Kitabı oku: «El maestrante», sayfa 8
VI
Las señoritas de Meré
En efecto, Emilita Mateo había logrado hacerse amar de un capitán del batallón de Pontevedra. Le había costado muchos días de incesante jugueteo, un número incalculable de miradas provocativas, de carcajadas sin motivo, de caprichos infantiles, de gestos mimosos y enfados pasajeros. Había desplegado, en suma, todas sus baterías, mostrándose a la vez cándida y maliciosa, dulce y arisca, reservada y charlatana, grave y retozona como una loquilla, como niña ligera e insustancial, pero adorable. Al fin Núñez, el capitán Núñez, no pudo resistir a tal graciosa mezcla de inocencia y malicia, y se replegó primeramente, y no tardó luego en rendirse. Era un hombre de cara larga, bigote y perilla, flaco, serio, bilioso, con los ojos mortecinos y fatigados, muy exacto en el cumplimiento de sus deberes y aficionado a dar largos paseos. Esta clase de hombres silenciosos y disciplinados son los más sensibles a los encantos de la alegría y la vivacidad. Emilita le hizo suyo llamándole cazurro y dándole pellizcos por «pícaro y burlón»; ¡a él, a quien había que sacar las palabras con tirabuzón y en su vida había gastado la más sencilla chanza!
Con este memorable suceso, la familia Mateo andaba bastante dislocada. Jovita, Micaela y Socorro, hermanas legítimas de la afortunada doncella, sentíanse celosas y lisonjeadas a la vez. Entendían que la preferencia de un oficial de infantería tan bizarro constituía un honor que irradiaba sobre toda la familia y las colocaba en situación ventajosa frente a sus amigas o conocidas. Pero al mismo tiempo consideraban que, siendo Emilita la última en edad, no le correspondía tener novio y mucho menos casarse sino después de sus hermanas. Eran prematuros en ella los noviazgos, no contando más que veinticuatro años de edad. En cuanto a la idea de que pudiera contraer matrimonio una criatura tan tierna y tan informal, la misma sonrisa de sorpresa y desdén contraía los labios de las tres hermanas mayores. Así que, por más que se desbarataban en elogios del capitán delante de las amigas, haciendo resaltar sus prendas físicas, prestándole un corazón grande y heroico, certificando de su riqueza como si se la administrasen y hablando vagamente de ciertas influencias que le pondrían más tarde o más temprano en la bocamanga los entorchados de general, lo cierto es que no le perdonaban ni le perdonaron jamás su delito cronológico.
Por otra parte, don Cristóbal, padre de aquel ángel travieso y juguetón, quedó repentinamente en posición tan falsa que quiso volverse loco. Luchaba su amor de padre ruda batalla con el odio a la milicia. Avergonzábale el consentir que una hija suya diese oídos a un militar después de haberlos llamado él tantas veces haraganes, sanguijuelas, y haber clamado tanto por la reducción del contingente. ¿Con qué cara se presentaría a sus amigos de allí en adelante? Pasó días bien terribles. El aborrecimiento al ejército y a la marina se hallaba tan profundamente arraigado en su corazón, que no podía extinguirse de pronto. Sin embargo, le era forzoso confesar que la conducta nobilísima del capitán Núñez lo había mermado poderosamente. El anhelo de casar a sus hijas gozaba tanta vida en el fondo de su ser como el desprecio de la fuerza armada. ¡Cuánto le pesaba de haber vociferado tanto contra ésta! En su tribulación llegaba a deplorar que Núñez perteneciese al arma de infantería. Si fuese siquiera marino, disminuiría la gravedad del conflicto. Recordaba que en sus diatribas contra el ejercito hacia la salvedad de que era necesario conservar algunos barcos para proteger las colonias. Lo mismo podía decirse si perteneciese a la Guardia civil. En cuanto a las demás fuerzas de tierra, no cabía disculpa ni había medio de salir del aprieto.
En tan terribles circunstancias optó por encerrarse en casa. Cuando alguna vez salía, andaba receloso y huido. Los amores de su hija se fueron haciendo más formales y cada vez más públicos. Temía las bromas. El miedo le hizo claudicar, adoptando un proceder doble y falso, indigno por completo de su carácter y antecedentes. Es decir que, mientras públicamente seguía afectando desprecio hacia las fuerzas de tierra, cuando hablaba con el novio de su hija o entre militares, lo hacía con agasajo, les preguntaba con interés por su carrera, lo mismo que si prestasen servicios en cualquier oficina civil del Estado. Nadie sospecharía al oírle enterarse tan minuciosamente del escalafón, de las reservas y reemplazos, etc., que aquel hombre les tenía jurado odio eterno. Pero el Jubilado llegó con el tiempo a una distinción que nunca se había atrevido a proponer. Como militares no transigía con ellos, los consideraba una verdadera plaga social… Ahora, «como hombres,» bien podían ser dignos de estimación, según sus cualidades.
Los amores de Emilita habían nacido y crecido como otros muchos en casa de las de Meré. Eran éstas dos señoritas que pasaban de los ochenta y no llegaban a los cien años. De todos modos, a la entrada del siglo XIX eran ya maduras. No tenían en Lancia familia alguna. Ninguno de los vivos recordaba a su padre, que había muerto cuando todavía eran mocitas. Estuvo empleado en el ramo de Hacienda. Es de suponer, dada su remota antigüedad, que sería percibidor de alcabalas o de otros pechos ya extinguidos. Del siglo XVIII, al cual pertenecían, tenían aquellas interesantes señoritas en primer lugar el traje. Jamás pudieron entrar por las modas del presente. Una saya de cúbica negra muy escurrida con plomos por debajo para que se escurriera todavía más, talle muy alto, manga apretada con bullones, zapatito de tabinete descotado y un tocado inverosímil de puro extravagante: así se presentaban en todas partes. La mantilla que usaban no era de velo, sino de sarga con franja de terciopelo, como las usan ahora solamente las artesanas. Llevaban bastón para apoyarse. Conservaban además la cortesía exquisita, la ligereza de carácter, la pasión por la sociedad y una alegría inagotable, maravillosa a sus años. Lo que no habían traído consigo al siglo presente era la libertad de costumbres y la malicia que, al decir de los historiadores, caracterizaba la sociedad del pasado. Imposible imaginar unas criaturas más sencillas. Como si no hubiesen atravesado por la vida, todo les sorprendía, en todo creían menos en el mal. Así que, con frecuencia, eran víctimas de las bromas de sus amigos y tertulianos, sin que por eso dejase ninguno de profesarles entrañable afecto. Desde tiempo inmemorial tenían costumbre de recibir en su casa por la noche a la juventud de Lancia, particularmente a los muchachos que se placían en asistir por la grandísima libertad que allí disfrutaban. Por acuerdo tácito todos ellos las tuteaban. Y era en verdad peregrino el oír a los chicuelos de diez y ocho años hablar con tal familiaridad a unas viejecitas que pudieran ser sus bisabuelas. Carmelita para aquí, Nuncita para allá, porque la más anciana se llamaba D.ª Carmen y la más joven D.ª Anunciación.
Tres o cuatro generaciones habían pasado por aquella salita de la calle del Carpio, modesta y aseada, con el pavimento de madera encerada, sillas de paja, sofá de damasco encarnado, cómoda de caoba atestada de chirimbolos, espejo con marco de carey y diversos cuadritos al pastel representando la historia de Romeo y Julieta. La tertulia de las de Meré era la más antigua de Lancia. Contra lo que acaece generalmente, estas mujeres que no pudieron hallar marido tenían la manía de casar a todo el mundo. El número de matrimonios que salieron acordados de aquella salita es incalculable. En cuanto advertían que un muchacho se acercaba a cualquier muchacha más que a las otras, ya estaban nuestras señoritas preparando los hilos para unirlos con lazo indisoluble; ya no consentían que nadie se sentase en la silla que estaba al lado de Fulanita para que cuando Menganito viniese la hallase aparejada y no tuviese más que sentarse. Y vengan a Fulanita elogios desmesurados de Menganito, y vayan a Menganito relaciones minuciosas de los primores que Fulanita ejecuta con la aguja y lo económica y hacendosa que es y lo piadosa y lo limpia. Y escápense más adelante a casa de la mamá de Fulanita para celebrar conferencias largas, íntimas, trascendentales, y procuren enseguida tropezarse con el papá de Menganito y desplieguen todas sus dotes diplomáticas para explorarle el corazón. Y por premio de estos sudores recibían, al cabo, un cartuchito de dulces el día de la boda.
Pero todas las madres de niñas casaderas las adoraban, no se hartaban de bendecirlas y adularlas. Saludábanlas de media legua, y al salir de la iglesia se apresuraban a ofrecerles el brazo para que se apoyaran. En cambio, las que tenían algún hijo varón en edad de casarse solían mirarlas con recelo y antipatía, las llamaban por lo bajo chochas y entremetidas. No hay necesidad de indicar, por lo tanto, que su pasión casamentera les costó no pocos disgustos. Cuando algún lechuguino sentía brotar en su pecho la llama del amor, lo primero que hacía era mostrársela a las de Meré.
–Carmelita, estoy enamorado.
–¿De quién, corazón, de quién?—preguntaba la anciana con vivo interés.
–De Rosario Calvo.
–¡Ajá! Buen gusto ha tenido el picarón. No hay chica más guapa ni mejor educada. Habéis nacido el uno para el otro.
Y por un rato el zagalillo tenía el placer de escuchar el panegírico de su adorada.
–Espero que me protegerás.
–Todo lo que tú quieras, mi alma.
Al cabo de pocos días, Rosario Calvo, que no había puesto los pies en su vida en casa de las de Meré, aparecía por allí y era tertuliana asidua. ¿Cómo se habían arreglado aquéllas para atraérsela? No es fácil averiguarlo, pero tantas veces habían llevado a término ya empresas análogas, que de seguro poseían una receta simple y segura.
Encariñábanse con sus amigos como si fuesen próximos deudos todos. Contábanse de ellas rasgos de abnegación que las honraba extremadamente. Durante la furiosa reacción del año 1823, uno de sus tertulios, teniente de caballería, se refugió, después de cierta intentona abortada, en su casa. Las señoritas le recibieron y le ocultaron algunos días, y al cabo lograron que se evadiese disfrazado con el traje de un criado. Pero teniendo noticia de que iba la policía a registrarles la casa, pensaron con terror en el uniforme del teniente. ¿Dónde guardarlo que no diesen con él? Carmelita, en aquellos instantes críticos, tuvo un rasgo de ingenio y bravura. Se vistió el uniforme debajo de sus ropas de mujer. Por cierto que este teniente se portó con ellas con bastante ingratitud. No tuvo en su vida diez minutos para escribirles una carta dándoles las gracias.
No fue la única que hubieron de sufrir por parte de sus tertulios. Acostumbraban éstos aprovecharse de su amabilidad cuanto podían; recreábanse en su casa, gozaban de la compañía y conversación de las jóvenes más bellas de Lancia, concertaban algunos su matrimonio, y luego que lo realizaban, o porque sus negocios o su edad les impedían asistir a la tertulia, si te vi, no me acuerdo; apenas las saludaban en la calle. Lo mismo puede decirse de las mamas, tan rendidas y aduladoras antes de casar a sus hijas, y tan despegadas así que lo conseguían. Pero tales flaquezas no alteraban el buen humor de aquellas benditas ni destruían su optimismo. Como se estaban renovando sin cesar los asistentes a su casa, olvidaban la ingratitud de los antiguos para pensar tan sólo en el aprecio que les tributaban los nuevos. Además, en sus corazones no cabía rencor, ni siquiera hostilidad; las bromas no las ofendían. ¡Y cuidado que algunas eran bien pesadas! La que les dio Paco Gómez en cierta ocasión hizo raya: aún se cuenta con regocijo en Lancia.
No todas las noches de invierno iban damas a la tertulia. Generalmente asistían los sábados y los miércoles. Pero había un grupo de muchachos que casi nunca dejaban de hacerles un rato de compañía a primera hora, aunque después se marchasen a otras casas. Uno de ellos era Paco Gómez. En estas noches de soledad se formaba generalmente un partido de brisca. Paco iba de compañero con Nuncita y el capitán Núñez, o Jaime Moro, o cualquier otro muchacho con Carmelita. Paco una noche se dolió de que las señas que se hacían durante el juego fuesen tan vulgares y conocidas: era imposible hacerlas pasar inadvertidas para los contrarios. Entonces, de acuerdo con el otro, propuso cambiarlas. Él enseñaría unas a Nuncita, y el contrario otras a Carmelita. Las nuevas señas fueron todas ademanes obscenos, de esos que no se ven más que en las tabernas y lupanares. Aquellas inocentes mujeres las aceptaron sin saber lo que hacían y se sirvieron de ellas con la mayor desenvoltura. Así que pasaron algunos días, y estaban perfectamente avezadas a usarlas, Paco invitó una noche a muchos de los tertulios a presenciar el juego. Resultó una escena de cómico subido. Cada vez que cualquiera de las dos señoritas hacía una seña, había una explosión de alegría. Pues bien, apesar de lo brutal y desvergonzado de la broma, las bondadosas señoritas, en vez de ponerle de patas en la calle y cerrarle la puerta para siempre, se contentaron al saberlo con hacerse cruces de sorpresa y reírse como los demás.
–¡Santo Cristo bendito de Rodillero, quién lo diría! ¡Tantos pecados como hemos cometido sin saberlo!
–Pues yo no los confieso—exclamó Nuncita con resolución.
–Los confesarás, Niña—expresó gravemente la primera.
–Que no.
–¡Niña!
–Que no quiero.
–¡Silencio, Niña! Los confesarás y tres más. Mañana mismo te llevaré a Fray Diego.
Nuncita protestó todavía sordamente, como una chica mimosa, hasta que las miradas severas de su Hermana mayor la hicieron callar. Pero todavía estuvo buen rato enfurruñada. A veces, sin saber por qué, se mostraba díscola y rebelde en sumo grado. Necesitaba Carmelita hacer gala de toda su autoridad para someterla. Mas, ordinariamente no sucedía así. Aunque no le llevase más de tres o cuatro años, Nuncita, por la costumbre adquirida, por debilidad de carácter, o por ventura porque no le disgustaba aparecer más joven en presencia de la gente, reconocía la jefatura de su hermana y la obedecía con una sumisión que envidiarían las madres para sus hijas. Pocas veces tenía necesidad de reprenderla, pero cuando lo hacía, Nuncita bajaba la cabeza y al poco rato se la veía llevarse el pañuelo a los ojos y salir de la sala, mientras Carmelita seguía sus movimientos con mirada fija, sacudiendo al mismo tiempo la cabeza severamente. Poco faltaba para que la castigase dejándola sin postre o mandándola a la cama. Por tales razones y porque Carmelita así la llamase con frecuencia, D.ª Nuncia, que pasaba algo de los ochenta, era conocida en Lancia por el sobrenombre de «la Niña.»
En los amores de Emilita Mateo se portaron ambas hermanas heroicamente. El capitán Núñez fue bloqueado en toda regla. Por espacio de un mes lo menos, y hasta que le vieron bien encarrilado, ni una silla le dejaron libre más que la que estaba próxima a la más joven de las chicas de D. Cristóbal. En el juego de la lotería, al cual se entregaba con pasión desordenada aquella sociedad, Nuncita se encargaba, sin que nadie se lo pidiese, de buscarles cartones que fuesen combinados. Cuando se referían al oficial de Pontevedra y a Emilita hablaban como de una sola persona. Tan unidos y compactos los apreciaban ya.
Servicios a tal extremo importantes los pagaba el Jubilado con una gratitud que le rebosaba del alma y le salía por los ojos. De buena gana se prosternaría ante ellas y les besaría la orla del vestido de cúbica. Pero su dignidad y aquella larga serie de diatribas contra el ejército que llevaba colgadas a los pies como grilletes, le impedían estas y otras manifestaciones. Ni siquiera tenía el consuelo de poder mostrarse alegre cuando aquel pundonoroso militar acompañaba a su niña en el paseo. Pero ya se sabe que las señoritas se preocupaban muy poco de la gratitud de sus tertulios. Los casaban por vocación irresistible de su espíritu, por una necesidad de su organismo, como teje la araña la tela y cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazados por el vínculo matrimonial, los tertulios, lo mismo hombres que mujeres, perdían todo su atractivo para las señoritas de Meré. Su atención se concentraba inmediatamente en los nuevos pollastres que venían piando a cobijarse bajo sus alas protectoras.
Quien les causó una serie de decepciones y amarguras, que a poco dan con ellas en el sepulcro, fue el conde de Onís. En su vida habían tropezado con un hombre más incomprensible. ¡Lo que las pobres sudaron para meterle en vereda, en la florida vereda de Himeneo! Pero aquel diablo se les resbalaba por entre los dedos como una anguila. Mostrábase durante algunas noches tierno y amartelado con Fernanda; no se apartaba de ella el canto de un duro. Las miradas de las dos hermanas se posaban sobre ellos con visible enternecimiento; procuraban con ahínco que nadie fuese a interrumpirles; poco les faltaba para mandar a los demás que bajasen la voz a fin de que no les molestase el ruido. Pues bien, repentinamente, cuando menos podía pensarse, el conde cometía el absurdo de alzarse distraídamente de la silla, bostezar y marcharse a hacer solitarios a un rincón de la mesa. Por su parte Fernanda caía en idénticas flaquezas, poniéndose a charlar animadamente con el chico del regente de la audiencia sin dirigir una mirada a su novio. Carmelita y Nuncita quedaban aterradas cuando esto sucedía, se iban a la cama, presa de la mayor consternación.
Después del rompimiento definitivo, y cuando al cabo se convencieron de que la ventura de realizar tan sublime matrimonio no estaba reservada para ellas, humillaron un poco su ambición y prestaron auxilio a Granate, que hacía mucho tiempo lo demandaba con instancia. También por este lado la suerte impía les hirió cruelmente. Fernanda rechazaba con irritación cualquier palabra suasoria que le dirigiesen en favor del indiano. Si observaba que las señoritas tenían dispuestas las sillas de modo que resultase aquél sentándose a su lado, en un instante destruía su combinación yéndose con ademán displicente al extremo opuesto. Al formarse las partidas de brisca o de tute no consentía que se lo diesen por compañero so pena de renunciar al juego. En fin, que estaba tan alerta y sobre sí que era imposible atacarla por ningún lado. No obstante, las de Meré persistían en su proyecto y trabajaban por llevarlo a cabo con paciencia; que es la garantía más segura para dar cima a las grandes empresas.
Algunos días después de la guasa de Paco Gómez se hallaban en la famosa tertulia, a más de tres o cuatro pollastres, el mismo Paco, Manuel Antonio, D. Santos, el capitán Núñez, D. Cristóbal, Fernanda, María Josefa Hevia y dos de las chicas de Mateo. No se pensaba todavía en jugar. Todos estaban sentados menos Paco, que daba vueltas por la sala contándoles la broma que había dado la otra noche en el teatro a Manín, el mayordomo de Quiñones. Desde que éste había quedado paralítico, su famoso acompañante andaba sin sombra por la ciudad. Mas, por la gran confianza que su amo le otorgaba, los tertulios de D. Pedro le guardaban consideraciones, y apesar de la rusticidad de su trato y del traje campestre que llevaba, cuando le tropezaban en la calle le abrazaban familiarmente, le convidaban a entrar en el café y a veces le llevaban al teatro. Manín para aquí, para allá: el grosero aldeano se había hecho famoso no sólo en Lancia, sino en toda la provincia. Aquel calzón corto, aquella media blanca de lana con ligas de color, chaqueta de bayeta verde y sombrero calañés, le daban un aspecto original en la ciudad, donde por milagro se veía ya un hombre con este arreo. Era una de las cosas que más sorprendían a los forasteros, sobre todo viéndole alternar en cierto pie de igualdad con los señores de la población. No sólo por respeto al maestrante, sino porque les hacía mucha gracia las salidas brutales de Manín, éstos se perecían por llevarle en su compañía. Además, Manín era un célebre cazador de osos, con los cuales se decía que había luchado algunas veces cuerpo a cuerpo. Los aficionados a tal clase de ejercicio le profesaban por esto respeto y simpatía. Sin embargo, los enemigos que el mayordomo tenía allá en su aldea aseguraban, riendo sarcásticamente, que lo de los osos era una farsa, que en su vida los había visto, cuanto más luchar con ellos. Añadían que Manín había sido siempre un zampatortas hasta que D. Pedro había tenido el capricho de sacarle de la oscuridad. La imparcialidad nos obliga a estampar esta opinión, que desde luego suponemos infundada. Hay que confesar, no obstante, que la conducta de Manín, ofreciendo repetidas veces a sus amigos llevarles a cazar el oso, sin que jamás cumpliera la promesa, la prestaba cierta verosimilitud. Pero el profesar respeto a la salud e integridad de los osos de su país ¿es acaso motivo suficiente para arrojar a un hombre a la cara el calificativo de zampatortas? Nadie osará afirmarlo. Más lógico es suponer que el célebre Manín era, como todos los hombres que logran sobreponerse a la multitud, víctima de las asechanzas de la envidia.
Refería Paco, con el desenfado procaz que le caracterizaba y del que no prescindía ni aun hallándose entre damas, cómo había llevado a Manín al palco proscenio que con otros amigos tenía abonado en el teatro. El mayordomo no había visto jamás bailarinas. Al presentarse éstas en escena le hizo creer que traían las piernas desnudas. Manín quedó escandalizado, fijando en ellas sus ojos, donde se pintaba el asombro y la indignación. «Pues aún no has visto lo mejor; ¡aguarda, aguarda un poco!» Al comenzar la orquesta a tocar, las bailarinas hacen chasquear los palillos, y dando una vuelta levantan todas la pierna a la altura de la cabeza. «¡Sollo!» exclama el pobre tapándose la cara con las manos. ¡Dios sabe lo que pensó que iba a ver!
Paco narraba el lance con naturalidad, paseando de un cabo de la sala, la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Las jóvenes tertulianas se creyeron en el caso de ruborizarse. Todos reían menos Granate, que aún tenía en el corazón la broma del día pasado. Desde su rincón, donde estaba como un oso aletargado, dirigíale miradas torvas, agresivas. ¿Qué había pasado en casa de Estrada-Rosa cuando el indiano fue a ella en demanda de la mano de la señorita? Ni a D. Juan ni a su hija se les pudo sacar una palabra; pero cierta doncellita enteró a todo el mundo de que D. Juan había rehusado en términos desdeñosos, que Granate hizo ostentación de sus millones y aun se autorizó el manifestar que Fernanda no encontraría un matrimonio más ventajoso. Entonces D. Juan se incomodó, le llamo zángano y lo despidió con cajas destempladas. Paco, cada vez que sorprendía una de aquellas miradas furibundas, sonreía y hacía guiños a Manuel Antonio.
–Oye, Carmela—dijo parándose frente a un cuadrito pintado al óleo,—¿dónde habéis comprado este San Juan?
–¡Jesús! señor—exclamó Carmelita,—no es un San Juan, que es un Salvador, ¡míralo cómo se ríe el pobrecito!
–¡Ah! es un Salvador. ¿En qué se distinguen?
Las señoritas de Meré, al escuchar tal pregunta, quisieron volverse locas de alegría. Se les caían las lágrimas de risa.
–¡Ay, qué Paquito! ¡Ay, qué corazón!… ¡No distingue un San Juan de un Salvador!
Y ríe y que te ríe. Hacía muchos años que no habían oído nada tan gracioso. Cuando hubieron sosegado un poco y se limpiaron las lágrimas y se sonaron estrepitosamente con un pañuelo de hierbas, Paco, que gozaba viéndolas tan alegres, les preguntó:
–Pero vamos, ¿cuándo lo habéis comprado, el Salvador, que yo no lo he visto hasta ahora?
–Estaba en el cuarto de Nuncia, mi alma; pero allí no estaba bien, porque tropezaba la cama en él, y lo hemos traído.
–Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá, un pintor de Madrid que pasó aquí unos días—dijo Nuncita.
–¿Eras tú joven?—preguntó gravemente Paco dirigiéndose a Carmelita.
–Sí, muy jovencita.
–¿El pintor tenía fama?
–Mucha.
–Entonces ya sé quién era, Murillo.
–No; me parece que no se llamaba así.
–Entonces sería Velázquez.
–Ese nombre ya me suena más. Era hombre mozo, muy cortés y muy galán, ¿verdad, Nuncia?… A tí me parece que te hizo algunas carantoñas…
Nuncita bajó los ojos ruborizada.
–¿Quién se acuerda de eso ya?
–Era muy enamoradizo—prosiguió Carmelita;—pero al mismo tiempo bien criado y bien entendido…
–¿Enamoradizo dijiste? Justo, no puede ser otro que Velázquez.
–No se llamaba Velázquez; se llamaba González—apuntó tímidamente Nuncita.
Y después de decirlo volvió a ruborizarse.
–¡Eso es, González!—exclamó su hermana haciendo memoria.
–Bueno, es igual, sería un contemporáneo suyo, de la buena raza de pintores del siglo XVII—manifestó Paco sin turbarse por las carcajadas de los tertulios, que se espantaban de la inocencia de aquellas pobres mujeres.
–¿Conque te ha hecho la corte a ti, Niña?—prosiguió cogiendo con dos dedos cariñosamente la barba de Nuncita.—Me parece que tú debiste de haber sido muy torerita, ¿verdad, Carmela?
–Fue un poco tentada de la risa.
–¡Carmela, por Dios, que estos señores van a creer que he sido una coqueta!—exclamó con angustia la Niña.
–No creerían más que la verdad, chica—dijo Paco.—¿Ya no te acuerdas que has dado oídos a un procurador eclesiástico llamado don Máximo, y después que éste se iba de tu casa hablabas con el teniente Paniagua por el balcón?
Nuncita sonrió con enternecimiento al recuerdo de aquellos tiempos, y repuso bajando los ojos con graciosa timidez:
–D. Máximo venía a casa todos los días, pero nunca me requirió de amores.
–¡Qué amores ni qué calabazas!—exclamó Paco.—Di tú que quien te gustaba de verdad era el teniente, y concluirás más pronto.
–¿Conque ha estado usted enamorada de un militar?—preguntó con graciosa volubilidad Emilita, dirigiendo al mismo tiempo una mirada provocativa a Núñez.—Pues ha tenido usted bien mal gusto.
El Jubilado se puso repentinamente serio y se le erizaron los bigotes de terror ante aquella salida de su hija; pero se tranquilizó inmediatamente al observar que el capitán, en vez de darse por ofendido, la pagaba con una sonrisa amorosa y lo echaba a broma como todos los demás.
–No es ella sola la que ha tenido ese mal gusto—expresó con marcada intención Carmelita, muy alegre de haber encontrado aquel rasgo de ingenio.
–Y ¿quién era ese teniente?… Algún trasto… ¡cómo si lo viera!…—tornó a preguntar Emilita con la misma adorable ligereza.
–¡Alto, alto, Emilia!—manifestó Paco.—Paniagua era teniente de los tercios de Flandes y muy bizarro.
–No, corazón, no—se apresuró a rectificar Nuncita,—que era de la guardia real.
–¿No era arcabucero?
–No, mi alma; de la guardia real te digo.
D. Cristóbal disimulaba la risa con un flujo de tos. Manuel Antonio y los pollastres reían descaradamente.
–Paniagua era hombre muy notable—prosiguió Paco.—Poseía esa decisión que tan bien sienta a los militares. El mismo día que llegó vio a Nuncia por la mañana al balcón. Por la tarde le entregó en el pórtico de San Rafael, al salir de la novena, un billete de declaración, que empezaba: «Señorita: Entre confuso y medroso, y dudando si en gracia de lo rendido me perdonará usted lo osado, confieso que mi único delito consiste en amar a usted…»
–¡Qué picarón! ¡cómo lo recuerda!—exclamó Nuncita, enternecida de verdad.
Lo cierto era que Paco, a quien la Niña, después de muy rogada, había mostrado las cartas que conservaba de Paniagua, se había aprendido de memoria aquel originalísimo documento y lo recitaba en todas partes para regocijo de sus amigos.
–Eso se llama un hombre resuelto. Así se manifiesta el carácter de la persona. ¡Qué diferencia de los militares de hoy, que antes de declararse a una muchacha la pasean un año la calle y luego tardan otro en decir: «Niña, ¿cuándo nos vamos a la vicaría?»
Pronunció estas palabras mirando al rincón donde estaban Emilita y el capitán. Éste recogió la alusión y se puso serio. La chica se hizo la distraída, pero agradeciendo mucho a Paco en el fondo de su corazón el capote, mientras el Jubilado se atusaba el bigote con mano temblorosa, temiendo que Núñez se enfadara, pero alegre al mismo tiempo por la esperanza de que estos capotazos oportunos le sacaran de su atonía.
Cansados de platicar, los pollastres propusieron jugar un ratito a las prendas. Es un juego donde los hombres de criterio siempre pescan algo. Fernanda consintió en que Granate se sentase a su lado. Los guiños de Paco, que había sorprendido, le habían hecho mal efecto. Era una criatura muy orgullosa, pero en la cual se hallaba arraigado el sentimiento de justicia. No podía sufrir que se burlasen en su presencia de nadie, aunque fuese del ser más ínfimo y despreciable. Podía decirse que el sentimiento de la dignidad, que era en ella tan delicado y vidrioso, la hacía sentir las heridas causadas en la de los otros con más viveza. Aunque aborrecía a Granate, la molestaba que se le mortificase en su presencia, sobre todo si era por su causa; sin perjuicio, por supuesto, de que ella le diese a cada momento descomunales desaires; pero entendía, y no le faltaba razón, que los desdenes de la mujer que se ama, si causan dolor, no resqueman como las burlas. El indiano, que se vio tan honrado, no cabía en sí de gozo, y comenzó con voluntad excesiva y la ordinariez que le caracterizaba a prodigarle mil atenciones. Fernanda las recibió con semblante grave, pero sin repugnancia.
Y vino, como es natural, aquello de las «tres veces sí y tres veces no,» el «contentar a todos los presentes,» «un favor y un disfavor,» etc., etc. La sociedad se recreaba con lo que se habían recreado sus padres y sus abuelos, y con lo que pensaban que se recrearían sus hijos. ¡Inocentes! Había allí un espíritu, sin embargo, que no merecía este calificativo. Paco Gómez jugaba con una condescendencia displicente, como hombre que se adelantaba mucho a su época, cometiendo mil torpezas y desaciertos que demostraban la distracción que caracteriza a los seres superiores. En cambio, Núñez tenía puestos los cinco sentidos. No se vio jamás hombre más erudito en aquellas materias ni que las tratase con más profundidad. Su inteligencia lúcida había penetrado en todos los secretos del juego de prendas y sabía sacar de cada uno el partido posible, extraer todo su jugo, según pedían las circunstancias. Por ejemplo, cuando una señorita debía contentarle, quedaba sordo instantáneamente. La joven se veía obligada a inclinarse más y más, hasta que sus labios de carmín rozaban la oreja del capitán. Si quedaba condenada a hacer el papel de esquina de la Puerta del Sol y, por consiguiente, a sufrir que le pegasen carteles en la cara, que se recostasen contra ella, etc., etc., el profundo Núñez no soltaba la presa en tanto que no pasease las manos por todas las regiones de su cuerpo. Pero cuando dio más claras muestras de su talento portentoso y de los vastos conocimientos que había logrado adquirir en aquel ramo del saber, fue al proponer que la señorita a quien acertase lo que tenía en el bolsillo quedase obligada a darle un beso. Tal seguridad tenían todas de que nada conseguiría, que no vacilaron en aceptar la proposición. Erró, efectivamente, al vaciar con el pensamiento el bolsillo de Carmelita, erró con Fernanda, con María Josefa, con Micaela, y ¡miren qué diablo! fue a acertar precisamente con Emilita. Unas tijeras, un pañuelo, un dedal y tres caramelos. La niña se puso a gritar batiendo las palmas, toda nerviosa: ¡Trampa, trampa! El capitán, sereno, apacible, grandioso como un héroe de la antigüedad, rechazó aquella imputación y demostró hasta la saciedad que allí no cabía trampa alguna.