Kitabı oku: «Escultura Barroca Española. Entre el Barroco y el siglo XXI», sayfa 3
1.5. Devoción y ostentación. Acerca de la clientela
Resulta excepcional en el siglo XVII español la realización de una obra sin un encargo previo, por lo común objeto de un contrato. La alta nobleza constituyó una selecta clientela, así como las distintas jerarquías eclesiásticas, comenzando por las parroquias, que encargan retablos e imágenes de culto. Muchas catedrales solicitaron también retablos, sillerías, cajoneras y órganos, y tampoco faltaban los encargos de los monasterios. Sigue pesando el mecenazgo de los obispos, que buscan perpetuar su memoria, pero que tiene sobre todo consecuencias beneficiosas en las catedrales. Las cofradías se convirtieron también en importantes clientes al potenciar las procesiones de penitencia.
El estamento civil ejerció una menor demanda. Fueron los ayuntamientos los que se hicieron cargo con frecuencia del coste, en ocasiones, de grandes obras, como sucedió con el Triunfo de la Concepción en Granada. También podía suceder que los cabildos municipales encargasen esculturas de santos o patrones para sus dependencias privadas, como se comprueba en Málaga en 1674, cuando se le encarga a Pedro de Mena una estatua de san Miguel destinada a la capilla particular del cabildo municipal.[21] Por su parte, las universidades hacen surgir en los nuevos edificios la estatuaria, como en la de Valladolid, que reclamó a los Tomé para su ejecución.
En la Corte, la escultura desempeñó un papel secundario, pero desde el reinado de los Reyes Católicos hasta el de Carlos II, el papel asumido por la escultura siguió un curso creciente.[22] Aunque el porcentaje de escultura en los palacios reales es escaso en proporción a la pintura, hay excepciones, como se aprecia en los reinados de Felipe III y Felipe IV, quienes conocen y estiman a Gregorio Fernández. Asimismo, Martínez Montañés fue llamado a Madrid para realizar una cabeza del Rey que sirviera de modelo a la estatua ecuestre que preparaba Tacca, y se dice que este mismo rey encargó una copia del Cristo de la Victoria, que había realizado Domingo de la Rioja. El impulso de la escultura bajo Felipe IV se mantiene con Carlos II, y cuando este fallece, en los inventarios y tasaciones que se efectúan, se comprueba que en las estancias de mayor representación se patentiza el afán de equiparación entre pintura y escultura. La escultura clásica, la renaciente y la del siglo XVII estaban presentes en el recuento. El mármol, el bronce, el alabastro, la terracota, el marfil y, muy especialmente, la madera policromada, se daban cita en la escultura palaciega.
En ocasiones se costearon las esculturas por iniciativa popular, como sucede con motivo de la consagración a la Inmaculada. También puede ocurrir que surja el encargo por un hecho accidental, como una desgracia, por este motivo se realizó en Salamanca el retablo hecho por los Paz, con la advocación de san Gregorio y san Agustín, para protegerse de la peste y la invasión de langosta. Y no falta el regalo, sobre todo cuando se trata de acceder a una cofradía.
La relación cliente–artista se establece normalmente a través de un contrato, que queda recogido en documento notarial. Para contratar, el artista tiene que ser reconocido como tal, es decir, haber sido examinado y tener abierto taller. En los contratos se suele autorizar a que se vean las obras en el taller del escultor. A veces se aprueba la prosecución mediante muestra. Juan de Mesa otorga sistemáticamente los contratos de sus esculturas con la expresión de que se harían “a contento y satisfacción” del cliente, y haría tales obras “en toda perfección e contento e satisfacción… en vista de personas que entiendan del dicho arte”.[23] Para el retablo de san Juan Evangelista, en el convento de las Vírgenes, de Sevilla, se especifica que la obra había de ser examinada y valorada por dos maestros, uno puesto por cada parte.
El plazo de ejecución es uno de los requisitos fundamentales del contrato. Con toda precisión se hace constar en meses y años, señalando la fecha de comienzo y la de finalización. Es tal la exigencia del plazo, que las condiciones solían señalar que pasado éste, el cliente no estaba obligado a recibir la obra. También se preveía la imposición de multas por demora; y en un extremo, el maestro podría ingresar en la cárcel si había ido recibiendo entregas y no había finalizado la obra. Curiosamente, el incumplimiento de los plazos era una señal de los nuevos tiempos, como apuntó Martín González, “el momento en el cual se señala con mayor claridad la libertad del artista, es aquel en el que no se respeta el vencimiento del plazo”.
En el arte español del siglo XVII el retraso deliberado en la entrega de la obra contratada va unido al instinto de creatividad que tenían los mejores. Una excepción sería Juan de Mesa quien, como se ha indicado, estipulaba con rigor en sus contratos las sanciones que cumpliría en caso de no respetar el plazo. La ruptura con esta actitud de sujeción implacable al plazo procede de Martínez Montañés quien, habiendo concertado la ejecución del retablo de la Concepción, para la catedral de Sevilla, por encargo de doña Jerónima de Zamudio, fue insistentemente apercibido por incumplimiento. En su defensa daba argumentos como que “le encargaron que la obra fuese muy excelente y la mejor que fuese posible…”, y que le obligaron, además, a que “toda la talla como la escultura fuese de su mano”, rematando su declaración diciendo que, cuando la obra se concluyera, sería “una de las primeras cosas que haya en España y lo mejor que el susodicho ha hecho”. El cliente dio la razón a Montañés y la obra luce en la catedral de Sevilla. Como señala Martín González, “la letra notarial sucumbía ante el espíritu de los nuevos tiempos”.
El cliente, no obstante, podía someter al artista indicándole que siguiera un determinado modelo, exigencia que se incluye en el contrato. Así, Juan de Mesa, cuando se emancipa de Martínez Montañés, realiza esculturas que, tipológicamente, son análogas a las de su maestro, y ello, con frecuencia, debido a las exigencias del cliente. En 1627, Mesa concierta la realización de un crucifijo para el pintor Antonio Pérez, el cual habría de ser “del tamaño y en la forma que hice y acabé la hechura del Cristo de la dicha Casa Profesa de la Compañía de Jesús”. En este caso, lo que se le está pidiendo es prácticamente una réplica.
Por parte del artista, la ejecución de la obra ofrecía para él dos compensaciones: una primordial, la económica; otra, la distinción u honor. El pago se hacía por plazos o a la entrega final de la obra. En el primer caso, generalmente, se establecían tres plazos, el primero nada más firmarse la escritura para que el maestro pudiera adquirir materiales. El último plazo se efectuaba una vez examinada la obra por peritos. La otra forma de estipular el precio es a tasación final, operación que engendró infinidad de discrepancias y pleitos. Los tasadores establecían un precio en función del esfuerzo y el valor creativo de la obra. Precisamente, la creciente revalorización del artista como creador es lo que impulsaba a los maestros a escoger este sistema de pago.[24]
Las relaciones con la alta nobleza o jerarquías eclesiásticas aumentaban el prestigio de los más afamados escultores. Pero el beneficio era mutuo, pues si los artífices recibían un mayor reconocimiento social al amparo de su clientela, ésta solicitaba esculturas de insignes estatuarios movidos no sólo por intereses de tipo religioso o devocional, también por una cualidad tan barroca como era la ostentación.
3. ARTE Y PRESTIGIO. SOBRE EL RECONOCIMIENTO SOCIAL DEL ESCULTOR EN LA ESPAÑA DEL BARROCO
3.1. Expresiones de la fama: la pluma y el pincel
La fama alcanzada por los escultores del Siglo de Oro español se detecta, en gran medida, a partir su fortuna crítica. Sin embargo, aunque la consideración artística y social se puede valorar siguiendo los juicios emitidos por sus contemporáneos, estos no siempre eran necesariamente expresión de la fama del escultor o de la calidad de sus obras, y sí con frecuencia resultaban ser un índice de la pertenencia a un determinado grupo social o de la convivencia con círculos intelectuales. Esto explica, por ejemplo, que a Zurbarán o a Ribera no le citen apenas los literatos españoles y, en cambio, el nombre de artistas que estuvieron muy lejos de alcanzar la maestría de estos, como Pedro de Raxis, Van der Hamen o Felipe Liaño, aparezca en más de una composición poética.[25]
En el caso de Pedro de Mena, sí podemos asociar el origen de un poema laudatorio dedicado a él con su fama artística, y no con motivos puramente personales.[26] En Mena la fortuna literaria fue mayor que la que alcanzaron otros grandes escultores españoles contemporáneos. El anónimo autor de la relación de la translación de una imagen suya le llama artista “de reputación y fama”, y a otra Inmaculada le dedican sus versos Francisco del Pozo y Bernardo Blázquez, éste último utilizando para ponderarla la afirmación de que fue realizada en el cielo. Otra estatua suya, la “Magdalena” de Valladolid, fue merecedora de los elogios de uno de los mejores poetas del momento, Bances Candamo, quien le dedicó dos romances. Según Javier Portús, que ha analizado estos poemas, uno de los temas que se abordan en ellos es el de la fama, que se plantea mediante una acumulación de tópicos. En líneas generales coinciden en señalar que a un artista que ha creado semejante prodigio del arte se le ha negado en vida la fama, mientras que una vez muerto ha sido muy alabado universalmente, aunque la verdad, como apunta Portús es que Pedro de Mena fue muy conocido antes de morir, y que estamos ante un recurso retórico muy empleado en el Siglo de Oro.[27]
Pocos artistas han sido mejor apreciados en su época que Martínez Montañés, y testimonio de ello son los versos de Gabriel de Bocángel, bibliotecario del Cardenal–Infante Don Fernando, quien escribe un epigrama con motivo de la realización por el escultor del busto de Felipe IV: “Retrato de Su Majestad por Montañés./ Ya pues que le inspiró lo eterno al bulto/ donde vuelve a nacer el Sol de Iberia/ le fía al barro el Andaluz Lisipo…[28]
En otros testimonios literarios se multiplican los adjetivos elogiosos a Montañés, como en la comedia titulada La Reina de los Reyes de Hipólito Vergara, donde se comete un anacronismo al afirmar que la imagen de la Virgen de las Aguas presentada a San Fernando durante el asedio a Sevilla en el siglo XIII, “es obra del Montañés famoso que por solo en el mundo se señala”.[29]
El padre mercedario fray Juan Guerrero enaltecía la figura de Martínez Montañés a propósito del Cristo de la Pasión que se encontraba en el convento de la Orden: “La imagen del Santo Cristo de la Passion… es admiración el ser en un madero aver esculpido obra tan semejante al natural… lo prodigioso de esta hechura, porque cualquier encarecimiento será sin duda muy corto. Sólo baste decir es obra de aquel insigne maestro, Martínez Montañés, asombro de los siglos presentes y admiración de los que por venir…”[30]
Un testimonio anónimo del siglo XVII insiste en estos conceptos al afirmar: “Martínez Montañés, el famosísimo que está en Sevilla… ha tenido pocos en el mundo que le hagan ventaja…, asombro de los siglos presentes y admiración de los porvenir”. Torre Farfán lo consideraba “famoso artífice de la escultura”; y en 1778 un fraile trinitario llegó a hablar del “divino Montañés”.[31] Con respecto a sus obras, los contemporáneos señalaron, al referirse al San Jerónimo de Santiponce, que “es cosa que en este tiempo en la escultura y pintura ninguna la iguala”; sobre el San Ignacio de Loyola, que “aventaja a cuantas imágenes se han hecho de este glorioso santo” y, con respecto a los Sagrarios que fueron a América, le consideran “el más práctico y de más experiencia”.
Sobre Gregorio Fernández, Fray Juan de Orbea, provincial de los carmelitas de Valladolid, afirmaba que “es el mejor maestro que en estos tiempos se conoce”, y encarece que le adjudiquen el retablo de franciscanas de Eibar, pues “muerto este hombre no ha de haber en el mundo dinero con que pagar lo que dejare hecho”.
Los retratos de artistas reflejan igualmente la consideración alcanzada por éstos, pues son el resultado de la valoración de su propia época o de la fama postrera. Cuando son coetáneos al artista, la mayoría de las veces reflejan la estima de sus colegas o amigos. De este modo, Velázquez retrató a Martínez Montañés, tallando la cabeza de Felipe IV (Fig. 1),[32] con un gesto que parece traducir más la actitud de un pintor que la de un escultor, y que ha sido interpretado como un guiño particular de Velázquez hacia el componente intelectual de la escultura. En otro retrato realizado por Velázquez, el de Alonso Cano conservado en el Wellington Museum de Londres (Fig. 2), prescinde el pintor de todo instrumento o material que aluda a cualquiera de las artes cultivadas por el artista granadino, centrando el foco en la potencia expresiva del rostro. También se considera que corresponde a Montañés un dibujo que incluyó Pacheco en el Libro de descripción de verdaderos retratos[33] (Fig. 3) Del mismo Martínez Montañés es el retrato, propiedad del ayuntamiento de Sevilla, obra del pintor Francisco Varela, en el que se le representa tallando el boceto en miniatura para el San Jerónimo de Santiponce, una imagen del escultor más de hidalgo, que de artífice. (Fig. 4).
Fig. 1. Velázquez. ¿Retrato de Martínez Montañés? ca. 1635. Museo Nacional del Prado. Madrid. El genial artista pinta en la mano de su amigo escultor lo que más bien parece un pincel o una pluma.
Fig. 2. Velázquez. ¿Retrato de Alonso Cano? 1649. Wellington Museum. Londres. Se trate o no de Alonso Cano, la mirada directa y profunda denota seguridad y cierta altivez, rasgos acordes con la personalidad de Cano según algunos de sus biógrafos
Fig. 3. Francisco Pacheco. ¿Retrato de Martínez Montañés? Libro de descripción de verdaderos retratos. Sevilla.1599. Esta efigie de Montañés constituye uno de los cinco retratos que dedica Pacheco en su libro a los artistas
Excepcional es el retrato del escultor sevillano Pedro Roldán, realizado en tiza roja por Goya, y perteneciente a la colección de dibujos españoles del British Museum (Fig. 5). Dicho dibujo resulta particularmente singular por formar parte del proyecto acordado entre el célebre pintor aragonés y Ceán Bermúdez para ilustrar el Diccionario de los más ilustres profesores de Bellas Artes (1800–1802), del que sólo llegó a realizar Goya 7 retratos. La imagen de Roldán que ofrece Goya, digna y austera, parece transmitir la estimación hacia el escultor expresada por Ceán en su Diccionario: “Vivía a lo filósofo en una casa de campo algo distante de Sevilla para gozar mejor de la naturaleza y estudiarla sin los estorbos de las visitas y cumplidos, que quitan tanto tiempo a los artistas: se trataba con sobriedad, y cuando iba y volvía de la ciudad era sobre un borriquito, modelando al mismo tiempo con un poco de barro que siempre traía consigo.”
Fig. 4. Francisco Varela. Retrato de Martínez Montañés. 1616. Ayuntamiento de Sevilla. El artista aparece tallando el boceto en miniatura para el San Jerónimo de Santiponce, pero su porte e indumentaria no reflejan lo que sería su trabajo en el taller
Del prestigioso artista vallisoletano, pintor erudito y amigo de Pacheco y de Velázquez, Diego Valentín Díaz, se conserva un retrato de Gregorio Fernández en el Museo Nacional de escultura de Valladolid (Fig. 6), sobrio en su porte y vestimenta, como correspondería a la fama de persona austera y caritativa que alcanzó en vida el escultor.
Fig. 5. Goya. Retrato de Pedro Roldán. 1798-1799. British Museum. Londres. Esta imagen digna y austera del escultor sevillano se corresponde con la descripción que de él hizo Ceán Bermúdez, posible fuente de inspiración para Goya
Fig. 6. Diego Valentín Díaz. Retrato de Gregorio Fernández. ha. 1630. Museo Nacional de Escultura. Valladolid. Sobrio en su porte y vestimenta, como corresponde a la fama de persona austera y caritativa que alcanzó en vida el escultor
Varios son los retratos que se conservan de Francisco Salzillo. El más cercano a su tiempo es el dibujo que se custodia en la Biblioteca Nacional y fue realizado por el pintor Joaquín Campos, contemporáneo de Salzillo y compañero suyo en la Escuela Patriótica de Dibujo (Fig. 7). Lleva un pañuelo en la cabeza, un tocado a la usanza huertana, y ropas de taller, mostrando al artista ya anciano en su entorno más cotidiano, una imagen digna y libre de los prejuicios que derivarán de la consideración académica de las Bellas Artes. Totalmente distante es la imagen que se ofrece en otro retrato suyo, académico e idealizado (Fig. 8), donde el escultor es representado a la usanza del siglo XIX, sosteniendo en una mano un pequeño boceto de barro, que más bien parece querer ocultar. Este retrato, realizado por Juan Albacete, estaría basado en el considerado tradicionalmente como autorretrato del artista, del que era propietario el Conde de Roche: un dibujo a lápiz en el que aparece todavía joven y de medio cuerpo, y en el que, posteriormente, se habría añadido en la casaca la venera de la Inquisición.
Fig. 7.Joaquín Campos. Retrato de Francisco Salzillo. Biblioteca Nacional. Madrid. Según parece, el único retrato verdadero de Salzillo conservado. Aparece ya anciano en su entorno más cotidiano, una imagen digna y libre de los prejuicios que derivarán de la consideración académica de las Bellas Artes
Fig. 8.Juan Albacete. Retrato de Francisco Salzillo. Museo Salzillo. Murcia. Retrato académico e idealizado del imaginero murciano sosteniendo en una mano un pequeño boceto de barro que parece querer ocultar
3.2. El sustrato ideológico: mentalidad y juicios artísticos sobre la escultura
“Los pintores y escultores tienen diferencia entre sí sobre cuál es más excelente arte; pero en las imágenes espirituales tiene mucha ventaja la estatuaria, porque la pintura consiste en sombras y en poner una tinta sobre otra; y esto en lo espiritual huele a hipocresía; pero la escultura consiste en cortar y desbastar…”[34]
Aunque en España la pintura gozaba de mayor crédito en medios cortesanos y aristocráticos, no puede olvidarse el poderoso fervor que el pueblo sentía por la escultura, que es lo que con mayor insistencia tenía ante sus ojos: retablos y esculturas de pasos procesionales. Por eso no puede sorprender que el predicador Francisco Fernández Galván muestre su preferencia por la escultura.[35]
Hablar del reconocimiento social del artista, en nuestro caso particular del escultor, en el contexto de la España del barroco requiere detenerse brevemente en el tópico que obsesionaba a gran parte de los autores de tratados de arte de los siglos XVI y XVII, esto es, el debate sobre la preeminencia de la pintura o la escultura. En la literatura teórica italiana encontramos desde el siglo XV obras que tratan el arte de la escultura como arte liberal y noble, y que exigen del escultor que sea hombre docto, de letras, como el pintor y el arquitecto. Son tratados teóricos y técnicos, como De Statua, de L. B. Alberti (1440–1450), y De Re Sculptoria, de Pomponius Gauricus (1504). La misma visión se encuentra en algunos tratadistas de la España del siglo XVI, como en Diego de Sagredo, en Medidas del Romano (1526), y Juan de Arfe, en De varia Commensuración para la Esculptura y Architectura (1585).
Fue Leonardo da Vinci quien en el célebre Paragone dio la primacía a la pintura, considerando la escultura como arte inferior, y hasta “mecánico”. Por su parte, escultores como Benvenuto Cellini y Francesco da Sangallo proclamaron la supremacía de su arte y para ello aducían el argumento, esencial, a su parecer, del mayor número de puntos de vista que debe tener en cuenta el escultor, frente al punto de vista único que preocupa al pintor.
Las ideas de los teóricos italianos están presentes en tratados y obras literarias españolas del siglo XVII. Se desarrollan, a imitación de la teoría italiana, argumentos bíblicos y teológicos, históricos, de leyenda y mitología, filosóficos y epistemológicos, junto a argumentos artísticos y técnicos, sociales, profesionales, o meramente personales, a fin de defender y exaltar la primacía de la pintura y de los pintores sobre la escultura y los escultores. Los argumentos esenciales al respecto fueron aducidos por autores de la talla de Pablo de Céspedes, Juán de Jaúregui, Francisco Pacheco[36] y Vicente Carducho.[37] Manuel Denis, en su traducción de De la pintura antigua de Francisco de Holanda (1563), hablaba acerca de cómo un buen “debujador” no tenía ninguna dificultad a la hora de esculpir, como le sucedía a Miguel Ángel; sin embargo, no consideraba posible que un “estatuario” supiera pintar”.[38] Estos discursos de exaltación de la pintura fueron compartidos por otros autores del Siglo de Oro español, comprometidos con dicho arte y con el pleito de los pintores para la exención de impuestos. Entre ellos quiero destacar los pronunciados por Calderón de la Barca, no sólo en su célebre tratado Deposición a favor de los profesores de la pintura (1677), sino en el resto de su obra dramática. Si en la Deposición el poeta recurre al tópico del Deus pictor y el origen divino de la pintura, en obras como El pintor de su deshonra, Calderón trata con toda intensidad la dialéctica entre las dos artes, desarrolla el motivo de la escultura como manifestación dramática de la imperfección humana, como expresión de lo problemático de la naturaleza.[39] Utiliza aquí Calderón el término “bulto”, para hablar de la escultura en sentido peyorativo, encontrándose usos similares en los debates en torno a la supremacía de la pintura o la escultura.[40]
Todavía en la segunda mitad del siglo XVIII, Celedonio Nicolás de Arce y Cacho, en sus Conversaciones sobre la escultura (1786), pasa revista a los argumentos esgrimidos con anterioridad acerca de la superioridad de la pintura, y se apoya para ello explícitamente en una autoridad indiscutible, como era entonces A. Palomino. Sin embargo, el hecho de que su interlocutor, su propio hijo, se decante por el noble arte de la escultura, le lleva a glosar en verso, en la Conversación III: Elogios y glorias de la escultura, las virtudes y nobleza de esta última, pasando revista a las grandes obras y artistas que se ocuparon de ella en la Antigüedad.