Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 11
Antonio. – Así lo haré, y cuando los vientos del Noroeste no permitan salir al mar, leeré en el regalo de su merced. Adiós, mi capitán; cuando vuelva usted a Finisterre espero que vendrá en un buen barco inglés, abarrotado de contrabando, y no por tierra en una jaca, ni en compañía de nuveiros y gente de Padrón.
Al instante llegó la criada del alcalde con una canasta que puso en la cocina, y preparó una cena excelente para el amigo de su amo.
Servida la cena, el alcalde se despidió de mí, no sin preguntarme en qué podía serme útil.
– Mañana me vuelvo a Santiago – respondí – . Espero sinceramente que alguna vez se me presentará ocasión de dar a conocer al mundo la hospitalidad que he recibido de un hombre tan docto como el alcalde de Corcubión25.
CAPÍTULO XXXI
La Coruña. – Paso de la bahía. – El Ferrol. – El astillero. – ¿Dónde estamos? – El embajador griego. – A la luz de un farol. – El barranco. – Viveiro. – La noche. – Ciénagas y tremedales. – Buenas palabras y buena moneda. – La cincha de cuero. – Ojos de lince. – El bribón del guía.
Desde Corcubión volví a Santiago y La Coruña, y comencé los preparativos del viaje a Asturias. En Santiago vendí el caballo andaluz. Los viajes por Galicia le habían quebrantado mucho, y me pareció incapaz de hacer las largas caminatas por país montañoso que me aguardaban. La escasez de caballos en La Coruña era tan grande, que no me fué difícil vender el mío por mucho más dinero del que me costó. Un comerciante de La Coruña, joven y rico, se enamoró de su pelo lustroso y de la largura de su crin y de su cola. Por mi parte tenía más de un motivo para alegrarme de venderlo: estaba resabiado y sin domar, y no hacía más que buscarme cuestiones en las cuadras de las posadas donde parábamos a dormir o a comer. Un labrador de Castilla la Vieja, a cuya jaca trató de mala manera mi caballo, me decía en cierta ocasión:
– Señor caballero, si se quiere usted bien o en algo se respeta, deshágase de ese animal, que puede ser su perdición; créame usted.
En La Coruña se quedó, donde murió del muermo, según supe más tarde. ¡Paz a su memoria!
Crucé la bahía para ir de La Coruña a El Ferrol. Antonio, con el caballo que nos quedaba, fué por tierra, viaje fatigoso y largo, bien que por mar sólo haya tres leguas. Me mareé mucho en la travesía, y tuve que ir echado, casi sin sentido, en el fondo de la pequeña lancha en que me embarqué, abarrotada de gente. El viento era contrario y la marejada muy fuerte. No pudimos izar la vela; cinco o seis marinerotes nos llevaron a remo, y en todo el tiempo no cesaron de cantar canciones gallegas. De pronto, el mar pareció serenarse y el mareo se me quitó de golpe. Me puse en pie y miré en torno. Estábamos en uno de los parajes más raros que pueden imaginarse: era un largo y angosto pasadizo, dominado en ambas márgenes por una estupenda barrera de rocas negras y amenazadoras. Esa hendidura natural de la línea de la costa es tan regular y tan recta, que no parece obra del azar, sino hecha a propósito. Las aguas, sombrías y quietas, son de inmensa profundidad. El paso tendrá una milla de largo, y es la entrada de un ancho fondeadero, en cuyo extremo opuesto se alza la ciudad de El Ferrol.
Apenas entré en esta ciudad se apoderó de mi alma la tristeza. La hierba crecía en las calles; por todas partes me daban en cara las huellas de la miseria. El Ferrol es el gran arsenal marítimo de España, y participa en la ruina de la en otro tiempo espléndida marina española. Ya no pululan en él aquellos millares de carpinteros de ribera que construían las largas fragatas y los tremendos navíos de tres puentes, destruídos casi todos en Trafalgar. Tan sólo unos pocos obreros mal pagados y medio hambrientos desperdician allí las horas, y apenas sirven para reparar tal cual guardacostas desmantelado por los tiros de alguna goleta inglesa contrabandista de Gibraltar. La mitad de los habitantes de El Ferrol pide limosna; y dícese que no es raro encontrar entre ellos oficiales de marina retirados, muchos de ellos inválidos, a quienes se deja perecer en la indigencia, ya que, por la penuria de los tiempos, cobran sus sueldos y pensiones con tres o cuatro años de retraso. Una turba de pordioseros importunos me siguió hasta la posada y aún intentó penetrar en mi habitación.
– ¿Quién es usted? – pregunté a una mujer postrada a mis plantas, que conservaba en el rostro huellas evidentes de un pasado mejor.
– Soy la viuda – me respondió en muy buen francés – de un valeroso oficial que fué en otros tiempos almirante de este puerto.
En ninguna parte se manifiestan la miseria y la decadencia de la moderna España con tanta fuerza como en El Ferrol.
Con todo, hay aquí todavía mucho que admirar. A pesar de su desolación actual, hay en El Ferrol algunas calles buenas y no pocas casas muy hermosas. La alameda es una plantación de un millar de olmos próximamente, casi todos magníficos; los pobres ferrolanos, con el genuino espíritu localista tan dominante en España, se jactan de que su ciudad posee un paseo público mejor que el de Madrid, y al compararle con el Prado hablan de éste con no disimulado desprecio. En un extremo de la alameda se levanta la única iglesia que hay en El Ferrol; la visité al día siguiente de mi llegada, que fué domingo. Los fieles, aldeanos casi todos, no cabían en ella, y con la cabeza descubierta permanecían de hinojos delante de la puerta, ocupando buen trecho del paseo.
Paralelo a la alameda corre el muro del arsenal y del astillero. Varias horas gasté en la visita de esos lugares, provisto del indispensable permiso escrito del capitán general de El Ferrol; al visitarlos quedé lleno de admiración. Yo he visto los reales astilleros de Rusia y de Inglaterra; pero, en cuanto a la grandeza del plan y a la suntuosidad de la ejecución, no pueden ni por un momento compararse con estos maravillosos monumentos del extinguido esplendor naval de España. No me propongo describirlos; baste decir que el fondeadero oval, rodeado de un muelle de granito, tiene capacidad bastante para cien navíos de primer orden; pero en lugar de tal fuerza sólo había allí una fragata de sesenta cañones y dos bergantines; a tan insignificante número de barcos se halla reducida actualmente la marina de España.
Dos o tres días llevaba yo en El Ferrol aguardando a Antonio, y no acababa de llegar; al fin, según estaba yo al caer de una tarde avizorando la calle, le vi venir, llevando por el diestro a nuestro único caballo. Me contó que a unas tres leguas de La Coruña, el caballo, agobiado por el calor y por las moscas, se había caído al suelo con una especie de ataque, del que sólo había vuelto a fuerza de copiosas sangrías, razón por la que tuvo que detenerse un día más en el camino. El caballo estaba, en efecto, muy débil; tenía un estertor que al principio me alarmó; pero le administré unas medicinas, y a los pocos días me pareció bastante restablecido para continuar el viaje.
Partimos, por tanto, de El Ferrol, después de alquilar una jaca para mí y de ajustar un guía que nos llevase a Ribadeo, a veinte leguas de El Ferrol, en los confines de las Asturias. El día, al principio, estuvo despejado; pero antes de llegar a Novales, a tres leguas de camino, se obscureció el cielo y cayó la niebla, acompañada de llovizna. El país que atravesábamos era muy pintoresco. A eso de las dos de la tarde divisamos entre la niebla, a nuestra izquierda, Santa Marta, pequeña ciudad de pescadores, con una hermosa bahía. Siguiendo a lo largo de la cima de una cadena de montañas entramos en un castañar que parecía inacabable; la lluvia continuaba, repicando sin cesar en las anchas hojas verdes.
– Ya empiezan las lluvias del otoño – dijo el guía – . Mucho se van ustedes a mojar, mis amos, antes de llegar a Oviedo.
– ¿Ha estado usted alguna vez en Oviedo? – pregunté.
– No; sólo he llegado hasta Ribadeo, y para eso nada más que una vez. Hablando con franqueza, no sé cómo nos arreglaremos al llegar a los descampados que hay aquí cerca; de noche, y con lluvia, será muy difícil encontrar el camino. Quisiera estar ya de vuelta en El Ferrol, porque este camino, el peor de Galicia por muchas razones, no me gusta; pero donde va la jaca de mi amo allí tengo yo que ir también: tal es la vida para nosotros los guías.
Me encogí de hombros al recibir esas noticias, poco agradables en verdad, y di la callada por respuesta.
Por fin, al cerrar la noche, salimos del bosque, y a poco descendimos a un profundo valle, al pie de elevadas montañas.
– ¿Dónde estamos ahora? – pregunté al guía, a punto que, en el fondo del valle, salvábamos por un tosco puente un arroyuelo ruidoso y espumante, engrosado por las lluvias.
– En el valle de Coisa Doiro – replicó – ; mi opinión es que pasemos aquí la noche para no aventurarnos en los montes por donde pasa el camino de Viveiro, porque entrar en ellos y perdernos va a ser todo uno, y entonces ¡adiós!, morimos todos.
– ¿Hay algún pueblo por aquí cerca?
– Sí, señor; el pueblo está enfrente de nosotros, y dentro de un instante llegaremos a él.
A poco entramos en una aldea que se alzaba, entre árboles altísimos, a la entrada del desfiladero.
Antonio se apeó, entró en dos o tres chozas y volvió en seguida, diciendo:
– No podemos quedarnos aquí, mon maître, sin que nos coma la miseria; mejor estaremos entre esos cerros. No hay ni lumbre ni luz en estas chozas y la lluvia cala los techos.
El guía, sin embargo, se negó a continuar.
– Con luz del día me costaría trabajo encontrar el camino – gritó malhumorado – ; peor será de noche, con tormenta y bretima.
Adquirimos un poco de vino y de pan de maíz en una de las chozas, y mientras comíamos, Antonio dijo:
– Mon maître, lo mejor que en esta situación podemos hacer es ajustar a cualquiera de este pueblo para que nos lleve por esas montañas a Viveiro. Aquí no hay camas, y si nos echamos en la paja, con los vestidos mojados, atraparemos una terciana gallega. El guía que traemos no sirve para nada; vamos a buscar uno que le sustituya.
Sin aguardar respuesta, arrojó la corteza de broa que estaba comiendo y desapareció. Se encaminó, como más adelante supe, a la choza del alcalde, y le pidió, en nombre de la reina, un guía para el embajador griego, que se había extraviado camino de Asturias. Volvió a los diez minutos en compañía de la autoridad local, quien, con gran sorpresa de mi parte, me hizo una profunda reverencia y permaneció con la cabeza descubierta bajo la lluvia.
– Su excelencia – exclamó Antonio – necesita un guía para ir a Viveiro. Las personas de nuestra clase no están obligadas a pagar los servicios que necesiten; sin embargo, su excelencia es de entrañas compasivas y dará gustoso tres pesetas a cualquier persona competente que le acompañe a Viveiro, y todo el pan y el vino que quiera comer y beber al llegar.
– Su excelencia será servido – respondió el alcalde– . Sin embargo, como el camino es largo y difícil y en la montaña hay mucha bretima, me parece que, además del pan y del vino, su excelencia no debe ofrecer menos de cuatro pesetas al guía que le lleve a Viveiro, y no conozco ninguno mejor que mi yerno, Juanito.
– Concedido, señor alcalde– repliqué yo – . Traiga usted el guía, y la peseta de aumento saldrá también a relucir en sazón oportuna.
No tardó en aparecer Juanito con un farol en la mano. Partimos al instante. Los dos guías empezaron a hablar en gallego.
– Mon maître– dijo Antonio – , este nuevo tunante le está preguntando al otro qué traemos, a su parecer, en las maletas.
Luego, sin esperar mi respuesta, gritó: – ¡Pistolas, bárbaros; pistolas!, como vais a saber a costa vuestra si no dejáis esa jerigonza y habláis en castellano.
Callaron los gallegos, y al instante el primer guía se quedó atrás, mientras el otro abría la marcha, farol en mano.
– Quédate atrás y muy separado – dijo Antonio al primero – . Te advierto, además, que veo lo mismo detrás que delante. Mon maître– continuó dirigiéndose a mí – , no creo que estos individuos traten de hacernos daño, sobre todo porque no se conocen; pero bueno será que vayan separados, porque el lugar y la hora son tentadores para cometer un robo o una muerte.
Seguía lloviendo sin cesar; el camino era escabroso y muy pendiente, y la noche tan obscura, que apenas veíamos la masa confusa de las montañas circundantes. Una o dos veces nuestro guía pareció perder el camino: se detenía, hablaba entre dientes, alzaba en alto el farol y luego seguía adelante despacio e indeciso. De esta manera anduvimos tres o cuatro horas; al cabo pregunté al guía cuánto faltaba para Viveiro.
– No sé a punto fijo dónde estamos – respondió – , aunque creo que no nos hemos perdido. De todos modos, podemos estar escasamente a menos de dos leguas cortas de Viveiro.
– Entonces no llegamos antes de salir el sol – interrumpió Antonio – , porque una legua corta de Galicia equivale lo menos a dos de Castilla, y acaso estamos destinados a no llegar nunca si el camino va por ese precipicio.
Al tiempo que hablaba comenzó el guía a bajar por un barranco que parecía llevar a las entrañas de la tierra.
– ¡Alto! – dije yo – . ¿Adónde vas?
– A Viveiro, senhor– replicó el hombre – ; éste es el camino de Viveiro; no hay otro. Ahora ya sé dónde estamos.
La luz del farol cayó sobre las curtidas facciones del guía al volverse para contestar, según estaba un poco por bajo de nosotros en la vertiente del barranco, poblada de gruesos árboles, debajo de cuya bóveda frondosa descendía un sendero de pavorosa pendiente. Me apeé de la jaca, y entregando las riendas al otro guía dije:
– Aquí tienes el caballo de tu amo; llévalo por el despeñadero abajo si quieres; pero yo me lavo las manos en el asunto.
El hombre, sin responder palabra, montó de un salto, y diciéndole a la jaca: ¡Vamos, Perico!, empezó a bajar.
– Venga, senhor– decía el del farol – ; no hay tiempo que perder; la luz se va a apagar muy pronto, y estamos en lo peor de todo el camino.
Pensé en la probabilidad de que el guía nos llevase a una cueva de forajidos, donde nos degollarían; pero, cobrando ánimos, me agarré a la brida de nuestro caballo y seguí al hombre aquel por el barranco abajo, entre peñas y zarzas. Duró el descenso unos diez minutos, y antes de llegar al final se apagó la luz y quedamos en casi total obscuridad.
El guía nos animaba diciendo que no había peligro, y al fin llegamos al fondo del barranco, por donde corría un riachuelo. Le vadeamos con agua hasta las rodillas. Estando en el agua, alcé los ojos y vislumbré un pedazo de cielo a través de las ramas de los árboles que por todas partes cubrían las empinadas vertientes del barranco y abovedaban el cauce del arroyo. Jamás viajero descarriado se ha visto en un sitio tan extraño ni de tales lobreguez y horror. Después de una breve pausa, empezamos a escalar la vertiente opuesta, menos escarpada que la otra, y en pocos minutos llegamos a la cima.
Poco después amainó la lluvia, salió la luna, y algunos de sus débiles rayos perforaron la húmeda gasa de la niebla. El camino era ya menos pendiente. A las dos horas descendimos al borde de una vasta ensenada, y la costeamos hasta un sitio donde había muchos botes y lanchas volcados en la arena. Al instante vimos ante nosotros los muros de Viveiro, sobre los que derramaba la luna un débil resplandor. Entramos por una puerta abovedada, alta y, al parecer, ruinosa, y el guía nos condujo al momento a la posada.
Todo el mundo estaba en Viveiro sepultado en profundo sueño; ni siquiera un perro nos saludó con sus ladridos. Después de mucho llamar, nos abrieron en la posada, edificio grande y ruinoso. Apenas estuvimos alojados hombres y caballos, la lluvia comenzó de nuevo con mayor furia que antes, con gran aparato de relámpagos y truenos. Antonio y yo, rendidos de cansancio, nos acostamos en unas malas camas dispuestas en un aposento ruinoso, en el que penetraba la lluvia por una porción de grietas; los guías se quedaron comiendo pan y bebiendo vino hasta la mañana.
Al levantarme, la vista de un día despejado me llenó de contento. Antonio preparó en seguida un sabroso desayuno de gallina estofada, que nos vino muy bien después de las diez leguas de viaje del día anterior por los caminos que he intentado describir. Fuimos luego a dar una vuelta por la población, que consiste en poco más de una calle larga, en la falda de un empinado cerro, muy poblado de bosque y árboles frutales. A eso de las diez proseguimos el viaje, acompañados por el primer guía; el otro se había vuelto a Coisa Doiro unas horas antes.
Aquel día caminamos casi siempre a la vista de la costa cantábrica, siguiendo su contorno. El país era estéril, cubierto en muchos sitios de grandes pedruscos; encontramos, sin embargo, algunos pedazos de tierra cultivada, plantados de viñedo. Vimos muy pocas viviendas humanas; con todo, el viaje fué placentero, gracias al esplendente sol, que alegraba con sus rayos los agrestes yermos y brillaba en la superficie del lejano mar, dormido en apacible calma.
Al caer la tarde estábamos en las inmediaciones de la costa, con una cadena de montañas cubiertas de bosque a nuestra derecha. El guía nos llevó hacia una ensenada de bordes pantanosos, y a poco se detuvo y declaró que ya no sabía adónde nos llevaba.
– Mon maître– dijo Antonio – , lo mejor es que guiemos nosotros mismos; como usted ve, de nada sirve fiarse de este individuo, que sólo sabe meter a la gente en los cenagales.
Volvimos atrás, y dando la vuelta a la ciénaga en un trecho considerable, llegamos a un angosto sendero; nos metimos por él, hasta dar en un bosque muy espeso, donde al instante nos perdimos por completo. Vagamos entre los árboles mucho tiempo; de pronto oímos ruido de agua, y un momento después el fragor de un rodezno. Guiados por el ruido, descubrimos un pequeño molino de piedras construído sobre un arroyo: allí nos detuvimos y llamamos; pero sin obtener respuesta.
– Aquí no hay nadie – dijo Antonio – . Pero este sendero nos llevará, seguramente, a sitio habitado.
Echamos por él, y a los diez minutos estábamos a la puerta de una choza, dentro de la que se veía luz. Antonio se apeó y abrió la puerta.
– ¿Hay aquí alguien que quiera llevarnos a Ribadeo? – preguntó.
– Senhor– respondió una voz – , de aquí a Ribadeo hay cinco leguas largas, y hay que cruzar además un río.
– Entonces hasta el pueblo más próximo – continuó Antonio.
– Yo soy vecino del pueblo inmediato, que está en el camino de Ribadeo – dijo otra voz – , y les llevaré a ustedes allá si me dan buenas palabras y, lo que es mejor, buenas monedas.
Al decir esto salió de la choza un hombre con un palo grueso en la mano. Echó a andar resueltamente a paso largo delante de nosotros, y en menos de media hora nos sacó del bosque. En otra media hora nos llevó a un grupo de casucas situadas cerca del mar; nos señaló una de ellas, y, guardándose una peseta que le di, se despidió.
Los moradores de la casa consintieron de buen grado en albergarnos aquella noche. La vivienda era mucho más limpia y cómoda que la generalidad de las miserables chozas de los campesinos gallegos. El piso bajo consistía en una troje y una cuadra; encima había un desván muy capaz con algunas camas de borra limpias y cómodas. Vi también algunos mástiles y velas de botes. La familia se componía de dos hermanos con sus mujeres e hijos. Uno era pescador; pero el otro, que era el principal de la familia, me dijo que había residido muchos años en Madrid sirviendo, y que, reunida una pequeña suma, se volvió al pueblo natal, donde compró un poco de tierra, de cuyo cultivo vivía. Toda la familia hablaba usualmente el castellano, y, según me dijeron, no se habla mucho gallego por aquellas partes. He olvidado el nombre del pueblo, situado en el estuario del Foz, que baja de Mondoñedo. Por la mañana cruzamos el estuario en una barcaza con los caballos, y al mediodía llegamos a Ribadeo.
– Ya ve su merced – me dijo el guía que traíamos desde El Ferrol – que he cumplido mi ajuste y que el viaje ha sido muy duro; espero que su merced nos permitirá a Perico y a mí pasar la noche a su costa en esta posada, y mañana nos volveremos; ahora estamos muy cansados.
– Nunca he montado una jaca mejor que Perico, ni he tropezado con un guía peor que usted. No conoce usted el terreno, y no ha hecho más que buscarnos dificultades. Sin embargo, quédese aquí esta noche, si está cansado, como dice, y mañana puede volverse al Ferrol, donde le aconsejo que se dedique a otro oficio.
Esto se lo dije a la puerta de la posada de Ribadeo.
– ¿Llevo los caballos a la cuadra? – preguntó.
– Como usted quiera.
Antonio le miró un momento, según se alejaba con los caballos, y, moviendo la cabeza, le siguió con cautela. Al cuarto de hora volvió sonriente, cargado con la montura de nuestro caballo.
– Mon maître– dijo – , durante todo el viaje he ido formando muy mala opinión del guía; pero ahora acabo de descubrir que si ha pedido permiso para quedarse aquí ha sido con idea de robarnos algo. Andaba muy solícito con nuestro caballo en la cuadra, y ahora echo de menos la cincha de cuero nueva que tanto le llamaba la atención estos días. Ya la habrá escondido no sé dónde; pero le tenemos seguro, porque aún no ha cobrado el alquiler de la jaca ni la propina.
En esto volvió el guía. Los pícaros son siempre suspicaces. El hombre nos echó una ojeada, y notando acaso en nuestros rostros algo que no le gustó, dijo de súbito:
– Déme usted el alquiler del caballo y mi propina; Perico y yo nos vamos al momento.
– ¿Cómo es eso? – respondí – . Yo creía que usted y Perico estaban cansados y que pasarían aquí la noche; pronto se han repuesto ustedes del cansancio.
– Lo he pensado mejor – dijo el hombre – . Mi amo se enfadaría si pierdo tiempo aquí. Así que págueme y nos iremos.
– Descuide usted – respondí – . Voy a pagarle, puesto que lo desea. ¿Está completa la montura?
– Sí, señor; se la he entregado a su criado.
– Todo está aquí – dijo Antonio – , menos la cincha de cuero.
– Yo no la tengo – replicó el guía.
– Claro está que no – contesté – . Vamos a la cuadra; quizás la encontremos allí.
Fuimos a la cuadra, y, aunque buscamos mucho, la cincha no pareció.
– La lleva rodeada a la cintura, debajo del pantalón, mon maître– dijo Antonio, cuyos ojos de lince lo escudriñaban todo – . Pero no nos demos por enterados; estas gentes son paisanos suyos y acaso se pondrían de su parte si intentásemos apoderarnos de él. Ya le digo que le tenemos en nuestro poder, porque no le hemos pagado.
El prójimo empezó entonces a hablar en gallego con los circunstantes (se habían congregado varias personas), diciendo que el Denho le llevase si sabía algo de la cincha perdida; pero nadie parecía inclinado a ponerse de su parte, y los oyentes se limitaban a encogerse de hombros. Volvimos al portal de la posada, clamando el guía por el precio del alquiler y la propina. No le respondí, y acabó por marcharse, amenazándonos con acudir a la justicia; a los diez minutos volvió corriendo con la cincha en la mano.
– Acabo de encontrarla en la calle – dijo – . Su criado la habrá perdido.
Tomé la cincha y me puse a contar muy despacio la cantidad a que ascendía el alquiler del caballo; después de entregársela delante de testigos, dije:
– Durante todo el viaje no nos ha servido usted de nada; sin embargo, ha disfrutado del mismo trato que nosotros, y ha comido y bebido a su antojo: tenía intención de darle a usted dos duros de propina; pero en vista de que a pesar de lo bien que le hemos tratado ha querido usted robarnos, no le doy ni un cuarto; conque váyase a sus negocios.
Todos los presentes aprobaron esta sentencia, y le dijeron que tenía su merecido y que era la deshonra de Galicia. Dos o tres mujeres se santiguaron y le preguntaron si no temía que el Denho, a quien había invocado, se lo llevase. Por último, un hombre de presencia respetable le dijo:
– ¿No se avergüenza usted de haber querido robar a dos extranjeros inocentes?
– ¡Extranjeros! – rugió el guía, que echaba espuma de rabia – ¡inocentes extranjeros, carracho! Más saben de España y de Galicia que todos nosotros juntos. ¡Oh! Denho, el criado no es un hombre, es un brujo, un nuveiro. ¿Dónde está Perico?
Montó en su jaca y se fué en seguida a otra posada; pero la historia de su picardía corrió más que él, y no quisieron admitirlo en ninguna parte; volvió sobre sus pasos, y, al verme asomado a la ventana de la casa, lanzó un grito salvaje, me amenazó con el puño y salió al galope de la ciudad, perseguido por los gritos y los insultos de la gente.