Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 9

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–…A no ser—añadió sonriendo mefistofélicamente—que estuviera usted convenida conmigo para dejarme ver de antemano lo que tenía en el bolsillo.

La niña protestó aún más ruidosamente contra esta hipótesis indecorosa, se puso agitada hasta un grado incomprensible y, levantándose con viveza, corrió al extremo opuesto de la sala, lo más lejos posible del capitán, como si éste fuese a tomar por la fuerza lo que de derecho le correspondía. Hubo quien se puso de parte de ella (las mujeres) y quien tomó partido por él (casi todos los hombres). Armose en la sala un zipizape de mil demonios. Todos hablaban, reían, chillaban sin acabar de entenderse. Pero la que más gritaba y gesticulaba era, como es fácil de comprender, la interesada. Sin embargo, don Cristóbal, viendo que aquello llevaba trazas de no concluir, y queriendo dejar a salvo la formalidad de su progenie, intervino en la disputa como un dios majestuoso que extiende la diestra para calmar las olas del mar embravecido.

–Emilita—pronunció con firmeza,—juego es juego. Dale un beso a ese caballero.

Adviértase que no dijo «al capitán,» ni siquiera «a ese señor oficial.» Todavía sus labios civiles repugnaban dejar paso a una palabra de orden exclusivamente militar.

–¡Pero papá!—exclamó la hija menor, roja ya como una amapola.

–¡Vamos!…—profirió con la diestra extendida y en la actitud más imperativa que pudo adoptar jamás un dios jubilado.

No hubo más remedio. Emilita, confusa y avergonzada, con las mejillas convertidas en dos brasas, se acercó vacilante al heroico capitán de Pontevedra, fértil en toda clase de astucias, y le rozó con el carmín de los labios la tierra amarillenta de sus mejillas.

Mas hete aquí que, apenas lo hubo efectuado, saltó hecha un basilisco Micaela, la más irascible de las cuatro nereidas que nadaban en las profundidades de la morada del Jubilado:

–¡Qué desvergüenza!… Esos no son juegos decentes, sino suciedades… No me extraña de Núñez, porque los hombres ¿a qué están? Me extraña de tí, Emilita… Me parece que un poco más de pudor y vergüenza no te vendrían mal… Pero ¡cómo la has de tener si los que tienen obligación de ponértela son los primeros en empujarte a lo malo!…

Aquella sangrienta diatriba contra el autor de sus días dejó a éste pálido y clavado al suelo. Hubo un instante de silencio embarazoso. Una nota tan destemplada les sorprendió. Sin embargo, todos se apresuraron a defender a Emilita y a protestar de la pureza y la perfecta inocencia de tales juegos. El argumento que más se repetía, y el que a todos les parecía incontrastable, era que, no habiendo malicia, aquello no valía nada, porque lo importante en estos asuntos es la intención. El beso ¿ha sido dado con intención?—decía uno de los pollastres más dialécticos.—¿No? Pues entonces como si no se hubiera dado. Núñez asentía gravemente, un poco amoscado y mirando de reojo a su futura cuñada. Pero ésta no se rendía a demostraciones tan evidentes y se obstinaba en pedir, cada vez con mayor violencia y más altas voces, un poco de vergüenza para su hermana menor y unas migajitas de sentido para su señor padre. Mas como al cabo nadie se presentaba con estas cosas en la mano a satisfacer sus votos, no tuvo otro remedio que ir bajando el diapasón, hasta que al fin sus coléricas protestas se fueron trasformando poco a poco en murmullo sordo y amenazador como el de los truenos lejanos. Y la tertulia recobró su dulce sosiego habitual.

Pero quedó suspendido por aquella noche el juego de prendas. Nuncita, de quien casi siempre partían las grandes ideas, propuso que se jugase a la boba. No se sabe por qué, pero es lo cierto que este juego poseía particulares atractivos para la menor de las señoritas de Meré. Es indecible lo que se placía la ex-novia del teniente Paniagua cuando lograba encajar la boba a alguna de sus tertulianas, la ansiedad y desasosiego que se apoderaba de ella cuando la tenía en su poder y no lograba soltarla. Paco Gómez tomó la baraja y sacó las tres sotas; pero sabiendo la debilidad de Nuncita y queriendo, según su temperamento, mortificarla un poco, hizo una señal a la que quedaba, y luego la fue manifestando al oído a algunos de los tertulios. Resultado de esto fue que la boba iba casi siempre a parar a manos de la Niña, y allí se atascaba, sin que apesar de todos sus esfuerzos consiguiese desprenderse de ella. Con esto, apesar de su apacible natural, se fue impacientando poco a poco. La tertulia reía y ella también, pero más con los labios que con el corazón. Al fin, en un momento de cólera echó a rodar las cartas y declaró que no jugaba más. Carmelita, al ver aquel acto de descortesía, intervino severamente, como siempre que se desmandaba.

–¿Qué arrebato es ése? ¿A qué conduce esa tontería? ¿Qué dirán estos señores?… Dirán, con motivo, que no tienes educación, y que en nuestra familia no ha habido quien hubiera sabido enseñarte… ¡A ver si coges las cartas ahora mismo!

–No quiero.

–¿Qué, qué dices, necia? ¡Tú, tú, tú eres tonta!… ¿Se habrá visto una criatura más díscola?… Co… co… coge las cartas enseguida…

La cólera la hacía tartamudear, saliendo de su boca desprovista de dientes unos ruidos extraños.

–¡Hum!—gruñó Nuncita, torciendo el hocico con mueca de mimo.

–¡Niña, no me enfades!—gritó su hermana mayor.

–¡No quiero, no quiero!—repitió aquella criatura indómita con decisión.

Y al mismo tiempo se levantó de la silla y arrastrando los pies se fue a refugiar en el gabinete.

Mas su hermana la siguió inmediatamente en la actitud más severa y autoritaria que puede nadie imaginarse, dispuesta a corregir aquel principio de rebelión, que con el tiempo podría traer funestas consecuencias. Oyose rumor de disputa, sobresaliendo la voz áspera, irritada, de Carmelita; luego aquella voz se fue dulcificando, haciéndose persuasiva, razonadora, reprendiendo con suavidad. Llegó asimismo a los oídos de los tertulios el eco de un sollozo. Por último, al cabo de buen rato se presentó de nuevo Carmelita, arrastrando los pies todavía más que su hermana, con los ojos resplandecientes de autoridad y el ademán majestuoso que conviene a los que necesitan dictar leyes a los seres que la Providencia les ha confiado. Detrás venía la Niña avergonzada, sumisa, con las mejillas inflamadas y los ojos llorosos. Sentose otra vez a la mesa y, sin osar levantar los ojos a su hermana mayor, que la miraba aún con cierta dureza, tomó humildemente las cartas y se puso a jugar. Pues bien, este ejemplo conmovedor de respeto y de sumisión, en vez de impresionar gravemente a los circunstantes, provocó en casi todos una sonrisa de burla, y en algunos de ellos algunas inoportunas carcajadas que a duras penas lograron sofocar.

Sin embargo, el juego no duró mucho tiempo. Acercábase la hora de diseminarse aquella escogida sociedad.

–María Josefa, hoy he visto a tu ahijada en el paseo—dijo Paco Gómez, mientras barajaba distraídamente las cartas.—La he dado un beso. Está cada día más guapa… ¿Cuánto tiempo tiene ya?

–Pues saca la cuenta. La hemos bautizado en Febrero… Dos meses y medio.

–¿Iba con su madre?—preguntó Manuel Antonio sonriendo de un modo particular.

–No. A su madre la he encontrado después en Altavilla y he echado un párrafo con ella—respondió gravemente y con afectada naturalidad.

La mayor parte de los tertulios le miraban sonrientes con expresión de malicia reservada que sorprendió a Fernanda. Sólo las dos señoritas de Meré y Granate permanecieron impasibles, sin darse cuenta de lo que se hablaba.

–Pero ¿a qué ahijada de usted se refiere, a la niña recogida por los de Quiñones?—preguntó en voz baja la heredera de Estrada-Rosa a María Josefa.

–Sí.

–¿Entonces?… ¿Cómo hablan de su madre?

–Porque esos dos tienen una lengua muy mala. ¡Dios nos libre de ella!—repuso la solterona sonriendo también con alegría maliciosa, mirando al mismo tiempo a la joven con la benevolencia condescendiente con que se mira a las criaturas inocentes.

–Pero ¿quién suponen que es su madre?

–¿Quién ha de ser? Amalia… ¡Silencio!—dijo apresuradamente, bajando más la voz.

Quedó estupefacta. Para ella era la noticia tan nueva, tan sorprendente, que por unos instantes estuvo mirando con ojos pasmados a su amiga como si no hubiese oído. En el estupor que le causaba, no oyó las primeras palabras de Paco. Sólo se hizo cargo al concluir de que estaba loando con calor la belleza de la niña.

–Tiene a quien parecerse—murmuró el marica de Sierra con la misma intención maligna.—Ya ves… su madre… ¡Y su padre!… Su padre se cae de buen mozo.

Fernanda, picada repentinamente por vivísima curiosidad, una curiosidad insana que la puso agitada y anhelante sin saber por qué, se inclinó otra vez hacia María Josefa, y metiéndole la boca por el oído, le preguntó con voz alterada:

–Pero ¿quién es su padre?

La solterona se volvió hacia ella y le clavó una mirada donde se traslucía junto con la sorpresa la misma indulgencia compasiva.

–Pero ¿de veras no sabes?…

La joven hizo signo negativo. Y al mismo tiempo se sintió embargada por terrible emoción. Una corriente de aire frío atravesó su ser interior repentinamente. Quedó pálida, pendiente de los labios de María Josefa, como si de ellos esperase la salud o la muerte. Aquélla advirtió bien su turbación, y dijo después de mirarla un instante fijamente:

–No te lo digo… ¿Para qué?… Acaso sea todo una calumnia.

Fernanda se repuso instantáneamente.

–Está bien—respondió haciendo un gesto de displicencia.—Cálleselo. Después de todo, ¿a mí qué me importa todo eso?

Este gesto hirió a la solterona, que se apresuró a decir con aguda sonrisa:

–Pues precisamente porque a tí te importa es por lo que temo decírtelo.

–No entiendo…

María Josefa se inclinó hacia ella y le dijo:

–Porque dicen que el padre de la criatura es Luis.

Como ya antes había sentido la puñalada, Fernanda quedó impasible y preguntó con indiferencia:

–¿Qué Luis?

–El conde, muchacha.

–¿Y por qué me ha de importar a mí que sea Luis el padre?

María Josefa quedó un poco desconcertada.

–Como ha sido tu novio…

–¡Pero como ya no lo es!—replicó encogiéndose de hombros desdeñosamente.

Y se puso a hablar con Granate, que tenía del otro lado. Aquella indiferencia era pura comedia que su orgullo lograba representar. Una tristeza inexplicable y penetrante cayó sobre su alma y la invadió por completo, sin dejarle fuerzas para pensar ni para hacer nada. Si Granate no fuese un animal, hubiera comprendido enseguida que la sonrisa con que acogía sus barbarismos y barbaridades era una verdadera mueca sin expresión alguna, y que los monosílabos y respuestas incoherentes que dejaba escapar de sus labios denunciaban bien claramente que no le escuchaba a él, sino a Paco Gómez, Manuel Antonio y los demás que seguían charlando de la niña expósita.

¡Con qué interés ardiente recogía todas las palabras que se cambiaban entre aquellos maldicientes! Y a medida que iban poniéndole en claro el suceso y que iban acumulando pormenores, entreverando frases burlonas y reticencias de efecto cómico, su corazón se apretaba, se apretaba poco a poco, como si todos ellos lo fuesen oprimiendo entre sus manos, uno después de otro, para hacerle daño. Pero su rostro permanecía impasible. Ni la más leve contracción acusaba el dolor que la mordía.

La tertulia se deshizo a las doce, como siempre. Fernanda sintió gran consuelo al respirar el aire frío y húmedo de la noche. Tenía ansia de quedarse a solas con su pensamiento y darse cuenta cabal de lo que acababa de aprender.

Había llovido mucho. Las calles, empedradas de grueso guijarro, resplandecían a la luz de los reverberos. Al salir de la casa unos tomaron por la calle abajo; otros, entre ellos Fernanda, hacia arriba en dirección a la plaza. Pocos pasos habían dado cuando sintieron el estrepitoso trotar de unos caballos que doblaban en aquel instante la esquina y bajaban hacia ellos.

–Ahí está el barón y su criado—dijo Manuel Antonio.

Era la hora, en efecto, en que el excéntrico barón de los Oscos salía a dar su paseo habitual por las calles de Lancia. Su famoso caballo las desempedraba haciendo cabriolas, levantando tal estrépito que, aun siendo el corcel de su criado mucho más paciente, parecía que atravesaba la ciudad un escuadrón. Al cruzarse con los tertulios, Manuel Antonio, con el desparpajo que le caracterizaba, gritó: «Buenas noches barón.» Pero éste volvió hacia ellos el rostro espantable, los miró fijamente con sus ojos encarnizados y siguió adelante sin contestar. El marica, corrido, dijo:

–¡Va borracho, como siempre!

Todos asintieron burlando. Pero en el fondo sintieron todos, unos más y otros menos, el mismo estremecimiento al ver aquella figura siniestra. Fernanda, por mujer y por el estado especial de su alma, se inmutó visiblemente: después de pasar siguió todavía con ojos de temor a los dos jinetes hasta que se perdieron entre las sombras.

Al meterse en la cama, con el corazón apretado, quiso analizar la emoción que la dominaba; quiso remontarse a la causa. Sintió vergüenza de ella. Su orgullo le hizo exclamar con rabia y en voz alta:

–¿A mí que me importan esas picardías? ¿Qué tengo que ver con él ni con ella?

Pero acabado de proferir tales palabras sintió las mejillas caldeadas por el llanto. La heredera de Estrada-Rosa se volvió rápidamente y hundió el rostro, cubierto de rubor, en las almohadas.

VII
El aumento del contingente

Las terribles dificultades que debían de surgir para el matrimonio de Emilita, a causa de las opiniones antibélicas de su padre, se orillaron con más facilidad de lo que podía esperarse. La historia no hablará (aunque mejor razón tendrá que para otros muchos sucesos) de aquel día solemne en que Núñez fue de uniforme a pedir a D. Cristóbal la mano de su hija, de aquel abrazo memorable con que éste le recibió, estrechándole calurosamente contra su pecho civil, de aquella fusión increíble de dos elementos heterogéneos creados para repelerse, y que gracias al amor de un ángel dulce y revoltoso se compenetraban y entendían. Si por casualidad esta página privada fuese objeto de atención para algún historiador, no tendría más remedio que afirmar la grandísima importancia de semejante concordia, que hasta entonces se había juzgado inverosímil, y al mismo tiempo presentar con imparcialidad el reverso, descubriendo a las futuras generaciones en qué modo el benemérito patricio D. Cristóbal Mateo fue víctima de una injusticia social y de la persecución de sus conciudadanos.

Es de saber, que todo el mundo en Lancia se creía autorizado para dar cantaleta a este respetable y antiguo funcionario acerca del matrimonio de su hija. Unas veces directa, otras indirectamente, siempre que tocaban tal punto aludían a las opiniones contrarias al desenvolvimiento de las fuerzas de tierra sustentadas por él hasta entonces. Al matrimonio dio en llamársele «el aumento del contingente,» y algunos llevaron su procacidad hasta darle tal nombre delante de su futuro yerno. Fácil es de concebir cuánta saliva habría tenido que tragar antes de perder, como lo hizo, una molesta y mal entendida vergüenza.

Pero a despecho de todas las diatribas y murmuraciones de los vecinos, que reflejaban, en el sentir de Mateo, más que su naturaleza jocosa, la envidia que ardía en la mayor parte de los corazones, «el aumento del contingente» se abría paso. El plazo fijado para realizarlo fue el mes de Agosto. Cuando llegó el momento había adquirido tal importancia que, como sucede generalmente en los pueblos pequeños, apenas se hablaba de otra cosa. Las relaciones del Jubilado y sus cuatro hijas eran numerosísimas, y todas ellas aspiraban a ser invitadas el día de la boda. Por otra parte, la misma aspiración alimentaban en su pecho algunos dignos y pundonorosos oficiales del batallón de Pontevedra amigos del futuro. No siendo posible reunir tanta gente en el hogar poético del Jubilado, se pensó en celebrar la boda en el campo. La casa más a propósito era la de la Granja por su proximidad a la población. D. Cristóbal se la pidió al conde, con quien tenía extremada confianza, lo mismo que sus hijas, y éste se apresuró a ponerla a su disposición.

En la iglesia de San Rafael se consumó de madrugada aquella venturosa alianza, prenda segura de paz entre el elemento civil y el militar. Bendíjola fray Diego que, por ser el sacerdote más bizarro y el más firme bebedor de anisado de la capital, gozaba de gran prestigio entre la oficialidad. Asistieron al acto más de veinte damas y casi otros tantos caballeros. En cuanto terminó se trasladaron todos a la Granja para pasar allí el día. Por hallarse tan cerca de la población no se necesitaban carruajes. Sin embargo, fueron los del conde de Onís y de Quiñones para trasportar a los novios y a algunas personas de edad avanzada, como las dos señoritas de Meré. Entre los invitados estaba casi toda la tertulia del maestrante, bastantes de la de las de Meré y un número crecido de oficiales.

El conde había hecho asear, hasta donde era posible, el vetusto caserón. Casi todos lo conocían como su propia casa. Era el sitio obligado de las giras campestres por hallarse tan cerca y por el hermoso bosque que tenía. Los condes jamás habían negado el permiso. En cuanto llegaron y gustaron el chocolate, que les esperaba en el vasto salón con pavimento de ladrillo de la planta baja que servía de comedor, se diseminaron sin ceremonia por la casa y por la finca dispuestos a matar las horas del mejor modo posible hasta que sonase la de comer. La novia, con Amalia, que había sido su madrina, y otras dos señoras se fue a sentar gravemente en una de las habitaciones. Tenía los ojos brillantes, las mejillas coloradas y procuraba inútilmente disfrazar con un continente digno y serio la profunda emoción que la embargaba. Las que la acompañaban, casadas todas, la acariciaban sin cesar, pasando la mano por sus cabellos, dándole palmaditas en las mejillas, cogiéndole las manos y de vez en cuando inclinándose para estampar un beso en su frente con esa condescendencia, mitad cariñosa, mitad irónica, con que las veteranas del matrimonio contemplan a las bisoñas. No hay una de aquéllas que al acercarse a una novia no sienta vibrar en su pecho el eco de cierta música lejana y divina; viene a sus labios el gusto de la miel de la remota luna; pero llega ¡ay! con el dejo amarguillo de algunos años de prosa matrimonial. En toda mujer casada hay un poeta desengañado de su musa. De aquí la sonrisa baironiana que aparece en su rostro al observar la dicha que arde en los ojos de una desposada.

Emilita había cambiado de carácter en un cuarto de hora. Todo lo juguetona y pizpireta que se había mostrado hasta entonces, aparecía ahora grave y espetada. Disertaba sabiamente con las matronas, sus compañeras, acerca de la instalación de la despensa, del servicio doméstico que todas consideraban en espantosa decadencia, del precio de la carne. Tan vieja se había hecho en este cuarto de hora, que sorprendía no ver ya alguna hebra de plata entre sus cabellos de oro.

En cambio a sus hermanas, por extraño contraste, les habían quitado algunos años de encima desde que la menor tomara la investidura. Habían retrocedido hasta la infancia. Como criaturas ávidas de aire y de luz para desarrollarse, lanzáronse al bosque las tres, animando con sus gritos e inocentes carcajadas el silencio y la paz que allí reinaba. ¡Virgen del Amparo lo que saltaron, lo que rieron, las diabluras que llevaron a cabo en poco tiempo aquellas loquillas! Para entregarse a los juegos inocentes, que exigía el retroceso sensible que habían experimentado de pronto, se quitan las mantillas y dejan suelto el cabello, tiran los guantes, el abanico, la sombrilla, todo lo que pudiera simbolizar la juventud, y se quedan gozosas con los atributos de la adolescencia. No sólo dejan flotando sobre la espalda su cabellera angelical, sino que se despojan del reloj, de las pulseras y sortijas que entregan a su papá, colgándose antes de su cuello para hacerle mil caricias como niñas sencillas y apasionadas que eran; hecho lo cual y al observar que algunos dignos oficiales del batallón de Pontevedra las contemplan, huyen ruborizadas y confusas, se recogen las enaguas con alfileres hasta dejar descubierto el pie y parte de la pierna, y en la inocencia de su corazón huyen, huyen siempre por el bosque adelante, esquivando como las ninfas de Diana las miradas ardientes de la oficialidad.

Y cuando llegan a un rincón apartado y solitario donde las sombras se espesan, donde no llegan los ruidos mundanales ni penetran los ojos maliciosos de los hombres, llaman con gritos de alegría, como pajaritos de Dios, a sus compañeras, las invitan a venir a disfrutar de aquella amable seguridad donde libremente pueden mostrar sus gracias y recrearse sin peligro de ser sorprendidas. Entonces una propone jugar a la cuerda y las demás acceden batiendo las palmas. Jovita es la primera. Salta, salta hasta que queda rendida y se deja caer sobre el césped, llevándose la mano al corazón, que palpita con la fatiga, no con la agitación insana de las pasiones juveniles. Luego salta otra, luego otra y otra hasta que todas se tienden exánimes pero risueñas, reflejando en sus mejillas sudorosas y en sus ojos entornados la dulce alegría que se escapa de un pecho inocente. Y en cuanto descansan se propone jugar «al milano que le dan—cebollita con el pan.» ¡Qué risa! ¡qué algazara! ¡cómo resuena el dormido bosque con las voces argentinas de aquellas bellas y tiernas criaturas! Cansadas de este juego se diseminan por un momento. Algunas forman grupo sentadas al pie del tronco de un roble y se cuentan en voz baja como suave gorjeo mil puerilidades encantadoras; otras se entregan apasionadamente a la busca de florecillas azules y hacen con ellas ramilletes que colocan en el pecho; otras se persiguen, como las golondrinas en el aire, con chillidos penetrantes. Otras, las más resueltas, dedican sus esfuerzos a la caza de cigarras y otros bichos temerosos. Pero luego tornan a juntarse porque hay una chica muy aturdida que apuesta a encaramarse en un árbol si la ayudan, y hay otra maligna que dice que sí, que ella la ayudará. Manos a la obra. Empezó la animosa joven, que se llama Consuelo, a poner sus piececitos en las rugosidades del roble más asequible. La compañera maligna, que no es otra que Socorro, la tercera sirena del Jubilado, la sostiene. Encarámase al fin la primera en la cruz de dos ramas; asciende después a otra; aplauden las ninfas y la alientan con gritos de entusiasmo…

Mas he aquí que Rubio, el teniente de la tercera, hombre acreditado de audaz entre sus compañeros de arma y de un genio devastador para el sexo femenino, se presenta de improviso asomando su cabeza temeraria por encima de unas matas. Las ninfas, al verle, lanzan un grito y quedan petrificadas en la actitud en que las sorprende. Consuelo, desde lo alto del árbol, le apostrofa con violencia. Si en su mano estuviera trasformaría inmediatamente en ciervo a aquel nuevo Acteón. Acá, para inter nos, es posible que prefiriese trasformarle primeramente en marido, sin perjuicio de acudir más adelante a la metamorfosis clásica… Pero Rubio, el teniente de la tercera, conoce perfectamente el valor de estos gritos y estos apóstrofes. No se inmuta; sonríe maliciosamente y llama con voz ronca a sus hermanos de armas. ¡Qué confusión, qué espanto entre aquellas risueñas hijas de los bosques al aproximarse en columna cerrada los hijos de Marte! Sin recoger las mantillas, ni los guantes, ni las sombrillas, nada en suma de lo que las pertenecía, huyen y se desbandan por la floresta lanzando gritos de terror. Pero los sátiros de pantalón encarnado las persiguen con saña, las atrapan aquí y allá y las traen cautivas enmedio de risotadas odiosas. Mientras tanto la pobre Consuelo, encima del árbol y bloqueada por tres de estos silvanos voluptuosos, se niega terminantemente a bajar mientras no se alejen por lo menos cincuenta varas. Ellos ¡los crueles! se niegan. Ruega la ninfa, se irrita, está a punto de llorar; pero ni su enojo ni sus lágrimas consiguen ablandar el corazón empedernido de los infames sátiros. Por fin se resigna a descender y, aunque toma muchas y castas precauciones, éstos logran ver un pie deliciosamente calzado y un nacimiento de pierna que les hace rugir de gozo. Pero ¿dónde está Rubio? ¿Dónde está el más terrible y feroz de todos ellos? No se sabe, mas al cabo de mucho tiempo sale de la espesura arrastrando consigo a Socorro, la más sentimental de las ondinas de D. Cristóbal. En los rasgos crueles de su fisonomía viene pintada la expresión del triunfo, y en los de ella la vergüenza y la sumisión de una cautiva. Muchas horas después, en las últimas de la noche, sentado a una mesa del café de Marañón y rodeado de ocho o diez de sus colegas, el teniente de la tercera narraba con sonrisa malévola el vencimiento de la ninfa, calculando lo menos en veinticinco o treinta los besos que logró robarle en distintos sitios de su rostro hechicero; y todos los hijos de Marte aplaudían y celebraban con homéricas carcajadas aquel nuevo triunfo de su heroico compañero.

Finalmente, los vencedores no se mostraron demasiado tiranos, y el orden se restableció gracias a la llegada oportuna de las señoritas de Meré, que venían acompañadas de María Josefa y de Paco Gómez. Las autoras y únicas responsables de todo aquello habían sacado el fondo del cofre. Carmelita traía un vestido de alepín de seda negra que sólo salía a relucir en las grandes ocasiones, al paso que Nuncita, por contar menos años y respetabilidad, podía lucir un traje claro con flores bordadas, como sólo se ven en los retratos del siglo pasado. Estaban alegres, rebosando satisfacción por los ojos; pero las piernas no respondían a aquella eterna juventud de sus corazones: caminaban apoyándose en sendas muletas y agarrándose con la mano libre al brazo de sus acompañantes. Fueron recibidas con vivas y hurras. Se oyeron asimismo algunas frases harto familiares, de esas que nadie más que las benditas de Meré consentían y reían. Por eso tenía poco mérito el embromarlas. Jamás se dio el caso de verlas enfadadas con sus amigos, y eso que algunos se deslizaban en sus guasas hasta llegar no pocas veces a la grosería. En cambio eran muy propensas a la guerra intestina, esto es, a irritarse una con otra; pero ya sabemos en qué paraban siempre estas misas.

El espíritu temerario del teniente Rubio, apretado por las circunstancias, engendró una idea felicísima, es a saber: que para mejor pasar el rato hasta la hora de comer se construyese un columpio, donde las damas pudieran gozar la dicha de sacudirse el diafragma algunos instantes, y los caballeros la de proporcionársela moviendo galantemente el aparato. Dicho y hecho: se buscan cuerdas, se sierra una tabla; en menos de un cuarto de hora queda todo terminado. Rubio, mientras se lleva a cabo, no deja de hacer guiños expresivos a sus compañeros, que comprenden, sonríen, callan, profundamente admirados, como siempre, de la audacia y penetración del teniente de la tercera. Ya está amarrado el columpio. ¿Quién es la primera? Todas manifiestan la misma vergüenza, idéntico rubor colorea sus mejillas. A una se le ocurre malignamente proponer que lo estrene Nuncita. Las demás aplauden la idea. Nuncita resiste aterrada. Carmelita ni concede el permiso ni lo niega. Las instancias se repiten sin cesar. Los mancebos encuentran la idea cada vez más original. Al fin, casi a viva fuerza, entre los aplausos frenéticos del corro, Cuervo, el hercúleo alférez de la primera, levanta en brazos a la Niña y la sienta en la tabla.

–¡Agárrate bien, Nuncia!—le grita Paco Gómez, mientras el citado alférez y algunos otros amigos empiezan a mecerla.

–¡Suave, suave!—exclama Carmelita.

No hay cuidado; así lo hacen, porque temen dar con ella en tierra. Pero aun moviendo el columpio con parsimonia, el aire consigue levantar, al poco tiempo, las enaguas de la antigua doncella. Los oficiales ríen y empujan el columpio para que se vea más.

–¡Fuerte, fuerte, que algo se pesca!—les grita Paco Gómez.

Las muchachas, entre risueñas y avergonzadas, se tapan la cara y se abrazan unas a otras diciéndose palabritas al oído.

–¡Alto, alto!—exclama Carmelita.—¡Paren ustedes!

Nadie hace caso. Las ropas de la Niña van subiendo, subiendo: no se sabe dónde se van a detener.

–¡Alto, alto! ¡Por Dios, señor alférez!

–¡Anda con ella!—rugen los militares.

Y el columpio sigue cada vez más vivo. Nuncita está tan asustada que no tiene tiempo a pensar en el pudor.

–¡Señor alférez! ¡Señor capitán!—grita Carmelita toda temblorosa, agitando los brazos, la mandíbula inferior, desdentada, batiendo contra la superior, desdentada también, con un estremecimiento particular.—¡Señor capitán, téngase por Dios! ¡Por la Virgen del Amor Hermoso!… ¡Pare! ¡pare!… ¡pare!

–¡Sooó!—exclama Paco.

Pero el capitán es sueco y sigue apretando. Las enaguas de Nuncita se encuentran ya en la más alta cúspide adonde pueden llegar. Las jóvenes se vuelven de espaldas; algunas corren riendo a ocultarse entre los árboles. Sólo cuando hubieron consumado su obra de desvergüenza se consiguió que los oficiales aplacasen y permitiesen a Nuncita tomar tierra. Su hermana, en vez de enojarse con los culpables, la emprende con ella llena de furor, vibrando rayos por los ojos.

–¡Bájate, picarona! ¡Escandalosa! ¿Es ésa la educación que has aprendido de tus padres? ¿Es eso lo que te aconseja el confesor?

Nuncita, aterrada, empieza a hacer pucheros y suelta la llave de las lágrimas. La juventud masculina, lo mismo que la femenina, tratan de calmar a la enfurecida Carmelita. El capitán y el alférez echan sobre sí toda la culpa. Es en vano. La cólera no se apaga hasta que no se descarga de palabras bien ofensivas y pesadas. La pobre Niña, sentada en el suelo, sollozando, con la cara oculta entre las manos, excita la compasión de todos los presentes, que no cesan de interceder por ella.

Se trata de saber cuál es la que ha de subirse al columpio después. Ninguna quiere: es natural. ¿Cómo han de dejarse columpiar por hombres tan atrevidos y desvergonzados? Es en vano que militares y paisanos expliquen su conducta en el suceso anterior y hagan juramento de no reincidir y estar comedidos y prudentes y siempre a las órdenes de las damas. Éstas no se fían. Sobre todo el teniente Rubio les inspira un terror pánico considerándolo, y no sin razón, como el alma de todas aquellas intrigas libidinosas.

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27 temmuz 2019
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