Kitabı oku: «Proceso a la leyenda de las Brontë», sayfa 6

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Sus salidas sociales más frecuentes y prolongadas comenzaron a partir de la publicación de su primera novela cuando, por motivos profesionales y una vez conocida su verdadera identidad, decidió viajar a Londres. Estas visitas le fueron abriendo las puertas de un mundo cultural y social desconocido hasta entonces, de un entorno estimulante que le proporcionó momentos muy felices. Pero, en general, estas salidas la dejaban física y mentalmente extenuada. A propósito de una de estas visitas escribe a una antigua compañera de la escuela de Bruselas en diciembre de 1849:

Here I am at Haworth once more. I feel as if I had come out of an exciting whirl. Not that the hurry and stimulus would have seemed much to one accustomed to society and change, but to me they were very marked. My strength and spirits too often proved quite insufficient to the demand on their exertions (cit. Gaskell: 312).

Siendo una mujer apasionada, es evidente que la escritora no sintió nunca por el pueblo de Haworth en sí el tipo de pasión que en tantas ocasiones se observa en muchos de los nativos de un lugar concreto. Tras el retorno de Charlotte de Bruselas en enero de 1844, las tres hermanas hicieron planes para establecer en Haworth, con las adaptaciones y reformas necesarias del Parsonage, un internado para jovencitas. Cuando este proyecto fracasó, Charlotte expresa en una carta no sólo su frustración sino un solapado rechazo hacia el pueblo, pues comenta que cualquier madre se sentiría asustada al ver el aspecto del pueblo y se llevaría a su hija rápidamente (cit. Gaskell: 204). Pero, en general, el ser humano ama los lugares no tanto por la belleza o funcionalidad intrínsecas que contienen sino, sobre todo, por la relación que guardan con las experiencias vividas en ellos, con las personas amadas que los habitaron, o por la fuerza emotiva de los recuerdos que de ellos conservamos. Al igual que en el caso de sus hermanas, si Charlotte amó Haworth fue porque allí se encontraba su hogar, así como el recuerdo de momentos plenos y felices compartidos con sus hermanos, de un tiempo en el que se sintió arropada y segura en la complicidad familiar de la niñez y adolescencia.

A pesar del poco estímulo intelectual que allí encontraba, mientras vivían sus hermanas, Charlotte asegura que la vida en Haworth podía ser monótona pero también deliciosa. Su nostalgia por el entorno conocido se incrementa cuando pasa demasiado tiempo fuera de casa, manifestándose abiertamente en una cariñosa carta escrita a Emily desde el internado de Bruselas en diciembre de 1843: «Es domingo por la mañana (...) me encantaría estar en el comedor de casa, en la cocina o en la otra cocina trasera (...) ¡Qué maravillosos son estos recuerdos en este momento!» (cit. Gaskell: 91, 196). En realidad, Haworth sólo se le hizo verdaderamente insoportable tras la muerte de todos sus hermanos, especialmente tras la desaparición de Emily y Anne. Con ellas se extinguió también el sentido de hogar y de familia, y es entonces cuando Charlotte, desgarrada por la pérdida de algo irrecuperable y sin raíces vitales de afecto o pertenencia, expresa su auténtico y profundo sentimiento de dolor, desarraigo y soledad en una carta escrita el 25 de junio de 1849 a su amigo William Smith Williams:

I must not write so sadly –but how can I help thinking and feeling sadly? In the day – time effort and occupation aid me - but when evening darkens something in my heart revolts against the burden of solitude – the sense of loss and want grows almost too much for me. I am not good or amiable in such moments – I am rebellious – and it is only the thought of my father in the next room, or the kind servants in the kitchen – or some caress from the poor dogs which restores me to softer sentiments and more rational views (cit. Barker, 1997: 241).

En el caso de Emily, sin embargo, Haworth parece ocultarse metafóricamente tras el velo de niebla de sus páramos, ya que apenas se sabe directamente nada acerca de su vida y actividades y, mucho menos, de lo que pudo sentir por el lugar en el que transcurrió la mayor parte de su vida. Mientras que se conservan numerosas cartas de los demás miembros de la familia Brontë escritas a amigos y conocidos, de Emily sólo se conservan las breves notas conocidas como los diary papers que ella y Anne decidieron escribir cada cuatro años a partir de 1834[21] y poco más. Conociendo su afición por la escritura y la madurez de los experimentos literarios que compartió en la infancia con sus hermanos, llama extraordinariamente la atención que no se haya conservado nada más. La personalidad de Emily podría considerarse ciertamente reservada si fue ella misma quien destruyó personalmente todos sus escritos más íntimos antes de morir. Si, como tantas veces se ha sugerido (Evans, 1982: 112), fueron otros los que se ocuparon de hacer desaparecer esos escritos para que el mundo no pudiera conocer nunca lo más personal de Emily, quizá se hizo un doble favor tanto a su obra como al recuerdo de su persona, ese ser desconocido que ella siempre procuró ocultar al mundo: siglo y medio después de su muerte, la Emily joven, independiente y fuerte, de la que tan poco se sabe, sigue caminando por los bellos e inhóspitos páramos de Haworth gracias a la leyenda. Y también su escasa obra literaria continúa intrigando a los lectores.

Aunque se ha dicho que su poesía y su única novela intrigan y apasionan al lector porque, una y otra vez, lo desorientan y le cierran la puerta (Davies, 1999: XI), Emily también dejó firmemente cerrado el acceso a Haworth e incluso a su propio hogar. De las biografías de Emily se desprende que luchó siempre por guardar su intimidad, en ocasiones con agresividad. Al considerar el carácter de las tres hermanas, Gaskell dijo que nunca les gustó relacionarse con los demás porque preferían la soledad y libertad de los páramos. Pero esta apreciación se hace más sutil cuando las caracteriza individualmente, estableciendo entonces una diferenciación entre «timidez», en el caso de Charlotte y Anne, y «reserva», en el de Emily. La sutileza de estas apreciaciones llega todavía más lejos cuando Gaskell subraya no sólo las diferencias de personalidad sino las consecuencias sociales que esas diferencias conllevan. Considera que mientras que la timidez puede ser complaciente, por el contrario, la reserva, complazca o no, es siempre indiferente (Gaskell: 95). En el contexto de las relaciones sociales y personales, algunas interpretaciones y aproximaciones posteriores (seguramente, y como suele suceder casi siempre en cualquier investigación, debido al afán por justificar la propia tesis) la presentan como una joven agresiva. Sirva como muestra la apreciación de Stevie Davies (1999: 7-8),[22]quien comenta que su silencio y hermetismo «ponían los pelos de punta» o que simplemente se limitaba a emitir unas cuantas palabras bruscas y cortantes a cualquier persona ajena a la familia que se le dirigía.

Lo que se conoce (aunque nunca se puede hablar de seguridad con respecto a Emily) acerca de lo que Emily sintió por el entorno en el que su niñez y adolescencia transcurrieron no proviene de la expresión directa y personal de su sentir, sino de tres fuentes externas: por una parte, de su propia obra poética y la novela Wuthering Heights, por otra, de lo que las personas que la conocieron personalmente escribieron, dijeron o imaginaron acerca de ella y, por último, de esa inagotable fuente abastecida por los numerosos críticos e investigadores de la vida y obra de las Brontë a la que han acudido y siguen acudiendo todos los interesados por su obra.

Según las biografías, Emily nunca se sintió bien fuera de Haworth. En 1824, con sólo seis años, Emily abandona su hogar de Haworth por primera vez junto a sus hermanas Maria, Elizabeth y Charlotte para continuar su educación en la escuela de Cowan Bridge. Tras la muerte de Maria y Elizabeth, en mayo y junio de 1825 respectivamente, Charlotte y Emily retornan a Haworth para continuar su educación en casa. Emily no vuelve a abandonar el pueblo hasta el verano de 1835 cuando, acompañada por Charlotte, llega como alumna a la escuela Roe Head, en la que Charlotte se había educado durante tres trimestres entre 1831 y 1832 (Barker, 1997: xxv), y a la que ahora retorna para trabajar como profesora. Pero Emily sólo permanece en esta escuela tres meses, y regresa a Haworth porque no puede soportar la añoranza por su casa. Charlotte justificaría más tarde esta deserción, alegando que el malestar de su hermana provenía del brusco cambio entre su hogar y la escuela, entre su vida anterior, libre y natural a pesar de la reclusión, y la disciplina de la rutina escolar, situación que no consiguió asimilar (cit. Gaskell: 104). Emily no volverá a abandonar Haworth hasta septiembre de 1838, cuando entra como profesora de música en la escuela Law Hill, en Southowram. Tampoco este entorno le satisface y vuelve a casa en la primavera del año siguiente. Los meses pasados junto a Charlotte, entre febrero y principios de noviembre de 1842, en el pensionado Héger de Bruselas, son la última ocasión en que Emily vive fuera de Haworth. Desde entonces, y hasta su muerte en diciembre de 1848, permanece en casa ocupándose de gran parte de las labores domésticas y de su producción literaria.

Si bien es cierto que, más que propiamente a Haworth, Emily retorna siempre al Parsonage, de esa falta de adaptación podría deducirse que prefería la vida tranquila y solitaria de Haworth a la que podían ofrecerle otros entornos más abiertos y mundanos. Es posible pensar que, a pesar de su juventud, fue capaz de distinguir, valorar y, finalmente, elegir entre dos formas de vida que son en la actualidad lugares comunes: «vida estándar» o «calidad de vida». Sin haber descubierto todavía el cómo y el porqué, esta dicotomía tan actual y polémica parece haber sido intuida y trasladada por Emily a mediados del siglo XIX no sólo a su vida sino a su creación literaria. En Wuthering Heights existe también una lucha continua entre dos elementos que, en un contexto completamente ajeno a la literatura, Anne W. Spirn (1998: 6) denomina «la naturaleza como idea poética y los fenómenos naturales como una realidad compleja poco fiable».

Mientras que para unos investigadores el continuo y definitivo retorno a Haworth se debe a que presintiendo el peligro del mundo exterior, y al igual que si de una refugiada o disidente se tratara, Emily se camufló tras la domesticidad femenina en un hogar seguro, como se desprende de la intensa nostalgia por el hogar que salpica su biografía (Davies, 1998: 27, 29). Para otros, como Muriel Spark, Haworth y su hogar son precisamente los elementos que le permiten desarrollarse y realizarse como persona. La expresión filosófica de esta reflexión ya aparece en el pensamiento de Henry David Thoreau (1817-1862), otro personaje notable que, en opinión de Scott R. Sanders, también prefería la seguridad del hogar. Según Thoreau, «el hombre que continuamente desea estar en otro sitio distinto a aquél en que se encuentra se excomulga a sí mismo». Sanders (1999: 92) encuentra una cierta religiosidad en esta metáfora, al considerar que cuando no se acepta el lugar en que nos encontramos quedamos excluidos de «la comunión con los orígenes». Desde un punto de vista personal, este autor confiesa que él mismo no consigue sentirse espiritualmente centrado a menos que tenga un centro geográfico concreto al que acogerse, que no consigue encontrar sentido a la vida si no se siente arraigado a un lugar. Las teorías de Freud sobre el comportamiento humano dieron origen, sin embargo, a que para la comprensión de su comportamiento los individuos miraran hacia su propio interior más que hacia el entorno físico exterior. Tanto Freud como sus seguidores se muestran escépticos con respecto a la idea de que el cambio de lugar geográfico puede influir en el equilibrio emocional del ser humano, pues consideran que ese cambio sólo significa la huida de sus propios problemas (Gallagher: 14).

Pero a principios del siglo XXI, cuando el ser humano ha adquirido consciencia del valor de la independencia personal y del derecho a la intimidad, así como del significado del entorno natural, el constante deseo de Emily de retornar a la soledad de su hogar de Haworth no puede ya entenderse única y exclusivamente como la huida neurótica de una joven incapaz de independencia emocional o de adaptación a nuevos entornos. También habría que interpretar este deseo como la búsqueda y afirmación explícita, en ese momento concreto, del auténtico sentir de una personalidad especial y única que se había nutrido de las ideas del romanticismo. Los escritores románticos, a quienes Emily había leído desde niña, afirmaban que «cualquier individuo combina los atributos humanos de un modo único y deb[e] intentar expresar su propia singularidad en la manera de vivir, como el artista que se expresa en su acto creativo» (Zeldin: 74).

Según el filósofo Theodore Zeldin, el miedo a la soledad puede llegar a actuar sobre el hombre como verdaderos grilletes, de modo que «mientras no se rompan esos grilletes, la libertad seguirá siendo para muchos una pesadilla». Quizá sea cierto que, como apunta Zeldin (1997: 67-68), «todos los movimientos a favor de la libertad se detienen ante el muro de la soledad», pero también es cierto que, a pesar del miedo y rechazo universal a la soledad, han sido muchos los seres que, como Emily, han sentido su llamada y respondido a ella de forma voluntaria. Hablaríamos en este caso de una soledad aceptada y gozosa, no de una soledad impuesta. Sólo cabe pensar en el ejemplo de otra de sus muchas admiradoras, Emily Dickinson (1830-1886). ¿Por qué seguir insistiendo, peyorativamente tantas veces, en la búsqueda de soledad de Emily, que fue capaz de relacionarse tan íntimamente con los seres que pueblan su gran creación, Wuthering Heights?

Aunque en la actualidad el psicoanálisis freudiano y sus técnicas de introspección siguen teniendo todavía vigencia en la investigación psicológica, son cada vez más frecuentes los investigadores (sobre todo en Estados Unidos) que, desde una perspectiva ecológica y holística del hombre dentro del Universo, están llegando a la conclusión de que, en muchas ocasiones, la infelicidad de los adultos puede estar muy ligada a los lugares en los que transcurre su vida. Así piensa, por ejemplo, Winnifred Gallagher (1994: 12), para quien muchas de las investigaciones eclécticas que sustentan esta creencia no son sino redescubrimientos de principios que fueron obvios para nuestros antepasados. Su reflexión le lleva hasta Hipócrates, cuyas observaciones de hace más de dos mil años acerca de la influencia del entorno sobre la salud iban a ser la piedra angular de la medicina occidental. Otros pueblos de la antigüedad observaron también la naturaleza, aunque fueron incapaces de relacionar la observación con el efecto y sacar conclusiones científicas de su experiencia. Los curanderos de la antigüedad no sabían que, por ejemplo, la malaria se transmitía a través de los mosquitos, pero sí se dieron cuenta de que los que vivían en zonas montañosas gozaban de mejor salud que los que habitaban zonas bajas y pantanosas. Esta sabiduría ancestral acerca de los efectos beneficiosos de la altitud se confirma en la actualidad a través de las investigaciones de Peter Suedfeld quien, en sus investigaciones sobre los efectos de entornos extremos sobre el comportamiento, observa que las personas que habitan las altitudes medias de los Alpes, los Pirineos, los Highlands escoceses y los Apalaches comparten la reputación de ser gente «dura, independiente, con tendencia a formar clanes y apta para la lucha». Hackett, por su parte, considera que hay algo inherente en algunas personas que hace que se sientan mejor, más centradas y equilibradas, en las montañas que en otros lugares, distinguiendo así entre «gente de la montaña» y «gente del océano», de modo que unos u otros entornos provocan «un aprecio por las fuerzas naturales en su elemento, una energía más potente que la fuerza humana y un sentido de nuestro lugar en el mundo» (cit. Gallagher: 72 y 73).

El descubrimiento de cuál es nuestro lugar en el mundo pude convertirse, por raro que parezca, en adicción a ese lugar. El ser humano puede llegar a sentir dependencia por un entorno determinado pues, en cierto modo, los estados emocionales y los lugares no son sino «la versión interna y externa de los mismos» (Gallagher: 132). Debido a que los entornos de montaña se encuentran normalmente aislados, Gallagher sostiene que quienes eligen vivir permanentemente en estos lugares y no visitarlos únicamente en vacaciones suelen pertenecer a «una raza especial». Conociendo tan poco de la verdadera mujer que Emily fue, es preferible pensar que eligió libremente su lugar. Puede que ella también pertenezca a esa raza especial de la soledad de las montañas. No hay constancia de que nadie viajara y amara Haworth antes de que la leyenda de las Brontë se dispersara por el mundo. Por eso creo que Emily amaba Haworth y buscó la soledad de su hogar y de los páramos para escribir, en soledad, de ella misma y del mundo. También por eso resulta paradójico que la leyenda haya convertido ese lugar remoto y agreste,[23] de vida íntima y creación literaria, en reclamo cultural y turístico para miles de personas.

Una última referencia acerca de la importancia del entorno físico en el ser humano puede servir como conclusión a estas reflexiones. El poeta William Blake (1757-1827) escribió en sus versos que «Las cosas grandes se hacen cuando los hombres y las montañas se encuentran / no luchando por abrirse paso entre los empujones de la calle» (cit. Gallagher: 75), de modo que, probablemente, Emily regresó a Haworth, cerca de los páramos y la naturaleza porque tenía «cosas grandes» que hacer, cosas que empezaron a gestarse en su infancia y en el entorno físico en que creció. Myron Hofer ha investigado los efectos de los diferentes tipos de estimulación que los niños reciben y, al analizar la educación de los niños ingleses del siglo XIX pertenecientes a familias de clase social alta, llega a la conclusión de que la combinación de un entorno en el que había libros que leer, contacto con la naturaleza y poca gente alrededor, producía un tipo de personalidad con una fantasía especial que difícilmente se habría desarrollado en un entorno diferente, por ejemplo en un kibutz (cit. Gallagher: 75, 155). Aunque los niños Brontë no pertenecían a una familia rica, sí recibieron una educación semejante a la descrita por Hofer. Haworth, la naturaleza, los libros que leyeron y su vida en ese entorno, pudieron muy bien originar la fantasía que más tarde sirvió para la creación de sus obras, esas grandes cosas que, en el caso de Emily, sólo pudieron realizarse en Haworth.

Dado el propósito de mi estudio, los escasos documentos personales que se conservan de la primera juventud de Emily contienen información valiosa, pues de ellos puede inferirse que se sentía bien en Haworth. Los diarios de Emily y Anne se abrían y volvían a leer una vez que las hermanas habían escrito el siguiente. Los escuetos escritos de Emily, junto a los bocetos que los acompañan, son interesantes por la evidencia biográfica que contienen. Emily combina en ellos la realidad física del entorno con sus impresiones y así, por ejemplo en el primer diario, escribe acerca de lo que en ese momento están haciendo sus hermanos, introduciendo a la criada Tabby, la mesa de la cocina y los alimentos que observa. El boceto que acompaña el segundo diario muestra a Emily y Anne sentadas, escribiendo sobre una mesa, probablemente la del comedor de su casa. Las figuras aparecen simplemente esbozadas y sin rasgos faciales, pero Anne lleva un vestido de mangas abullonadas y sobre la mesa hay libros y papeles. El boceto del diario de 1845 muestra a Emily escribiendo y dibujando sentada en su pequeña habitación del primer piso del Parsonage, y tanto los detalles del mobiliario como su figura aparecen delineados con bastante precisión (Alexander y Sellars: 392). Esa combinación espontánea de textos y dibujos que Emily utiliza para expresar lo que en ese momento sucede a su alrededor es un indicio claro de la estrecha relación entre ella y su hogar de Haworth.

Las palabras de Anne W. Spirn, especialista apasionada por los paisajes naturales y humanos, pueden servir para profundizar en esta reflexión. Spirn afirma que lo que denomina «pensamiento visual», es decir, el proceso mental mediante el cual se puede obtener conocimiento a través de la visualización real o ficticia (a través de fotografías y dibujos) de un objeto, es «la forma primordial de pensamiento». Así, Spirn (1998: 4) considera que los lugares son datos primordiales, y que sólo a partir de ese pensamiento visual espontáneo que los absorbe, puede el ser humano desarrollar el resto de los sentidos. Desde mi perspectiva, Emily no sólo absorbe los espacios visualmente cuando escribe sino que, simultáneamente, es capaz de trasladarlos al rápido boceto que acompaña el texto de sus diarios, habilidad que más tarde aparecerá en las intensas imágenes de su novela. Es en esta combinación espontánea de sentidos y habilidades donde se evidencia la complicidad entre Emily y el lugar desde el que escribe. A pesar de lo poco que se sabe acerca de su vida y actividades, también algunos críticos corroboran esta complicidad, ya que nadie que haya leído los diarios podría decir que no se interesaba por los pequeños detalles del entorno doméstico, como tampoco nadie que haya leído Wuthering Heights podría asegurar que no prestaba atención a los chismes que circulaban por Haworth y sus alrededores (Evans, 1982: 112).

Si bien es cierto que, aparte de los diarios, no contamos con escritos íntimos y personales de Emily, existen, como en el caso de sus hermanos, dibujos y acuarelas que dan cuenta de su educación pictórica en el hogar de Haworth. Tal vez por esto, llama la atención que Emily, capaz de incluir en sus diarios rápidos y espontáneos bocetos del espacio en que escribía, no haya dejado constancia gráfica de, por ejemplo, la vista de Haworth desde el Parsonage, de detalles concretos de la naturaleza de los páramos que recorría a menudo, o ni siquiera de su propia casa. Se conservan, sin embargo, entre otros, tres expresivos dibujos del natural de los perros de la familia: Grasper, 1834; Keeper, 1838, y Flossy, 1843 (Alexander y Sellars: 375, 380, 388). En general, y a excepción de los dibujos mencionados, Emily siempre utiliza la rápida técnica del boceto, más espontánea y, por tanto, menos rigurosa y controlada que la de su hermana Charlotte. Sus imprecisos bocetos parecen indicar que, antes que para la mirada de los demás, Emily dibujaba para ella misma, impulsada por el entorno y las circunstancias de una emoción personal y puntual. Como en el caso de los diarios, de la espontaneidad pictórica de estos dibujos puede inferirse que se sentía cómoda en Haworth.

Por último, y aunque no se trata de un texto escrito personalmente por Emily, encuentro evidencia de su percepción de Haworth durante la infancia en el texto «A Day at Parry’s Palace», escrito por Charlotte a petición de Emily (incapaz de escribir todavía con fluidez), para que lo incluyese en las historias de Angria, en cuya elaboración Charlotte y Branwell colaboraban entonces con intensidad. Winnifred Gerin observa que este texto es completamente diferente en cuanto a paisaje y tono al del texto de Charlotte «Glasstown», extravagante, lujoso y oriental, como la mayoría de sus escritos de esa época. Según Gérin, Charlotte simplemente se limitó a transcribir el lenguaje de la descripción verbal de la pequeña Emily, creando así un lugar que recuerda al Haworth de la época: «todas las casas estaban dispuestas en hileras, cada una con cuatro habitaciones y un pequeño jardín delante»; «algunos chopos crecían dispersos, pero no había ni bosques frondosos ni arboledas mecidas por el viento». «Las altas y negras chimeneas de aquellas innobles fábricas vomitaban espesas columnas de un humo casi tangible que, sin embargo, no llegaba a alterar el color de aquel cielo brumoso y gris» (cit. Gérin, 1972: 13).

En su biografía de Emily, Edward Chitham también da cuenta de esa especial preferencia por los lugares conocidos, incluyendo asimismo, y con mucho más detalle, el texto de «A Day at Parry’s Palace». La descripción de Emily del palacio de Parry resulta conmovedora, pues se trata de una copia casi exacta de su hogar: «un edificio cuadrado de piedra coronado por lajas azules»; «el lavadero, la cocina trasera, el establo y la carbonera estaban alineados, con una hilera de árboles por detrás» y, en este palacio imaginario, a las doce del medio día, se servía una típica comida de Yorkshire: «carne de buey asada, pudin de Yorkshire, puré de patatas, tarta de manzana y pepinillos en vinagre» (cit. Chitham, 1987: 60). Al crecer, la personalidad de Emily cambia, y llega un momento en que, al menos en sus composiciones literarias, se distancia de sus hermanos mayores y de sus reglas de juego. Chitham señala que este cambio parece orientarse hacia la realidad, suavizando con ello la exageración e introduciendo en los juegos literarios comunes ecos del Yorkshire conocido, en lugar de las fantasías africanas de sus hermanos. En su opinión, a pesar de que sus emociones vayan en otra dirección, Emily intenta controlar los entornos físicos retomando la sensatez de lo conocido. Su búsqueda de nuevas formas de expresión parece devolverla, inevitablemente, a la realidad de los escenarios de Haworth y su entorno. En 1830, Emily comienza a ejercer tal influencia sobre la cooperación literaria que hasta entonces había existido entre los cuatro hermanos que las dos parejas se separan: Charlotte y Branwell, por un lado, y Emily y Anne, por otro.

De las biografías se infiere que Haworth ofreció a las Brontë pocas oportunidades de desarrollarse intelectualmente y que su curiosidad tuvo que nutrirse de lecturas de todo tipo. Sin embargo, el aislamiento de Haworth pudo muy bien servir también para imprimir en ellas un gusto por lo autóctono que difícilmente hubieran conseguido de haber vivido en una gran ciudad. Como señala Muriel Spark (1975: 11), aunque la familia nunca llegó a involucrarse en la vida social de Haworth, su espíritu sí que penetró la infancia y adolescencia de los hermanos a través de cauces muy diversos. Hago mía la opinión de Bentley cuando afirma que cuanto más lejos se vive de la influencia de la ciudad más marcadas pueden llegar a ser las características autóctonas. De aquí que el conocimiento cotidiano y próximo del carácter y la idiosincrasia de los habitantes de Haworth influyera en la creación de personajes y situaciones de sus novelas. Bentley (1947: 135-6) insiste también en cómo la combinación de sus raíces celtas con la influencia de Yorkshire originó una mezcla sorprendente de violentos contrastes capaz de producir la energía necesaria para la creación literaria. Otra investigadora que enfatiza la importancia del entorno de Haworth es Fannie Ratchford. En su opinión, Emily manifiesta su pasión por este lugar cuando hace de Gondal, una isla situada en el Pacífico, un país de montañas cubiertas de nieve, de páramos y de extensos lagos. El clima de Haworth se traslada también a Gondal, de tal modo que en invierno es una tierra de nieblas y páramos inhóspitos, de frías penumbras y aguanieve, mientras que los personajes conforman una raza intrépida, dura y elemental, que encuentra la máxima virtud en la lealtad, el peor de los crímenes en la traición, la mayor de las bendiciones en la libertad y el infierno más profundo en la prisión (Ratchford, 1941: 65). De la misma opinión es Muriel Spark (1975: 24), quien afirma que Gondal tiene sus raíces en Haworth y sus tradiciones; en su opinión, Emily fue la única Brontë que utilizó estos elementos primitivos, mientras que sus hermanas dieron más importancia a otros detalles relacionados con la adecuación social. Chitham (1987: 13), por su parte, considera que el talento literario de las Brontë no hubiera podido madurar lejos de un pueblo de los páramos tan aislado como éste, fuera de una casa con el cementerio a un lado del jardín, las avefrías y los whinchats (otro tipo de pájaro) al otro y, un poco más abajo, el malicioso parloteo de los mentideros de las estrechas calles del pueblo.

A pesar de que la influencia de Haworth fue beneficiosa para la creación literaria, Bentley considera que el lugar, con un clima hostil y pésimas condiciones sanitarias, fue también responsable de las tempranas muertes de las jóvenes Brontë, afectadas de tuberculosis. Aunque el clima de Yorkshire no era desde luego el más conveniente para esta afección pulmonar, en el conjunto de Gran Bretaña el número de fallecimientos por tuberculosis y otras enfermedades actualmente erradicadas fue realmente elevado durante el siglo XIX. La tuberculosis en concreto se llevó a sesenta mil personas durante el breve período comprendido entre 1838 y 1843 y, eventualmente, a mucha más gente que la viruela, el sarampión, el tifus, la tos ferina o la escarlatina juntos (Pool: 223). A pesar de que Haworth pudiera haber influido negativamente en la salud de las Brontë, el interés de este trabajo por su aproximación se debe a que fue precisamente en ese lugar, con sus características geográficas e históricas concretas, donde crecieron y se desarrollaron las escritoras. No obstante, desearía evitar la tentación de confinar sus obras a una cultura estrictamente local, o seguir los pasos de quienes, atrapados por la invisible y sutil red de lo doméstico, aceptan abiertamente y a pie juntillas todo lo que proviene de Haworth.

No obstante, si, como asegura Anne W. Spirn (1998: 15), el lenguaje del paisaje que habitamos en la infancia es «nuestro auténtico lenguaje», «la morada original» cuyo legado nos acompaña siempre física y mentalmente, pues los paisajes son «los primeros textos humanos» que aprendemos a leer, ¿se puede obviar la influencia del entorno en la creación literaria de las Brontë? Dada la brevedad de sus vidas y de los itinerarios geográficos que (sobre todo Emily) pudieron recorrer, debe de haber algo en esa tierra, en su experiencia del entorno, que enriquezca la comprensión de la creación literaria. De ser así, podríamos afirmar que la permanencia en un mismo lugar a lo largo de la vida no conlleva necesariamente provincianismo. El caso de las Brontë quizá sea una de esas ocasiones en las que el conocimiento de lo local determina el conocimiento de lo universal.

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