Kitabı oku: «Homo Falsus», sayfa 4
Cuarto, nos entregamos dócilmente a los estereotipos, las generalidades y las historias. Un ejemplo es el excesivo respeto que le tenemos a la opinión de las autoridades, como cuando aceptamos sin pruebas la afirmación de un odontólogo ignoto (pero con número de matrícula) que nos dice en un comercial que el dentífrico que tiene en su mano es probadamente superior al resto porque tiene “dendritas incandescentes” o algo por el estilo. Seguimos a la manada sin reflexionar demasiado, muchas veces por pura envidia, y nos subimos al tren de la moda para no quedar aislados de la consideración pública. Este es un sesgo medianamente común en muchos adultos, pero los padres saben perfectamente que tiende a infinito cuando se trata de niños y adolescentes. También solemos justificar nuestras decisiones de salud sin tener en cuenta los efectos placebo de los remedios que consumimos, dando lugar a una industria interminable de presuntos doctores y técnicas medicinales de dudosa efectividad.
BOX 3: EL GRAN SEDUCTOR
Si usted vio la película The Great Showman, sabrá que Barnum es el inventor del circo. El Efecto Barnum refiere a las afirmaciones que se realizan pretendidamente acerca de la personalidad de un individuo particular, pero que en realidad bien podrían aplicarse a casi cualquier persona. A continuación, listamos algunas de las más efectivas, y luego le agregamos la respuesta que nunca escucharíamos.Tienes una gran necesidad de que otras personas te quieran y te admiren. No es mi caso, si no siento odio del prójimo suelo sentirme bastante mal.Dispones de una capacidad que no has aprovechado totalmente. En verdad mi utilización de capacidad instalada está hoy por encima del 100%, y es por eso que me siento a punto de inflacionar.Eres una pensadora independiente y no aceptas las declaraciones de los demás sin una prueba satisfactoria. Curiosamente, suelo pensar exactamente lo mismo que mis interlocutores, que me convencen casi de inmediato de cualquier estupidez que escucho.A veces eres extrovertida, afable y sociable; mientras que otras veces eres introvertida, cautelosa y reservada. No estoy de acuerdo con eso y ya tengo que irme porque lo dice mi reloj, ese que ni atrasa ni adelanta, más bien todo lo contrario.Algunas de tus aspiraciones tienden a ser bastante poco realistas. Mirá vos. Justo te iba a contar mi gran sueño en esta vida: mover mi cabeza diciéndote “no”.La seguridad es uno de tus principales objetivos en la vida. Qué interesante... ¿cuánto te debo? porque decidí vender el cinturón de mi automóvil para pagarte por esta sesión. Estas declaraciones señalan una idiosincrasia personal inexistente. Y la utilizan aquellos que, comprendiendo la psicología humana, nos quieren vender servicios de salud, asistencia psicológica, soporte moral, relaciones personales, consultas amorosas o sexuales, cultos varios, productos naturistas, y muchos servicios por el estilo. Hacer sentir especial al cliente es un paso fundamental para empezar a engañarlo. |
Finalmente, engañarnos es demasiado fácil porque tenemos sesgos emocionales que nos hacen sentir especiales y que nos impulsan a comprar simplemente para sentirnos bien. Las frases adulatorias del tipo “vos lo valés” son una técnica bien conocida en el negocio publicitario, y se basan en el llamado Efecto Barnum.
Contrasesgo
En la sección anterior explicábamos la información asimétrica como una de las fuentes de engaño al consumidor. En esta nos centramos en los sesgos cognitivos. Es momento de aclarar la diferencia cualitativa que hay entre los problemas de información asimétrica y los sesgos de la naturaleza humana. Como dijimos antes, aun cuando las fuerzas del mercado no siempre resuelven todo, la información asimétrica podría eventualmente ser remediada mediante mayor disponibilidad y acceso a la información, y también con la innovación tecnológica. Pero los sesgos cognitivos son mucho más difíciles de corregir, básicamente porque están “cableados” en la naturaleza humana, de modo que nuestro cerebro no siempre está en condiciones de tomar todas sus decisiones racionalmente.
Para entender la diferencia, supongamos que estamos recorriendo un shopping y vemos un teclado electrónico de última tecnología con un montón de posibilidades electrónicas, que toca melodías de todo tipo y nos insinúa que podemos transformarnos en músicos o DJs en un par de semanas. Lo compramos, pero pasadas esas dos semanas nuestra carrera musical no prospera, y notamos que nuestro entusiasmo por aprender con el órgano tiende a decaer, hasta que finalmente nos vemos forzados a reconocer que nos hemos equivocado al comprarlo. Por supuesto, nadie compra un órgano en un centro comercial pensando seriamente en convertirse en rockstar (somos optimistas, no tontos), pero sí imaginando que en no mucho tiempo podríamos sorprender a nuestros conocidos con alguna melodía interesante, quizás un breve recital. El punto es que nuestro cerebro tiende a imaginar para estas situaciones un futuro mejor que el que termina siendo en la realidad. Lo que disparó esta imagen fue el local, que presentó inteligentemente el producto y nos tentó con espejitos de colores, o en este caso con musiquitas pegadizas.
¿Podría el mercado o la tecnología corregir esta situación? Sería inútil confiar en que al contar nuestra experiencia la tentación desaparezca. La empresa no nos engañó explícita sino implícitamente, y por más que quisiéramos convencer a los demás de que no deben caer, estas trampas aparecen continuamente en infinidad de situaciones. Son tantas que enumerar los consejos para no tentarse en cada una de ellas sería imposible. Y, por otro lado, una recomendación del tipo “ojo con gastar de más” sería demasiado general como para funcionar.
Es importante destacar que este es un fenómeno diferente de la decepción provocada por un producto que resultó ser de mala calidad. Hoy proliferan las compras en sitios como Mercado Libre, Booking, Trivago o las reservas en restaurantes, donde los usuarios pueden dejar sus opiniones sobre los productos y servicios que adquirieron, advirtiendo a los futuros consumidores de los problemas con los que se encontraron o, en el mejor de los casos, halagando las virtudes del vendedor. Aquí no se trata de la calidad del piano, sino de que sus servicios, por más buenos que sean, no nos entusiasman tanto como suponíamos al verlo en la vidriera.
Ahora tratemos de imaginar algo así como una solución de mercado a este problema. Podrían existir firmas muy perspicaces que ofrecieran algún tipo de “protección contra sesgos”. Digamos que en el mismo shopping donde nos habíamos tentado con el piano hay un pequeño stand de la empresa “Contrasesgo”, que ofrece técnicas generales para evitar tentarse. Los consumidores interesados podrían pagar gustosos por un dispositivo que fuera capaz de moderar la tentación de vislumbrarse a sí mismos como una estrella de rock al ver exhibido un simple piano eléctrico. ¿Qué puede ser más fácil?
Una dificultad que vamos a ignorar es que Contrasesgo debió haber realizado una gigantesca inversión para determinar exactamente el tipo de sesgo que afecta a cada persona. Ahora concentrémonos en la dificultad que enfrenta la firma para demostrarnos que sus técnicas realmente funcionan. Aparece nítidamente un problema filosófico: teniendo en cuenta que somos humanos con sesgos, ¿cómo podríamos confiar en nosotros mismos para determinar la verdad o falsedad de lo que Contrasesgo nos quiere vender? Estos supervisores de sesgos podrían en realidad ser empresas pérfidas que simplemente apuntan a engañarnos, sabiendo que mucha gente querría liberarse de sus sesgos. Y si concluimos que efectivamente Contrasesgo nos quiere engañar, podríamos pensar en comprar algún tipo de seguro contra el posible sesgo de comprarle el dispositivo a Contrasesgo, por ejemplo, a la empresa Contrasesgo al Cuadrado. ¿Alguno ya pensó que no hay forma de saber si Contrasesgo al Cuadrado nos está mintiendo?
Pero dejemos a un lado esta disquisición metafísica y asumamos por un momento que hemos logrado resolver de alguna manera la regresión infinita planteada en el párrafo anterior (por ejemplo, comprando la solución a la empresa Ad Infinitum Inc). Supongamos entonces que Contrasesgo es una empresa honesta y que podemos adquirir confiadamente ese dispositivo para contrarrestar sesgos. ¿Todo resuelto? Lamentablemente, todavía necesitamos sortear algunas dificultades adicionales. Para dilucidarlas, cambiemos ahora el ejemplo por otro más concreto. Pasamos frente a un local de comidas rápidas y nos tienta el aroma de sus hamburguesas. El mercado, siempre atento, ya ha tomado cartas en el asunto y dispuso enfrente otro local de Contrasesgo que intenta vendernos un dispositivo imperceptible para aplicar en nuestros orificios nasales para eludir la detección del delicioso aroma a grasa. ¿Problema solucionado?
No tan rápido. Reflexionemos un momento sobre cómo piensa una persona que compraría este dispositivo. Simplificadamente, comer una hamburguesa representa un intercambio entre un placer inmediato y la salud futura, en el que suele ganar el primero. El individuo que compra el dispositivo anti-sesgo entiende que al hacerlo anula la posibilidad de experimentar ese placer en el corto plazo. Pero esto no ayuda demasiado, porque el sesgo real que experimentamos consiste en creer que vamos a poder controlarnos en el futuro. El individuo irracional espera poder disfrutar de la tentación “en su justa medida”, obteniendo placer y al mismo tiempo manteniendo su salud en el largo plazo. En el caso de la hamburguesa, la persona podría estar planeando comer un poco más de grasa ahora, para más adelante compensar ejercitando más, algo que seguramente nunca ocurrirá. Una persona que piensa en estos términos jamás compraría el dispositivo, porque uno de nuestros sesgos es, precisamente, ¡creer que somos capaces de luchar contra nuestros propios sesgos! La lista de promesas inútiles que nos hacemos a nosotros mismos es infinita: esta vez no comeré postre; esta vez dejaré de fumar; esta vez no voy a gastar de más; esta vez me voy a comprometer a ahorrar todos los meses; esta vez no voy a jugar a la lotería; esta vez no me voy a encandilar con la música de un órgano; esta vez invertiré en hacer un programa de radio de calidad. Tras cada fallo, las excusas ganarán en originalidad, pero los incumplimientos se acumularán infinitamente.
A esto hay que sumarle nuestra natural disposición a desear mantener intactas nuestras opciones para disfrutar de los placeres de corto plazo. Cuando en la Odisea el protagonista Ulises decidió atarse al mástil (suponemos que el lector conoce la historia), lo hizo porque quería disfrutar del canto de las sirenas. Ulises fue lo suficientemente inteligente como para diseñar un mecanismo que le evitara sucumbir al encantamiento. El mecanismo logró no inhabilitarlo para disfrutar el canto y, al mismo tiempo, esquivar la tentación mortal.
Y como no podía ser de otra manera, las empresas como Contrasesgo no existen. Esto no es solo porque los sesgos son variados, sino además porque pueden tener diferentes grados de importancia según la personalidad y la crianza de cada persona. Tan idiosincráticos son estos fallos cognitivos que un pequeño grupo de personas logra darse cuenta de ellos, y es suficientemente inteligente para conocerse y crear reglas estrictas que eviten remordimientos. Ir con poco dinero a jugar a la ruleta, poner un candado a la heladera, cenar en restaurantes de “comida sana”, no llevar la tarjeta de crédito al ir de paseo al shopping, no ir con hambre al supermercado, no ir en su propio auto a una fiesta si habrá alcohol, son todas técnicas que solo un puñado de gente logra llevar adelante con éxito luego de una aguda introspección. Los experimentos demuestran que quienes logran estas proezas son los menos, y que muchas veces incluso estas reglas no son del todo eficaces (¿cuán a mano está esa llave que abre la heladera?).
Hay muchos otros compromisos que podrían ayudarnos, pero que suelen ser difíciles de cumplir, o también pueden conllevar serios costos. Uno de los mecanismos para obligarse a realizar ejercicio físico con frecuencia es pagar por todo un año de gimnasio por adelantado, esperando que luego nos duela pagar sin asistir. Pero en un estudio realizado en el año 2006 por la Consultora D´Alessio Irol, el 11% de los 22.647 individuos consultados reconoce que se inscribe, pero no concurre. ¿Hay alguna manera más irracional de gastar dinero? Sí. Alguna vez Gerardo, sabiendo que con eso no es suficiente, contrató además un profesor particular para hacer ejercicio, pues detesta dejar plantado a alguien (que no sea Pablo). El resultado: hoy Gerardo está mucho mejor físicamente de lo que lo estará a los 93 años.
¿Y qué hace el mercado mientras tanto? Debemos admitir que el ingenio capitalista no descansa, y que los mercados saben aprovechar hasta los más insólitos resquicios de ventaja. De hecho, en el año 2011 abrió en Madrid el primer gimnasio para personas... ¡que no irán! Tal como se lee: el Placebo Gym fue un centro deportivo para personas que quieren tener la sensación de que realizan ejercicio físico. Para que la experiencia sea lo más realista posible y el efecto placebo tenga lugar, el gimnasio les manda la factura todos los meses a sus socios. Y si alguno de sus clientes efectivamente concurre al lugar, los dueños le ofrecen la posibilidad de entregar la ropa limpia al ingresar, devolviéndosela sudada al marcharse de allí. Desgraciadamente para los partidarios de las soluciones de mercado, no se supo nada más sobre este emprendimiento y su página de Facebook está prácticamente vacía, así que podemos asumir que siete años después de su apertura no tuvo mucho éxito.
Otra potencial solución a los sesgos sería enseñar a los humanos a ser más racionales. Entre los intentos más famosos de racionalizar las decisiones figura el de Annamaría Lusardi, que ha dedicado su vida profesional a la relación de la gente común con sus finanzas personales. Lusardi descubrió que el nivel de comprensión de las finanzas por parte del individuo medio era poco menos que lamentable. Conceptos básicos como el interés compuesto, o la idea de diversificar, le resultaban completamente ajenos, incluso a gente que se consideraba a sí misma bien preparada, como por ejemplo los profesionales de clase media-alta que no se dedican a las finanzas. Esto significa que individuos que se presumían racionales han tomado decisiones bastante malas durante demasiado tiempo, y que la tarea de Lusardi es ciclópea. Para colmo de males, las enseñanzas no siempre dan los resultados esperados, de modo que el esfuerzo a realizar es aun mayor. A esto hay que sumarle un hecho real de las finanzas: fuera de algunos principios generales, no hay certidumbre sobre las mejores recomendaciones respecto de la manera más efectiva de invertir los ahorros. Esto implica que aun los mejores especialistas pueden equivocarse, o no saber qué decisión tomar si existe mucha incertidumbre. Quizás el caso más insólito de “experto analfabeto” sea el de Harry Markowitz, economista de la Universidad de Chicago y Premio Nobel de Economía en 1989 por su teoría de diversificación de cartera, la rama financiera por excelencia de la disciplina. Una vez un periodista le preguntó cómo tenía invertido su capital, y Markowitz respondió que tenía el 50% invertido en acciones, y el otro 50% en bonos, una elección que difícilmente requiera teorías demasiado sofisticadas. Hasta el más renombrado teórico en cuestiones financieras, como vemos, termina tomando en la práctica una posición similar a la de un lego financiero. Los sesgos de sobreconfianza y sobreoptimismo, finalmente, tampoco ayuda a respetar las tradicionales enseñanzas de recato de docentes como Lusardi. Los ahorristas, en especial los hombres, suelen decidir en base a visiones personales, que a posteriori se revelan como sesgadas, basando sus decisiones en intuiciones completamente injustificadas, o atendiendo consejos de gente cercana y conocida pero que no tiene ninguna preparación.
Para recapitular, Akerlof y Shiller afirman que, tanto la información asimétrica como las fallas cognitivas, permiten la “pesca” de consumidores crédulos. Nuestra impresión es que la segunda justificación es mucho más general y permanente que la primera, y por eso seguiremos nuestro camino solamente por ese sendero. Nos interesa saber ahora cuáles son los ardides que usan los vendedores para aprovechar nuestros sesgos.
— IV —
¿QUIÉN ENGAÑA A QUIÉN?
Hasta ahora hemos presentado a Akerlof y Shiller, quienes han culpado en buena medida a las empresas de la existencia del engaño. Esos monstruos capitalistas impiadosos que asaltan la plusvalía del trabajador y se aprovechan de los consumidores. Ok, nos pasamos un poco, pero aquí no vinimos a exonerar a las empresas, sino a extender la culpabilidad. En este capítulo demostraremos que, en el fondo, todos somos mentirosos.
No, no se nos ofenda. No hablamos de usted, que seguro jamás ha intentado engañar a nadie. Sospechamos que, aunque usted ha detectado mucha mentira en los demás, se considera a sí mismo un dechado de virtudes y de honestidad íntegra. De hecho, en la película “(Dis)Honesty, la verdad sobre las mentiras”, nuestro admirado Dan Ariely pregunta a su audiencia cuántos de los presentes habían dicho al menos una mentira en el último año. Al ver que todos levantaban la mano, preguntó ahora cuántos se autopercibían como personas honestas y maravillosas, resultando ser el mismo grupo que había levantado la mano en la primera pregunta. El interrogante que planteaba Ariely, entonces, era cómo es posible que la misma persona haya mentido y se considere honesta al mismo tiempo.
El hecho de que cada uno de nosotros se autoperciba como honesto y solo vea engaño en los demás es un ejemplo de lo que los economistas llamamos una violación a las restricciones de presupuesto: ambas cosas no pueden ser verdad en el agregado. Así que basta de indulgencias. Vamos a demostrar la única verdad, que es que todos, ustedes y también nosotros dos, mentimos de lo lindo. A las pruebas nos remitimos.
Estamos al tanto de que a esta altura nos debemos estar ganando unos cuantos enemigos. Acusamos a quienes han invertido plata en este libro o bien de deshonestos (pescadores), o bien de ser tontos (pescados). Pero no se ofenda y siga leyendo un poco más, al menos para determinar cuánto le estamos mintiendo nosotros.
El cuestionamiento que surge naturalmente ante la afirmación de que todos somos grandes mentirosos, es que no es posible que todos seamos pescadores al mismo tiempo. Es claro que debe haber pescadores y pescados. Si somos todos vivos y mentirosos, ¿en términos netos a quién estamos engañando? Es cierto que la distinción entre engañadores y engañados es factible porque varios experimentos demuestran que hay individuos que sufren más sesgos que otros. Pero la verdadera resolución al dilema agregado que recién planteamos no es esa: la respuesta a dicho cuestionamiento es que una misma persona puede ser pescador y pescado, según su rol en la economía.
Este libro sostiene que mentir es la forma más natural que todos tenemos de enfrentar este duro sistema económico donde, para sobrevivir, hay que saber vender. En el libre mercado la demanda manda, valga la cacofonía. Siempre escuchamos que “el cliente siempre tiene la razón”, y la razón es que ese cliente tiene el dinero. Y el dinero nos sirve a todos, mientras que lo que las empresas ofrecen… no siempre les sirve a todos. Por lo tanto, para sobrevivir en esta jungla, usted debe ser capaz de vender algo: bienes, servicios, su esfuerzo, una casa para alquilar, un talento, e incluso el argumento de que como no puede vender nada debe ser subsidiado o mantenido por el Estado.
Pese a que todos engañamos y somos engañados, vale remarcar una importante asimetría que habíamos comentado en el capítulo I. Quienes ofrecen suelen ser más racionales que los que demandan. ¿Por qué? Porque están más especializados y tienen mayor conocimiento acerca de lo que ofrecen, lo que les permite converger hacia un método racional para tomar decisiones. En cambio, los consumidores no disponen de esta capacidad y al lidiar con sus sesgos personales no suelen converger a la racionalidad. Si bien hay empresas que se equivocan a menudo, esta asimetría predice que las empresas tienden a explotar más a los consumidores que los consumidores a las empresas. Esta es la razón por la cual en todos los países hay agencias que defienden a los consumidores de las artimañas de las empresas, pero ninguna que proteja a las firmas de los abusos de los consumidores.
El aporte que hacemos aquí es que la capacidad de ser “pescador” no es exclusiva de la empresa sino, más en general, de todo aquel que se dispone a ofrecer algo en el mercado, lo que incluye a los profesionales, los trabajadores, los estudiantes y toda persona que quiera obtener dinero a cambio de lo que hace. En otras palabras, el problema no es “la empresa” sino más en general “la oferta”. La oferta de cualquier cosa que necesita ser vendida a toda costa. A todo engaño. En este capítulo revisaremos el conjunto de artimañas que todos, directa o indirectamente, usamos para subsistir en pos de vender lo que podamos. Desde luego, el truco más viejo que conocemos es el de la publicidad, la verdadera profesión más antigua del mundo, así que empezaremos por un corte comercial.
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