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GUAYACÁN DE MARZO

BERTALICIA PERALTA

La noche hervía y el aire que entraba por los ojos abiertos de las paredes venía caliente, caliente como la sangre de los habitantes del pueblo.

Dorinda no dormía. Pensaba. No soñaba. A veces soñaba. Soñaba cosas lindas y dulces que nunca tuvo. Ahora no soñaba. No dormía. Solo pensaba. Y los pensamientos eran como ramas de veranera que se le retorcían en la mente y le estrujaban los sesos y le hacían brillar en seco los ojos negros y rasgados. Se movió en el camastro. Fue un movimiento leve, pero sin embargo el hombre a su lado pareció sentirlo porque se achicó más y trató de arrimarse. Dorinda lo esquivó. Sentía un asco infinito por ese cuerpo duro y sudado que durante tantos años había permanecido sobre el suyo, contra el suyo, exprimiéndole los senos, los muslos, jadeando sobre su vientre, rasgándole el mismo sexo, abriéndola siempre, abriéndola, tratando de destruirla, pensó. Se movió hacia el otro extremo del camastro.

“Vamos al baile”, le dijo un día, hacía mucho tiempo. Ella se le quedó mirando. ¿Qué se traía? “Vamos”, insistió él. Ella no fue. ¿Con quién iba a dejar a los tres angelitos que tenía en la casa? Había muchas historias en el pueblo de malas madres que por irse a un baile habían abandonado a sus criaturas, solas, y algo terrible les había sucedido. Que si se habían lastimado, que si a una se le quemó la casa con los chiquillos adentro donde los había encerrado para más seguridad, que si luego un bruto había tumbado a una niña de solo cinco o seis años. No. Ella no fue. Ella tenía que cuidar a sus hijos.

Pero vinieron otros bailes, y otros encuentros. Y él siempre persiguiéndola. Al recelo que al principio sintió le siguió una especie de costumbre. Se acostumbró a su presencia aunque hubo muchas cosas de él que no le acabaron de gustar. Su costumbre de pelear con sus hijos que no eran hijos de él. Su encono para mirarlos, para hablarles. Y luego, su astucia, esa actitud ladina para disimular cuando veía que ella se daba cuenta. Era como estar jugando a la zorra y la gallina. Ella sentía que él la quería para sí, y por eso estaba dispuesto a engañarla haciéndole ver que le gustaban los mocosos. Pero ella sabía que no.

Y el aguardiente. Cuando estaba bueno trabajaba bien. Se aguantaba. Hasta tenía sus momentos de buenazo, de tierno, de miradas lánguidas que precedían a la tumbada en cualquier monte, a la gozada bajo el cielo despejado, a los forcejeos y retozones, lejos de la casa. A él le gustaba así. Hasta que se fue para la casa de ella. Y vivieron juntos y fueron muy felices. No. Dorinda se rio bajito. “Y fueron muy felices” era el final de los cuentos que siempre le leyeron en la escuela, allá, hacía muchos años, cuando era niña y su abuela la mandó a la escuela, hasta segundo grado. Felices, sí, para qué negarlo, a veces, un poquito. Cuando él cogía plata, cuando iban a algún baile y antes de emborracharse él la abrazaba suave. Pero duraba poco. A medida que iba tomando, iba perdiendo el cerebro, y la apretujaba entre los brazos, solo por no caerse el muy pendejo, y la celaba con todos los hombres y luego ella tenía que irse sola a la casa y esperarlo a que llegara como un bruto a echársele encima, a querer forzarla, ya sin ánimos, sin fuerzas, porque de borracho se dormía hasta el día siguiente cuando el sol ya había caminado la mitad de la jornada.

Dorinda se levantó. Salió de la casa. Hacía más fresco afuera. Marzo tenía la tierra caliente, el aire caliente, las sangres calientes. Buscó un poco de agua en la tinaja. Estaba fresca. Lo peor fue cuando inventó lo de los hijos. Ahora quería hijos. Hijos de él porque los otros no lo eran. Y ella sabía que los odiaba. Sobre todo a la hembrita. Y ella no iba a tener más hijos. Ya lo tenía bien averiguado en el centro de salud. El doctor le había aconsejado y ya sabía lo que tenía que hacer. Pero por más que trató, se embarazó de nuevo. No dijo nada pero él se dio cuenta. La barriga empezó a estirarse, los pechos a llenarse, los ojos a hundirse más. Él supo. Y lo dijo a todo el mundo. Y fue una semana de borrachera.

“¿Con que tendremos familia, Dorinda?”, le dijeron las gentes del pueblo.

“No creas, son puros cuentos”, había dicho ella.

“Humm, ¿y esa barriguita? Ya es como de tres meses, ¿no?”

“Que no, te digo, yo no paro más”, dijo.

Dorinda recibió el aire fresco de la noche. El cielo estaba oscuro. Ni una estrella. Una negrura espléndida cubría la tierra entera. Se recogió el pelo en un moño, hacia arriba.

“¿Para qué te pusiste a regar esa noticia? –le dijo al hombre–. No habrá más hijos, me lo voy a sacar”. Y lo dijo pausada, pensadamente. Los otros tres estaban fuera de la casa. Él estaba recostado en la hamaca. Fumaba. Ella pilaba. Despacio, rítmicamente. El vientre pegado a la orilla del pilón. Los brazos subían y bajaban con fuerza, con seguridad.

“¿Estás loca?”, y sin que ella pudiera sospecharlo se le abalanzó encima, la agarró por los hombros, la volteó, la miró a los ojos como una fiera y le dijo:

“¿Estás loca? Como lo hagas te mato. ¡Te mato!”, y se fue. Se emborrachó esa noche, nuevamente. Y cantó. Por vez primera Dorinda tuvo miedo. Lo haría. Era un bruto y lo haría. Era un bruto y no se daba cuenta que no alcanzaba nada en la casa. Que ella trabajaba todo el día y casi toda la noche. A él no le importaba. Total, “no son mis hijos”, le decía siempre. Y los muchachos crecían y tendrían que ir a la escuela. Completa. No era verdad que se iban a quedar igual de brutos que él y ella. Empezó a pensar. Calculó día y noche. Empezó a hacer cuentas de las ventajas que había tenido con él. No había ninguna. Todo lo contrario. Había envejecido como diez años en los dos que habían pasado desde la primera noche que se entró en su casa.

Dorinda se alejó despacio. Hacia la quebrada, ya casi seca por el verano. Hizo todo como le habían dicho. Y la quebrada se llevó la sangre que manó de su sexo mientras ella aguantaba, acuclillada.

Luego se recostó en la hierba para recuperar las fuerzas. Las lágrimas corrieron impetuosas y le cegaron la visión y le ardieron los ojos como si le hubiera caído sal en ellos. Bramó. Sentía una pena tan honda, tan suya, había estado siempre esa pena tan allí, que no se había dado cuenta nunca de ella. Lloró hasta quedar libre. Se incorporó y se acercó despacio hacia la casa.

El hombre dormía. También lo había preparado. Ni aunque hubiera un incendio se despertaría. Los hijos no estaban. Los había enviado donde su hermana “para que se conocieran mejor con los primos”, como si eso hiciera falta en ese sitio.

Dorinda se acercó al camastro. El hombre sudaba. Recordó las veces que había sudado sobre ella, tratando de arrebatarle sus propias entrañas. No haría ninguna falta. Nunca le había hecho en realidad ninguna falta. Y ella lo conocía bien. Era duro de carácter. Si había dicho que la mataría, lo haría. Pero ella no iba a permitirlo. No. Ya no. Dorinda ya no permitiría algunas cosas en la vida. Y eso sí que nadie lo sabía aún. Se acercó al hombre. Lo palpó. Lo zarandeó. Lo empujó. Estaba como muerto. Pero ella sabía que estaba vivo. Solo bien dormido.

Con calma se acercó a la cocina. Tomó el cuchillo y lo apretó con fuerza por el mango. Lo hundió varias veces en el corazón del hombre. La sangre corrió a raudales, primero con ímpetu, luego más despacio, hasta que se paró. Mucha sangre. Olía. Se aseguró que estuviera muerto. Le clavó aún tres veces más el cuchillo en el cuerpo. La noche seguía caliente y oscura. Cerró entonces las ventanas y encendió una lámpara muy tenue. Trató de mover al muerto, pero se dio cuenta de que era muy pesado para ella sola. Entonces se acomodó y empezó a descuartizarlo. Primero la cabeza, luego los brazos, las piernas. Pedacito a pedacito. Cuando lo tuvo todo en pequeños trozos, lo metió en un saco de henequén y lo amarró con un bejuco. Lo arrastró hacia afuera de la casa. Buscó el caballo y lo amarró a la cincha. Luego se montó y arrastró el saco de henequén hacia el potrero que quedaba atrás del cerro. Cuando llegó, su rostro estaba fresco. Sus ojos hundidos tenían el brillo misterioso de siempre. Cavó lo más hondo que pudo. Su cuerpo acostumbrado al trabajo rudo del campo obedecía a los impulsos de su cerebro. Metió el saco de henequén y volvió a echar la tierra encima. Sembró un guayacán, y regresó a la casa.

El resto de la noche lo pasó limpiando cuidadosamente todas las manchas de sangre. Le molestaba el olor que parecía pegado a la tierra, a las paredes, al camastro.

La mañana amaneció clara y radiante. Dorinda fue temprano a la quebrada a lavar sus sábanas. Encontró a otras mujeres allí.

“Y, Dorinda, ¿qué hay de la criatura?”, le dijo una de ellas.

“¿No te dije que eran puras habladurías?”, contestó. “¡A mí no hay hombre que me preñe!”

“¿Y el Jacinto?”, preguntaron, por preguntar, por decir algo mientras aporreaban la ropa contra las piedras.

“Se fue esta madrugada”, dijo Dorinda. “Dijo que iba a ver si encontraba trabajo en la Zona. Y que si no encontraba, se embarcaría de marino. A lo mejor ni regresa más.”

Como estaban en marzo, y Dorinda quería que el guayacán creciera alto y lleno de flores, todos los días fue con sus hijos a regar la pequeña mata.



CÓMPLICES DE EXTRAÑOS JUEGOS

MARÍA LUISA DE LUJÁN CAMPOS

Lo traigo apretado debajo de los pies, lo mismo que si aplastara a un bicho. Como si fuera una cucaracha inmensa que crece, que se hinchará al menor descuido. Por eso tengo que estar atenta.

Miro de reojo a Ana que maneja sin decir una palabra, sin preocuparse por lo que aprieto con una sensación de miedo y asco.

—Hay que tener cuidado —me repito.

Estoy sentada en el borde del asiento. Pero tampoco Carlos y Catalina se dan cuenta de nada.

Soy la única que descubre cómo crece el cajoncito, cómo empieza a treparse con ardor por entre mis piernas, cómo me roza y me circunda, inundándome de un miedo a la vez concreto y desdibujado.

En este momento, el miedo y el cajoncito crecen parejos. Y no basta el aire del verano para despejarme estos sueños tan irreales.

Lo único que me preocupa es que cada vez el cajoncito crece más. Ya me siento como un recipiente inservible para contener su superficie desmesurada. El cajón aumenta su forma casi paralelamente con mi miedo, y se estira, se estira muy largo desde la planta de mis pies, igual que como yo estiraba las medias de tres cuartos que mamá me compraba en la tiendita, porque no era bueno que las chicas usaran medias largas de seda natural, “tan mocosas y queriéndose hacer mujeres”.

Como he tirado de las medias, ahora tironeo del miedo que nació desde abajo, desde el cajoncito que llevo entre las piernas. Entonces, como humo insoslayable, el miedo por lo de después me desdibuja el miedo de ahora.

No puedo confesarles mi repentino conocimiento acerca de lo de después, porque ninguno cree en mis futuros, “y bueno, ella es así de loca, pero en el fondo es muy buena”, terminará diciendo Ana, para que los demás perdonen mis agorerías de siempre.

Hemos llegado. La casilla de lata espera nuestra fervorosa caridad. Catalina se despereza. Seguro que siente una inmensa lástima porque el paseo en auto se ha acabado. Carlos no. Tiene que inaugurar su turismo en la pobreza. Mostrar que sirve para todo eso y que nada lo lastima, nada lo toca, nada lo conmueve, nada lo arranca de su seguridad, nada le hace sentir pena, porque en el fondo, también para él, bienaventurados los humildes, bienaventurados los que lloran, y nos precisan, y nos hacen héroes ante nosotros mismos. Sin ellos, cuántas cosas de menos.

Ana, con mucha voluntad, con mucha fuerza en todos sus miembros, desmiga a su placer la realidad lo mismo que pan tierno, y apartándose un poco, me dice en voz baja:

—Vos quedáte porque no servís.

Imposible entender por qué lo repite a cada momento, si total ellos también lo saben. Enseguida supongo que tal cosa ocurre porque a cada nuevo enunciado sobre mi condición de inservible, todos lo festejan y me miran con compasión, agradeciéndole a Dios, desde el fondo de sus almitas, el don que les ha hecho: poder vencer, con la misma valentía de los antiguos héroes épicos, los contratiempos y excentricidades que siempre supone la vida precaria. Como por ejemplo esta vez, cuando hay que llevarle al angelito un cajón que la municipalidad le regaló a su muerte.

Ana aconseja que lo pinten. Que el angelito se verá mejor dentro de una caja blanca y no marrón como la que traemos, que para colmo de colmos tiene una medida estándar. Catalina no entiende por qué tanto problema por lo del tamaño y Ana se lo explica:

—Y bueno, es lógico. Como para estar haciendo distintas medidas. Total, si es demasiado grande se lo rellena con algún trapito blanco.

—¿Y si no lo tienen, como pasó la otra vez?

—Bueno, con papel de diario, entonces. Pero pintálo, Catalina, va a quedar mejor pintado, puede disimular muy bien la madera ordinaria.

Yo miro únicamente el polvo de mis pies sobre su tapa, y pienso que ahora, justamente ahora, comienza el juego del cajón del angelito y el de las cajas y cajas que lo van a contener. Cuando lo arrancó desde debajo de mis pies hace un momento, Ana ni siquiera se dio cuenta de mis huellas sobre él, y tampoco advirtió que junto a las mías iban las de ellos, que seguirán hasta el final sin saber nada. Porque entonces, cuando comprendan que no hay tiempo, lo único que les restará será decir con mansedumbre:

—Tenías razón. Por qué no te habremos hecho caso.

Por fin, Catalina prefiere llevar el cajón con las manchas de polvo encima de la tapa, tal cual lo hemos sacado del depósito.

Ana insiste en la pintura. Carlos lo lleva debajo del brazo. Yo los acompaño. Es en el camino cuando Catalina lo decide. Lo pintará de blanco una vez que hayamos puesto adentro al angelito, porque así no se perderá tiempo, ni tampoco él dará trabajo y se lo podrá acomodar con gracia.

Hay un poco de luz todavía, mientras caminamos hacia “el bajo” por el camino que los de Fomento no terminaron de adoquinar. Pero falta todavía la laguna, bordearla despacito, mientras que en el recuento de todos los peligros, competimos hábilmente para sortearlos exponiendo nuestro grado de habilidad.

Ana vuelve a mirarme y aunque no habla, me dice con los ojos algo que me obliga a responderle:

—Sí que voy, sí que puedo.

Trato de hacer el camino sin siquiera tropezar con una piedrita; piso la tierra despareja sin siquiera tomarme de los alambrados, sin pedirle el brazo a nadie, aunque sé que pronto ellos correrán adelante y yo quedaré atrás, sola, maldiciéndolos a ellos y maldiciéndome yo misma, porque ninguno quiere entrar en mí, acompañándome, y yo tampoco puedo ser en ellos el tú, volver a hacerme yo, al ladito, adentro de ellos. Siempre todos alrededor de mí, pero fuera de mí. Tan lejos de lo verdaderamente mío, que no comprenden el ladrido lloroso del Negro cuando me mira, porque ha descubierto el secreto que ya no ventilo y que él solo, mitad estertor, mitad aullido, pregona con aspavientos de perro mimoso.

Me canso. Camino ahora apoyada en Catalina que se resigna a abandonar a los otros para ayudarme, demostrándome toda la fuerza que tiene guardada dentro de su mano grande.

Habrá de suceder muy pronto. Lo percibo ahora que estamos pasando la laguna, mientras saco de mi bolso el pañuelo con que me tapo la nariz, porque los olores que salen de la canaleta me achican el estómago. Los demás abren bien grandes las narices y se llenan los pulmones del aire podrido, mientras cantan por dentro:

—Gracias, gracias, aleluya, aleluya, por tener la virtud de soportar valientemente los contratiempos de la vida precaria.

Claro que yo tengo ahora el privilegio de compensar mis carencias. Por eso aprieto contra mi pecho la piedrita de la sabiduría.

Ahora, en mi mano débil, el gran secreto de las cajas. El de las cajas de los angelitos y el de las cajas de los que no somos ángeles.

Cuando llegamos, la piecita de lata no es más que un ojo inmenso de vela en la oscuridad de la noche.

Y la noche del barrio, de la villa, de la emergencia, es una noche bien noche, noche segura, noche que planta bien los pies sobre el polvo, sobre el agua, y que también como ellos, como Catalina, como Ana, como Carlos, salva cualquier contratiempo.

El angelito es centro de todos. Y así tiene que ser. La casilla, una sombra oxidada dentro de la sombra serena de la noche, espera el cajoncito. Pero el llanto ya ha empezado. Llora la madre. Reza en silencio la abuela. Los demás chicos y las moscas tocan, acarician, lamen al angelito. Algo codiciable ha quedado atesorado sobre la cabeza del ángel y también sobre el trapo blanco que le cubre las piernas. Y las moscas, sobre todo las moscas, no pueden desperdiciarlo. Comen, chupan, se disputan al angelito, alternando su tarea con la obra que realizan las manos lacrimosas de la madre, las violentas espantadas de la abuela, y las caricias de los hermanos, que lo miran sin saber qué pasa.

Entonces llegamos nosotros, y somos la piedra en el estanque. Desarreglamos todo, dispersamos a las moscas y a los chicos, y nos ponemos a armar el juego en serio, es decir, el juego al que solo yo le conozco las reglas y al que me adapto mansamente, como siempre me acomodé en la vida, primero a usar las medias de tres cuartos y después a decir tantas cosas que disculparán mis miedos, mis debilidades y mis premoniciones.

Sé que es mejor así. No me resisto a participar. Hago como que he aceptado de buen grado, aunque en el fondo nunca fui dueña de elegir nada. Pero me asusto. Quiero sentirme lejos de todo. Percibir dónde ha estado el principio y dar coherencia a mis suposiciones. Y después decir que basta. Que se acabó. Que me vuelvo. Que también para mí debe haber una buena razón para vivir. Pero no lo elijo. No lo elegiré nunca. Retomo mi equilibrio. Y entonces, cuando me doy cuenta de que es tarde, por primera vez, me siento valiente. No sé cómo asumirán ellos el papel que nos toca desempeñar e ignoro si al final del juego que ya ha empezado, aún me quedarán fuerzas para dejar al mundo mi testimonio.

El angelito ya está en su caja, mitad blanca, mitad marrón, hasta que Catalina no acabe de pintarla.

La oscuridad se nos pega, nos cae como un aguacero imprevisto, y para guardar el último aliento de luz, hinchamos los ojos que solo sirven para reflejar seis cabos de velas mal paradas como soldaditos rengos en las bocas anchas se seis frascos.

Un vecino llega apurado para decirnos que algo falta. Y que si no lo completamos pronto, el angelito que se murió de hambre y que tiene los ojos entrecerrados y la boca abierta, se va a quedar triste para siempre. Hay que asegurarle la alegría. Hay que hacer flores, flores de papel, moños y mariposas de colores. Y ponérselas bien cerca, cerca del cajoncito que ahora está tan lindo, porque Catalina da la última pincelada mientras Carlos tranquiliza a todos, ya que cuando sea el momento de despedirlo la pintura estará seca.

Ana toma la palabra y sé que compadece al hombre que nos aconseja los adornos (“pobres, qué zanja nos diferencia; por más que nos empeñemos nunca podremos ser uno de ellos. Y bueno, se llegará hasta donde se pueda. Y Dios recompensará porque el esfuerzo es grande”).

Pero lo convence al pobre tocándole con suavidad el hombro y le dice:

—No importa, ya haremos muchas flores para que el angelito esté contento.

Mientras tanto, también los ojos de la abuela comienzan a agrandarse. Y los de la madre son más ojos que nunca. El vecino sale de la casilla, quizás porque su buena voluntad para la alegría del angelito fue premiada por el mismo ángel. Un ángel que empieza a tomarse la revancha de su hambre y se ríe de nosotros, y alarga su boca en el verdadero gesto de la risa, aunque nos empecinemos en ignorarla.

Los que quedamos, tenemos los ojos más grandes cada vez. “Para mirarte mejor”, le diría el lobo a Caperucita. Pero en ese instante, qué increíble, me digo, es Caperucita la que viene a devorarnos con toda su inocencia, y pienso que mi vida encuentra su justificación en la inteligencia de este hallazgo.

Es mejor así. Que todo acabe pronto y como se ha decidido.

El único momento, el último, tendrá valor de símbolo. Aunque sea a través del juego inocente de las cajitas. Y aunque ésa del angelito, la que me ha hecho crecer en miedo desde el principio, sea la última y la más pequeña.

Ahora, claro, ya no se puede dejar de prever el fin. Hasta las moscas parecen saberlo, pues se precipitan por la ventana que no tiene más que noche. Y también el Negro lo huele, porque aúlla largo, y por primera vez abandona a Carlos dando un último ladrido, mientras nosotros, puro ojos, solo atinamos a mirarnos despavoridos. Somos, en ese momento, todo el mundo, y lo único que importa, realmente, dentro del universo. Nos damos cuenta de que la vida, la vida primaria y verdadera, no está fuera de nosotros. Acaba allí. Cerca de la caja del angelito. No más lejos que la última célula de nuestra piel.

En el juego que percibí con terror solitario, cada uno ocupa ya su lugar preciso. Estamos dentro de la caja un poco más grande que la del angelito, tugurio de barro y latas, que como aquella primera se taponará, también, pronto. Ya se cierra. Y una infinita sucesión de puertas golpean sobre nuestra caja, en la que estamos encerrados. Sobre la caja de nuestra caja y no puedo seguir la enumeración como lo hacía cuando chica, sentada en la vereda, debajo del paraíso y tratando de pisar la vida, un poco más lejos cada vez, mientras decía: “el abuelo del abuelo del abuelo del otro abuelo”, y así seguía hilvanando una retahíla interminable de vida acabada, hasta que al final me quedaba sin aliento, tratando de encontrar a aquel que había respirado por primera vez, ordenando desde tan lejos: “ahora te toca vivir a vos”. En el fondo, ese alguien lejano en el tiempo era el verdadero culpable que me había ubicado en este preciso tablero, mirando el aire transparente, que por cierto no lo es, obligándome a repasar en mi imaginación las andanzas del vecino que aconsejó las flores, quien de seguro, con la intuición a ras de piel, adivinó la venganza del ángel, y está ahora, feliz y tranquilo, a cielo abierto, recortando mariposas de papel.

Inicio otra vez la enumeración y digo: “la caja, de la caja, de la caja”. Y la más chiquita está frente a nosotros. Es la caja que le regalamos. La única que queda sin cerrar, lo mismo que la boca del angelito, abierta para siempre ante quienes no buscamos a tiempo algo para echarle dentro y solo le trajimos la cajita, y se la pintamos, y nos metimos, alardeando coraje, dentro de la miserable casilla que era suya, y que ahora está cerrada, sellada su puerta para siempre, y yo sé bien eso.

Los demás están casi a punto de descubrirlo, aunque todavía Carlos se rebele y agarre a patadas la casilla de barro y latas, que de buenas a primeras se convirtió en una verdadera caja fuerte.

Yo miro entonces a la abuela y a la madre que también comparten nuestra suerte, por más que ignoren el motivo, incluso cuando, misteriosamente, su inocencia reciba la misma paga que nuestra culpa.

Pero no importa. Tenemos toda la eternidad para averiguar las razones ocultas. Una eternidad será como contar hacia adelante: el abuelo, del abuelo, del abuelo. De lo que será siempre, faltándome el aliento. De lo que es ahora, cuando los otros, Ana, Catalina, Carlos, tropiezan y se caen, porque no se resignan al juego interminable de las cajitas chinas, y, poco a poco, son nada más que ojos desencajados, bolitas de miga de pan que saltan desde órbitas oscuras e invisibles, sin hacer ruido.

Me mantengo de pie. Les tiendo mis manos y les ofrezco mi solidaridad para buscar juntos la razón por la que estamos participando de este juego, y para arrepentirnos dignamente, aun cuando no existe la esperanza.

Como siempre lo han hecho, no me escuchan. Pero me despreocupo. Hay tiempo. Un fogón interminable de velas y de diálogos alrededor del cajón del angelito y de su boca abierta. Sin zanjas entre nosotros. Por fin, todos uno.

El Negro y las moscas ya no se oyen. Seguramente se ha cerrado la tapa de la otra caja, (¿novena, décima, en orden concéntrico?), y ellos han salido a tiempo, acompañando en la fuga a aquel vecino, que habrá dejado caer sus flores de papel, cuidando, para guardar la paz de su conciencia, que ninguna de las cajas haya quedado vacía.


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9786073037877
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