÍA E ICONOGRAFÍA

1 Dimensión social del escultor en época moderna

Carmen González-Román

1. VALORES, PREJUICIOS Y MITOS: NARRATIVAS SOBRE EL ESCULTOR

“Aunque te convirtieras en un Fidias, o en un Policleto y crearas muchas obras maravillosas, todos elogiarían tu artesanía, cierto es, pero ninguno de los que te vieran –si fuera sensato– querría ser como tú; pues como quiera que fuera tu obra, serías considerado como un artífice, un artesano, uno que vive del trabajo de sus manos”.[1]

Las palabras de Luciano reflejan la persistencia en el siglo II de los prejuicios sociales hacia el artista, y en particular hacia el escultor, por el hecho de considerarse su actividad un oficio. Perpetuando conceptos medievales, durante el Renacimiento se mantuvieron vivos tales prejuicios contra pintores y escultores, siendo la escultura una profesión aún peor valorada que la pintura. Pese a estas consideraciones, la idea de que el “artista” es un personaje especial, distinto, diferente a los demás seres humanos, se verá reforzada por una ingente “literatura”, en esencia fabuladora o propagandística, que constituye la trama de lo que Ernst Kris y Otto Kurz llamaron la leyenda del artista (1935).[2] En la España de los siglos de oro se forjaron relatos en torno a escultores célebres, cuyas virtudes, gestos y demás circunstancias familiares y sociales han pervivido en las narrativas en torno a la escultura barroca española hasta fechas recientes.

1.1. ¿Por amor al arte? ¿Por fervor cristiano?

Uno de los mitos forjados durante la Antigüedad clásica, que revivió en época moderna, es el del artista cuyas actitudes, inquietudes y apariencia lo equiparan a la de una persona de mayor rango social. Existen anécdotas y juicios que señalan de qué manera en la Antigüedad algunos trataron de asemejarse a los señores en cuanto a la vestimenta y porte, negando que la parte manual de su trabajo fuera laboriosa.[3] Algunos artistas habían sido redimidos de su categoría de artesanos vinculados a los oficios mecánicos gracias a su aparente desinterés pecuniario. Sin duda, la búsqueda del beneficio económico restaba, durante la Antigüedad, entidad intelectual al artista, al igualarlo a la de un mero productor de objetos utilitarios.[4]

A partir del Renacimiento se configura un prototipo de artista cuyo modus vivendi se reconoce como el del hombre culto, versado en diversas disciplinas, que dedica la mayor parte de su tiempo al pensamiento y al estudio, y cuyo porte y modales son exquisitos. Cennino Cennini en Il libro dell´arte, retrata al artista nuevo: “Vuestra vida debería regirse siempre como si estudiarais teología, filosofía o las demás ciencias, es decir: comer y beber con moderación por lo menos dos veces al día, escogiendo comidas ligeras pero sustanciosas y vinos suaves”. Se trata, según Wittkower, de la primera exhortación escrita por un artista y dirigida a sus colegas en la que aconseja emular la dignidad y templanza del hombre erudito. De modo más preciso, Leon Battista Alberti, en De pictura (1436), describe este nuevo prototipo de artista, un artista intelectual que parece vivir despreocupado de la cuestión monetaria, aconsejando que “la primera gran preocupación del que busque lograr eminencia en la pintura sea la de adquirir la fama y renombre de los clásicos”, meta alcanzable si únicamente se dedica todo el tiempo al estudio. Alberti señala también que los buenos modales y elegante porte hacen más a la hora de conseguir clientela y dinero contante que la mera destreza técnica y la diligencia. Se trataría, en definitiva, de un artista bien asentado y socialmente integrado.

En la España del seiscientos sabemos que algunos afamados escultores buscaron, y solo algunos alcanzaron, el beneficio económico y el reconocimiento social. Pedro de Mena vivió una desahogada situación económica, como se deduce del testamento que redacta en 1679, donde se declara propietario de cinco casas, y al practicarse el inventario por su muerte, en 19 de noviembre de 1688, se le reconocen sus “casas principales” (palacio o casa noble) y otros tres inmuebles. No obstante, sabemos que para mantener su numerosa familia, Pedro de Mena se vio abocado a llevar a cabo otras actividades.[5] Otro ejemplo sería el de Alonso Cano, que obtuvo considerables ganancias de sus obras si bien, siguiendo a Wethey, dada su deficiente administración de las finanzas, se vio envuelto en deudas que le condujeron a la cárcel.[6] El desorden para los asuntos económicos se constata por la documentación conservada, sin embargo, dicha situación ha sido relacionada con su personalidad, generando una leyenda plagada de elementos anecdóticos que le otorgaron la fama de persona reprobable.[7]

Más que por amor al arte, por amor a la religión han venido siendo interpretadas hasta fechas no muy lejanas las obras talladas en madera policromada de nuestros escultores barrocos. Martín González, ante el ambiente religioso y la espiritualidad dominante del siglo XVII, se planteaba: ¿cuál es la energía condicionante de esta realidad sobre su voluntad de producir obras y sobre su propia vida personal como artista? ¿Militan con voluntariedad y convicción, o por inercia y oportunismo?

Martínez Montañés manifestaba con orgullo su religiosidad. Pedro de Mena y Gregorio Fernández tuvieron fama de artistas devotos y, con frecuencia, se hallan relatos en los que el escultor solicita ayuda divina, como es el caso de José de Mora, quien llegó a encomendarse a Dios para que la hechura de la imagen de la Dolorosa de Santa Ana de Sevilla le saliera bien. La religiosidad de Pedro de Mena ha sido unánimemente resaltada por los estudiosos de la obra del artífice granadino, y se ha destacado el acierto con el que supo imprimir la expresión divina, casi mística, en las figuras de los santos representados.[8]

Según Elena Gómez–Moreno, Gregorio Fernández debe más al ambiente espiritual de su tiempo que al artístico, idea esta bastante extendida entre los primeros investigadores que se ocuparon de la escultura barroca española en madera.[9] La leyenda del Cristo a la columna, que habló al escultor vallisoletano antes de salir del taller sería, según la citada historiadora del arte, una prueba del ambiente piadoso que rodeaba a este escultor. Para Elena Gómez–Moreno, Gregorio Fernández, amigo de carmelitas, franciscanos y jesuitas, era un cristiano fervoroso y practicante, según dejan traslucir las escasas noticias de sus biógrafos y las formularias de los documentos: “hombre caritativo, recoge y cría a una criatura echada a su puerta; ejerce tutela paternal con Manuel Rincón, huérfano de su presunto maestro… Mayordomo de su parroquia, cubre a su costa el déficit de las cuentas; es pródigo en limosnas, generoso con sus compañeros…”[10]

El escultor, particularmente el imaginero como creador de imágenes devocionales e incluso milagrosas, aparece reflejado en la literatura artística como alguien que gracias a su actos y virtudes cristianas es capaz de mediar entre Dios y los hombres. Se trata de fuentes que buscan transmitir los valores cristianos de algunos de nuestros más insignes escultores, y donde se describen incluso los efectos maravillosos o prodigios acaecidos durante la creación de imágenes talladas. Estos hechos milagrosos fueron también relatados en anécdotas y leyendas relacionadas con los pintores, siendo Pacheco, en su Arte de la pintura, quien se encargó de incluir algunos ejemplos, con los que culmina sus argumentos acerca de la nobleza de la pintura.[11] No obstante, pese a que no existe en el barroco español un tratado específico sobre escultura donde, a la manera de Pacheco, se ilustre el carácter superior de dicho arte con ejemplos relativos a las conductas religiosas y las virtudes cristianas de nuestros escultores, sí que podemos hacer una lectura similar a partir de algunas fuentes literarias. Un ejemplo de este tipo de narraciones es el Discurso del ilustre origen y grandes excelencias de la misteriosa imagen de Nuestra Señora de la Soledad del convento de la Victoria de Madrid[12] (Madrid, 1640), de Fray Antonio de Arcos, donde se cuenta cómo Gaspar Becerra, tras recibir el encargo de ejecutar en bulto una imagen de la Virgen tomando como modelo una pintura logra, tras varios intentos, tallar una imagen de vestir que es resultado de una “revelación” y de un prodigio, pues la realizó a partir de un tronco de roble que ardía en su chimenea.

1.2. De Prometeo a Deus artifex

“Caminamos por el mundo como si visitáramos un taller en el que el escultor divino exhibe sus maravillosas obras. El Señor, artista y creador de estas maravillas, nos incita a su contemplación”.[13]

Varias anécdotas de autoexigencia y pasión propiciaron desde la Antigüedad diversos relatos acerca del temperamento del artista. En tales narraciones aflora la vanagloria y el orgullo del creador, un orgullo que, en el caso de algunos “escultores” míticos como Prometeo, Hefesto o Epimeteo, llegaron a despertar la envidia de los dioses, por lo que fueron castigados.[14] El excesivo afán de perfección, unido al sentimiento de insatisfacción de algunos escultores griegos –características que desde nuestra óptica serían valoradas como rasgos de la personalidad artística–, no fueron entendidas positivamente por sus contemporáneos. De este modo, el escultor Calímaco se ganó el apodo de “el pesado” por su desmesurada preocupación por los detalles, y a Apolodoro le llamaban “el loco” porque era un “duro crítico de su propia obra y a menudo rompía una estatua acabada por ser incapaz de alcanzar el ideal al que aspiraba”.[15]

Aquella necesidad prometeica de competir con los dioses reaparece en época moderna, pero las muestras de irascibilidad desatadas por el propio artista ante su obra serán interpretadas como signo de su excelencia artística. Es célebre la leyenda sobre Miguel Ángel, quien al acabar la escultura de el Moisés le golpeó en la rodilla derecha y le dijo: “Por qué no me hablas?, un gesto, por otro lado, que apunta hacia una soberbia “divina”.

La versión cristiana del relato pagano sobre la creación del hombre asocia la figura de Dios Creador, el primer artista creador de formas, con la del escultor. Se pueden diferenciar dos grupos de ideas, Dios como creador del mundo (arquitecto), y como modelador del hombre (escultor). La imagen más extendida es la de Dios que, como escultor, da forma a la humanidad a partir de la arcilla. Este concepto de raigambre medieval según el cual se compara a Dios con el artista, medio por el cual se trataba de hacer comprensible la obra divina de la Creación, tiene sus raíces en la Biblia: “Entonces el Señor Dios modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida. Así el hombre se convirtió en un ser viviente”.[16]

La idea del Deus artifex, fue empleada en el contexto de la España del Barroco como argumento en defensa de la superioridad de la escultura sobre la pintura. De este modo, en la literatura artística encontramos interesantes asociaciones entre las facultades del escultor y de Dios. Son conocidas algunas anécdotas que atribuyen a Alonso Cano un estado particular de vanagloria por la superioridad de su arte, como la que cuenta Palomino a propósito del precio de una escultura de san Antonio de Padua, encargada por un Oidor de la Real Chancillería, al que le respondió el artista: “…oidores los puede hacer el Rey de polvo de la tierra; pero sólo a Dios se reserva el hacer un Alonso Cano. Y sin esperar más razones aquel intrépido espíritu impaciente, tomó la efigie del santo, y tiróla al suelo con tal violencia, que la hizo menudos pedazos”.

A Martínez Montañés le otorga Palomino una facultad casi divina, por el modo en que describe sus esculturas: “Y en el Real Convento de la Merced, casa grande, hay también de su mano una portentosa imagen de Jesús Nazareno, con el título de la Pasión, y la Cruz a cuestas, con expresión tan dolorosa, que arrastra la devoción de los más tibios corazones, y aseguran, que el mismo artífice, cuando sacaban esta sagrada imagen, en Semana Santa, salía a encontrarla por diferentes calles, diciendo que era imposible, que él hubiese ejecutado tal portento.”

1.3. La identidad del escultor a través de la firma

Determinados gestos de los artistas, como la firma, son susceptibles de interpretarse como un signo de autocomplacencia, así al menos lo entenderían los tratadistas españoles a la hora de destacar la costumbre de algunos escultores frente a la de sus colegas. La firma delata el grado de dignidad y de reconocimiento personal y social del artífice, esto es, la propia actitud del artista frente a su arte; pero también, de algún modo, constituye una respuesta a las exigencias de la sociedad.

Las firmas de escultores españoles durante el siglo XVI son escasas. Se conoce la del escultor Gaspar Núñez Delgado, que firmaba en sus pequeñas piezas de marfil. En el siglo XVII la firma aparece vinculada a determinados ambientes, como sucede con Luisa Roldán, dada la excepcionalidad que suponía ser escultora y al mismo tiempo haber alcanzado el título de artista de cámara. A partir del seiscientos fueron asiduas las firmas en la escuela de Granada, de hecho no se recuerda otro escultor que haya dejado tantas obras firmadas como Pedro de Mena, quien colocaba una inscripción en la peana, indicando su nombre, ciudad, la residencia y el año. Sin duda alguna, este hábito es indicativo del orgullo personal, un orgullo que acaparan también sus discípulos. La alargada sombra que determinados escultores proyectaron acabó eclipsando la creación de otros artífices que seguían su estela. Pero la relación entre discípulo y maestro distingue a ambos y, de este modo, algunos escultores “explotan” su vínculo con un egregio maestro para dar a valer su obra. Un ejemplo lo encontramos en Miguel de Zayas, quien en los letreros que añade a sus obras indica que era discípulo de Pedro de Mena.

En el entorno castellano no se dan las firmas. No acostumbró a hacerlo Gregorio Fernández, y como excepción queda alguna firma como la de la peana de un san Antonio de Padua, obra de Francisco de Sierra. A partir del XVIII se generalizó la costumbre y así, Narciso Tomé dejó firmado un grupo de la Virgen y San José (Colección Selgas, Asturias), y hay firmas y letreros en muchas obras de Luis Salvador Carmona. Felipe de Castro estampa su firma en los bustos de Fernando VI y Bárbara de Braganza. Francisco Salzillo firma, asimismo, a su famoso san Jerónimo, y Andreu Sala las esculturas de san Ignacio de Loyola y de san Francisco Javier.

Las firmas son, en la mayoría de los casos, iniciativa de los artistas, pero también tiene interés en ello el cliente que desea acreditar la autoría de un maestro famoso. Sirva de ejemplo una Inmaculada Concepción, de Oruro (catedral de Bolivia), que tiene una chapa donde se indica que su autor es Martínez Montañés, colocado probablemente por el donante de la escultura ya que no se tiene conocimiento de que Montañés firmara sus obras.[17]

2. EL ESCULTOR BARROCO EN EL SISTEMA DEL ARTE DE ÉPOCA MODERNA

Hasta la aparición de las primeras academias, los artistas se formaban en el taller y, con frecuencia, vivían y trabajaban en él. Era el lugar de formación y producción. El taller y la vivienda constituían una misma unidad, sobre todo en artistas modestos, transcurriendo el oficio en el ámbito familiar y transmitiéndose de padres a hijos. La agremiación siguió siendo durante el siglo XVII el procedimiento habitual en la práctica del ejercicio laboral del arte. Había que pasar por varios grados: aprendiz, oficial y maestro. Tras un examen se pasaba a la condición de oficial lo cual daba opción a abrir taller o quedar al servicio de un maestro.

El funcionamiento de los talleres y de los gremios estaba sometidos a una estricta normativa de la que se deduce claramente las obligaciones y competencias de los escultores. Éstos, no obstante, no siempre respetaron los límites de su ejercicio por lo que se generaron conflictos con otros artífices. La relación escultor–cliente se refleja en los contratos de compra, de cuyas cláusulas se desprende una información muy jugosa acerca de los intereses y exigencias del cliente, así como de la valoración del artista.

1.4. Sistemas de producción: del taller a las academias.

La carrera profesional comenzaba con el aprendizaje, mediante contrato. Finalizada la instrucción, se efectuaba el examen de oficial y luego el de maestro. Era obligación del maestro enseñar al aprendiz todo lo tocante al arte objeto de contrato, sin encubrir cosa alguna. Una vez examinado, el nuevo oficial podía establecer taller que compitiera con sus maestros. Comenta Palomino que Pedro de Mena vino a Granada a trabajar con Alonso Cano, a servirle como “el mas humilde siervo y discípulo… pagándole Alonso Cano este buen celo con no ocultarle cosa que pudiese conducir a su adelantamiento”. La frase da claramente a entender la competencia inmediata entre maestro y discípulo.

La aptitud del aprendiz queda determinada por el examen.[18] Las ordenanzas indicaban que estaba rigurosamente prohibido ejercer sin haber sido examinado y aprobado. Se entienden así las reclamaciones contra los no examinados, tal y como se desprende del litigio de Pacheco contra Martínez Montañés al concertar este el retablo mayor de Santa Clara de Sevilla en su totalidad, es decir, ensamblaje, escultura y policromía. Montañés estaba examinado de escultor y entallador, pero el ocuparse de la pintura de un retablo suponía una actividad para la que no estaba legalmente autorizado

Por regla general, el aprendizaje se ejerce en los talleres. Asimismo, el taller es un medio colectivo, y constituyen una excepción los artistas que trabajan aisladamente pues, con frecuencia se acude al auxilio de aprendices y oficiales. Juan de Mesa y Martínez Montañés nos ofrecen conductas contrapuestas al respecto. Mesa tuvo un taller con escasa participación pues normalmente concertaba esculturas aisladas, y él se comprometía a hacer la entrega en plazos cortos. En cambio, cuando el mismo Montañés tomó a su cargo el retablo mayor del convento de San Isidoro del Campo, en Santiponce, el gran volumen del mismo justificaba que se aceptara la colaboración de sus oficiales.

El desbastado de las esculturas es tarea que queda en manos de oficiales, lo mismo que la extracción de bloques. En las esculturas los maestros quedan obligados por ciertos contratos a hacer por sí mismos cabezas y manos, como se estipulaba en el contrato de Alonso Berruguete para el retablo de San Benito en Valladolid. Se trata de una obligación que se refleja también en los contratos de Gregorio Fernández y Martínez Montañés. El cliente se conforma con que estas partes, al menos, sean propiamente de los maestros con quienes ajusta las obras.[19]

En un primer tiempo iban unidos los oficios de escultor y ensamblador, con tendencia a dar más importancia a estos últimos, dado que los ensambladores, por sus conocimientos en Geometría y su habilidad para el dibujo, se encargaban del diseño y traza de retablos, denominándose “maestro de arquitectura” en el momento de concertar un retablo. Una cuestión de competencias surgió entonces entre los que practican las dos especialidades. En Navarra, la ejecución de un retablo de escultura era de la competencia de maestros pertenecientes al gremio de carpinteros, cuyas ordenanzas datan de 1597. Como observó García Gainza, se advierte la falta de referencias al oficio de escultor y entallador, que debieron de estar comprendidos en los oficios anejos, ya que no se conocen ordenanzas independientes de escultores o entalladores.[20]

En Cataluña el gremio de los carpinteros –llamados fusters (como en Aragón)– se mantuvo tan prepotente, que tuvo bajo sí toda la actividad de los escultores. Los escultores, al carecer de gremio propio, tenían que agremiarse en el más próximo, que era el de los fusters. Para liberarse, venían, desde comienzo del siglo XVII, intentando lograr formar una cofradía de escultores, a lo que se oponían los carpinteros. En 1679, un grupo de escultores de Barcelona, entre los que figuraban los más acreditados (Lázaro Tramullas, Antonio Riera, Luis Bonifás, Francisco Santacruz, Francisco y Juan Grau, Domingo Rovira, etc.), se dirigen al Consejo de Ciento, solicitando que se les permitiera erigirse en cofradía o gremio, “para la conservación, beneficio y aumento del dicho arte”. Los fusters informan que se les podía conceder, a condición de que fuera cofradía subsidiaria, dependiente de la suya. Como la petición fue denegada, los escultores acudieron en alzada ante la Corte madrileña de Carlos II. A pesar de que la petición fue tramitada en secreto, los fusters escribieron oponiéndose, pero en vano, porque el 7 de noviembre de 1680 el rey despachó un privilegio, estableciendo en Barcelona la Cofradía de los Santos Mártires Escultores. Este privilegio permitía a los escultores abrir taller, permitiendo trabajar en piedra o madera, tanto de escultura como de arquitectura (ensamblaje). El asunto dio completamente la vuelta, ya que el gremio se llamaba de escultores, y se podían integrar en él escultores, entalladores y ensambladores, ocupándose de retablos, sillerías, órganos, sepulcros, etc.

El gremio se mantuvo poderoso en España durante todo el siglo XVII, mientras se extinguía en Europa, y no será hasta el siglo XVIII cuando proliferen las academias. Francisco Salzillo había establecido una academia en su casa. En 1714 abrió una en su domicilio Juan Ramírez, que más adelante alcanzaría rango oficial. También establecen academias Luis Bonifás y Massó en Cataluña e Ignacio Vergara en Valencia.

En este contexto, los ensambladores, como los pintores y escultores, juntos o por separado, individual o corporativamente, intentaron con persistencia durante los siglos XVII y XVIII librarse de la presión fiscal y de los reclutamientos militares, y desde mediados del seiscientos se sucederán los pleitos para reivindicar la exención de tal servicio.

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