Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 6
– ¿Podremos alojarnos en esta fonda? – preguntó con dulce voz al dueño.
– Sin duda alguna – replicó el hostelero – ; nuestra casa es grande. ¿Cuántas habitaciones necesita su merced para su familia?
– Con una tendremos bastante – contestó el forastero.
El huésped, que por ser gotoso iba apoyado en un palo, miró un momento al viajero y luego a cada individuo de su familia, sin olvidar al criado, y con un ligero encogimiento de hombros por todo comentario, les mostró el camino de un aposento donde había dos o tres camas con colchones de borra, aposento que yo rechacé a mi llegada por pequeño, obscuro e incómodo; abriéndolo bruscamente, preguntó si les servía.
– Es un poco pequeño – repuso el señor; – pero creo que nos servirá.
– Me alegro mucho – replicó el huésped – . ¿Hay que preparar cena para su merced y su familia?
– No, gracias – contestó el forastero – . Mi criado mismo preparará lo poco que necesitamos.
Entregada la llave al criado, toda la familia se ocultó en la habitación, no sin despedir antes a la escolta, gratificando al jefe de los carabineros con una peseta. El hombre estuvo medio minuto contemplando la propina brillar en la palma de su mano; luego, con un brusco ¡vamos!, giró sobre los talones y sin despedirse de nadie se fué con los hombres a sus órdenes.
– ¿Quiénes serán esos forasteros? – pregunté al huésped cuando estábamos los dos sentados en un ancho corredor abierto en un lado de la casa y que ocupaba todo aquel frente.
– No lo sé – contestó – ; pero por su escolta supongo que tienen algún empleo oficial. No son de por aquí, y estoy casi seguro de que son andaluces.
A los pocos minutos se abrió la puerta de la habitación ocupada por los forasteros y apareció el criado con una vasija en la mano.
– Señor patrón– preguntó – , ¿me hace el favor de decirme dónde puedo comprar un poco de aceite?
– En la casa lo hay – replicó el huésped – si es que necesita usted comprar; pero si, como es probable, supone usted que al vendérselo queremos ganar un cuarto, puede usted ir a comprarlo a la calle. Es lo que yo me figuraba – continuó el huésped cuando el criado se fué a su recado – : son andaluces y van a hacer lo que llaman un gazpacho para cenar. ¡Qué tacañería la de esos andaluces! Vienen a sacarle el jugo a Galicia, y les molesta que el pobre posadero se gane un cuarto vendiéndoles el aceite para el gazpacho. Una cosa le aseguro a usted, señor: cuando el criado vuelva y pida pan y ajos para mezclarlos con el aceite, le diré que no lo hay en casa; si ha comprado el aceite fuera, lo mismo puede comprar el ajo y el pan; sí por cierto; y para el caso, el agua también.
CAPÍTULO XXVI
Lugo. – Los baños – Una historia de familia. – Los Migueletes. – Las tres cabezas. – Un veterinario. – La escuadra inglesa. – Venta de testamentos. – La Coruña. – El reconocimiento. – Luigi Pozzi. – La especulación. – John Moore.
En Lugo encontré un librero rico para quien me habían dado en Madrid una carta de recomendación. De buen grado se encargó de la venta de mis libros. El Señor se dignó favorecer los humildes esfuerzos que por su causa hice en Lugo. Treinta ejemplares del Nuevo Testamento llevé allí, y en un solo día se vendieron. El obispo de la ciudad – Lugo es sede episcopal – compró para sí dos ejemplares, y varios curas y frailes exclaustrados, en lugar de seguir el ejemplo de sus hermanos de León persiguiendo la obra, hablaron bien de ella y recomendaron su lectura. Ante la gran demanda que hubo me apesadumbró que mi repuesto de libros estuviese exhausto; si hubiera podido reponerlo, se habrían vendido cuatro veces más libros en los pocos días que permanecí en Lugo.
Lugo cuenta unos 6.000 habitantes. Está situado en una elevación del terreno; antiguas murallas lo defienden. Carece de edificios notables; la misma catedral es de poca importancia. En el centro de la ciudad se encuentra la plaza del mercado, ligera y alegre, sin las macizas y pesadas fábricas que los españoles, así en tiempos pasados como en los modernos, acostumbran levantar en torno de sus plazas. Es cosa singular que Lugo, ciudad de muy escasa importancia en nuestros días, fuese en otros tiempos capital de España21; tal ocurría en la época de los romanos, que, por ser un pueblo no muy dado a guiarse por el capricho, tendría, sin duda, razones muy valiosas para preferir esa localidad.
Hay muchas reliquias romanas en las cercanías; la más importante son las ruinas de las antiguas termas medicinales en la ribera Sur del Miño, que serpentea por el valle al pie de la ciudad. En esos sitios, el Miño es un río con altas y escarpadas márgenes, muy pobladas de árboles.
Una tarde visité los baños en compañía de mi amigo el librero. Fueron construídos sobre unos manantiales calientes que vierten su caudal en el río. A pesar de su estado ruinoso se hallaban atestados de enfermos, que esperaban mejorar con las aguas, famosas todavía por sus cualidades salutíferas. Extraño espectáculo ofrecían los pacientes, vestidos con túnicas de franela muy parecidas a mortajas, sumergidos en el agua caliente, entre los sillares desencajados, envueltos en nubes de vapor.
Tres o cuatro días después de mi llegada hallábame sentado en el corredor que, como ya he dicho, ocupaba un frente entero de la casa. El cielo estaba despejado, y el sol radiante animaba con su luz todas las cosas. De pronto se abrió la puerta del aposento ocupado por los forasteros, y salió toda la familia, con excepción del padre, quien, supuse yo, debía de estar fuera ocupado en sus asuntos. El mísero criado cerraba la marcha, y al salir de la habitación cerró cuidadosamente la puerta y se guardó la llave en el bolsillo. El hijo y las once hijas iban muy bien vestidos: el muchacho, con pantalón y chaqueta de corte inglés; las muchachas, de blanco inmaculado. La familia era, en general, bien parecida, de ojos negros y tez olivácea; pero la hija mayor era de notable hermosura. Se colocaron en los bancos del corredor, y el desarrapado doméstico se sentó con sus amos sin ceremonia alguna. Estuvieron un buen rato callados, mirando con ojos desconsolados las casas del arrabal y los pardos muros de la ciudad, hasta que la hija mayor, o señorita, como la llamaban, rompió el silencio con un «¡Ay, Dios mío!»
El criado. —¡Ay, Dios mío! A bonita tierra hemos venido a parar.
Yo. – No veo por qué les parece a ustedes tan malo un país que por su naturaleza es el más rico y abundante de toda España. Cierto que la generalidad de los habitantes están en la miseria; pero la culpa es suya, no de la tierra.
El criado. – Caballero, el país es horrible; no diga usted que no. Las señoritas, el señorito y yo estamos espantados; hasta su merced lo está también, y dice que hemos venido a esta tierra a expiar nuestros pecados. Todos los días llueve, y ésta es casi la primera vez que vemos el sol desde que llegamos. No cesa de llover, y no puede uno salir a la calle sin meterse en el fango hasta el tobillo, y luego no se encuentra una casa.
Yo. – No lo entiendo. Me parece que hay casas de sobra en la población.
El criado. – Dispense usted, señor. Ayer alquiló su merced una casa por tres reales y medio al día; pero cuando la señorita la vió se echó a llorar, y dijo que aquello no era una casa, sino una perrera; entonces su merced pagó la renta de un día y rompió el trato. ¡Tres reales y medio diarios! En nuestro país podríamos tener un palacio por ese dinero.
Yo. – ¿De qué país vienen ustedes?
El criado. – Caballero, usted parece un señor muy decente y le voy a contar nuestra historia. Somos de Andalucía, y su merced era el año pasado recaudador general de contribuciones en Granada; tenía catorce mil reals de sueldo, con lo que nos dábamos traza para vivir bastante bien, sin perder las funciones de toros, y cuando no las había, las de novillos, y alguna que otra vez a la ópera. En una palabra: vivíamos con holgura y sin privarnos de diversiones; tanto, que su merced pensaba últimamente comprarle un caballo al señorito, que tiene catorce años, y ha de aprender a montar ahora o nunca. Pero el ministerio cambió, caballero, y los nuevos ministros, que no eran amigos de su merced, le quitaron el empleo. Caballero, desde aquella bendita tierra de Granada, donde nuestro sueldo era de catorce mil reals, nos han trasladado a Galicia, a esta fatal ciudad de Lugo, y su merced tiene que contentarse con diez mil, a todas luces insuficientes para sostener nuestras antiguas comodidades. ¡Adiós las funciones de toros y de novillos, y la ópera! ¡Adiós la esperanza de tener un caballo para el señorito! Caballero, estoy desesperado. ¡Calle, calle por amor de Dios; yo no puedo hablar más!
Conocida su historia, ya no me asombró que el recaudador general desease ahorrar un cuarto en la compra del aceite para su gazpacho y el de su familia de once hijas, un hijo y un criado.
Estuvimos en Lugo una semana y continuamos el viaje a La Coruña, distante unas doce leguas. Nos levantamos antes de rayar el día para aprovechar la escolta del correo, en cuya compañía hicimos unas seis leguas. Se hablaba mucho de ladrones y de partidas volantes de facciosos, razón por la que nuestra escolta era considerable. A unas cinco o seis leguas de Lugo, la guardia de soldados regulares fué relevada por un pelotón de cincuenta migueletes. Todos tenían aspecto de bandidos; pero nunca había visto yo gente de tan bárbara hermosura. Hallábanse todos en la flor de la edad; eran de elevada estatura, de miembros hercúleos; usaban recias patillas y caminaban con aire fanfarrón, como si provocaran el peligro y lo desdeñaran. Contrastaban sobremanera con los soldados que nos escoltaron hasta allí, pobres muchachos de diez y seis a diez y ocho años, sin vigor ni actividad. El traje peculiar de los migueletes, si a algo militar se parece, es al que usaban antiguamente los marinos ingleses. Llevan un sombrero característico y, generalmente, polainas; sus armas son el fusil y la bayoneta. El color de su vestido es de ordinario pardo obscuro. Guardan muy poca o ninguna disciplina, tanto en las marchas como en la acción. Son excelentes tropas irregulares, y en servicio de guerra se les emplea con singular utilidad como escaramuzadores. Sus funciones propias se asemejan, sin embargo, a las de la policía y están encargados de limpiar de ladrones los caminos, para lo cual se hallan en cierto respecto muy bien preparados, porque, en general, todos son ladrones durante alguna época de su vida. No es fácil decir por qué los llaman migueletes; lo más probable es que deriven su nombre del de un antiguo jefe. Tengo pocas noticias acerca de este cuerpo, y no puedo, por tanto, entrar en detalles; lo siento, porque sin duda ha de haber muchas cosas notables que decir acerca de él.
Cansado de la marcha lenta del correo, resolví adelantarme, arrostrando el peligro; cometí con eso una imprudencia no pequeña, pues estuve a punto de caer en manos de los ladrones. De súbito dos individuos se me plantaron delante apuntándome con sus escopetas, y las hubieran descargado sobre mí, probablemente, si no se llegan a asustar al oír el ruido del caballo de Antonio, que me seguía a muy corta distancia. El suceso ocurrió en el puente de Castellanos, lugar famoso por los robos y muertes que en él se hacían, y muy a propósito para tales empresas, porque está en el fondo de un profundo barranco, rodeado de agrestes y desoladas montañas. Un cuarto de hora antes tan sólo, había pasado yo junto a tres horribles cabezas clavadas en sendos palos al borde del camino; eran las de un capitán de ladrones y dos cómplices suyos, apresados y ejecutados dos meses antes. Su principal guarida eran las inmediaciones del puente; tenían por costumbre arrojar los cuerpos de sus víctimas a las profundas y negras aguas que corrían impetuosas por debajo. Aquellas tres cabezas no se borrarán jamás de mi memoria, particularmente la del capitán, puesta en un palo más alto que el de las otras dos: sus largos cabellos ondeaban al viento, y las facciones, ennegrecidas y torcidas, hacían, bañadas de sol, una mueca burlona. Los individuos que me echaron el alto eran restos de la cuadrilla.
Llegamos a Betanzos muy entrada la tarde. La ciudad está en una ría, a cierta distancia del mar y a unas tres leguas de La Coruña. Altas montañas la rodean por tres lados. Durante casi todo el día el tiempo estuvo cubierto y amenazador; al llegar a Betanzos, la densidad y pesadez de la atmósfera eran insoportables. Por todas partes los malos olores asaltaban nuestro órgano olfatorio. Las calles estaban muy sucias, las casas también, y singularmente la posada. Entramos en el establo; estaba sembrado de algas podridas y otros desperdicios, donde se revolcaban los cerdos. Alrededor zumbaban las moscas, muy gordas y asquerosas. «¡Esto es una peste!» – exclamé – . Pero no había otra cuadra, y tuvimos que atar los infelices animales a tan sucios pesebres. El único pienso que pudimos darles fué maíz. Al anochecer los llevamos a beber en el riachuelo que pasa por Betanzos. El entero bebió con ansia; pero al volver a la posada noté que estaba triste y que llevaba la cabeza caída. Apenas ocupó de nuevo su plaza, le acometió una tos muy honda y bronca. Recordé lo que me había dicho el mozo de cuadra en la montaña: «Es un loco el que trae un caballo a Galicia, y dos veces loco si trae un entero.» Durante la mayor parte del día el caballo anduvo en medio de un tropel de cien yeguas lo menos, y se excitó mucho. Con la tos, le entró un temblor violento. Me procuré un cuartillo de aguardiente anisado, y con ayuda de Antonio le di friegas casi durante una hora, hasta que el pelo se le cubrió de blanca espuma; pero la tos le iba en aumento, tenía la mirada fija y los miembros rígidos.
– ¡No hay más remedio que sangrarlo! – dije – . Corre a buscar al veterinario.
Llegó el veterinario.
– Va usted a sangrar el caballo – exclamé – y a sacarle una azumbre de sangre.
El albéitar miró al animal y se encaminó a la puerta.
– ¿Adónde va usted? – pregunté.
– A mi casa – respondió.
– ¡Pero si le necesitamos a usted aquí!
– Ya lo comprendo – repuso – . Y por eso me voy.
– Tiene usted que sangrar el caballo o se me morirá.
– Lo sé – dijo el albéitar – ; pero no lo sangro.
– ¿Por qué?
– No lo sangro más que con una condición.
– ¿Con cuál?
– ¡Con cuál! Que me pagará usted una onza de oro.
– ¡Sube corriendo a buscar el estuche de piel! – dije a Antonio.
Trajo el estuche, tomé un fleme ancho y, con ayuda de una piedra, lo introduje en la vena principal de una pata del caballo. Al principio la sangre no quería salir; al fin, a fuerza de frotes, comenzó a manar, y acabó por correr en abundancia; así estuvo una media hora.
– El caballo se va a desmayar, mon maître– dijo Antonio.
– Sostenle firme – respondí – , y dentro de diez minutos cerraré la vena.
La cerré, en efecto, y mientras lo hacía me puse a mirar al albéitar a la cara, arqueando las cejas.
– ¡Carracho, qué diablo de brujo! – musitó el albéitar al marcharse – . ¡A él si que le sangraría yo si tuviese aquí el cuchillo!
Por la noche volvimos a sangrar el caballo, y con esta segunda sangría se salvó. A la mañana siguiente empezó a comer.
A otro día salimos para La Coruña, llevando los caballos por la brida. El día era espléndido, y nuestro paseo delicioso. Ibamos bajo los árboles muy altos y sombrosos, que bordean la ruta desde Betanzos hasta ya cerca de La Coruña. Nada tan risueño y alegre como el país circunvecino. Los viñedos abundaban en las inmediaciones de las aldeas por donde atravesábamos, y millones de plantas de maíz erguían sus altas cañas y desplegaban sus anchas hojas verdes en los campos. A las tres horas de camino columbramos la bahía de La Coruña, en la que, no obstante estar aún a una legua de distancia, vimos tres o cuatro grandes navíos anclados. «¿Pertenecerán los navíos a España?» – me pregunté – . En la aldea inmediata nos dijeron que la noche anterior había llegado una escuadra inglesa, se ignoraba con qué objeto.
– Sin embargo – continuó nuestro informador – , parece seguro que traen algún designio sobre Galicia. Esos extranjeros son la ruina de España.
Nos alojamos en la que llaman calle Real, en una excelente fonda o posada, regida por un individuo bajo y grueso, de aspecto bastante risible, genovés por su cuna. Estaba casado con una vascongada, alta, fea, pero de buen genio, que le había dado un hijo y una hija. Al parecer la mujer había llevado consigo poco tiempo antes a todas sus parientes guipuzcoanas, que en número de nueve llenaban en la casa los oficios de camareras, cocineras y fregatrices; todas eran muy feas, pero de buen natural y en extremo parlanchinas. Durante el día entero atronaban la casa con su excelente vascuence y su malísimo castellano. El genovés, por el contrario, hablaba poco; una razón poderosa hubiera podido aducir para ello: llevaba treinta años en España y había olvidado su idioma nativo, sin aprender el español, que hablaba bastante mal.
Reinaba en La Coruña gran animación y bullicio con motivo de la llegada de la escuadra inglesa; pero al día siguiente la flota se marchó para hacer un breve crucero por el Mediterráneo, y en el acto volvió todo a su curso normal.
Tenía yo en La Coruña un repuesto de quinientos Testamentos, con los que me proponía abastecer las principales ciudades gallegas. En seguida que llegué se publicaron los anuncios usuales, y el libro se vendió regularmente – unos siete u ocho ejemplares diarios, por término medio – . Al leer estos detalles no faltará acaso quien sienta la tentación de decir: «Esas minucias no valen la pena de mencionarlas.» Pero los que tal crean, deben pensar que hasta muy pocos meses antes de la fecha a que me refiero la existencia misma del Evangelio era casi desconocida en España, y que necesariamente había de ser empeño difícil inducir a los españoles, gente que lee muy poco, a comprar una obra como el Nuevo Testamento, de primordial importancia para la salud del alma, es cierto, pero que ofrece pocas esperanzas de diversión a los espíritus frívolos y corrompidos. Esperaba yo presenciar los albores de una época mejor y más ilustrada, y me regocijaba pensando que en la infeliz y desalumbrada España se vendía ya el Nuevo Testamento, aunque en corta cantidad, desde Madrid hasta las más distantes poblaciones gallegas, en un trayecto de casi cuatrocientas millas.
La Coruña se alza en una península que tiene por un lado el mar y por otro la famosa bahía.
La ciudad se divide en vieja y nueva; esta última fué probablemente en otros tiempos un mero arrabal. La ciudad vieja, desolada y en ruinas, está separada de la ciudad nueva por un ancho foso. La ciudad moderna es mucho más agradable y contiene una calle suntuosa, la calle Real, residencia de los principales comerciantes. Un rasgo singular de esta calle es que toda ella está pavimentada con losas de mármol, por las que circulan caballerías y carros como si fuese un pavimento ordinario.
Es un dicho proverbial entre los coruñeses que en su ciudad hay una calle tan limpia que se puede comer en ella la puchera sin el más leve reparo. Sin duda el dicho podrá ser cierto después de una de las lluvias que con tal frecuencia empapan el suelo de Galicia, y dejan el piso de la calle muy lustroso. La Coruña fué en tiempos pasados una plaza comercial importante; pero la mayor parte del tráfico se ha trasladado últimamente a Santander, ciudad situada a mucha distancia de La Coruña, en dirección del golfo de Vizcaya.
– ¿Va usted a ir a Santiago, Giorgio? Si fuese usted allá, me haría el favor de llevar un recado a un pobre compatriota mío – dijo una voz en inglés cerrado, estando yo una mañana a la puerta de mi posada, en la calle Real de La Coruña.
Miré en torno, y vi un hombre cerca de mí, en pie junto a la puerta de una tienda contigua a la posada. Representaba sesenta y cinco años; era pálido su rostro y la nariz notable por su color rojo. Vestía un amplio sobretodo verde, tenía en la boca una larga pipa de barro y en la mano una vara.
– ¿Quién es usted y quién es su compatriota? – pregunté – . No le conozco a usted.
– Pues yo a usted, sí – replicó el hombre – . Usted me compró el primer cuchillo que vendí en el mercado de N.
Yo. – ¡Ah! Ahora le recuerdo a usted, Luigi Pozzi, y me acuerdo muy bien, además, de las veces que fuí, siendo un chiquillo, hace ya veinte años, a la tiendecita de usted y le oía hablar en milanés con sus compatriotas.
Luigi. – Aquellos eran tiempos dichosos para mí. ¡Oh!, si supiera usted con qué fuerza reaparecieron en mi memoria cuando le vi a usted detenerse a la puerta de la posada. Al instante me metí dentro, cerré la tienda, me eché en la cama y lloré.
Yo. – No veo motivo para que eche usted tan de menos aquellos tiempos. Cuando yo le conocí a usted en Inglaterra era usted buhonero; a veces ponía un tenducho en el mercado de una ciudad rural. Ahora me lo encuentro en un puerto español, propietario, por lo visto, de una tienda importante. No veo por qué se queja usted del cambio.
Luigi (Arrojando la pipa al suelo). – ¡Quejarme del cambio! ¿Sabe usted una cosa? Inglaterra es el paraíso de los piamonteses y milaneses, especialmente de los de Como. Jamás nos entregamos al descanso que no soñemos con ella, ya estemos en nuestro país, ya en tierra extranjera, como yo ahora. ¡Quejarme del cambio! ¡Y que eso lo diga un inglés! Prefiero ser miserable vagabundo en Inglaterra que dueño y señor de todo en diez leguas a la redonda del lago de Como, y otro tanto dirán todos mis compatriotas que han estado en Inglaterra, dondequiera que se encuentren. Puedo enseñarle diez cartas de otros tantos compatriotas residentes en América, donde se han hecho ricos, y prosperan, y son hombres principales; pues bien: todas las noches, cuando sus cabezas reposan en la almohada, sus almas auslandra22, y van arrastradas a Inglaterra y hacia sus verdes campos. Llegan allí en alas del ensueño, ponen sus cajas en el suelo y van mostrando a los honrados campesinos, a sus mujeres e hijas, espejillos y otras chucherías, y como antaño, las venden entre regateos y chuscadas. Al caer la tarde, vuelven como en los tiempos pasados a las tabernas a comer las tostadas de pan y el queso y a beber la cerveza de Suffolk, y a escuchar los ruidosos cantares y alegres chanzas de los labradores. Pues si echan de menos Inglaterra y sueñan con ella los que están en América, país próspero, según reconocen ellos mismos, favorable a los piamonteses y milaneses, cuánto más la echará de menos quien, como yo, lleva tantos años en España, en esta espantosa ciudad de La Coruña, sosteniendo un comercio ruinoso, y donde se pasan los meses sin ver una cara inglesa ni oír una palabra del bendito idioma inglés.
Yo. – Con tal predilección por Inglaterra, ¿qué le movió a usted a dejarla y a venir a España?
Luigi. – Se lo diré a usted. Hace unos diez y seis años se apoderó de cuantos estábamos en Inglaterra un deseo general de ser algo más de lo que hasta entonces habíamos sido: buhoneros, vagabundos; deseaban además – el hombre nunca está contento – ver tierras nuevas; la mayor parte se fué de Inglaterra, y donde antes había diez, apenas si quedó uno. Casi todos se fueron a América, país muy favorable, como ya le he dicho a usted, para nosotros los naturales de Como. Bueno; todos mis amigos y parientes atravesaron el mar; yo también me empeñé en viajar; pero en vez de irme con los otros al Oeste, a un país donde todos han prosperado, se me ocurrió venir a esta tierra de España, donde cuantos extranjeros se establecen mueren de tristeza, más tarde o más temprano. Se me metió en la cabeza la idea de que podía hacer fortuna de golpe trayendo un cargamento de artículos ingleses baratos, como los que vendía yo de ordinario a los aldeanos de Inglaterra. Fleté medio barco para mis artículos, porque en Inglaterra había ganado algún dinero con mi humilde tráfico, y llegué a La Coruña. Aquí empezaron de golpe mis contrariedades; los desengaños sucedían a los desengaños. Con extremada dificultad obtuve permiso para desembarcar las mercancías, y eso a costa de un gran sacrificio en sobornos, propinas y cosas parecidas. Apenas establecido, vi que el comercio era aquí muy escaso y que mis géneros se vendían muy lentamente, y a precio de coste o poco más. Pensé marcharme a otra parte; pero me dijeron que tendría que dejar aquí mis existencias, a menos de pagar nuevas propinas que me hubiesen arruinado. De este modo he resistido catorce años, vendiendo apenas lo bastante para pagar el alquiler de la tienda y mantenerme; y así continuaré hasta que me muera, o hasta que se me acaben los géneros. En mal hora me fuí de Inglaterra para venir a España.
Yo. – ¿Me ha dicho usted que tiene un compatriota en Santiago?
Luigi. – Sí; un pobre hombre, muy honrado, que, como yo, ha tenido la extraña suerte de venir a parar a Galicia. A veces me las arreglo para mandarle algunos géneros que vende en Santiago con más ganancia que yo aquí. Es hombre feliz, porque no ha visto Inglaterra, e ignora la diferencia entre los dos países. ¡Oh campiñas inglesas, quién os volviera a ver! ¡Y aquellas cervecerías! ¡Y lo que más vale de todo, la buena fe de la gente y la seguridad personal! He viajado por toda Inglaterra, y en ninguna parte me trataron mal, salvo una vez en el Norte, ciertos papistas a quienes aconsejé que abandonaran sus pantomimas y asistieran al culto anglicano, como hacía yo, y como todos mis compatriotas hacían en Inglaterra; porque, sépalo usted, signor Giorgio, todos nosotros, ya fuésemos piamonteses, ya naturales de Como, veíamos con muy buenos ojos la religión protestante, cuando no éramos miembros efectivos de ella.
Yo. – ¿Qué se propone usted hacer ahora, Luigi? ¿Qué esperanzas tiene?
Luigi. – Mis esperanzas están borradas, Giorgio; mi único propósito es morirme en La Coruña, acaso en el hospital, si es que me admiten. Hace años todavía pensaba en marcharme, aunque fuese dejándolo todo abandonado, para volver a Inglaterra o irme a América; pero ahora es demasiado tarde, Giorgio; demasiado tarde. Cuando perdí todas mis esperanzas me di a la bebida, a la que nunca tuve antes afición, y ahora soy lo que supongo habrá usted adivinado.
– Para todos hay esperanza en el Evangelio – dije yo – , incluso para usted. Le enviaré a usted uno.
En la ciudad vieja, mirando al Este, hay una pequeña batería cuyo muro bañan las aguas de la bahía. Es un lugar apacible, desde donde se descubre una extensa vista. La batería ocupa unas ochenta varas en cuadro; algunos arbolillos crecen por allí, y sirve más que nada de lugar de esparcimiento de los coruñeses.
En el centro de la batería está la tumba de Moore, levantada por los caballerescos franceses, en conmemoración de la muerte de su heroico antagonista. Es de forma oblonga, rematada por una piedra, y en cada lado ostenta uno de esos sencillos y sublimes epitafios en que nuestros rivales son maestros, y que tan fuerte contraste hacen con las pretenciosas e hinchadas inscripciones que deforman los muros de la Abadía de Westminster:
«JOHN MOORE,
Jefe del ejército inglés. Muerto en el campo de batalla
1809.»
La tumba es de mármol; rodéala un muro cuadrangular, alto parapeto de tosco granito; pegado a cada esquina, emerge del suelo la culata de un enorme cañón de bronce, destinado a dar solidez al muro. Estas construcciones exteriores no son obra de los franceses, sino del gobierno inglés.
Allí yace el héroe, casi a la vista de la gloriosa colina donde, revolviéndose contra sus perseguidores como un león acosado, terminó su carrera. Muchos ganan la inmortalidad sin buscarla, y mueren antes de que sus primeros rayos doren su nombre; de éstos fué Moore. El general, al huír de Castilla con sus desalentadas tropas, hostigado por un enemigo impetuoso y terrible, no soñaba que estaba a punto de alcanzar lo que muchos hombres, mejores y más grandes aunque no ciertamente más valientes que él, han deseado en vano. Sus mismos infortunios, la desastrosa retirada, la sangrienta muerte, y su tumba en país extranjero, lejos de sus parientes y amigos, aseguraron su fama inmortal. Apenas hay un español que no conozca de oídas esta tumba y que no hable de ella con respeto. Afírmase que con el general hereje fueron sepultados tesoros inmensos, aunque nadie acierta a decir para qué fin. De creer a los gallegos, los demonios de las nubes persiguieron a los ingleses en su fuga y los atacaron con torbellinos y mangas de agua cuando se esforzaban por remontar los tortuosos y empinados senderos de Fuencebadón; otras leyendas aún más groseras se cuentan acerca del modo como cayó el valeroso general. Sí; la inmortalidad ha coronado las sienes de Moore, incluso en España, tierra del olvido, por donde el Guadalete, el antiguo Leteo, fluye.