Kitabı oku: «Tormento», sayfa 16

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XXXIII

«Porque no quiere verme más—repetía con vivísimo dolor—. ¡Qué vergüenza! No hay para mí más remedio que morir. ¿Cómo tendré valor para presentarme delante de gente?».

La noche la pasó en febril insomnio, sin tomar alimento, llorando a ratos, a ratos lanzando su imaginación a los mayores extravíos. Al día siguiente acarició de nuevo su alma las esperanzas de que Agustín viniera. Contando las horas, se dispuso para recibirle. Pero las horas no se daban a partido y con pausa lúgubre trascurrieron sin que nadie llegase a la pobre casa. Ni el señor con su respetuoso cariño, ni el criado con algún recado o cartita; nadie, ¡ni siquiera un recado de Rosalía para ver cómo estaba!… Cada vez que sentía ruido en la escalera, temblaba de esperanza. Pero la fúnebre soledad en que estaba no se interrumpió en aquel tristísimo día. Para que fuera más triste, ni un momento dejó de llover. Amparo creía que el sol se había nublado para siempre, y que aquella líquida mortaja que envolvía la Naturaleza era como una ampliación de la misma lobreguez de su alma.

Por la tarde ya no discurría sino deliraba. Ya no sentía frío sino un ardor molestísimo en todo su cuerpo. Iba de una parte a otra de la casa con morbosa inquietud; y en ocasiones veía los objetos del revés, invertidos. Hasta el retrato de su padre tenía la cabeza hacia abajo. Las líneas todas temblaban ante sus ojos doloridos y secos, y la lluvia misma era como un subir de hilos de agua en dirección del cielo. Vistiose entonces con lo mejor que tenía, comió pan seco y se mojó repetidas veces la cabeza para calmar aquel fuego. Perdida toda esperanza y segura de su vergüenza, pensó que era gran tontería conservar la vida y que ninguna solución mejor que arrancársela por cualquiera de los medios que para ello se conocen. Pasó revista a las diferentes suertes de suicidio: el hierro, el veneno, el carbón, arrojarse por la ventana. ¡Oh!, no tenía ella valor para darse una puñalada y ver salir su propia sangre. Tampoco se encontraba con fuerzas para dispararse una pistola en las sienes. Los efectos seguros e insensibles del carbón la seducían más. Según había oído decir, la persona que se sometía a la acción de aquel veneno, encerrándose con un brasero sin pasar y cuidando de que no entrara aire, se dormía dulcemente, y en aquel sueño delicioso se quedaba sin agonía… Bien; elegía resueltamente el carbón… Pero muy pronto variaron sus pensamientos. La desesperada tenía un arma eficaz y de fácil manejo… Acordose de ella mirando el retrato de su padre, que se había vuelto a poner derecho. Cuando el buen portero de la Farmacia estuvo enfermo de aquel mal que le acabó, fue molestado de una tenaz neuralgia que no cedía a la belladona, ni a la morfina. Para calmar sus horribles dolores y proporcionarle descanso, Moreno Rubio recetó un medicamento muy enérgico, de uso externo y que se administraba en paños empapados sobre la frente. Al dar la receta, el médico había dicho a Amparo: «Mucho cuidado con esto. La persona que beba una pequeña porción de lo que contiene el frasco, se irá sin chistar al otro mundo en cinco minutos». No conservaba la huérfana esta terrible droga; pero sí la receta, y en cuanto se acordó de ella, buscola en un cajón de la cómoda donde tenía varios recuerdos de su padre. Al desdoblar el papel no pudo reprimir cierto espanto. El suicida más empedernido no mira con completa calma las tijeras que ha robado a la Parca. La receta decía: Cianuro potásico-dos gramos… Agua destilada-doscientos gramos… Uso externo.

«En cinco minutos… sin chistar… es decir, sin dolor ninguno—pensó Amparo, extraviada hasta el punto de mirar el papel como un amigo triste—. No pasará de mañana».

Lo guardó en el bolsillo de su traje, haciendo propósito de ir ella misma a la botica en busca de su remedio. ¿Pero cuándo?… Aquella tarde no; por la noche tampoco. Sería prematuro. Al día siguiente… sin fijar hora…

La soledad en que estaba continuó toda la tarde, mas siniestra y pavorosa a cada hora que trascurría. Vino la noche y se entenebreció aquel cielo húmedo, semejante a un lodazal. Creeríase que los tejados iban a criar hierba, y desde arriba se sentía el chapoteo de los pies de los transeúntes en el fango de las calles.

Dieron las seis, las siete, las ocho. Ni un alma viviente se llegó a la puerta de aquella casa para tirar del verde cordón de la campanilla. ¡Las nueve, y no venía nadie! A las diez, pasos; pero los pasos se perdieron en otro piso. A las once dudas, inquietud, delirio. Las doce contaron doce veces en el reloj de la Universidad el plazo último que la esperanza se había dado a sí misma. La una pasó breve y esquiva, confundiéndose con las doce y media. Oyendo las dos, la mente de la Emperadora repitió alucinada el concepto de aquel borracho que dijo: ¿dos veces la una? Ese reloj anda mal. Las tres fueron acompañadas de lejanos cantos de gallo, y las cuatro siguieron tan de cerca a las tres, que ambas parecían descuido del tiempo o que eran horas gemelas. Breve letargo ocultó a Amparo el son de las cinco. Pero de repente vio el techo de su casa. El día empezaba a entrar en ella, es decir, otro día, el siguiente a aquel otro que pasó. ¡Cosa más tonta…! Pues en aquel día se había de matar irremisiblemente. Amaneció lloviendo también, la tierra bebiendo lágrimas del cielo.

No tuvo Amparo que vestirse porque se había acostado vestida en el sofá. Ella misma notó que no podía hacer cosa alguna sin equivocarse. Por tomar una toalla cogía la palmatoria. Fue a hacer chocolate, y no recordaba como se hacía. En vez de entrar en la cocina entraba en la alcoba, y queriendo ponerse las botas bonitas, con caña gris perla, sólo después de mucho andar por la casa buscándolas echó de ver que las tenía puestas.

Por fin se desayunó con chocolate crudo y agua. No tenía cerillas, porque las había arrojado por la ventana creyendo arrojar la caja vacía.

«Ahora—pensaba—, recordando los sucedidos que leyera alguna vez en La Correspondencia, cuando vean los vecinos que pasan días y que no se abre la puerta, darán parte a la justicia… vendrá mucha gente, descerrajarán la puerta y me encontrarán… ahí… tendida en el sofá… blanca como el papel… yerta».

Mirándose al espejo, añadió:

«Me pondré el vestido negro de seda… que no he estrenado todavía».

¡Las ocho, las nueve!… aquel maldito reloj de la Universidad no perdonaba hora… A las diez se había puesto la suicida el traje de seda negro, después de arreglarse un poco el pelo… aunque bien mirado, ¿para qué?…

«Iré a la botica de la calle Ancha… No; mejor será a la de la calle del Pez».

¡Jesús!… creyó saltar hasta el techo del susto… ¡Había sonado la campanilla de la puerta!… Abrir, abrir en seguida. Era D. Francisco Bringas. Nunca había estado allí el gran Thiers, y como era tan bueno, cuando Amparo le vio, díjole el corazón que no podía venir a cosa mala. No pudiendo reprimir su gozo, corrió a abrazarle. Figurábase que habían trascurrido años sin ver un rostro de persona amiga. Algo importantísimo pasaba cuando D. Francisco iba a visitarla.

«Hija mía—le dijo el bendito señor dejándose abrazar—, yo sostengo que todo es calumnia… Si al principio la misma sorpresa me desconcertó, luego he dicho: 'mentira, mentira'. Hay cosas tan horribles que no se pueden creer».

–No se pueden creer—repitió Amparo, entristeciéndose otra vez.

–Y como no has parecido por casa, he venido para decirte que te apresures a sincerarte, a disculparte, a probar tu inocencia. ¡Ah, hija mía, no sabes cómo está el pobre Agustín!

Amparo se quedó como muerta… Con un gemido pronunció las dos palabras: «¡Lo sabe!…».

–Sí… cree… le han hecho creer… ¡Qué infame cuento! Rosalía, como es tan crédula, como es tan inocente, también te acusa, aunque disculpándote; pero yo no me doy a partido, yo no creo nada, yo rechazo todo, absolutamente todo.

Decíalo subrayando en el aire con su enérgico dedo las palabras. ¡Cuánto le agradeció la pecadora esta terquedad indulgente!

«Pues sí, el pobre Agustín está que se le puede ahorcar con un cabello… Entre unos y otros le han llenado la cabeza de viento. Creo que fue Torres quien llevó el chisme a Mompous, y Mompous debió decirlo a mi primo, como pretendiendo hacerle un favor. Te juro que esto me pone furioso. Rosalía niega que haya tenido participación en ello, y lo creo: es incapaz… Ayer estuvo Agustín en casa todo el día… empeñado en que Rosalía le contara… Mi mujer no podía decirle nada contra ti… Al contrario, te defendía… Está el pobre que da lástima verle. Ahora mismo vengo de su casa, y si acudes pronto, si no pierdes tiempo, puedes quitarle de la cabeza lo que le atormenta… Ven».

–¡Yo!—murmuró Amparo como una idiota, resistiendo al cariñoso esfuerzo de Bringas, que la quería llevar tirándole de un brazo.

–¿No quieres venir?… ¿en qué quedamos? ¿Permites que te calumnien así?… ¡y tú tan tranquila!

–Tranquila no…

–¡Porque es calumnia… calumnia!…—exclamó Thiers, clavando en ella el rayo de sus ojos, que parecía que se aguzaba al pasar por las gafas.

–Sí… calumnia… quiero decir… no… es preciso explicar… parece…

Amparo se enredaba en sus propias palabras.

«¿Vienes o no?»—le dijo Bringas caviloso, tratando de llevarla casi por fuerza.

–¿Ahora?—replicó ella, poniéndose del color de la más blanca cera—. Tengo que ir a la botica…

–Es verdad que estás enferma… Hija, después te curarás… Te encuentro pálida… Es preciso que hagas un esfuerzo. ¿Qué, tu deshonra no te afecta? ¿Puedes ver con calma que se digan de ti tales horrores?…

–¡Oh, no…!, si son horrores no son verdad.

–Pues ven… Por ti, por mi primo deseo yo que esto se aclare. Si no vienes pronto, quizás la cosa se complique. Hay moros por la costa, hija de mi alma. Si no acudes pronto, Agustín, que está como demente, se pondrá al habla con tu enemigo, y figúrate si este le llenará la cabeza de viento… Aún es tiempo… Corre, acude pronto. Agustín está en su casa. Le he dejado yo allí en tal estado de abatimiento que parece un colegial que ha perdido curso. Llegas, te arrojas a sus pies, lloras, le suplicas que te escuche y que no haga caso de la maledicencia, le cuentas lo que haya, si es que hay alguna cosilla un poco más libre de lo regular… Todo podría ser, cosas del mundo… Oye bien; le dices cosas que te salgan del corazón, cosas tiernas, bien sentidas, y así le sujetas, le contienes…

Amparo miraba a su protector como persona que no tiene ninguna idea favorable ni contraria que oponer a lo que oye.

«¿Pero te has vuelto idiota?—clamó él lleno de impaciencia y alzando la voz como cuando se habla con un sordo—. Mira; tú te lo pierdes… te he dicho que sólo tú puedes sujetarle y contenerle, dándole explicaciones, si las hay, acariciándole y poniéndole delante tu linda cara para que se encandile… Como no te decidas, no sé lo que pasará. Le han dicho, y Rosalía me jura que no ha sido ella; le han dicho que Doña Marcelina Polo posee dos cartas tuyas, dirigidas no sé a quien, y héteme aquí al hombre rabiando por verlas, por tener una prueba de tu… yo sostengo que es calumnia… Pero ¡ay!, sabe Dios si esa bendita señora, que no te quiere bien, le hará ver lo blanco negro».

Maquinalmente dijo Amparo estas palabras:

«Ha ido a ver a Doña Marcelina…».

–No, mujer, no, no—gritó Bringas creyendo siempre que hablaba con un sordo—; pero irá. Mandó recado con Felipe esta mañana, preguntando la hora en que podría ver a esa señora, y han contestado que a las doce… Ya son las once y cuarto. Ponte el manto y no pierdas un minuto. He almorzado con él. El pobre no comía nada…

Sin esperar a más razones, Bringas tomó el velo y el mantón que en una silla estaban y se los puso a ella. Amparo, cada vez más privada de voluntad, de discernimiento y de resolución, dejaba hacer a D. Francisco. Él la cogió por un brazo, la llevó hacia la puerta. Salieron, cerraron.

«Porque es tontería—dijo Bringas bajando la escalera—, que te acoquines así, cuando quizás con una palabra… Todavía le encontrarás allí, si no nos descuidamos… Ya sabes, le hablas al corazón. Si hay algo, si hay algún reparillo antiguo, la verdad, Amparo, la verdad siempre por delante. Fíjate bien en el carácter de Agustín, en su rectitud, en el aborrecimiento que tiene a los enredos. La idea de ser engañado le saca de quicio… Perdonará el mayor delito confesado, antes que una trivial falta encubierta. Fíjate bien, y ten alma, ten arranque…».

Oía esto la joven como se oyen zumbidos de tempestad lejana. Iba por la calle como un autómata. Creía que la gente toda que veía participaba de aquel su afán, que por lo excesivo rayaba en imbecilidad.

«Más prisa, hija, más prisa…—decía Thiers—. Son las doce menos veinte. Tomaremos un coche. Te dejaré en la puerta. No subo contigo, porque para esta entrevista delicada conviene que los dos estéis solitos… Yo me voy a mi oficina».

Durante la breve travesía en coche repitiole las mismas exhortaciones una y otra vez. «Cuidado, hija, cuidado… sentimiento y sinceridad… No te aturrulles… no te contradigas. Si hay algo, apechuga con ello. Si no hay nada, ¡cébate en los calumniadores, duró en ellos, leña en ellos, firme…!».

Llegaron a la calle del Arenal y ambos salieron del coche. En la puerta, Bringas no creyó oportuno volver a amonestarla, y cuando la vio subir se fue al ministerio.

XXXIV

Amparo subió, y viendo aquella puerta de caoba, ancha, barnizada, hermosísima, imaginó detrás de ella la escena que iba a pasar y las cosas que iba a decir. Puerta más venerable no había visto nunca. No se le igualaban las de una santa catedral, ni las del palacio del Papa, ni casi casi las del Cielo. ¡Dios misericordioso! ¿Sería al fin aquella la puerta de su casa?

Puso la mano en el tirador de reluciente metal. «¿Será esta—pensó—la primera y última vez que yo llame aquí?».

No tuvo tiempo de hacer más consideraciones. Felipe abrió la puerta.

«¿Tu amo…?».

–No está… Pero pase usted…

Amparo entró. ¡Y no estaba!… El destino fruncía el entrecejo, anunciando un desastre.

Estas bromas del tiempo ¡qué pesadas son! Estas aparentes discrepancias del reloj eterno, haciendo coincidir unas veces los pasos de las personas, otras no, contrariando siempre los deseos humanos, ya para nuestro provecho, ya en daño nuestro, son la parte más fácilmente visible de la gran realidad del tiempo. No apreciaríamos bien la idea de continuidad sin estos frecuentes desengranajes de nuestros pasos con la dentada rueda infinita que no se gasta nunca. El Arte, abusando del Acaso para sus fines, no ha podido desacreditar esta lógica escondida, sobre cuyos términos descansa la máquina de los acontecimientos privados y públicos, así como estos vienen a ser pedestal del organismo que llamamos Historia.

«¿Sabes a dónde ha ido?»—dijo la Emperadora pasando al salón.

–A la casa de Doña Marcelina Polo, calle de la Estrella. Esta mañana fui yo a pedir hora, y me dijeron que a las doce.

–¡A las doce!…

–Sí señora… No sé cómo no le encontró usted. No hace diez minutos que salió. Debe ir ahora por la calle de Hita o por el callejón del Perro. ¿Ha venido usted por la Costanilla?

–Sí, y en coche.

–Aguárdele usted… no tardará en volver.

Pasó del salón al gabinete, y luego a otro que era… el suyo. ¡Ironías del hado!

Centeno se alejaba…

«Felipe».

–Señorita…

–Nada, nada. Es que…

Diéronle impulsos de salir otra vez y de volverse corriendo a su casa. Se le representaron en su aturdida mente dos papeles escritos por ella mucho tiempo antes, dos cartas breves, llenas de estupideces y de la mayor vergüenza que se podía concebir… Su corazón no era corazón, era maquinilla loca que corría disparada y se iba a romper de un momento a otro… ¡Adiós esperanza! En aquel momento Caballero entraba en el aposento de la mujer de caoba; ambos hablaban…

«Felipe».

–Señorita…

–Me voy… enséñame la salida. No acierto a andar en este laberinto.

Dio algunos pasos. Las fuerzas le faltaron y dejose caer en un sillón. Temía perder el conocimiento.

«¿Está usted mala?… ¿Quiere que llame a Doña Marta?».

–No, por Dios, no llames a nadie. Mira, hazme el favor de traerme un vasito de agua.

–Al momento.

En el breve rato que Felipe estuvo fuera, Amparo esparció sus miradas por la lujosa habitación en que se hallaba. «Aquí iba yo a vivir—pensó, mientras la pena fiera rechazaba en el fondo de su alma el gozo salvaje que quería entrar en ella—. Aquí iba a vivir yo… pues aquí quiero que se acabe mi vida.

«Gracias—dijo a Felipe, tomando el vaso de agua y poniéndolo sobre la mesa—. Ahora me vas a hacer otro favor».

–Lo que usted me mande.

–Pues tendrás la bondad—dijo lentamente Amparo, registrando su bolsita y sacando un papel—, de ir a la botica, que está en esta misma calle, dos puertas más abajo… Toma la receta; me traes esta medicina… Es una cosa que tomo todos los días para los nervios, ¿sabes?.. Aguarda, ten el dinero… Corre prontito, aquí te aguardo…

–Voy al momento.

Desde el pasillo, volvió Centeno apurado y dijo:

«Para que usted no se aburra…».

–¿Qué?

–Nada: voy a darle cuerda a la caja de música de los pajarucos. Así se entretendrá usted mientras está sola.

Empezó a sonar la orquesta en miniatura, y los pájaros, abriendo sus piquitos y batiendo las alas, parecía que cantaban en aquella floresta encerrada dentro de un fanal. Muy satisfecho de su ocurrencia, Felipe salió.

La desventurada puso su atención en las avecillas durante cortísimo rato. Luego se dio a pensar en su resolución, que era inquebrantable. En cinco minutos concluía todo. Cuando él volviera, la encontraría muerta. ¿Qué diría? ¿Qué haría?… Porque vendría furioso, decidido a matarla o a decirle cosas terribles, lo que era mucho peor que la muerte. ¿Cómo soportar bochorno tan grande?… Imposible, imposible. Matándose, todo acababa pronto. En la preocupación del suicidio no dejó de ocurrírsele la semejanza que aquello tenía con pasos de teatro o de novela, y de este modo se enfriaba momentáneamente su entusiasmo homicida. Aborrecía la afectación. Pero acordándose de las cartas, era tal su horror a la existencia, que no deseaba sino que Felipe volviera pronto para concluir de una vez.

«Cuando Agustín entre me encontrará muerta». Esta idea le daba cierto gozo íntimo, indescifrable. Era la última ilusión que, surgiendo de la vida, iba a tener su término y florescencia en los negros reinos de la muerte, como los cohetes que salen echando chispas de la tierra y estallan en el cielo.

«¿Y qué dirá, qué pensará cuando me vea muerta?… ¿Llorará, lo sentirá, se alegrará?… Porque de seguro a estas horas ya lo sabe todo, y me despreciará como se desprecia al gusano asqueroso cuando se le pone el pie encima para aplastarlo… Ahora estará viendo aquello… ¡Virgen de los Dolores, perdóname lo que voy a hacer!».

Los pájaros de cartón, animados por diabólico mecanismo, ponían a esto comentarios estrepitosos con su cantar metálico y aleteaban sobre las ramas de trapo. Era como vibración de mil aceradas agujas, música chillona que rasgaba el cerebro, embriagándolo. Amparo creía tener todos los pájaros dentro de su cabeza.

Por un instante la monomanía del suicidio se suavizó, permitiéndole contemplar la bonita habitación. ¡Qué sillería, qué espejos, qué alfombra!… Morirse allí era una delicia… relativa… ¡Oh, María Santísima, si no fuera por aquellas dos cartas…! ¿Por qué no se murió antes de escribirlas?…

En esto llegó Felipe. Traía un frasquito con agua blanquecina y un poco lechosa. Púsola en la mesa, donde estaba aún el vaso de agua con azucarillo y una cuchara de plata.

«¿Se le ofrece a usted algo más?»—preguntó, alzando un poco la voz, porque la algazara de los pajarillos lo exigía así.

–Haz el favor de traerme un papel y un sobre. Tengo que escribir una carta.

–¿Y tinta?

–O si no lápiz: es lo mismo.

–¿Quiere usted otra cosa?—preguntó Centeno al traer lo que se le había pedido.

–Nada más. Gracias.

El sabio Aristóteles se fue.

Cuando se encontró sola, Amparo tuvo momentos de vacilación; pero la idea del suicidio la acometió tras uno de ellos con tanto brío, que quiso poner la muerte entre su vida y su vergüenza. ¡Doña Marcelina… las cartas!… Esta vez le entró como un delirio, y paseó agitadamente por la estancia tapándose, ya los ojos, ya los oídos. No veía nada; perdió el conocimiento de todas las cosas que no fueran su perversa idea; en su cerebro hubo un cataclismo. Sobre el barullo de su razón desconcertada, fluctuaba triunfante la monomanía del morir, dueña ya del espíritu y de los nervios.

¡Momento de solemne estupor salpicado de aquellas punzantes notas de los pájaros cantores! La demente vertió el agua que estaba en el vaso, y echando en él la mitad del contenido del frasco, se lo bebió… ¡Gusto más raro! ¡Parecía… así como aguardiente…! Dentro de cinco minutos estaría en el reino de las sombras eternas, con nueva vida, desligada del grillete de sus penas, con toda el deshonor a la espalda, arrojado en el mundo que abandonaba como se arroja un vestido al entrar en el lecho.

Ocúrrele pasar a la habitación vecina. Es su alcoba. ¡Soberbio y como encantado tálamo! Hay también un sofá cómodo y ancho. No bien da cuatro pasos en aquella pieza, advierte en su interior como una pena, como una descomposición general. Cree que se desmaya; que pierde el conocimiento; pero no, no lo pierde. Ha pasado un minuto nada más… Pero siente luego un miedo horrible, la defensa de la naturaleza, el potente instinto de conservación. Para animarse dice: «Si no tenía más remedio; si no debía vivir». La flojedad y el desconcierto de su cuerpo crecen tanto, que se desploma en el sofá boca abajo. Nota una opresión grande, unas ganas de llorar… Con su pañuelo se aprieta la boca y cierra fuertemente los ojos. Pero se asombra de no sentir agudos dolores ni bascas. ¡Ah!, sí, ya siente unas como cosquillas en el estómago… ¿Padecerá mucho? Empieza el malestar, pero es un malestar ligero. ¡Qué veneno tan bueno aquel, que mata tranquilamente! De pronto le parece que se le nubla la vista. Abre los ojos y lo ve todo negro. Tampoco oye, y los pájaros cantan allá lejos, como si estuvieran en la Puerta del Sol… Y entonces el pánico la acomete tan fuertemente, que se incorpora y dice: «¿Llamaré? ¿Pediré socorro? Es horrible… ¡morirse así!… ¡qué pena!, ¡y también pecado!…». Escondiendo su rostro entre las manos hace firme propósito de no llamar. ¿Pues qué, aquello es acaso una comedia? Después se siente desvanecer… se le van las ideas, se le va el pensamiento todo, se le va el latir de la sangre, la vida entera, el dolor y el conocimiento, la sensación y el miedo, se desmaya, se duerme, se muere… «Virgen del Carmen—piensa con el último pensamiento que se escapa—, ¡acógeme…!».

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Litres'teki yayın tarihi:
21 mayıs 2019
Hacim:
300 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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