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Kitabı oku: «Episodios Nacionales: Zaragoza», sayfa 5

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X

Cuando desperté al amanecer del día siguiente, vi a Montoria, que se paseaba por la muralla.

– Creo que va a empezar el bombardeo – me dijo. – Se nota gran movimiento en la línea enemiga.

– Empezarán por batir este reducto – indiqué yo, levantándome con pereza. – ¡Qué feo está el cielo, Agustín! El día amanece muy triste.

– Creo que atacarán por todas partes a la vez, pues tienen hecha su segunda paralela. Ya sabes que Napoleón, hallándose en París, al saber la resistencia de esta ciudad en el primer sitio, se puso furioso contra Lefebvre Desnouettes porque había embestido la plaza por el Portillo y la Aljafería. Luego pidió un plano de Zaragoza, se lo dieron e indicó que la ciudad debía ser atacada por Santa Engracia.

– ¿Por aquí? Pronto lo veremos. Mal día se nos prepara si se cumplen las órdenes de Napoleón. Dime, ¿tienes por ahí algo que comer?

– No te lo enseñé antes, porque quise sorprenderte – me dijo mostrándome un cesto, que servía de sepulcro a dos aves asadas fiambres, con algunas confituras y conservas finas.

– ¿Lo has traído anoche?… Ya. ¿Cómo pudiste salir del reducto?

– Pedí licencia al jefe, y me la concedió por una hora. Mariquilla tenía preparado este festín. Si el tío Candiola sabe que dos de las gallinas de su corral han sido muertas y asadas para regalo de los defensores de la ciudad, se lo llevarán los demonios. Comamos, pues, Sr. Araceli, y esperemos ese bombardeo… ¡Eh! ¡Aquí está!… una bomba, otra, otra…

Las ocho baterías que embocaban sus tiros contra San José y el reducto del Pilar, empezaron a hacer fuego; ¡pero qué fuego! ¡Todo el mundo a las troneras, o al pie del cañón! ¡Fuera almuerzos, fuera desayunos, fuera melindres! Los aragoneses no se alimentan sino de gloria. El fuerte inconquistable contestó al insolente sitiador con orgulloso cañoneo, y bien pronto el gran aliento de la patria dilató nuestros pechos. Las balas rasas rebotando en la muralla de ladrillo y en los parapetos de tierra, destrozaban el reducto, cual si fuera un juguete apedreado por un niño; las granadas cayendo entre nosotros reventaban con estrépito, y las bombas pasando con pavorosa majestad por sobre nuestras cabezas, iban a caer en las calles y en los techos de las casas.

¡A la calle todo el mundo! No haya gente cobarde ni ociosa en la ciudad. Los hombres a la muralla, las mujeres a los hospitales de sangre, los chiquillos y los frailes a llevar municiones. No se haga caso de estas terribles masas inflamadas que agujerean los techos, penetran en las habitaciones, abren las puertas, horadan los pisos, bajan al sótano, y al reventar desparraman las llamas del infierno en el hogar tranquilo, sorprendiendo con la muerte al anciano inválido en su lecho y al niño en su cuna. Nada de esto importa. A la calle todo el mundo y con tal que se salve el honor, perezca la ciudad y la casa, y la iglesia, y el convento, y el hospital, y la hacienda, que son cosas terrenas. Los zaragozanos, despreciando los bienes materiales como desprecian la vida, viven con el espíritu en los infinitos espacios de lo ideal.

En los primeros momentos nos visitó el capitán general, con otras muchas personas distinguidas, tales como D. Mariano Cereso, el cura Sas, el general O’Neilly, San Genis y D. Pedro Ric. También estuvo allí el bravo y generoso y campechano D. José de Montoria, que abrazó a su hijo, diciéndole: «Hoy es día de vencer o morir. Nos veremos en el cielo». Tras de Montoria se nos presentó don Roque, el cual estaba hecho un valiente, y como empleado en el servicio sanitario, desde antes que existieran heridos había comenzado a desplegar de un modo febril su actividad, y nos mostró un mediano montón de hilas. Varios frailes se mezclaron asimismo entre los combatientes durante los primeros disparos, exhortándonos con un furor místico, inspirado en el libro de los Macabeos.

A un mismo tiempo y con igual furia atacaban los franceses el reducto del Pilar y el fortín de San José. Este, aunque ofrecía un aspecto más formidable había de resistir menos, quizás por presentar mayor blanco al fuego enemigo. Pero allí estaba Renovales con los voluntarios de Huesca, los voluntarios de Valencia, algunos guardias walonas y varios individuos de milicias de Soria. El gran inconveniente de aquel fuerte consistía en estar construido al amparo de un vasto edificio, que la artillería enemiga convertía paulatinamente en ruinas; y desplomándose de rato en rato pedazos de paredón, muchos defensores morían aplastados. Nosotros estábamos mejor; sobre nuestras cabezas no teníamos más que cielo, y si ningún techo nos guarecía de las bombas, tampoco se nos echaban encima masas de piedra y ladrillo. Batían la muralla por el frente y los costados, y era un dolor ver cómo aquella frágil masa se desmoronaba, poniéndonos al descubierto. Sin embargo, después de cuatro horas de fuego incesante con poderosa artillería apenas pudieron abrir una brecha practicable.

Así pasó todo el día 10, sin ventaja alguna para los sitiadores por nuestro lado, si bien hacia San José habían logrado acercarse y abrir una brecha espantosa, lo cual unido al estado ruinoso del edificio anunciaba la dolorosa necesidad de su rendición. Sin embargo, mientras el fuerte no estuviese reducido a polvo y muertos o heridos sus defensores había esperanza. Renováronse allí las tropas, porque los batallones que trabajaban desde por la mañana estaban diezmados, y cuando anocheció, después de abierta la brecha e intentado sin fruto un asalto, aún se sostuvo Renovales sobre las ruinas empapadas en sangre, entre montones de cadáveres y con la tercera parte tan sólo de su artillería.

No interrumpió la noche el fuego, antes bien siguió con encarnizamiento en los dos puntos. Nosotros habíamos tenido buen número de muertos y muchos heridos. Estos eran al punto recogidos y llevados a la ciudad por los frailes y las mujeres; pero aquellos aún prestaban el último servicio con sus helados cuerpos, porque estoicamente los arrojábamos a la brecha abierta, que luego se acababa de tapar con sacos de lana y tierra.

Durante la noche no descansamos ni un solo momento, y la mañana del 11 nos vio poseídos del mismo frenesí, ya apuntando las piezas contra la trinchera enemiga, ya acribillando a fusilazos a los pelotones que venían a flanquearnos, sin abandonar ni un instante la operación de tapar la brecha, que de hora en hora iba agrandando su horroroso espacio vacío. Así nos sostuvimos toda la mañana, hasta el momento en que dieron el asalto a San José, ya convertido en un montón de ruinas, y con gran parte de su guarnición muerta. Aglomerando contra los dos puntos grandes fuerzas, mientras caían sobre el convento, dirigieron sobre nosotros un atrevido movimiento; y fue que con objeto de hacer practicable la brecha que nos habían abierto, avanzaron por el camino de Torrero con dos cañones de batalla, protegidos por una columna de infantería.

En aquel instante nos consideramos perdidos: temblaron los endebles muros, y los ladrillos mal pegados se desbarataban en mil pedazos. Acudimos a la brecha que se abría y se abría cada vez más, y nos abrasaron con un fuego espantoso, porque viendo que el reducto se deshacía pedazo a pedazo, cobraron ánimo llegando al borde mismo del foso. Era una locura tratar de tapar aquel hueco formidable; y hacerlo a pecho descubierto era ofrecer víctimas sin fin al furioso enemigo. Abalanzáronse muchos con sacos de lana y paletadas de tierra, y más de la mitad quedaron yertos en el sitio. Cesó el fuego de cañón, porque ya parecía innecesario; hubo un momento de pánico indefinible; se nos caían los fusiles de las manos; nos vimos destrozados, deshechos, aniquilados por aquella lluvia de disparos que parecían incendiar el aire, y nos olvidamos del honor, de la muerte gloriosa, de la patria y de la Virgen del Pilar, cuyo nombre decoraba la puerta del baluarte inconquistable. La confusión más espantosa reinó en nuestras filas. Rebajado de improviso el nivel moral de nuestras almas, todos los que no habíamos caído, deseamos unánimemente la vida, y saltando por encima de los heridos y pisoteando los cadáveres, huimos hacia el puente, abandonando aquel horrible sepulcro antes que se cerrara, enterrándonos a todos.

En el puente nos agolpamos con pavor y desorden invencibles. Nada hay más frenético que la cobardía: sus vilezas son tan vehementes como las sublimidades del valor. Los jefes nos gritaban: «¡Atrás, canallas! ¡El reducto del Pilar no se rinde!». Y al mismo tiempo sus sables azotaron de plano nuestras viles espaldas. Nos revolvimos en el puente sin poder avanzar, porque otras tropas venían a contenernos, y tropezamos unos con otros, confundiendo la furia de nuestro miedo con el ímpetu de su bravura.

– ¡Atrás, canallas! – gritaban los jefes abofeteándonos. – ¡A morir en la brecha!

El reducto estaba vacío: no había en él más que muertos y heridos. De repente vimos que entre el denso humo y el espeso polvo, y saltando sobre los exánimes cuerpos, y los montones de tierra, y las ruinas, y las cureñas rotas, y el material deshecho, avanzaba una figura impávida, pálida, grandiosa, imagen de la serenidad trágica; era una mujer que se había abierto paso entre nosotros, y penetrando en el recinto abandonado, marchaba majestuosa ¡hasta la horrible brecha! Pirli, que yacía en el suelo herido en una pierna, exclamó con terror:

– Manuela Sancho, ¿a dónde vas?

Todo esto pasó en mucho menos tiempo del que empleo en contarlo. Tras de Manuela Sancho se lanzó uno, luego tres, luego muchos, y al fin todos los demás, azuzados por los jefes que a sablazos nos llevaron otra vez al puesto del deber. Ocurrió esta transformación portentosa, por un simple impulso del corazón de cada uno, obedeciendo a sentimientos que se comunicaban a todos sin que nadie supiera de qué misterioso foco procedían. Ni sé por qué fuimos cobardes, ni sé por qué fuimos valientes unos cuantos segundos después. Lo que sé es que movidos todos por una fuerza extraordinaria, poderosísima, sobrehumana, nos lanzamos a la lucha tras la heroica mujer, a punto que los franceses intentaban con escalas el asalto; y sin que tampoco sepa decir la causa, nos sentimos con centuplicadas energías, y aplastamos, arrojándolos en lo profundo del foso, a aquellos hombres de algodón que antes nos parecieron de acero. A tiros, a sablazos, con granadas de mano, a paletadas, a golpes, a bayonetazos, murieron muchos de los nuestros para servir de defensa a los demás con sus fríos cuerpos; defendimos el paso de la brecha, y los franceses se retiraron, dejando mucha gente al pie de la muralla. Volvieron a disparar los cañones, y el reducto inconquistable no cayó el día 11 en poder de la Francia.

Cuando la tempestad de fuego se calmó, no nos conocíamos: estábamos transfigurados, y algo nuevo y desconocido palpitaba en lo íntimo de nuestras almas, dándonos una ferocidad inaudita. Al día siguiente decía Palafox con elocuencia: «Las bombas, las granadas y las balas no mudan el color de nuestros semblantes, ni toda la Francia lo alteraría».

XI

El fuerte de San José se había rendido, mejor dicho, los franceses entraron en él cuando la artillería lo hubo reducido a polvo, y cuando yacían entre los escombros uno por uno todos sus defensores. Los imperiales, al penetrar, encontraron inmenso número de cuerpos destrozados, y montones de tierra y guijarros amasados con sangre. No podían aún establecerse allí, porque eran flanqueados por la batería de los Mártires y la del Jardín Botánico, y continuaron las operaciones de zapa para apoderarse de estos dos puntos. Las fortificaciones que conservábamos estaban tan destrozadas, que urgía una composición general, y se dictaron órdenes terribles convocando a todos los habitantes de Zaragoza para trabajar en ellas. La proclama dijo que todos debían llevar el fusil en una mano y la azada en la otra.

El 12 y el 13 se trabajó sin descanso, disminuyendo bastante el fuego, porque los sitiadores escarmentados, no querían arriesgarse en nuevos golpes de mano, y comprendiendo que aquello era obra de paciencia y estudio más que de arrojo, abrían despacio y con toda seguridad zanjas y caminos cubiertos que les trajesen a la posesión del reducto, sin pérdida de gente. Casi fue preciso hacer de nuevo las murallas, mejor dicho, sustituirlas con sacos de tierra, operación en que además de toda la tropa, se ocupaban muchos frailes, canónigos, magistrados de la Audiencia, chicos y mujeres. La artillería estaba casi inservible, el foso casi cegado, y era preciso continuar la defensa a tiro de fusil. Así nos sostuvimos todo el 13 protegiendo los trabajos de recomposición, padeciendo mucho y viendo que cada vez mermábamos en número, aunque entraba gente nueva a cubrir las considerables bajas. El 14 la artillería enemiga empezó a desbaratar de nuevo nuestra muralla de sacos, abriéndonos brechas por el frente y los costados; mas no se atrevían a intentar un nuevo asalto, contentándose con seguir abriendo una zanja en tal dirección que no podíamos de modo alguno enfilarla con nuestro fuego, ni con los de las baterías inmediatas.

El valeroso, el provocativo fuerte de tierra, iba a estar bien pronto bajo los fuegos cubiertos de baterías cercanas que arrojarían a los cuatro vientos el polvo de que estaba formado. En esta situación le era forzoso rendirse más tarde o más temprano, pues se hallaba a merced de los tiros del francés, como un barco a merced de las olas del Océano. Flanqueado por caminos cubiertos y zig-zags, por cuyos huecos discurría sin peligro un enemigo inteligente lleno de fuerza material y con todos los recursos de la ciencia, el baluarte era como un hombre cercado por un ejército. No teníamos cañones servibles ni podíamos traer otros nuevos, porque las murallas no los hubieran resistido.

Nuestro único recurso era minar el reducto para volarlo en el momento en que entraran en él los franceses, y destruir también el puente para impedir que nos persiguieran. Así se hizo, y durante la noche del 14 al 15 trabajamos sin descanso en la mina, y pusimos los hornillos del puente, esperando que los enemigos se echasen encima al día siguiente por la mañana. Con todo, no fue así, porque, no atreviéndose a dar un asalto sin tomar las precauciones y seguridades posibles, continuaron sus trabajos de zapa hasta muy cerca del foso. En esta faena, nuestra infatigable fusilería les hacía poco daño. Estábamos desesperados; sin poder hacer nada, sin que la misma desesperación nos sirviera para la defensa. Era una fuerza inútil como la cólera de un loco en su jaula.

Desclavamos también el tablón que decía Reducto inconquistable, para llevarnos aquel testimonio de nuestra justificada jactancia, y al anochecer fue abandonado el fuerte, quedando sólo cuarenta hombres para custodiarlo hasta el fin y matar lo que se pudiera, como decía nuestro capitán, pues no debía perderse ninguna ocasión de hacer un par de bajas al enemigo. Desde la torre del Pino presenciamos la retirada de los cuarenta a eso de las ocho de la noche, después de haberla emprendido a bayonetazos con los ocupadores y batiéndose en retirada con bravura. La mina del interior del reducto hizo muy poco efecto; pero los hornillos del puente desempeñaron tan bien su cometido, que el paso quedó roto y el reducto aislado en la otra orilla de la Huerva. Adquirido este sitio y San José, los franceses tenían el apoyo suficiente para abrir su tercera paralela y batir cómodamente todo el circuito de la ciudad.

Estábamos tristes, y un poco, un poquillo desanimados. Pero ¿qué importaba un decaimiento momentáneo, si al día siguiente tuvimos una fiesta divertidísima? Después de batirse uno como un frenético, no venía mal un poco de holgorio y bullanga precisamente cuando faltaba tiempo para enterrar los muchos muertos, y acomodar en las casas el inmenso número de heridos. Verdad es que para todo había manos, gracias a Dios; y el motivo de la general alegría fue que empezaron a circular noticias estupendas sobre ejércitos españoles que venían a socorrernos, sobre derrotas de los franceses en distintos puntos de la Península y otras zarandajas. Agolpábase el pueblo en la plaza de la Seo, esperando a que saliese la Gaceta, y al fin salió a regocijar los ánimos y hacer palpitar de esperanza todos los corazones. No sé si efectivamente llegaron a Zaragoza tales noticias, o si las sacó de su cacumen el redactor principal, que era D. Ignacio Asso: lo cierto es que en letras de molde se nos dijo que Reding venía a socorrernos con un ejército de sesenta mil hombres; que el marqués de Lazán, después de derrotar a la canalla en el Norte de Cataluña, había entrado en Francia llevando el espanto por todas partes; que también venía en nuestro auxilio el duque del Infantado; que entre Blake y la Romana habían derrotado a Napoleón matándole veinte mil hombres, inclusos Berthier, Ney y Savary, y que a Cádiz habían llegado diez y seis millones de duros, enviados por los ingleses para gastos de guerra. ¿Qué tal? ¿Se explicaba la Gaceta?

A pesar de ser tantas y tan gordas, nos las tragamos, y allí fueron las demostraciones de alegría, el repicar campanas, y el correr por las calles cantando la jota con otros muchos excesos patrióticos que por lo menos tenían la ventaja de proporcionarnos un poco de aquel refrigerio espiritual que necesitábamos. No crean Vds. que por consideración a nuestra alegría había cesado la lluvia de bombas. Muy lejos de eso, aquellos condenados parecían querer mofarse de las noticias de nuestra Gaceta, repitiendo la dosis.

Sintiendo un deseo vivísimo de reírnos en sus barbas, corrimos a la muralla, y allí las músicas de los regimientos tocaron con cierta afectación provocativa, cantando todos en inmenso coro el famoso tema:

 
La Virgen del Pilar dice
que no quiere ser francesa…
 

También ellos estaban para burlas, y arreciaron el fuego de tal modo, que la ciudad recibió en menos de dos horas mayor número de proyectiles que en el resto del día. Ya no había asilo seguro, ya no había un palmo de suelo ni de techo libre de aquel satánico fuego. Huían las familias de sus hogares, o se refugiaban en los sótanos; los heridos que abundaban en las principales casas eran llevados a las iglesias, buscando reposo bajo sus fuertes bóvedas: otros salían arrastrándose; algunos más ágiles llevaban a cuestas sus propias camas. Los más se acomodaban en el Pilar y después de ocupar todo el pavimento, tendíanse en los altares y obstruían las capillas. A pesar de tantos infortunios se consolaban con mirar a la Virgen, la cual sin cesar con el lenguaje de sus brillantes ojos les estaba diciendo que no quería ser francesa.

XII

Mi batallón no tomó parte en las salidas de los días 22 y 24, ni en la defensa del Molino de aceite y de las posiciones colocadas a espaldas de San José, hechos gloriosos en que se perdió bastante gente, pero donde se les sentó la mano con firmeza a los franceses. Y no era porque estos se descuidaran en tomar precauciones, pues en la tercera paralela, desde la embocadura de la Huerva hasta la puerta del Carmen, colocaron 50 cañones, los más de grueso calibre, dirigiendo sus bocas con mucho arte contra los puntos más débiles. De todo esto nos reíamos o aparentábamos reírnos, como lo prueba la vanagloriosa respuesta de Palafox al mariscal Lannes (que desde el 22 se puso al frente del ejército sitiador), en la cual le decía: «La conquista de esta ciudad hará mucho honor al señor Mariscal si la ganase a cuerpo descubierto, no con bombas y granadas que sólo aterran a los cobardes».

Por supuesto en cuanto pasaron algunos días se conoció que los refuerzos esperados y los poderosos ejércitos que venían a libertarnos eran puro humo de nuestras cabezas y principalmente de la del diarista que en tales cosas se entretenía. No había tales auxilios, ni ejércitos de ninguna clase andaban cerca para ayudarnos.

Yo comprendí bien pronto que lo publicado en la Gaceta del 16 era una filfa, y así lo dije a D. José de Montoria y a su mujer, los cuales en su optimismo atribuyeron mi incredulidad a falta de sentido común. Yo había ido con Agustín y otros amigos a la casa de mis protectores para ayudarles en una tarea que les traía muy apurados, pues destruido por las bombas parte del techo, y amenazada de ruina una pared maestra, estaban mudándose a toda prisa. El hijo mayor de Montoria, herido en la acción del Molino de aceite, se había albergado, con su mujer e hijo en el sótano de una casa inmediata, y doña Leocadia no daba paz a los pies y a las manos para ir y venir de un sitio a otro trayendo y llevando lo que era menester.

– No puedo fiarme de nadie – me decía. – Mi genio es así. Aunque tengo criados, no quedo contenta si no lo hago todo yo misma. ¿Qué tal se ha portado mi hijo Agustín?

– Como quien es, señora – le contesté. – Es un valiente muchacho, y su disposición para las armas es tan grande, que no me asombraría verle de general dentro de un par de años.

– ¡General ha dicho Vd.! – exclamó con sorpresa. – Mi hijo cantará misa en cuanto se acabe el sitio, pues ya sabe Vd. que para eso le hemos criado. Dios y la Virgen del Pilar le saquen en bien de esta guerra, que lo demás irá por sus pasos contados. Los padres del Seminario me han asegurado que veré a mi hijo con su mitra en la cabeza y su báculo en la mano.

– Así será, señora; no lo pongo en duda. Pero al ver cómo maneja las armas, no puede acostumbrarse uno a considerar que con aquella misma mano que tira del gatillo ha de echar bendiciones.

– Verdad es, Sr. de Araceli; y yo siempre he dicho que a la gente de iglesia no le cae bien esto del gatillo, pero qué quiere Vd. Ahí tenemos hechos unos guerreros que dan miedo a D. Santiago Sas, a D. Manuel Lasartesa, al beneficiado de San Pablo D. Antonio La Casa, al teniente cura de la parroquia de San Miguel de los Navarros, D. José Martínez, y también a D. Vicente Casanova, que tiene fama de ser el primer teólogo de Zaragoza. Pues los demás lo hacen, guerree también mi hijo, aunque supongo que él estará rabiando por volver al Seminario y meterse en la balumba de sus estudios. Y no crea usted… últimamente estaba estudiando en unos libros tan grandes, tan grandes que pesan dos quintales. Válgame Dios con el chico. Yo me embobo cuando le oigo recitar una cosa larga, muy larga, toda en latín por supuesto, y que debe de ser algo de nuestro divino Señor Jesucristo y el amor que tiene a su Iglesia, porque hay mucho de amorem y de formosa, y pulcherrima, inflammavit y otras palabrillas por el estilo.

– Justamente – le respondí, – y se me figura que lo que recita es el libro cuarto de una obra eclesiástica, que llaman la Eneida, que escribió un tal Fray Virgilio de la orden de Predicadores, y en cuya obra se habla mucho del amor que Jesucristo tiene a su Iglesia.

– Eso debe de ser – repuso doña Leocadia. – Ahora, Sr. de Araceli, veamos si me ayuda Vd. a bajar esta mesa.

– Con mil amores, señora mía, la llevaré yo solo – contesté cargando el mueble, a punto que entraba D. José de Montoria echando porras y cuernos por su bendita boca.

– ¿Qué es esto, porra? – exclamó. – ¡Los hombres ocupados en faenas de mujer! Para mudar muebles y trastos no se le ha puesto a Vd. un fusil en la mano, Sr. de Araceli. Y tú, mujer, ¿para qué distraes de este modo a los hombres que hacen falta en otro lado? Tú y las chicas ¡porra!, ¿no podéis bajar los muebles? Sois de pasta de requesón. Mira, por la calle abajo va la condesa de Bureta con un colchón a cuestas, mientras sus dos doncellas trasportan un soldado herido en una camilla.

– Bueno – dijo doña Leocadia, – para eso no es menester tanto ruido. Váyanse fuera, pues, los hombres. A la calle todo el mundo, y déjennos solas. Afuera tú también, Agustín, hijo mío, y Dios te conserve sano en medio de este infierno.

– Hay que trasportar veinte sacos de harina del convento de Trinitarios al almacén de la junta de abastos – dijo Montoria. – Vamos todos.

Y cuando llegamos a la calle, añadió:

– La mucha tropa que tenemos dentro de Zaragoza hará que pronto no podamos dar sino media ración. Verdad es, amigos míos, que hay muchos víveres escondidos, y aunque se ha mandado que todo el mundo declare lo que tiene, muchos no hacen caso y están acaparando para vender a precios fabulosos. ¡Mal pecado! Si les descubro y caen bajo mis manos, les haré entender quién es Montoria, presidente de la junta de abastos.

Llegábamos al Mercado, cuando nos salió al encuentro el padre fray Mateo del Busto, que venía muy fatigado, forzando su débil paso, y le acompañaba otro fraile a quien nombraron el padre Luengo.

– ¿Qué noticias nos traen sus paternidades? – les preguntó Montoria.

– Efectivamente, D. Juan Gallart tenía algunas arrobas de embutidos que pone a disposición de la junta.

– Y D. Pedro Pizcueta, el tendero de la calle de las Moscas, entrega generosamente sesenta sacos de lana y toda la harina y la sal de sus almacenes – añadió Luengo.

– Pero acabamos de librar con el tío Candiola – dijo el fraile – una batalla, que ni la de las Eras se le compara.

– Pues qué – preguntó D. José con asombro – ¿no ha entendido ese miserable cicatero que le pagaremos su harina, ya que es el único de todos los vecinos de Zaragoza que no ha dado ni un higo para el abastecimiento del ejército?

– Váyale Vd. con esos sermones al tío Candiola – repuso Luengo. – Ha dicho terminantemente que no volvamos por allá si no le llevamos ciento y veinticuatro reales por cada costal de harina, de sesenta y ocho que tiene en su almacén.

– ¡Hay infamia igual! – exclamó Montoria soltando una serie de porras que no copio por no cansar al lector. – ¡Con que a ciento veinticuatro reales! Es preciso hacer entender a ese avaro empedernido cuáles son los deberes de un hijo de Zaragoza en estas circunstancias. El capitán general me ha dado autoridad para apoderarme de los abastecimientos que sean necesarios, pagando por ellos la cantidad establecida.

– ¿Pues sabe Vd. lo que dice, Sr. D. José de mis pecados? – indicó Busto. – Pues dice que el que quiera harina que la pague. Dice que si la ciudad no se puede defender que se rinda, y que él no tiene obligación de dar nada para la guerra, porque él no es quien la ha traído.

– Corramos allá – dijo Montoria lleno de enojo, que dejaba traslucir en el gesto, en la alterada voz, en el semblante demudado y sombrío. – No es esta la primera vez que le pongo la mano encima a ese canalla, lechuzo, chupador de sangre.

Yo iba detrás con Agustín, y observando a este, le vi pálido y con la vista fija en el suelo. Quise hablarle; pero me hizo señas de que callara, y seguimos esperando a ver en qué pararía aquello. Pronto nos hallamos en la calle de Antón Trillo, y Montoria nos dijo:

– Muchachos, adelantaos, tocad a la puerta de ese insolente judío: echadla abajo si no os abren, entrad, y decidle que baje al punto y venga delante de mí, porque quiero hablarle. Si no quiere venir, traedle de una oreja; pero cuidado que no os muerda, que es perro con rabia y serpiente venenosa.

Cuando nos adelantamos miré de nuevo a Agustín, y le observé lívido y tembloroso.

– Gabriel – me dijo en voz baja, – yo quiero huir… yo quiero que se abra la tierra y me trague. Mi padre me matará, pero yo no puedo hacer lo que nos ha mandado.

– Ponte a mi lado y haz como que se te ha torcido un pie y no puedes seguir – le dije.

Y acto continuo los otros compañeros y yo empezamos a dar porrazos en la puerta. Asomose al punto la vieja por la ventana y nos dijo mil insolencias; trascurrió un breve rato y después vimos que una mano muy hermosa levantaba la cortina dejando ver momentáneamente una cara inmutada y pálida, cuyos grandes y vivos ojos negros dirigieron miradas de terror hacia la calle. Era en el momento en que mis compañeros y los chiquillos que nos seguían, gritaban en pavoroso concierto:

– ¡Que baje el tío Candiola, que baje ese perro Caifás!

Contra lo que creímos, Candiola obedeció, mas lo hizo creyendo habérselas con el enjambre de muchachos vagabundos que solían darle tales serenatas, y sin sospechar que el presidente de la junta de abastos con dos vocales de los más autorizados, estaban allí para hablar de un asunto de importancia. Pronto tuvo ocasión de dar en lo cierto, porque al abrir la puerta, y en el momento de salir, corriendo hacia nosotros con un palo en la mano, y centelleando de ira sus feos ojos, encaró con Montoria, y se detuvo amedrentado.

– ¡Ah!, es Vd. Sr. de Montoria – dijo con muy mal talante. – Siendo Vd., como es, individuo de la junta de seguridad, ya podría mandar retirar a esta canalla que viene a hacer ruido en la puerta de la casa de un vecino honrado.

– No soy de la junta de seguridad – declaró Montoria, – sino de la de abastos, y por eso vengo en busca del señor Candiola y le hago bajar; que no entro yo en esa casa oscura, llena de telarañas y de ratones.

– Los pobres – repuso Candiola con desabrimiento – no podemos tener palacios como el Sr. D. José de Montoria, administrador de bienes del común y por largo tiempo contratista de arbitrios.

– Debo mi fortuna al trabajo, no a la usura – exclamó Montoria. – Pero acabemos, señor don Jerónimo; vengo por esa harina… ya le habrán enterado a Vd. estos dos buenos religiosos…

– Sí; la vendo, la vendo – contestó Candiola con taimada sonrisa; – pero ya no la puedo dar al precio que indicaron esos señores. Es demasiado barato. No la doy menos de ciento sesenta y dos reales costal de a cuatro arrobas.

– Yo no pido precio – dijo D. José conteniendo la indignación.

– La junta podrá disponer de lo suyo; pero en mi hacienda no manda nadie más que yo – contestó el avaro, – y está dicho todo… conque cada uno a su casa, que yo me meto en la mía.

– Ven acá, harto de sangre – exclamó Montoria asiéndole del brazo y obligándole a dar media vuelta con mucha presteza. – Ven acá, Candiola de mil demonios; he dicho que vengo por la harina y no me iré sin ella. El ejército defensor de Zaragoza no se ha de morir de hambre ¡reporra!, y todos los vecinos han de contribuir a mantenerlo.

– ¡A mantenerlo, a mantener el ejército! – dijo el avariento, rebosando veneno. – ¿Acaso yo lo he parido?

– ¡Miserable tacaño! ¿No hay en tu alma negra y vacía ni tanto así de sentimiento patrio?

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
240 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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