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JACINTA PIEDRA

MERCEDES DURAND

A Salarrué

Jacinta Piedra vivía en San Juan Talpa. Allí nacieron sus padres, sus abuelos y los padres de sus abuelos. Las piedras de la quebrada, los guarumos de la barranca, los grandes conacastes, la tierra oscura, la campana oxidada y los padres-nuestros y abracadabras eran parte de su piel, de sus ojos, de su mente de ruda y albahaca, de sus manos huesudas y largas…

La casa de Jacinta Piedra era como todas las de San Juan Talpa: tejas coloradas, adobe, vara de castilla, horcones y cerco de cerrato… La vida discurría lenta y cansina. Por la mañana moler el nixtamal y encender el fogón. Frijoles, café, azúcar de pilón, mandíbulas apretadas y palabras a mordiscos. A las once, cacareo de gallinas pálidas, jesús, maría y josé, las tres divinas personas, ave maría purísima y caminar por la calle desierta hasta llegar a la cerería. Monosílabos entrecortados por las miradas furtivas, rebozos húmedos, cera de castilla, veladoras, fantasmas, imaginerías, velorios, responsos, oraciones al Señor de Esquipulas, lagrimear de mujeres, incienso, rezadoras, beatas y milagrería. Jacinta Piedra regresaba a casa, con la mirada huidiza y el andar menudo.

Viajaba a la cerería todos los días del año. Le había quedado la costumbre de llevar la comida a su abuela y no obstante que la madre de su madre era, desde hacía muchos años, polvo de cementerio, Jacinta acudía a la hora del almuerzo y conversaba con el ánima de la hija de su bisabuela. Le hablaba de muchas cosas; sí, porque era muy parlanchina. Que si el cerco, que si la parra de güisayotes, que si los patos, que si el señor cura, que si las ánimas de Paleca, que si la oración a la piedra imán, que si el escapulario… Jacinta Piedra se contestaba a sí misma con monosílabos. Su voz de cántaro fresco se convertía en eco de tecomate duro y después de una charla prolongada, la ánima se colgaba en la hilera de candelas y Jacinta regresaba a su casa de adobe, de tejas coloradas y de horcones comidos por la polilla…

El curandero la desahució. Vio sus manos huesudas, sus ojos de novillo enfermo, su piel de cebolla arrinconada y la mandó a dormir tres noches sobre una pila de ladrillos. La bañaron con hojas de ciprés y la desnudaron a la luz de la luna. Jacinta Piedra sudó la fiebre sobre el barro cocido y lloró muchas lágrimas por la ausencia de la ánima de su abuela. Al tercer día, y a la hora en que los búhos y las lechuzas rozan el musgo de los panteones, el ensalmador se encaminó a la venta de ataúdes “El Consuelo” y no pudo comprar nada para Jacinta… ¡Todos los ataúdes ardían y crujía la madera y crujían los dientes y crujían los huesos del dueño del establecimiento! El fuego consumía lo que “El Consuelo” guardaba para encerrar a los posibles difuntos. El curandero, con sus manos de exorcismo, fabricó un ataúd con madera recién cortada. La mortaja de Jacinta Piedra fue hilvanada por las cuñadas del ánima de su abuela y los cirios, donados por el propietario de la cerería.

Jacinta Piedra agonizaba. Su pecho era un jadeo intermitente y un sudor ácido corría por su cuerpo. Sus cabellos adquirían una transparencia de lucero y se enredaban en la almohada como la flor del matapalo. La fiebre subía vertiginosamente, para luego descender a la temperatura normal. Jacinta Piedra deliraba y en una jerigonza indescifrable conversaba con la ánima de su abuela. Luego, imploraba a la hija de su bisabuela que no la dejase en tan duro trance…

Pasaron los años, Jacinta Piedra envejeció como las ceibas, no encaneció nunca y su voz de tinaja se volvió grave y taciturna. Sus nietos la acompañaban diariamente a las ruinas de la cerería. Allí conversaba con la ánima de la madre de su madre…

Jacinta Piedra dormía sobre un camastro de cedro, en un cuarto de adobe, tejas agujereadas y horcones podridos… Nadie podía entrar a su humilde aposento. ¡En él solo vivía Jacinta Piedra, un ataúd de madera, una mortaja y cuatro velas amarillentas…!


EL OCCISO

11 de abril de 1937

MARÍA VIRGINIA ESTENSSORO

I

Fue como un despertar.

Un despertar de sueño clorofórmico.

Un despertar que venía de la nada, una nada hecha de pesadilla y de opresión.

Le arrancaron la vida de un cuajo.

Y se congeló de Infinito.

Y ya no sintió más.

Se transformó quizá, en un trozo de hielo; tal vez, en una piedra fría y negra.

Y ya no fue.

Ya no fue… y ahora, era otra vez.

Había vuelto de la nada, y en la nada seguía.

Estaba formado de vacío, de silencio, de inmovilidad y de frío.

De un frío de éter.

Era ahora, de éter y de desesperación.

Había despertado de un sueño clorofórmico, con una lentitud de siglos.

Había despertado de un sueño de piedra, en una vida de hielo.

Despertó muerto.

Estaba muerto: ¡sin voz, sin movimiento, sin vista, sin calor!

Con la sangre coagulada.

Con los miembros yertos, tiesos y endurecidos.

Con las pupilas fijas y dilatadas, como bolas de cristal.

Con las manos crispadas, los oídos tapiados, y el cerebro en febril actividad…

Entonces, su desesperación, su angustia, su vacío, su soledad y su silencio, se agudizaron, se exasperaron, y se poblaron de horror: se llenaron de tinieblas y de nieblas; de penumbras de orto y de oscuridades de pavor…

Pensó.

Primero poco a poco; después, con celeridad pasmosa, con velocidad inconcebible, atravesando todas las capas, y todos los límites, y todos los espacios.

Galopó sobre el Tiempo y bebió la Distancia.

Fue más allá de lo Eterno y lo Absoluto.

Y el pensamiento se le rompió de pánico, se le quebró de espanto, se le trizó de miedo.

Si hubiera estado vivo, se le habrían erizado los cabellos mojados de sudor, y se le habrían desgarrado las fauces como ramajes resecos.

No pudo gritar.

Ni pudo levantarse y huir.

Estaba amurallado en el ataúd.

Muerto.

Definitivamente muerto.

Era el occiso.

Era el occiso, el difunto pálido, el extinto lívido.

Era el finado de los cuentos de ánimas.

Y el muerto, el fantasma, sufría tan horriblemente, tan espantosamente, como nunca pudieron sufrir todos los vivos.

Era un terrible automartirio en el que el pensamiento le servía de estilete y de cuchillo.

Era un dolor tan enorme, que fue haciéndose palpable y consistente; que fue espesando el vacío, colmando la soledad, volcándose en la nada.

Era un dolor profundo y hondo como el agujero en que yacía; un dolor profundo y hondo que crecía y se agigantaba, y que iba, tal vez, a romper la caja, la muralla, el límite…

Y el occiso tremaba de alegría al pensar en su liberación.

El hombre resurgía en el muerto, y soñaba como hombre que fue, no como larva que era, como fantasma que nacía.

¡Saldría, con su suplicio tremendo, de este in pace implacable, y podría expandirse, esparcirse, volar!…

Pero, después, como a un hombre, le retornaba la duda, y comprendía que se quedaría allá, bajo la tumba blanca de cal, encajonado en la madera dura, por siempre, por toda una eternidad.

Y el miedo se le enroscaba otra vez en el cerebro, se le ovillaba en la mente, y lo enloquecía de pavor.

Pavor, ¿por qué?, si en las horas pretéritas, después del día de fatiga, de trabajo o de placer, sentía una dulce alegría con la pequeña muerte de cada noche, y se tendía blandamente en el túmulo blanco del lecho para ser cadáver unas horas…

Pavor, ¿por qué?

Y el occiso seguía pensando, en un suplicio cada vez más inmenso y más feroz.

Tan inmenso y tan feroz, que se hinchaba, inflando y conmoviendo la fosa con un rumor sordo y lúgubre…

Y la nada se volvía densa.

La nada se espesaba de una lava pululante, de un líquido viscoso, con olor a humedad y a moho.

¿Era que su pensamiento había envejecido, y se cubría de herrumbre y de orín?

¿Era que su dolor se materializaba, convirtiéndose en una vegetación parasitaria, que, como inquieto azogue, le nacía en los muslos, en las corvas, en el vientre, por el cuello, por el pecho?…

¿Era, que un musgo fétido, con hedor de podredumbre, le brotaba de las cuencas orbitarias, le escocía en las fosas nasales, y le resbalaba por los pómulos, como gotas de sangre tibia y negruzca?

¿Eran los gusanos?…

¡¡¡¡Ay!!!!

¡ERAN LOS GUSANOS!

¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Eran los gusanos, gordos, redondos, pegajosos, viscosos, llenos de babas y de pus.

Eran los gusanos, que se arracimaban, que se multiplicaban, y que crecían, subían, bajaban, y corrían por todo su cuerpo en surcos flemosos.

Eran los gusanos que se lo comían como pulpos ávidos, como vampiros insaciables y voraces…

Eran sus cuerpos anillados y blanduzcos, que le chupaban todo el ser, con besos asquerosos de encías desdentadas…

¡Eran los gusanos, sus compañeros últimos, sus amigos postreros, los que llenaban su vacío y su soledad!

Y el occiso iba desfalleciendo más pronto y deshaciéndose más rápido en tal compañía.

Las costillas, desmochadas, se le astillaban desprendiéndose del esternón.

Los órganos, las vísceras, las entrañas, habían desaparecido.

El cuajarón sanguinolento del corazón, que estaba congelado, pero en su lugar, se había desgajado de raíz.

La carcoma le roía los huesos, e iba trepando implacable.

Por los oídos sintió una salmodia de réquiem, un doliente himno ultra terreno…

Y, de la superficie del cráneo mondo, penetró aquella masa pegajosa en la cavidad de la cabeza, y fue rodeando los caracoles de las circunvoluciones cerebrales.

Y otra vez, el occiso, se perdía, con lentitud de siglos, en el sueño clorofórmico…

Otra vez era de hielo, de éter y de nada.

Todavía le quedaban retazos de pensamiento, girones de ideas…

La memoria se iba hundiendo blandamente en un bloque de algodón.

Ya no sabía…

Se esforzaba en recordar…

¿Qué había aquí hace un minuto?

¿Qué había?

¿Qué había?

Persistía aún el recuerdo fugaz:

—Un tul color de naranja rodeando una garganta—.

Pero, enseguida, inmediatamente, ese mismo instante, no había ya color, ni tul, ni garganta.

¿Qué tenía aquí ahora, ahora mismo?

¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

Le quedaban todavía dos compases, ocho notas de un minueto de Beethoven:

—Tralalá, lalalalá, la, lalá…

¿Y ahora?

—Tralalá, lalalalá…

¿Y ahora?

—Tra, lá…

Y no más.

¡NO MÁS!

Estaba otra vez perdido para siempre en la nada, disuelto en el vacío, hundido en el sueño clorofórmico.

Se iban alejando los gusanos. Habían terminado de comer.

Sin embargo, uno insistía, el último, chupando impávido el único cuajo de sangre que quedaba.

El último gusano… el último gusano… debía ser de luz, de una luz verde…

¡¡¡Ay!!!

Y el grito del occiso al terminar, fue un grito de espasmo, una convulsión de placer. Fue, como la postrera eyaculación.

***

Fuera, rebrillaba el sol, y anidaban los pájaros en los ramajes verdes y jugosos, cantando como locos.

Y el occiso, todo espíritu, se bañaba en luz.

II

Se le había petrificado la estructura ósea.

Era un esqueleto pelado, mondo, extendido en la cripta húmeda, sin un rezago de carne.

Todo lo que en él había tenido palpitación vital, se reducía ahora a un puñado de cenizas.

Quedaba solo el hueso vuelto piedra, fosilizado, endurecido, renegrido. La materia orgánica mineralizada e inerte.

Era un espectro formado de larvas que vagaban: larvas de ensueño que, otrora, fueron sus centros sensoriales y anímicos, ahora desintegrados de la materia y que hacían un halo luminoso en torno al esqueleto.

Y el halo luminoso se fue poco a poco apagando y enfriando, y se condensó en una forma inmaterial que, transponiendo la cripta helada y húmeda, se elevó a lo Infinito.

Fue una forma ambulante, el espectro vagabundo, el conglomerado de la fuerza sensitiva y cerebral que se separaba totalmente de la vida y de lo humano, y se perdía en lo ignoto oscuro, tenebroso y abismal.

Fue una forma sin forma, que era tal vez alada, a la que rodeaba un negro círculo de cuervos como una corona de espinas.

Y este conjunto informe, deshumanizado y fantasmal, tenía sensaciones de amputado; poseía una especie de muñones flácidos de los que se hubiera cercenado la energía, la voluntad, la fuerza animadora de la vida.

Por eso, el espectro podía percibir todavía con un recuerdo del color, con una memoria del contorno, con una idea vaga, remotísima de la forma.

El espectro no tenía cuerpo, ni tenía alma; pero, era el ser en esencia. No era espiritual, ni elemental, ni cósmico. Era esencia: como una fría gota de éter condensada en el espacio, como un vaho denso, como un vapor errante.

¡Era el Ser!

El Ser sin palpitaciones, sin vibración, sin movimiento. El Ser que puede solo vagar y elevarse como una niebla.

Y esa niebla, atravesó, en una navegación flotante e inmóvil, países melancólicos y espeluznantes, con arborescencias fosfóricas y fúnebres, con florescencias monstruosas. Países de alas de murciélago; de jarales donde pájaros de largos picos duros y animales montaraces, dormían pesados sueños seculares. Países de búhos disecados; de culebras de escamas nieladas; de lagos bruñidos como acero, sin ondas y sin murmullos y ríos vinosos como sangre coagulada que no tenían corriente.

Y, luego, se alzó por sobre atmósferas de emanaciones palúdicas y por sobre climas envenenados y estériles, hasta llegar ante un estanque de estaño del que emergía una catedral de mármol negro, de cuyos campaniles bajaba un hilo muy tenue, muy dulce y muy triste de música.

Era una música melódica con modulaciones de infinita suavidad, una música que no tenía arpegios ni acordes, ni armonía. Una música sin ritmo ni compás, en la que no brotaban sollozos ni estallaban alegrías; una música que en el mundo terrenal se habría llamado celeste.

Y era, que en el alto campanile unas criaturas de largas alas de cisne y garras de fiera, con cerúleas pupilas de arcángel y bocas de vampiro, tañían un extraño concierto de cítaras, de guzlas, de laúdes, de violas y de arpas de cuerdas dulcísimas. De las garras delicadas se desprendía la melodía continua como una hebra de luz, que oía sin oídos y sin alma, el Ser, el Espectro.

III

Después el Ser perdió hasta la noción de las sensaciones y de las ideas.

Ya no había Vida ni Muerte.

No existía el Tiempo, ni los Límites, ni la Libertad.

La Libertad no podía ser amplia, ni enorme, ni magnífica, porque las circunscripciones se habían borrado totalmente.

Todo concepto había desaparecido.

Solo la extensión se llenaba de Espacio y de Eternidad.

Espacio perdido en el fondo ilimitadamente profundo y desconocido de la extensión.

Y Eternidad sin duración y sin medida.

Pero, como en la Vida y en la Muerte, perduraba la angustia.

Se debía llegar al FIN. El FIN inconmensurable, último, terrible y definitivo. Terrible, fuerte, recto y desnudo como una espada.

El FIN hacia el que había navegado por países de nocturno y de música y al que buscaba por el Espacio inaccesible y astral y por la Eternidad infinita y llena de vértigos.

Y la angustia del Ser, traspasó la claridad lunar del Espacio inalcanzable y la lividez polar del arcano eterno para acercarse al FIN.

Y empezó a girar como en vueltas locas de un juego de ruleta, que fueron creciendo en marejadas gigantes y tornándose en enormes masas de agua; océanos de océanos que pasaban en tiempo incalculable con un ruido atronador, quebrando la angustia del Ser.

Y cada inmensa masa de agua, cada océano de océanos, con su ruido ensordecedor, con su música profundamente aterradora, daba lugar a otra montaña colosal de olas huracanadas que a su vez arrastraban a otros montones de aguas atronantes. Era una ululación horrísona y un frío de carámbano deshelado, cada vez más fuerte, cada vez más pavoroso.

Y cada sábana inmensa y fría que pasaba por la angustia del Ser perforando su espanto, era un Siglo.

Y los Siglos se sucedían a los Siglos y el ruido crecía más y más.

No había otra cosa que agua y ruido.

El Espacio y la Eternidad estaban casi tan lejos como la Muerte y como la Vida.

El vacío no se hinchaba de nociones, de ideas, de conceptos, de retazos de fuerza; sino que estaba combado en una preñez gigante, de siglos de agua y de ruido.

Y la angustia del Ser flotaba, se sumergía, salía a la superficie de esas aguas, buscando el Espíritu del Génesis que, “al principio se movía sobre el haz de las aguas” y que absorbiéndolo, sería por fin el FIN.


SEMBLANZAS*

MARTA BRUNET nació el 9 de agosto de 1897 en Chillán, Chile. Hija única de un matrimonio pudiente de la provincia, pasó su infancia en el fundo familiar en el sur chileno, entre profesores particulares y campesinos, lo que confirió a buena parte de su narrativa una temática criollista y rural. A los 14 años emprendió con su familia el obligado viaje a Europa, donde pasó una estancia prolongada hasta el inicio de la primera Guerra Mundial. En aquel continente, entró en contacto con las obras de Proust, Pirandello, Unamuno, Azorín y Ortega y Gasset, de los que obtuvo influencias estilísticas, estéticas e ideológicas. En 1923 publicó Montaña adentro, primera novela que le valió lo mismo la aclamación de una parte de la crítica literaria chilena que el denuesto de otro sector que vio en su paisajismo provinciano y su manejo del habla local de su región (“dialectismo desenfrenado”, lo llamó Gabriela Mistral) un costumbrismo impostado. De cualquier modo, ese primer título la consagraría como la representante más notoria de la nueva narrativa femenina del Chile de la primera mitad del siglo XX. En 1926 publicó otras dos novelas: Don Florisondo y Bestia dañina, con la que incursionó en el melodrama. Fue también autora de las colecciones de relatos Cuentos para Marisol (1938) y Aguas abajo (1943) y de libros y recetarios de cocina. En 1961 fue la segunda mujer en obtener el Premio Nacional de Literatura, después de Gabriela Mistral. Se destacó como diplomática de su país en Argentina, Brasil y Uruguay, en cuya capital encontró una muerte digna de alguno de sus cuentos, mientras leía en público su discurso de incorporación a la Academia Nacional de las Letras de Uruguay, el 27 de octubre de 1967.

A HILMA CONTRERAS se le considera precursora de la narrativa de género en la República Dominicana, al evidenciar la inequidad entre hombres y mujeres y el sometimiento emocional y social de éstas a los dictados de aquéllos. En ese sentido, afirma la poeta Ilonka Nacidit-Perdomo: “Contreras [...] amaba la libertad, la ruptura de los roles en la vida de la mujer y ensayaría sus tesis en torno a su libertad asumida a través de la literatura.” Nacida en Santiago de Macorís e hija de un prominente médico de la época, siendo apenas adolescente, Hilma partió a París para estudiar francés, inglés, literatura y arqueología. Fue en aquella ciudad donde descubrió el gran arte y se aficionó al cine y la fotografía, que a la postre serían una gran influencia en su obra literaria. Tras su regreso al país, en 1933, cultivó la amistad de Juan Bosch, quien en 1937 le publica sus primeros cuentos en el periódico Listín Diario, que entonces dirigía. En 1949 obtuvo el título de licenciada en filosofía por la Universidad de Santo Domingo. Fue autora, entre otros títulos, de los volúmenes 4 cuentos (1953) y El ojo de Dios. Cuentos de la clandestinidad (1962), y de una novela corta: La tierra está bramando (1986). Apenas en 2002, unos años antes de su muerte, fue la primera mujer en recibir el Premio Nacional de Literatura en República Dominicana. Murió el 15 de enero de 2006, a los 95 años, en su lugar natal.

SILDA CORDOLIANI nació en Ciudad Bolívar, Venezuela, en 1953. Es narradora, ensayista y editora. Licenciada en letras por la Universidad Central de Venezuela, cursó un posgrado en literatura y estudios de cine en Barcelona. Es autora de los libros de relatos: Babilonia (1993), La mujer por la ventana (1999), En lugar del corazón (2008) y Tiempo de ratas frías y otras historias (2014), todos compilados en Verdades, mentiras y silencios. Cuentos reunidos (2018). Es también autora del libro de ensayos sobre cine Sesión continua (1989) y, en conjunto con Cristina Guzmán, de Más de cien. Mujeres de Venezuela, que reúne reseñas biográficas. Cuentos suyos han sido seleccionados en varias antologías de narrativa dentro y fuera de Venezuela. De acuerdo con algunos críticos, de su afición al séptimo arte le viene su estilo narrativo moroso, paciente, detallado. En ese sentido, Rafael Rattia escribió que “tanta paciencia en el narrar nos muestra a la escritora apasionada del cine, de la imagen moviéndose párrafo tras párrafo”. Durante varios años fue directora de la importante editorial venezolana Monte Ávila Editores.

SUSY DELGADO es una escritora bilingüe paraguaya guaraní. Reconocida principalmente como poeta, es también periodista y narradora. Nació el 20 de diciembre de 1949 en San Lorenzo, cursó estudios de periodismo en la Universidad Nacional de Asunción y un posgrado en sociología en la Universidad Complutense, en Madrid. A su regreso a Paraguay comienza su trayectoria periodística en los principales medios del país hasta lograr el prestigio del que goza actualmente. Escribe una columna semanal en el diario Hoy y fue responsable de la sección cultural de La Nación, desde donde dirigió la exitosa colección escolar Grandes Figuras de la Literatura Paraguaya. A lo largo de su trayectoria ha sido una eficaz promotora cultural y una defensora de la preservación y la difusión de la lengua y la cultura guaraníes. Una muestra de ello es su obra poética que ha sido escrita lo mismo en castellano que en su lengua nativa. Algunos de sus libros de poemas en castellano son El patio de los duendes (1991, Premio Radio Curupayty 1991 y Premio Junta Municipal 1992), Sobre el beso del viento (1995) y Las últimas hogueras (2003). En lengua guaraní ha publicado, entre otros títulos, Tesarái mboyvé (Antes del olvido) (1987, traducción de Carlos Villagra Marsal y Jacobo A. Rauskin), Tataypýpe (Junto al fuego) (1992, traducción de la autora) y Yvytu yma (Viento viejo) (2016, traducción de la autora). En 2002, publicó el volumen de cuentos La sangre florecida.

Redescubrir es otra forma, accidentada, azarosa y tardía, del descubrimiento. Descubierta o vuelta a descubrir en 1999 por la crítica literaria Helen Humaña —según consigna el poeta e investigador José Antonio Funes—, la breve obra de MIMÍ DÍAZ LOZANO (Tegucigalpa, 1928) supuso “un hallazgo poco más que afortunado, considerando no solo el gran valor de esta obra sino la escasa participación femenina en la producción narrativa [de Honduras]”. Un hito, pues, doméstico y modesto, pero suficiente para insuflar nueva vida a un volumen fechado en 1959 con un título menos libresco que melodramático: Sendas en el abismo. Trece cuentos ambientados en una urbe en la que privan la marginación y el fracaso, el resentimiento y la soledad, el hambre, el egoísmo y la violencia, es decir, cualquier ciudad latinoamericana. Los títulos de esos relatos aluden a un eje programático: “Fracaso”, “Desesperación”, “Sombras”, “Convulsión”, “Sobre el abismo”, “Al compás de la agonía”. Publicado en México, donde Mimí realizó estudios de literatura, el gran mérito de este libro y su autora —a la sazón una joven mujer centroamericana apenas entrada en sus 30— es haberse colocado como precursores en Honduras de una vanguardia literaria que comenzaba a descollar en Hispanoamérica, justo al mismo tiempo en que, por ejemplo, Carlos Fuentes publicaba su gran fresco sobre la Ciudad de México. Sendas en el abismo no solo acusa la correcta asimilación de sus influencias —del naturalismo de Zolá a la angustia kafkiana, pasados por una dosis de existencialismo francés— sino la maestría para leer su momento histórico y situarse en el centro de éste, como toda gran obra de arte.

PILAR DUGHI murió el 6 de marzo de 2006, un mes antes de cumplir cincuenta años. Durante ese medio siglo, fungió como psiquiatra comunitaria, consultora de Unicef y del gobierno peruano en temas de salud mental, promotora, participante y gestora de organizaciones sociales y feministas (llegó a ser directora de las ONG Flora Tristán y Manuela Ramos). Fue también, y sobre todo, una destacada narradora peruana. A pesar de una muy temprana inclinación por las letras, Pilar optó por estudiar medicina y especializarse en psiquiatría. Posteriormente, cursaría un posgrado en ciencias sociales en La Sorbona y otro en literatura en la Universidad de San Marcos, en Lima. En 1986 publicó sus primeros relatos en la revista literaria La casa de cartón. Su primer libro de cuentos, La premeditación y el azar, fue publicado en 1989, y en 1996 apareció Ave de la noche, el segundo de ellos. También fue autora de la novela Puñales escondidos, por la que obtuvo el Premio de Novela Corta del Banco Central de Reserva del Perú, en 1997. En 2017 apareció la compilación Todos los cuentos. Pilar Dughi nació en Lima el 5 de abril de 1956.

Reconocida como poeta, MERCEDES DURAND desempeñó prácticamente todas las tareas que una persona de letras —una persona de letras en Latinoamérica, se entiende— pueda realizar: fue profesora normalista, correctora de estilo, argumentista de historietas, periodista, redactora de publicidad, productora de programas de radio y televisión, funcionaria cultural. Nació en San Salvador, en 1933. Allí estudió la carrera de maestra normalista y más tarde emigró a México, para asistir a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Su vida académica y profesional estuvo estrechamente ligada a esta institución, de cuya Facultad de Ciencias Políticas y Sociales fue profesora de carrera y jefa del Departamento de Difusión. También fue productora en Radio UNAM, encargada de Relaciones Interuniversitarias en Difusión Cultural y secretaria particular del director de la Facultad de Filosofía y Letras. A la par, desarrolló su carrera como periodista y escritora en revistas y suplementos de México y El Salvador. Publicó ocho libros de poemas, entre ellos, Espacios (1955), Poemas del hombre y del alba (1961), Las manos en el fuego (1969, con David Escobar Galindo. Mención de Honor en el Certamen Nacional de Cultura 1967) y Las manos y los siglos (1970. Mención de Honor en el Certamen Literario de la Comunidad Latinoamericana de Escritores). Fue autora de La guerrilla de las ondas y otros ensayos y del volumen de cuentos Juego de oüija (1970).


En el ámbito literario de Hispanoamérica, el nombre de MARÍA LUISA ELÍO goza de cierta celebridad por ser una de los dos destinatarios de la dedicatoria de Cien años de soledad. Sin embargo, si hablamos de justicia literaria, su mayor prestigio tendría que venir de su breve obra literaria. Nacida en Pamplona, en 1926, en 1940, después de un enredado periplo por pueblos de España y Francia para escapar de las fuerzas fascistas al lado de su mamá y sus hermanas, abordó con ellas y su padre —con quien pudieron reunirse en territorio francés— el barco De Grasse, en el puerto de El Havre. En esa nave, la joven María Luisa llegaría a México. Al poco tiempo de su arribo a la capital mexicana, ingresó a estudiar actuación con el profesor y director teatral japonés Seki Sano. Con esa experiencia, pasado un tiempo, llegaría a formar parte del célebre grupo experimental Poesía en voz alta de la Casa del Lago. En los años 50, además de actuar en varias películas, publica sus primeros cuentos en “México en la Cultura” y la Revista de la Universidad. En aquel tiempo, tras contraer matrimonio con el poeta y director de cine Jomí García Ascot, con quien fue participante activa de la vida cultural del medio siglo, fue guionista y coprotagonista de En el balcón vacío, un filme amateur del exilio republicano español dirigido por el propio García Ascot. En su faceta literaria, fue autora de dos libros: Tiempo de llorar (1988), en el que relata el regreso a su ciudad natal acompañada de su hijo, 30 años después de su salida al exilio, y Cuaderno de apuntes en carne viva (1995), ambos reunidos en 2002 en España bajo el título de Tiempo de llorar y otros relatos. “Y ahora me doy cuenta que regresar es irse”, afirma con contundencia en la primera frase de Tiempo de llorar. Murió en la Ciudad de México, el 17 de julio de 2009.

El occiso, único libro publicado en vida por MARÍA VIRGINIA ESTENSSORO, significó lo mismo un éxito de ventas que un escándalo social para su autora, ante la gazmoñería de la sociedad boliviana de los años 30 del siglo pasado. En los tres relatos que componen el breve volumen, la escritora narra la descomposición de un cuerpo (el del amante furtivo), la relación de una mujer de mediana edad (la propia Estenssoro) con un hombre casado (un señor de nombre Enrique Díaz Barragán, a cuya memoria está dedicado el libro) y un aborto voluntario de la narradora (fruto de aquella relación “prohibida”). Tres cuentos y menos de 50 páginas bastaron, pues, para que María Virginia, quien nunca fue una mujer medrosa ni callada, decidiera no volver a entregar otro libro a la imprenta. Tras su muerte, fueron su hija Irene y su hijo Guido quienes asumieron la publicación no solo de una segunda edición de aquel libro proscrito, sino cuatro volúmenes más de cuentos, poemas y otros textos inéditos. Nacida en 1903, en La Paz, María Virginia Estenssoro era recordada como una mujer de personalidad desafiante y voz profunda. A caballo entre la prosa y la poesía, su obra es considerada como una de las pocas muestras del paso de la vanguardia literaria por Bolivia. Fue integrante del Ateneo Femenino de La Paz, directora literaria de una revista, profesora del Conservatorio Nacional de Música y directora de la Biblioteca del Congreso Nacional. Alejada del ambiente cultural boliviano, vivió los últimos años de su vida en São Paulo, donde murió en 1970.

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