Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 5
Tres horas más tarde, la situación había variado. En Bembibre, pueblo de barro y pizarra, poco digno de atención, hicimos alto, para comer nosotros y dar pienso a los caballos. Continuamos luego cuesta arriba, porque el camino iba por una de las últimas estribaciones de aquellas montañas divisorias, ya frecuentemente mencionadas; pero el cielo se había obscurecido; las nubes rodaban veloces sobre las montañas, viniendo del mar, y un viento frío se quejaba tristemente. Dimos alcance a un aldeano, montado en una mula miserable, y nos dijo: «Tenemos la nube encima; los asturianos la van a ver muy bien, porque corre hacia su tierra.» Apenas lo había dicho, un relámpago, tan vivo y deslumbrador como si todo el brillo del elemento ígneo se hubiese concentrado en él, fulguró en torno, inflamando la atmósfera y envolviendo montañas, rocas y árboles en un resplandor indescriptible. La mula del aldeano se cayó al suelo; mi caballo se encabritó, y dando media vuelta echó a correr como loco cuesta abajo, y durante un rato no pude refrenarlo. Al relámpago siguió el estampido de un trueno, no menos terrible, pero lejano, sordo y profundo; las montañas recogieron su sonido y lo repitieron llevándolo de cumbre en cumbre, hasta que se perdió en el espacio sin límites. Otros relámpagos y truenos estallaron, pero más débiles en comparación; cayeron algunas gotas de lluvia. Lo recio de la nube parecía estar en otra región. «Donde haya caído esa exhalación – dijo el aldeano al juntarse de nuevo a nosotros – más de cien familias estarán llorando a estas horas; aun a seis leguas de distancia mi mula se ha cegado con el resplandor.» Llevaba por la brida al animal, que, en efecto, parecía dañado en la vista. «Si los frailes estuviesen aún en su nido, allá en lo alto – continuó – , diría que esto es obra suya, porque ellos son los causantes de todas las desgracias de esta tierra.»
Alcé los ojos en la dirección indicada por el aldeano, y a media ladera de la montaña por cuya base íbamos vi un inmenso peñasco, pavoroso y negruzco, que sobresalía a gran altura sobre el camino, como si amenazase destruírlo. Parecíase aquello a uno de los arrecifes de rocas representados en el cuadro del Diluvio, a los que trepan los aterrorizados fugitivos para escapar a la tenaz persecución de las embravecidas e incontrastables olas, y desde los que miran con horror a sus pies, mientras sobre ellos se levantan nuevas y vertiginosas alturas a las que en vano pugnan por encaramarse. En el mismo borde de aquel peñasco se alzaba un edificio consagrado, al parecer, a fines religiosos, porque sobre sus muros y techumbre se erguía el campanario de una iglesia. «Esa es la casa de la Virgen de las Rocas – dijo el aldeano – , y hasta hace poco estaba llena de frailes; pero los han echado, y ahora no viven ahí más que lechuzas y cuervos.» Repliqué que no debía de ser envidiable la vida en una mansión tan triste y desamparada, porque en invierno se correría grave peligro de morir allí de frío. «De ningún modo – me respondió – . Tenían toda la leña que querían para sus braseros y chimeneas, y mucho y buen vino para calentarse en las comidas, nada frugales. Además, tenían otro convento ahí en el valle, al que se retiraban cuando les parecía bien.» Al preguntarle el motivo de su aversión a los frailes, me contestó que había sido vasallo suyo, y que año tras año le privaban de la flor de cuanto poseía. Hablando de ese modo llegamos a una aldea, debajo precisamente del convento, y allí me dejó el aldeano, después de señalarme una casa de piedra, con una imagen sobre la puerta, que perteneció en otro tiempo, según dijo, a la canalla de allá arriba.
El sol se acercaba al ocaso; deseoso de llegar a Villafranca, donde pensaba descansar, y de la que aún me separaban tres leguas y media, no me detuve en la aldea. El camino empezó a descender en rápida y tortuosa cuesta, que terminaba en un valle, en cuyo fondo había un puente angosto y largo; por debajo pasaba un río, que por una ancha garganta se abría paso entre dos montañas. La cordillera estaba allí tajada, probablemente por una convulsión de la naturaleza. Contemplé la hoz y las montañas de ambos lados. A gran altura, por mi derecha, pero destacándose con mucha claridad, iluminado por los últimos rayos del sol, aparecía el convento del Despeñadero, y frente por frente, al otro extremo del valle, alzábase a pico la montaña rival, que, por interceptar en parte considerable la luz, echaba masas de sombras sobre la parte alta del paso, envolviéndolo en misteriosa obscuridad. Del seno de ella se arrojaba con ruido atronador un río, blanco de espuma, arrastrando en pos de sí piedras y ramas: era el bravío Sil, engrosado tal vez por las recientes lluvias, que desde su cuna en las montañas de Asturias se precipitaba hacia el Océano.
Pasaron algunas horas más. Era ya noche cerrada y nos hallábamos rodeados de bosques, buscando a tientas el camino, porque la obscuridad era tal que apenas veía a una vara más allá de la cabeza del caballo. El animal parecía intranquilo, se paraba muchas veces, apuntaba las orejas y daba relinchos lastimeros. Frecuentes relámpagos iluminaban con sus llamaradas el cielo negro y echaban una momentánea claridad sobre nuestro camino. Ningún ruido interrumpía el silencio de la noche, salvo el tardo paso de los caballos, y a veces el croar de las ranas en algún charco. Me acordé de que estaba en España, tierra predilecta de estas dos furias: asesinato y robo, y de la facilidad con que dos viajeros fatigados e inermes podían ser víctimas suyas.
Al fin salimos de los bosques, y después de andar otro poco el caballo relinchó alegremente y salió al trote corto. Pronto llegaron a mis oídos ladridos de perros, y creímos estar cerca de poblado. En efecto, estábamos en Cacabelos, ciudad a unas cinco millas de Villafranca.
Eran cerca de las once, y me pareció mejor esperar al siguiente día en aquel lugar que seguir sin dilación a Villafranca, exponiéndonos a los horrores de la obscuridad en un camino solitario y desconocido. Tomé el partido de quedarme, pero no había contado con la huéspeda: en la primera posada a que llamé respondieron que no podían admitirnos, y menos aún a los caballos, porque la cuadra estaba llena de agua. En la segunda – y en el pueblo no había más que dos – una tosca voz me respondió desde la ventana casi con las palabras de la Escritura: «No importunes; la puerta está ya cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme para abrirte.» En realidad, no tenía yo muchas ganas de entrar, porque la posada tenía pobrísimo aspecto; pero daba lástima ver a los pobres caballos manotear contra la puerta, como si implorasen la entrada.
Ya no teníamos dónde escoger: sólo nos quedaba continuar nuestro triste viaje a Villafranca, hasta donde había, según nos dijeron, una legua corta, que resultó ser legua y media. No fué cosa fácil salir del pueblo, porque nos perdíamos en el laberinto de sus callejuelas. Un muchacho de unos diez y ocho años consintió, mediante la oferta de una peseta, en guiarnos, y después de muchas vueltas nos puso en un puente, diciéndonos que le cruzáramos y siguiéramos el camino, que era el de Villafranca; recibió luego lo ofrecido y se marchó muy de prisa.
Seguimos sus indicaciones, no sin alguna sospecha de que pudiera habernos engañado. La noche era aún más obscura, de suerte que no se podía distinguir cosa alguna, por muy próxima que estuviese. Los relámpagos eran más débiles y raros. Oíamos el rumor de los árboles y a veces ladridos de perros; pero este ruido cesó pronto y quedamos envueltos en silenciosas tinieblas. Mi caballo, o por cansancio o por el mal estado del camino, tropezaba mucho; en vista de lo cual me apeé, y llevándolo por las riendas no tardé en dejar a Antonio muy atrás.
Un gran trecho anduve de ese modo, cuando sobrevino un incidente muy apropiado a la hora y al lugar. Iba yo por entre árboles y matorrales; de pronto el caballo se detiene, y a poco me tira de espaldas. No sé cómo fué; pero el miedo, nunca sentido hasta entonces en la soledad ni en las tinieblas, me invadió súbitamente. Me disponía a hacer andar al caballo cuando sentí ruido a mi derecha, y escuché con atención. El ruido parecía el de una o varias personas, abriéndose camino a través de ramas y maleza. Cesó pronto y oí pasos en el camino. Era el andar lento y vacilante de gentes que transportan un objeto pesadísimo, casi superior a sus fuerzas, y me pareció oír la respiración anhelosa de hombres muy fatigados. Hubo una breve pausa, durante la que me pareció que descansaban en medio del camino. Luego se reanudaron los pasos, hasta llegar al otro lado, y de nuevo oí los crujidos de las ramas; continuó un poco de tiempo y gradualmente se desvaneció.
Seguí mi camino, pensando en lo que acababa de suceder y haciendo conjeturas sobre la causa. Los relámpagos fulguraban de nuevo, y a su luz pude ver que me acercaba a unas elevadas y obscuras montañas. La caminata nocturna duraba tanto que perdí la esperanza de llegar a la ciudad, y entorné los ojos adormilado, aunque continuaba marchando mecánicamente, sin soltar la rienda del caballo. De pronto una voz me gritó a corta distancia: «¿Quién vive?»; al fin había dado con el camino de Villafranca. La voz procedía de un centinela del arrabal, uno de esos singulares migueletes, medio soldados, medio guerillas que en general emplea el Gobierno de España en limpiar de ladrones los caminos. Di la respuesta usual: «España», y me acerqué al lugar donde estaba de plantón. Cambiamos unas palabras y me senté en una piedra a esperar a Antonio, que tardó bastante en llegar. Le pregunté si se había cruzado con alguien en el camino; pero no había visto nada. La noche, o más bien la mañana, era aún muy obscura, a pesar de un débil cuarto de luna que a ratos se dejaba ver entre las nubes. Bajamos una calle a nuestra izquierda, que el miguelete nos indicó, para llegar a la puerta de la ciudad. La calle era empinada, no veíamos puerta ninguna, y no tardamos en ver detenidos nuestros pasos por una fila de casas y un muro. Llamamos a la puerta de dos o tres de aquellas casas (en cuyos pisos superiores había luces encendidas), con el fin de orientarnos, pero no nos oyeron o no nos hicieron caso. Hórrido maullar de gatos saludaba nuestros oídos desde los tejados y desde los rincones obscuros, y me acordé de la llegada nocturna de Don Quijote y su escudero al Toboso y sus inútiles pesquisas por las desiertas calles en busca del palacio de Dulcinea. Al fin vimos luz y oímos voces en una casita aislada, al otro lado de una especie de foso; tirando de los caballos llegamos a la puerta y llamamos; nos abrió un viejo, que por su traje me pareció un hornero, y no me equivoqué; en razón de su oficio estaba levantado a tales horas. Le rogamos que nos indicase el camino para entrar en la ciudad, y echó delante de nosotros por una angosta callejuela que arrancaba junto a su casa, diciendo que él mismo iba a llevarnos a la posada.
La calleja conducía directamente a una plaza, al parecer la del mercado, y ya en ella detúvose nuestro guía ante una casa de esquina, y llamó. Después de un buen rato se abrió una ventana del piso alto, y una voz de mujer nos preguntó quiénes éramos. «Dos viajeros que acaban de llegar y buscan posada» – respondió el viejo. «No quiero que me molesten a estas horas de la noche – respondió la mujer – ; querrán cenar y no hay nada en casa; que vayan a cualquier otra parte». Cuando ya iba la mujer a cerrar la ventana, grité que no necesitábamos cena, sino descanso para nosotros y los caballos, porque veníamos desde Astorga y estábamos muertos de cansancio. «¿Quién es el que habla? – exclamó la mujer – . Esa voz seguramente es la de Gil, el relojero alemán de Pontevedra. Bien venido, compañero; llega usted a tiempo, porque tengo el reloj desarreglado. Siento haberle hecho a usted esperar; en seguida abro».
Cerróse de golpe la ventana, y a poco brilló una luz entre las rendijas de la puerta; giró una llave en la cerradura, y entramos.
CAPÍTULO XXV
Villafranca. – El puerto. – Simplicidad gallega. – La guardia de la frontera. – La herradura. – Peculiaridades gallegas. – Una palabra sobre el idioma. – El correo. – El hostelero y los huéspedes. – Los andaluces.
¡Ave María! – dijo la mujer – . ¿Quién está aquí? Este no es Gil, el relojero. – Que sea Gil o sea Juan – respondí – necesitamos posada, y la pagaremos. – Nuestro primer cuidado fué estabular los caballos, que estaban agotados; después tratamos de instalarnos lo mejor posible. La casa era grande y cómoda. Luego de beber un poco de agua me tendí en el suelo de una habitación sobre los colchones que trajo la posadera, y en menos de un minuto me quedé profundamente dormido.
Me desperté muy entrada la mañana. Salí a la plaza del mercado, llena de gente. Alzando los ojos vi asomar sobre los tejados de las casas los picos de unas montañas muy altas y sombrías. La ciudad está en una profunda hondonada y rodeada de montañas casi por todos lados. —¡Quel pays barbare!– dijo Antonio – , al reunirse conmigo. Cuanto más lejos vamos, más salvaje parece todo. Empieza a darme miedo el viaje a Galicia. Me dicen que tenemos que trepar por esas montañas; se despearán los caballos. – Dejé la plaza del mercado y subí a la muralla de la ciudad con ánimo de descubrir la puerta por donde habíamos entrado la noche precedente; pero no tuve mejor éxito con luz del sol que en la obscuridad. En la dirección de Astorga la ciudad parecía estar herméticamente cerrada.
Deseoso de entrar en Galicia, y pareciéndome que los caballos se habían hasta cierto punto repuesto del cansancio de la jornada anterior, montamos de nuevo y proseguimos nuestra ruta. Atravesamos un puente, y al instante nos vimos en un profundo desfiladero, por cuyo fondo se precipitaba un impetuoso riachuelo, dominado a pico por la carretera que lleva a Galicia. Estábamos en el renombrado puerto de Fuencebadón.
Es imposible describir el puerto ni la región circunvecina, que contiene algunos de los más extraordinarios paisajes de España; a todo lo que aspiro es a trazar un débil e imperfecto bosquejo. El viajero que sube el puerto sigue durante casi una legua el curso del torrente, cuyas márgenes, escarpadas en algunos sitios, descienden en otros suavemente hasta el agua, y están pobladas de hermosos árboles: robles, álamos y castaños. Al principio se ven numerosas aldehuelas de casas bajas, con techumbre de inmensas pizarras y aleros que casi tocan al suelo. Las aldeas son menos frecuentes a medida que el camino es más estrecho y escarpado, hasta que por último desaparecen poco antes del sitio en que el camino se aparta del riachuelo para no verlo más, si bien se oye todavía a sus tributarios mugir en el fondo de las ramblas, o se los ve caer en delgados chorros por los barrancos abajo. Todo es allí de insólita y agreste belleza. La eminencia por donde trepa el camino se yergue a la derecha, mientras en el extremo opuesto de un profundo barranco se alza una montaña inmensa, a cuya cima apenas alcanza la vista. Pero lo más singular del puerto son los campos o praderas suspendidos en las vertientes. Cubiertos estaban, cuando yo pasé, de exuberante hierba, y en muchos de ellos los segadores guadañaban, aunque parecía imposible que un hombre pudiera tenerse en pie en terreno tan escarpado; los senderillos que corren en todas direcciones parecen hilos tendidos en la falda de la montaña. Un carro de bueyes va serpenteando en torno de un pico elevadísimo; una de las ruedas queda por completo al aire sobre la espantosa pendiente; el vértigo se apodera del cerebro y hay que apartar la vista con rapidez. Una nube se interpone; cuando volvemos a mirar, los objetos de nuestra ansiedad han desaparecido. El camino es cada vez más estrecho y tortuoso. Andadas dos leguas aún queda un tercio de la cuesta por subir. Todavía no es aquello Galicia; todavía se oye hablar castellano, muy tosco, a la verdad, en las chozas miserables levantadas en los apartados rincones por donde pasa el camino.
Poco antes de llegar a lo alto del puerto una niebla espesa envolvió las cimas de las montañas. Comenzó a lloviznar. «Estas son las nieblas que los gallegos llaman bretima– dijo Antonio – , y abundan mucho en esta tierra.» «¿Ha estado usted ya otras veces en Galicia?» – pregunté. «Non, mon maître; pero he servido en muchas casas donde había criados gallegos, y por eso conozco un poco sus costumbres y su lengua.» «¿Y tiene usted buena opinión de los gallegos?» «En manera alguna, mon maître; los hombres, en general, parecen muy rústicos y simples, pero son capaces de engañar al filou más listo de París; respecto de las mujeres es imposible vivir en la misma casa que ellas, sobre todo si son camareras y acompañan a la señora; no hacen más que mover disensiones y disputas en la casa, y contar habladurías de los otros criados. Ya he perdido en Madrid dos o tres colocaciones excelentes por culpa de las camareras gallegas. Ya estamos en la raya, mon maître; me parece que este pueblo debe de ser ya de Galicia».
Entramos en el pueblo, situado en lo alto de la montaña, y como jinetes y caballos estábamos cansadísimos, buscamos un sitio donde reparar las fuerzas. Junto a la puerta del pueblo había una casa ante la que se hallaban una o dos mulas y una jaca; pensé que aquélla sería la posada, y en efecto lo era. Entramos: varios soldados estaban tumbados en unos montones del heno que casi llenaba el local, parecido a un establo. Todos eran de malísimo aspecto y muy sucios. Hablaban entre sí en un dialecto de extraña sonoridad, que supuse sería el gallego. En cuanto nos vieron, dos o tres se levantaron de sus camas y corrieron al encuentro de Antonio, a quien saludaron con mucho afecto, llamándole companheiro. «¿De qué conoce usted a esta gente?», le pregunté en francés. «Ces messieurs sont presque tous de ma connoissance» – contestó – , et, entre nous, ce sont de véritables vauriens; casi todos son ladrones y asesinos. Aquel tuerto, que es el cabo, se escapó hace poco de Madrid con más que sospechas de estar complicado en un envenenamiento; aquí, en su tierra, está bastante seguro, y, como usted ve, lo emplean en guardar la frontera. Debemos ser amables con ellos, mon maître; hay que darles vino, o se ofenderán. Los conozco, mon maître; los conozco. ¡Hola! Posadero, traiga una azumbre de vino.»
Mientras Antonio convidaba a sus amigos llevé los caballos a la cuadra; había que atravesar la casa, posada o como se la quiera llamar. La cuadra era un miserable cobertizo, donde los caballos se hundían hasta el menudillo en cieno y barro. Pedí cebada, pero me dijeron que en Galicia no se usaba para pienso y era rarísima; en sustitución me ofrecieron maíz, que los caballos comieron sin reparo; tampoco se podía encontrar paja, sustituida por heno medio verde. A fuerza de patalear en el fango de la cuadra, mi caballo perdió una herradura, y en vano la busqué. – «¿Hay herrador en el pueblo?», pregunté a un individuo que hacía de mozo de cuadra.
El mozo de cuadra. —Sí, senhor; pero supongo que traerá usted consigo herraduras, porque si no, a este caballo tan grande no lo herrarán en el pueblo.
Yo. – ¿Qué quiere usted decir? ¿Es que el herrador no sabe su oficio? ¿No puede poner una herradura?
El mozo de cuadra. —Sí, senhor, puede poner una herradura si usted se la proporciona; pero en Galicia no hay herraduras para caballos, al menos por estos sitios.
Yo. – ¿No es costumbre aquí herrar a los caballos?
El mozo de cuadra. —Senhor, en Galicia no hay caballos; no hay más que jacas; los que traen caballos a Galicia – sólo un loco puede hacer tal – tienen que traer también un repuesto de herraduras, porque aquí no las hay de ese tamaño.
Yo. – ¿Qué quiere decir eso de que sólo un loco puede traer caballos a Galicia?
El mozo de cuadra. —Senhor, no hay caballo que resista los piensos y las montañas de Galicia sin enfermar; y si no se muere de una vez, le costará a usted en veterinarios más de lo que vale. Además, un caballo no sirve aquí de nada, y en terreno tan quebrado no puede prestar ni la décima parte del servicio que una yegüecilla puede hacer. Vea también, senhor, que su caballo es entero; de cada veinte jacas que vea usted por los caminos de Galicia, diez y nueve son yeguas; los machos se envían a Castilla para venderlos. Senhor, su caballo entrará en celo por esos caminos y atrapará un muermo, que no tiene cura. Senhor, sólo a un loco se le ocurre traer un caballo a Galicia, pero hay que estar dos veces loco para traer un entero, como usted ha hecho.
– Extraño país es Galicia – dije yo; y me fuí a consultar con Antonio.
Resultó que los informes del mozo de cuadra eran literalmente exactos en lo referente a la herradura; por lo menos, el herrador del pueblo, a quien llevé mi caballo, confesó que no podía herrarlo por carecer de herraduras adecuadas a sus cascos. Dijo que probablemente tendríamos que llevar el caballo a Lugo, donde por haber guarnición de caballería encontraríamos acaso lo que necesitábamos. Añadió, empero, que la mayor parte de los soldados de caballería iban montados en jacas del país, porque la mortalidad entre los caballos traídos de país llano era espantosa. Lugo estaba a diez leguas; al parecer no había por el momento otro remedio que tener paciencia, y tomado algún descanso seguimos el viaje, llevando los caballos por las riendas.
Estábamos en la cima de una de las más elevadas montañas de Galicia; anduvimos una legua por terreno llano y empezamos a bajar. Cuando íbamos por la planicie, cubierta de tojos y jaras, dimos de súbito con media docena de individuos armados de carabinas y vestidos con uniformes andrajosos. Al principio supusimos que eran bandidos; se trataba tan sólo de una patrulla de soldados destacada del pueblo que acabábamos de dejar, como escolta de un correo provincial. Nos rodearon clamando por cigarros, pero no cometieron grosería mayor. Como no teníamos cigarros, les di una moneda de plata. Dos de los peor encarados tenían mucho empeño en que los permitiésemos escoltarnos hasta Nogales, pueblo en que nos proponíamos pernoctar. «No se lo permita usted de ningún modo, mon maître– dijo Antonio – . Son dos asesinos famosos a quienes conocí en Madrid; en el primer barranco nos matarían para robarnos.» Decliné cortésmente sus ofertas y partimos. «Al parecer, conoce usted a todos los salteadores de Galicia», dije a Antonio cuando bajábamos de la montaña.
– A esos dos individuos – replicó – los conocí cuando estuve de cocinero en casa del general O… que es gallego; eran íntimos amigos del repostero. Todos los gallegos que hay en Madrid, cualquiera que sea su condición, se conocen; allí, al menos, son todos buenos amigos y se ayudan mutuamente en cuantas ocasiones se presentan. Si en una casa hay un criado gallego, seguramente la cocina se llena de paisanos suyos, y no tarda en advertirlo el cocinero a costa suya, porque comúnmente se dan maña para devorar cualquier regalillo que tengan reservado para sí y su familia.
Poco antes de la mitad de la cuesta llegamos a una aldea. Al ver una fragua hicimos alto, con la débil esperanza de encontrar una herradura para mi caballo, que por ir descalzo empezaba a renquear. Con gran alegría descubrimos que el herrero poseía una herradura de caballo, que algún tiempo antes se había encontrado en el camino. Después de machacarla y arreglarla mucho, el Vulcano gallego falló que serviría muy bien a falta de otra mejor; con lo cual montamos de nuevo y continuamos despacio el descenso.
Poco antes de ponerse el sol llegamos a Nogales, aldea situada en un angosto valle, al pie de la montaña en cuya travesía habíamos gastado el día entero. Era un lugar en extremo pintoresco. Montes escarpados, cubiertos de frondosos castañares, lo rodeaban por todos lados. La aldea misma estaba casi cobijada por los árboles; pegado a ella corría un murmurante arroyuelo. Encontramos una posada regularmente espaciosa y cómoda.
Estaba yo débil y cansado, pero con pocas ganas de dormir. Antonio aderezó nuestra cena, o más bien la suya, porque yo no tenía apetito. Sentado a la puerta, me entretuve en contemplar los bosques de las alturas circunvecinas o el agua del arroyuelo, y en escuchar a la gente que vagaba por allí, hablando en el dialecto del país. ¡Qué extraña lengua es el gallego, con su acento quejumbroso y melodioso a la vez, y con su revoltijo de palabras de varios idiomas, pero sobre todo del español y del portugués! «¿Entiende usted lo que dicen?» – pregunté a Antonio, que ya se había reunido conmigo. «No lo entiendo, mon maître– respondió – . He aprendido muchas palabras con los criados gallegos en las casas donde he servido, pero no puedo seguir una conversación. He oído decir a los gallegos que no hay dos aldeas donde se hable de la misma manera, y que muchas veces no se entienden entre sí. Lo peor del gallego es que todos piensan al oirlo por primera vez que es facilísimo de aprender, porque a cada momento perciben vocablos ya oídos antes; pero eso sirve tan sólo de mayor extravío y embrollo, y para que se entienda mal lo que se oye; mientras que si ignorasen totalmente esta lengua, aguzarían el oído para entenderla, como me pasa a mí cuando oigo hablar vascuence, bien que no conozco más palabra de este idioma que jaungicoa.»
Al cerrar la noche me fuí a la cama, donde estuve cuatro o cinco horas intranquilo y desvelado, porque aún no estaba limpio de fiebre. Mucho después de media noche, y cuando iba quedándome dormido, me espabiló un gran ruido en la calle, y el resplandor de unas luces que entraban por la celosía de la ventana de mi cuarto. Un momento después apareció Antonio, a medio vestir. «Mon maître– dijo – , acaba de llegar el correo de Madrid a La Coruña con una gran escolta y enorme número de viajeros. Me dicen que el camino de aquí a Lugo está infestado de ladrones y de carlistas que cometen todo género de atrocidades; debemos aprovecharnos de la ocasión y mañana al mediodía podemos estar en salvo en Lugo.» Al instante me arrojé de la cama y me vestí, diciendo a Antonio que fuese a disponer los caballos sin tardanza.
Pronto estuvimos montados y en la calle, en medio de una revuelta muchedumbre de hombres y cuadrúpedos. La luz de dos teas puestas delante del correo brillaba en las armas de varios soldados, formados, al parecer, a ambos lados del camino; pero la obscuridad no me permitía ver los objetos claramente. El correo iba montado en una yegua peluda; en el arzón y en la grupa llevaba sendos sacos de cuero, tan grandes que casi tocaban al suelo. Durante un cuarto de hora todo fué confusión, ir y venir, gritos y batahola; al cabo de ese tiempo se dió la orden de marcha. Apenas habíamos salido del pueblo se apagaron las teas y quedamos casi en totales tinieblas; marchábamos entre árboles, como se dejaba conocer por el rumor de las hojas en torno nuestro. Mi caballo iba muy intranquilo, relinchaba medrosamente, y a veces se encabritaba. «Si su caballo de usted no se tranquiliza, caballero, tendremos que pegarle un tiro – dijo una voz con acento andaluz – ; descompone toda la comitiva.» «Sería una lástima, sargento – repliqué – , porque es cordobés por los cuatro costados; no está hecho a los caminos de este país bárbaro.» «¡Oh! ¿Es de Córdoba? – dijo la voz – , vaya, no lo sabía; yo también soy cordobés. ¡Pobrecito! Déjeme usted palparlo; sí, en el pelo conozco que es paisano mío. La verdad, matarle… ¡Vaya!, me gustaría ver al gallego del demonio que se atreva a hacerle daño. País bárbaro, yo lo creo: ni aceite, ni olivos, ni pan, ni cebada. De modo que usted ha estado en Córdoba; vaya, hágame el favor de aceptar este cigarro.»
De esa manera anduvimos varias horas por montes y valles, casi siempre a muy lento paso. Los soldados de la escolta cantaban de tiempo en tiempo canciones patrióticas, respirando amor y adhesión a la joven reina Isabel y odio al feroz tirano Carlos. Una de las coplas que oí decía, sobre poco más o menos:
Duro tiene el corazón
Con Carlos, viejo cruel,
y sólo seis años cuenta,
niña inocente, Isabel.
Al romper el día, me encontré en medio de una procesión de doscientas o trescientas personas, algunas a pie, la mayoría montadas en mulas o yeguas; no vi un solo caballo, fuera del mío y el de Antonio. Unos pocos soldados iban diseminados a lo largo del camino. El país era montuoso, pero no tanto ni tan pintoresco como el que habíamos atravesado el día anterior; casi todo él estaba dividido en pequeños campos plantados de maíz. Cada dos o tres leguas se relevaba la escolta en algún pueblo donde había tropas destacadas. La mayor parte de las veces los pueblos eran un conjunto de miserables chozas, con techumbre de bálago, empapada de humedad, y cubierta frecuentemente de vegetación silvestre. Había montones de estiércol delante de las puertas, y abundaban los charcos y lodazales. Enormes cerdos pululaban mezclados con chiquillos en cueros. El interior de las chozas correspondía a su apariencia externa: estaban llenas de suciedad y miseria.
Llegamos a Lugo a las dos de la tarde. Durante las dos o tres últimas leguas, el cansancio nacido de la falta de sueño y de mi pasada enfermedad me agobiaba tanto que fuí continuamente dormitando en la silla, sin enterarme apenas de lo que estaba pasando. Nos alojamos en una vasta posada extramuros de la ciudad, edificada en una elevación del terreno, desde donde se descubría una extensa vista hacia el Este. Poco después de llegar empezó a llover a torrentes, y así continuó sin cesar los dos días sucesivos, cosa que me afligió poco, pues pasé todo ese tiempo en la cama, y casi puedo decir que dormitando. En la tarde del tercer día me levanté.
Había en la casa bastante bullicio, producido por la llegada de una familia procedente de La Coruña; venía en un gran coche de viaje, escoltado por cuatro carabineros. La familia era más bien numerosa: se componía del padre, un hijo y once hijas; la mayor de unos diez y ocho años. Un individuo de miserable aspecto, de chaqueta y sombrero de copa alta, les servía de criado. Llegaron muy mojados, tiritando; todos parecían muy desconsolados, especialmente el padre, hombre de mediana edad, de buena presencia.