Kitabı oku: «Proceso a la leyenda de las Brontë», sayfa 7

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Desde mi experiencia personal, la aproximación a Haworth y su entorno ha servido de vehículo para emprender de nuevo y, esta vez de forma íntima, un recorrido que devuelve con resonancias distintas las voces escuchadas y sentidas en la página escrita, en líneas leídas en otro espacio y momento. Con esto me refiero tanto a las páginas de literatura que las Brontë escribieron como a las de las distintas biografías u otros textos que recrean los espacios físicos y el tiempo de la infancia y adolescencia de las Brontë. Por eso, mucho antes de visitar Haworth, al igual que le sucedió a Virginia Woolf, tenía la sensación de que el lugar ya existía en mi imaginación con auténtica fuerza física. Quizá por esto, la experiencia del viaje/«retorno» a Haworth la he vivido con la misma incertidumbre y desazón que si hubiera regresado a un espacio real conocido y habitado en la infancia. En pocas ocasiones he sentido con tanta intensidad la «realidad» sugerida por la página escrita y transmutada en realidad propia a través de la imaginación. El retorno, la conciencia del pasado, ha avivado «la enfermedad de su pérdida» (Mateo Díez: 56), en este caso, de la pérdida del Haworth habitado y sentido por las hermanas Brontë, no del Haworth de la leyenda.

EL HAWORTH ACTUAL: ARQUITECTURA VERNÁCULA Y URBANISMO

Los habitantes de Haworth contemporáneos de las Brontë difícilmente podrían reconocerlo ahora, pues en la actualidad, tanto la población como los pequeños pueblos de su entorno forman parte de una importante zona turística dentro del distrito metropolitano de Bradford. Sobre todo en época estival, la visita es prácticamente obligatoria para todos los que viajan por esa zona del noroeste de Inglaterra. Es probable que muchos de los que ascienden con esfuerzo la empinada calle que conduce al Parsonage no hayan leído jamás una novela de las Brontë, pero Haworth y la casa en que la familia Brontë vivió atraen al turista inexorablemente. Y es que Haworth ha entrado también en el campo del mito, pues es la fuerza de la leyenda más que la realidad lo que continúa atrayendo al visitante. En opinión de Barker (1995: 94), la intensidad de esta leyenda ha convertido a Haworth en modelo de los excesos turísticos más groseros, en hito turístico que, a pesar del exceso, no deja de atraer.

Como se ha mencionado anteriormente, ya en las primeras décadas del siglo xx Ernest Rhys habla de cómo la obra literaria de las Brontë ha hecho de Haworth lugar de peregrinación literaria, de la importancia del lugar en la génesis de sus novelas, así como de la expansión del pueblo y sus alrededores a través de la experiencia de quienes visitan los lugares evocados por la literatura. Según Rhys, cuando uno se encuentra en el momento emocional y el lugar apropiados, o cuando se descubre un lugar que remite a otro lugar imaginado a través de la literatura, siempre suele haber detrás un libro especialmente valorado, aunque es posible que ese libro no sea el más importante ni el mejor. Para Rhys (1925: 96) el arte de Emily Brontë no es comparable al de Shakespeare, pero Emily hizo algo con una fuerza extraordinaria: transformar Haworth en «imán que atrae el corazón de la gente con el encanto del páramo».

El Civic Trust, organización independiente y desinteresada que se ocupa del cuidado y desarrollo de la arquitectura y el urbanismo de la región, deja constancia ya en 1964 de los peligros del turismo incontrolado para un bello pueblecito cuyo valor parece depender únicamente de su asociación con las hermanas Brontë: «los coches de los visitantes y turistas que acuden los fines de semana y en vacaciones corroen el entorno como si fueran ácido, devorándolo con el ruido, los humos y los atascos» (Civic Trust, 1964: 1-2). A comienzos de la década de los ochenta, el auténtico viajero, normalmente indiferente a los hábitos e intereses del turista convencional, también comienza a observar en la población una excesiva dependencia del turismo de masas. Barbara y Gareth Evans (1982: 389) consideran que la parte más antigua y bella tiene algo de «conservación excesivamente deliberada», así como de explotación en muchos aspectos que nada tienen que ver con las Brontë. Según estos autores, Haworth depende más de su fama que Stratford de la de Shakespeare, pues mientras que Stratford es una activa ciudad comercial, situada cerca de un floreciente centro agrícola, Haworth se encuentra situado en el límite de una gran zona industrial que ha sufrido los efectos de la depresión económica. Objetivamente, a pesar de los evidentes efectos negativos del turismo, es preciso reconocer la cara amable de su influencia, sobre todo en lo que a rehabilitación y mantenimiento del lugar se refiere.

Se han construido casas modernas de acuerdo con la normativa de planeamiento urbano de la zona del valle del Worth, y se han destruido muchas casas antiguas, así como algunas fábricas y talleres textiles para los que no se ha podido encontrar un uso adecuado. El mismo documento del Civic Trust de 1964 constata que aunque la industrialización introdujo fábricas en los valles, el tejido del pueblo logró permanecer intacto. En 1995, Kenneth Emsley (1995: 8) asegura que, aparte de la iglesia y el establecimiento The Black Bull, la población apenas puede reconocerse. Menos drástica es la opinión de la biógrafa Barker (1995: 94), quien comenta que el paisaje no ha cambiado demasiado, aunque reconoce que está siendo engullido a un ritmo vertiginoso por el insaciable e incontrolado negocio de la construcción. Pero es evidente que los efectos de la Revolución Industrial han dejado profundas cicatrices en el paisaje natural y urbano. Otra revolución, socioeconómica en este caso y actualmente activa, ha producido migraciones (de dirección opuesta a las que se produjeron en el pasado) que han alterado visiblemente la configuración urbana de la región, absorbiendo gran parte del terreno dedicado en vida de los Brontë a la agricultura, algo ya observado por Bentley y Ogden en 1977 (98). Me refiero a los nuevos barrios que se han construido acoplándolos, a veces indiscriminadamente, a la sinuosidad topográfica del suelo para albergar a cientos de familias que trabajan en las grandes ciudades. Pero a pesar de estos cambios, la pequeña población de Haworth y los pueblos de su entorno conservan todavía muchos de sus rasgos arquitectónicos históricos más característicos.

Aunque lógicamente comparto la opinión de Anne W. Spirn, para quien el mejor modo de comprender el lenguaje arquitectónico o paisajístico de un lugar es visitarlo in situ, pues la verdadera comprensión de un lugar necesita no sólo del mirar sino también del sentir, creo que, al menos para mis propósitos, el conocimiento de Haworth a través de cualquier soporte textual o visual puede utilizarse para aproximarnos a dos grupos de objetos relacionados entre sí y a la vez diferenciados: a las hermanas Brontë y a sus novelas por una parte y, por otra, a la arquitectura tradicional y vernácula de una región generalmente poco visitada por los que, desde la Europa continental, viajan a Gran Bretaña por placer.

De acuerdo con R. Brunskill (1971: 194), creo que el verdadero encanto de la arquitectura vernácula sólo puede disfrutarse plenamente a través del estudio de un tema o una zona determinados cuya aproximación se realiza de forma sistemática. La arquitectura vernácula guarda siempre una estrecha relación con el paisaje circundante, adaptando los materiales y soluciones constructivas que el mismo paisaje le brinda. A través de ellos consigue incorporar «fragmentos de naturaleza en su propio ser» (Vegas: 89) para, finalmente, fundirse con él. En su estudio de la arquitectura vernácula de los pueblos ingleses, Victor Bonham-Carter (1952: 121) señala que esta integración es raramente fortuita y en Haworth, desde luego, la arquitectura, el paisaje y hasta el color del aire (si éste tuviera realmente color) se fusionan sin estridencias en una unidad perfecta que aglutina el pueblo y su entorno más inmediato.

En sus investigaciones sobre la relación entre arquitectura y cultura, Amos Rapoport (1972: 12) llega a la conclusión de que la tradición constructiva vernácula no es otra cosa que «la traducción directa e inconsciente a formas físicas de una cultura, de sus necesidades y valores, así como de los deseos, sueños y pasiones de un pueblo». Esto explica que la arquitectura vernácula esté más estrechamente relacionada con la cultura de la mayoría y con la vida corriente, que con la tradición del diseño o con lo que, en otros términos, Brunskill (1975) denomina «arquitectura académica», la cual generalmente representa la cultura de la élite. Conviene señalar también que el proceso constructivo de esta arquitectura se basa en modelos a los que se les pueden añadir ajustes o variantes. Esto significa que cuando un profesional construye una casa o una granja para un campesino, ambos conocen el modelo en cuestión e incluso los materiales, quedando únicamente por determinar lo más específico, es decir, las necesidades de la familia, el tamaño y la relación con el lugar y el clima. Ropoport insiste en que, aparte de por su ausencia de pretensiones teóricas o estéticas, la arquitectura vernácula se caracteriza por el respeto hacia las demás personas y sus casas, lo que se traduce en el respeto hacia el medio ambiente y el entorno. Cabría señalar también su naturaleza no especializada y abierta, lo que le confiere una capacidad de agregación y modificación que no se encuentra en la arquitectura de diseño.

Hasta mediados del siglo xx, tanto en las construcciones rurales como en la construcción de cottages, granjas y edificios de los pueblos se utilizaban materiales locales. Puesto que la red de carreteras era bastante rudimentaria y los ríos navegables escasos, el transporte entre grandes distancias de la piedra, los ladrillos o la madera fue prácticamente imposible hasta el siglo XIX y, por otra parte, tampoco era necesario, al contar cada región con recursos propios y mano de obra especializada. De este modo, el carácter de los pueblos viene determinado en parte por la composición de su subsuelo (Bonham-Carter: 103).

Actualmente, gracias a los profundos cambios socioeconómicos y culturales de las sociedades modernas, podemos comprobar cómo el prestigio de la arquitectura vernácula ha ido creciendo a través de su inclusión y revalorización en las llamadas rutas turísticas rurales, tanto a través de los medios de comunicación y guías de viajes como a través de rigurosos trabajos académicos de divulgación. Aunque el término turístico suele remitir a un prejuicio cargado de connotaciones peyorativas que requeriría un análisis específico, tanto de las variables que caracterizan las rutas rurales como de las del viajero que las recorre, aquí se opta por la simple delimitación de su significado. Por rutas rurales debe entenderse aquellos recorridos alternativos, alejados del itinerario de las rutas convencionales que concentran la mayor parte del patrimonio arquitectónico o paisajístico, aquellos que ofrecen la posibilidad de conocer tradiciones, arquitectura, paisajes y formas de vida culturalmente interesantes desde un punto de vista ecológico. Por viajero que recorre estas rutas entendemos tanto a quien las recorre mediante un medio de transporte como a quien lo hace a pie, en trayectos más cortos y selectivos. El viajero que sale de la ruidosa y agresiva ciudad en la que vive para recorrer estas rutas no espera ni desea ahora contemplar obras monumentales y grandiosas, lo que busca y aprecia descubrir son esas pequeñas y sencillas construcciones que forman parte desde hace siglos de la textura y color de la tierra de la que surgen.

En la arquitectura vernácula, la belleza de los materiales, los colores y las formas utilizados no proviene tanto de la belleza que ellos mismos, individualmente, puedan encerrar sino, sobre todo, de su manifestación abierta y orgullosa de pertenencia a una familia física concreta. Con esto me refiero a esa familia no humana formada por la biología, el clima, la geología y la topografía que el hombre no ha podido elegir de antemano para erigir su hogar o las construcciones necesarias para su supervivencia, a una familia que nace y depende, estrechamente, de las condiciones físicas de un entorno que acepta y respeta de forma natural, adaptándose a él sin estridencias.

La auténtica arquitectura vernácula, independientemente del lugar en que se encuentre, siempre contiene belleza y significado para la mirada sensible y consciente que la contempla. Generalmente, se da por hecho que la arquitectura académica merece la consideración de una mirada crítica o simplemente gozosa, y ello porque: a) se trata de una arquitectura diseñada por profesionales que han seguido determinadas convenciones aceptadas nacional o internacionalmente; b) en ella se incluyen atrevidas edificaciones vanguardistas, y c) para su construcción se han utilizado materiales seleccionados más por su efecto arquitectónico que por su funcionalidad o simplicidad estructural (Brunskill, 1975: 107). Sin embargo, el tosco revoco del sencillo muro de un pueblo remoto que no aparece en las guías turísticas convencionales, no existirá «arquitectónicamente» a menos que tenga la fortuna de ser contemplado por una mirada capaz de abarcar, a la vez, tanto la textura de su superficie como el significado profundo del vocabulario de la tierra que lo rodea. A este derecho a la existencia, al reconocimiento del valor y la belleza de esos seres menores que nos rodean se hizo referencia explícita en el primer capítulo de este libro. En el caso de la arquitectura, siguiendo a Rafael Moneo, lo que verdaderamente justifica la existencia de un edificio es su condición instrumental, pues una construcción sólo tiene sentido cuando, finalmente, la vida se incorpora a la obra. Es probable que a pesar de su silencio y humildad, no haya habido arquitectura más construida para la vida que la arquitectura vernácula.

Las obras de la arquitectura académica suelen aceptarse de antemano porque la mirada que las contempla enfoca desde un punto de vista no sólo personal sino, sobre todo, cultural y social; la arquitectura vernácula, sin embargo, necesita para su visualización de un enfoque intelectual y sensible que no depende solamente de los referentes culturales convencionales. Creo, con Anne W. Spirn, que estos referentes pueden incluso llegar a interferir en la interpretación del entorno natural, puesto que «la cultura puede impedir que los ojos vean y los oídos escuchen». Ahora se requiere una mirada «alfabetizada», ya que una persona capaz de leer el paisaje descubre significado allí donde «un analfabeto» no es capaz de descubrir absolutamente nada (Spirn, 1998: 36, 22). Desde este nuevo enfoque, las construcciones vernáculas no tendrían sentido ni serían bellas si no formaran parte y dependieran de, por ejemplo, la hostilidad de una formación rocosa expuesta al viento, de los fértiles valles de una corriente de agua caldeada por una orientación soleada y protegida por laderas boscosas o de esos tórridos e imposibles desiertos de arena que el hombre ha conseguido domeñar a su medida. Cuando esa fusión y dependencia entre entorno y construcción se manifiestan, abiertamente y sin temores, es posible decir que «hay unidad entre la tierra y el hombre, que una sensación de seguridad parece surgir de nuestros pies so-bre el suelo y, todavía mucho más, de la roca» (Hartley e Ingilby, 1953: 15).

En el caso de Haworth, el desconocimiento del valor y significado de la arquitectura vernácula justifica y confirma esa impresión general de que la monótona utilización de materiales y colores le confería un aspecto adusto e inhóspito, la impresión de que el hogar de la familia Brontë se encontraba en un lugar cuya calle principal estaba bordeada de «oscuras casas grises de duras y sombrías fachadas» (Bardière: 110). Pero las connotaciones de esa superficial y ortodoxa apreciación arquitectónica pueden variar notablemente si el enfoque de la mirada consigue incluir y asimilar el entorno tanto sensorial como intelectualmente. Desde esta nueva perspectiva ecocrítica, puede decirse que la belleza y el carácter tan especial de Haworth surgen, precisamente, de la dura e intimidante naturaleza del material de construcción que arropa su arquitectura. Pero en este contexto, la acción humana raramente se manifiesta invasora o depredadora con respecto al paisaje, que ha ido surgiendo, de forma natural y a lo largo del tiempo, del estrecho diálogo entre constructor y lugar. Hay congruencia por tanto entre, por ejemplo, la hostil piedra gris de las fachadas y las montañas rocosas del entorno, entre la nieve y los tejados de dos aguas, entre la fuerza y dirección del viento y los cercados, hay igualmente coherencia entre las distintas técnicas agrícolas o ganaderas y las dimensiones de los campos de cultivo y pasto, así como entre la estructura familiar y los distintos modelos de asentamiento.

La situación geográfica de Haworth, a ochocientos pies de altitud en el corazón de la cordillera Pennine, columna vertebral de la Inglaterra del norte, determina no sólo su espectacular configuración actual sino también su arquitectura. Esta elevada cordillera que atraviesa de norte a sur el norte de Inglaterra puede considerarse también línea fronteriza, en tanto en cuanto divide una mirada que parte hacia Irlanda y América por una vertiente, y hacia Europa por la otra. Sin embargo, al mismo tiempo, contiene un factor unificador que la diferencia de las zonas bajas que se extienden a ambos lados. Es ésta la razón por la que, aunque las construcciones de otras regiones más bajas tienen también su encanto y personalidad propios, algunos investigadores del paisaje consideran que los ejemplos más bellos y auténticos de arquitectura vernácula se encuentran en las granjas y cottages de los páramos y valles de la cordillera Pennine (Penoyre: 123). A pesar de que la situación geográfica de esta región invita a imaginar las zonas norteñas como entornos aislados y solitarios, en donde sólo existen granjas en los lugares más protegidos de los páramos, en gran parte de la región aparecen agrupamientos nucleares que pudieron haber sido mucho más frecuentes en el pasado (Brunskill, 1975: 112).

La piedra ha ocupado desde siempre el primer puesto en la jerarquía de los materiales de construcción, otorgando un cierto estatus a los edificios construidos con ella.[24] Históricamente, la nobleza de este material viene dada por la irregularidad de su localización, la habilidad y experiencia en su manipulación, el precio y la dificultad de su transporte, así como por el tiempo empleado en la construcción. La cordillera Pennine está formada por tres tipos de piedra carbonífera, dos de ellos de características parecidas: la piedra arenisca, llamada coal measures en los Midlands, y la también piedra arenisca anteriormente mencionada conocida como millstone grit, en las montañas centrales de Yorkshire. Entre las características de ambas piedras destacan su dureza y resistencia, tanto a la climatología como al cincel, y su suave tonalidad marrón que el paso del tiempo ennegrece, una tonalidad sombría que, en opinión de Quiney (1990: 36), «se ajusta con perfección a su inhóspita localización, lugares en donde la violencia de la naturaleza lucha frente a la invasión humana en un paisaje oscuro». También Cristopher Stell (1965: 5) utiliza términos parecidos al describir sus tonalidades como «amarillentas cuando la piedra se acaba de cortar y, con el paso del tiempo, oscurecidas en cálidos marrones, grises y hasta negros intensos en los distritos industriales». El tercer tipo de piedra, de menor dureza y tonalidad acerada, es la piedra carbonífera caliza, que aparece en las zonas más elevadas y norteñas de la cordillera y origina los paisajes más impactantes de Inglaterra.

Las diferencias de paisaje y vegetación entre las zonas de los páramos y los valles que conforman la cordillera Pennine se manifiestan claramente en las técnicas y los materiales de construcción utilizados en una u otra zona: la millstone, la oscura, basta y dura piedra de los páramos utilizada para la construcción de los sólidos muros de piedra y los tejados de lajas de piedra, mientras que, en los valles, la pálida piedra caliza se utiliza en combinación con el ladrillo para la construcción de muros en edificios cuyos tejados se cubren con pantiles, tejas de perfil ondulado y continuo distinto al de la teja árabe. En opinión de los arquitectos Penoyre (1984: 130), la región de los valles de Yorkshire es una de las pocas zonas del mundo en donde «el hombre y la naturaleza han conseguido fundirse en una armonía que todavía permanece».

Fueran cuales fueran las características de la cantera, la excelente calidad de la piedra de Yorkshire ha permitido su utilización en la construcción de abadías e iglesias, en las casas señoriales edificadas desde el siglo XVIII hasta principios del xx, en los puentes de las vías de ferrocarril, en las obras de ingeniería civil, en las viviendas de los pueblos y ciudades y, desde luego, en las casas y granjas de las laderas de las montañas. No llama la atención, por tanto, que no aparezcan casas con estructura de madera, material utilizado con profusión en otras zonas de Inglaterra. En su análisis de la arquitectura vernácula de la región, Brunskill (1975: 135) observa que prácticamente todos los ejemplos que se conservan tienen muros de piedra, aunque existen documentos que dan cuenta de que en el pasado pudieron existir estructuras de madera. Por su parte, Stell (1965: 6) encuentra evidencia de construcciones con estructura de madera de tipología cruck[25] en algunos antiguos graneros descubiertos justo al otro lado de la frontera con Lancashire. Pero en lo que a arquitectura doméstica se refiere, ya en las reconstrucciones de las casas de tamaño medio de Yorkshire de finales del siglo XVI, hay clara evidencia de que se comienza a abandonar este material para sustituirlo por la piedra local (Barley, 115). Sin embargo, históricamente en esta región no ha existido un interés especial por la conservación de tan rico patrimonio construido exclusivamente con piedra. Esa falta de interés ha derivado en el abandono y deterioro de muchas casas interesantes de la región, lamentable negligencia cuya justificación quizá sólo puede encontrarse en el hecho de que la piedra es «algo excesivamente familiar para quienes se encuentran rodeados por ella» (Stell, 24). En torno a la piedra de Yorkshire y a las diversas técnicas utilizadas para su tratamiento surgieron auténticas familias de canteros especializados, verdaderos profesionales a los que Hartley e Ingilby (1975: 96-101) dedican un capítulo completo en su trabajo. Dada la belleza de las sencillas construcciones de esta región, es posible que los canteros de Yorkshire, al igual que las culturas primitivas, encontraran connotaciones míticas y sagradas en este material. Al referirse a la piedra, estos antiguos canteros aseguraban que «la verdadera piedra de construcción es un material fácil de trabajar y fiable, de color regular», que «la piedra de calidad debe ser maleable y aterciopelada, no áspera como el azúcar, pues la piedra no es un pedazo de materia muerta sino algo vivo» (Hartley e Ingilby, 1975: 96).

La estructura del pueblo inglés raramente se debe a la acción de un único período, sino más bien a la acción de los cambios y alteraciones sufridos a lo largo de la historia. En los primeros asentamientos, una vez elegido el emplazamiento, las características físicas del lugar continuaban ejerciendo su influencia, pues ellas iban a determinar y eventualmente dictar la trama urbana del pueblo. La compacidad era la regla más habitual, ya que todos los miembros de la comunidad debían estar a una distancia razonable de su trabajo en los campos o en los pastos con el ganado. De este modo, las casas se agrupaban alrededor o cerca de la iglesia, durante siglos único centro de vida social, mientras que los campos abiertos y las parcelas se encontraban fuera del pueblo. De estas limitaciones surgieron dos formas básicas de estructura que todavía se conservan y son fácilmente identificables por su universalidad: la estructura en calle y la estructura en plaza, siendo la primera la más corriente y rudimentaria, mientras que la segunda presenta múltiples variaciones y ofrece resultados más interesantes desde el punto de vista urbano. No obstante, la estructura en calle no tiene por qué ser excesivamente larga o un mero encadenamiento de casas que bordean ambos lados de la carretera, excluyendo drásticamente el desarrollo lateral. Históricamente, siempre parece haber existido un cierto gusto por el paisaje, visible en los árboles que se han plantado o en la separación entre las viviendas y la carretera por medio de un seto verde, o incluso en la ubicación de los edificios más importantes, la iglesia y la fonda. En numerosos pueblos ingleses se encuentran ejemplos de esta formación longitudinal. A pesar de mi propia observación y posterior deducción, un documento del Ayuntamiento del West Riding confirma que en esta región «la estructura urbana de los pueblos era generalmente en calle, con casas y granjas enlazadas casualmente a lo largo de una línea que no sólo servía de calle sino también de camino hacia los campos y las poblaciones cercanas» (The West Riding County, 1973: 16).

La parte más antigua y bella de Haworth, la que conserva la mayor parte de los edificios históricos, surge diagonalmente desde el valle, acoplándose a lo largo de una calle central a la topografía de una empinada pendiente en cuya parte más elevada se encuentran los edificios más estrechamente relacionados con la vida de los Brontë, es decir, el edificio del Parsonage que fue su hogar, el de la antigua escuela parroquial, la iglesia que ahora ocupa el lugar de la antigua, demolida en 1879, cuando la familia Brontë ya había desaparecido y, entre la iglesia y la casa, el antiguo cementerio. También la famosa taberna The Black Bull se encuentra en la parte alta de esta colina, al final de la calle, anunciando el escenario de los espacios de la leyenda.


Calle Mayor, parte baja. (Lámina realizada por Manuel López Segura)


Calle Mayor, parte alta. (Lámina realizada por Alba Villanueva)

En términos paisajísticos, el Civic Trust describe la primera visión desde el valle de esta parte antigua como «un conjunto de escarpadas construcciones adheridas a la cumbre de una colina dominada por la torre de la iglesia, rodeada de árboles. El espectáculo incluye en días claros el comienzo del paisaje de los páramos, que se extienden indefinidamente más allá del Parsonage» (Civic Trust for the North West, 1970: 5). Y en otro documento anterior sobre Haworth se utiliza una bella metáfora que implícitamente incluye la estrecha relación del clima con la arquitectura: «las casas de Haworth se abrazan estrechamente, arrebujándose frente a los elementos» (Civic Trust, 1964: 3). Situado por encima del nivel del mar, con inmensos páramos que comienzan en la parte más elevada y llana de la colina, y orientado hacia el este sobre el valle del Bridgehouse Beck, Haworth se yergue, altanero y sólido, frente al viento y los elementos que conforman su personalidad y carácter.

La ascensión más tradicional y pintoresca hasta la cota superior de la colina es la que sigue el recorrido de Main Street (llamada Kikgate en la antigüedad), una calle de pronunciado gradiente que pasa de quinientos cincuenta a ochocientos pies de altitud en sólo media milla, una calle lineal que se va ensanchando a medida que alcanza la parte superior de la colina. El texto del Civic Trust también describe la sensación que el recorrido por la parte antigua del pueblo puede producir en el visitante, una sensación de cercamiento y de retorno al pasado. Kenneth Emsley (1995: 40) asegura que esta calle es la más empinada de Inglaterra y seguramente la más fotografiada. En cualquier caso, la calle principal de Haworth pertenece ya al mítico territorio de la leyenda. La siguiente descripción puede justificar tan rotunda afirmación:

To walk up Haworth Main Street on a grey’s winter day is to be followed by a Company of ghosts. On each side the houses close in, unyielding millstone grit leaning towards each other in the mist, and the only sound is of water dripping off the roofs, remorless as the passing of time but making no impression on the stone beneath. Haworth on a day like this becomes a place out of time, a backdrop for happenings and people long since gone (Hewitt, 1985: 24).

Esta legendaria calle tiene, sin embargo, una materialidad arquitectónica concreta que no pertenece al mundo de los fantasmas. A ambos lados de la misma, y en toda su longitud, se levanta una sucesión de casas de diferente tipología, aunque construidas todas ellas con la ya mencionada piedra de color gris, extraída de una cantera de la zona. Brunskill considera que, mucho más que cualquier otro, el factor determinante del carácter de la arquitectura vernácula es precisamente la utilización de un tipo u otro de material en la construcción de los muros. La variedad de materiales y los distintos usos que se les ha dado en la construcción de fachadas y muros exteriores es lo que ha dado lugar en Inglaterra y Gales a una arquitectura vernácula realmente única y extraordinaria, cuyo carácter depende sobre todo de las distintas regiones en que aparece (Brunskill: 34).

En la arquitectura de Haworth hay una fuerza elemental, a pesar de los intentos que se han hecho por suavizar su austeridad mediante la sustitución de las antiguas y sólidas puertas de madera por otras de perfiles y proporciones más discretos. Son frecuentes las viviendas en las que los marcos de puertas y ventanas aparecen enrasados con las fachadas, como en la región de East Anglia. La razón de esta disposición es oscura, pues aunque posibilita un agradable alfeizar en el interior, no permite la protección de los marcos que, debido a su enrasamiento con la fachada, quedan expuestos al azote de la lluvia. Esta brusca relación entre la fachada y la misma calle o la estrecha acera se rompe en ocasiones de forma pintoresca mediante plataformas y escalones de piedra que invaden la calzada. La particular disposición de puertas y ventanas, así como la tosca textura de las fachadas otorgan severidad y sencillez al conjunto. En la parte baja de la calle las fachadas son a veces engañosas, ya que la pendiente es tan pronunciada que una casa cuya fachada sólo revela dos o tres pisos, puede tener cinco o seis por la parte de atrás. Brunskill (164) llama a estas casas «casas sobre casas» y encuentra su justificación en las pronunciadas pendientes de las colinas sobre las que han sido construidas.

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