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Kitabı oku: «La Biblia en España, Tomo II (de 3)», sayfa 7

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CAPÍTULO XXVII

Compostela. – Rey Romero. – El buscador de tesoros. – Proyectos risueños. – El derecho de asilo. – Riquezas ocultas. – El canónigo. – El localismo. – La lepra. – Los huesos de Santiago.

En los comienzos de agosto me hallé en Santiago de Compostela. Hice el viaje desde La Coruña en compañía del correo, a quien escoltaba una fuerte patrulla de soldados, a causa de la perturbación de la comarca, infestada de bandidos. Desde La Coruña a Santiago no hay más que diez leguas; pero el viaje duró día y medio. Fué muy agradable: el terreno era muy variado y bello, alternando los montes y los valles; en muchos sitios, frondosos árboles de variadas especies cobijaban bajo su espléndido follaje el camino. Centenares de viajeros, a pie o a caballo, se aprovecharon de la defensa que la escolta ofrecía; el temor a los ladrones era grande. Dos o tres veces se dió la señal de alarma durante el viaje; pero llegamos a Santiago sin ser atacados.

Santiago se alza en una planicie amena, rodeada de montañas; la más notable es una de forma cónica, llamada Pico Sacro, de la que se cuentan muchas leyendas maravillosas. Santiago es una ciudad vieja muy bella, de unos veinte mil habitantes. Hubo tiempos en que, con la sola excepción de Roma, fué Santiago el lugar de peregrinación más famoso del mundo, porque dicen que su catedral guarda los huesos de Santiago el Mayor, el hijo del trueno, que, según la leyenda de la iglesia romana, fué el primero en predicar el Evangelio en España. Pero su gloria como lugar de peregrinación decae rápidamente.

La catedral, aunque obra de varias épocas, en la que se mezclan diversos estilos de arquitectura, es una fábrica majestuosa y venerable, muy a propósito para suscitar la admiración y el respeto; es casi imposible, a la verdad, pasear por sus sombrías naves, oír la solemne música y los nobles cánticos, respirar el incienso de los grandes incensarios, lanzados a veces hasta la bóveda del techo por la maquinaria que los mueve, mientras los cirios gigantescos brillan aquí y allá en la penumbra, en los altares de numerosos santos, ante los que los fieles, de hinojos, exhalan sus plegarias en demanda de protección, de piedad y de amor, y dudar de que hollamos una casa donde el Señor mora con deleite. El Señor, empero, se aparta de ella; no escucha, no mira, y si lo hace será con enojo. ¿De qué aprovechan la solemne música, los nobles cánticos, el incienso de suave olor? ¿De qué aprovecha arrodillarse ante aquel altar mayor, todo de plata, coronado por una estatua con sombrero de plata y armadura, emblema de un hombre que, si bien apóstol y confesor, fué todo lo más un servidor inútil? ¿De qué aprovecha esperar la remisión de los pecados confiando en los méritos de quien no poseía ninguno, o rendir homenaje a otros que nacieron y se criaron en pecado, y que sólo por el ejercicio de una ardiente fe, otorgada desde lo alto, podían esperar librarse de la cólera del Omnipotente? Alzaos de hinojos, hijos de Compostela, y si os prosternáis sea sólo ante el Altísimo, ni volváis a dirigir a vuestro patrono, en la víspera de su fiesta, este himno, por sublime que parezca:

 
¡Oh tú, escudo de la fe que en España profesamos,
azote del enemigo que se atreviera a retarnos,
tú, a quien el hijo de Dios, de los elementos amo,
llamárate hijo del trueno, oh tú, inmortal Santiago!
 
 
Desde ese asilo bendito, glorioso y sacrosanto
dispénsanos tus mercedes y tu favor soberano;
escucha nuestras plegarias, que con fervoroso labio
ofrecémoste rendidos, poderoso Santiago.
 
 
A ti las gracias eleva España en un solo canto,
y aunque de tu nombre cobra honor y gloria preclaros,
más se precia de tener tu cuerpo en el santuario
de Compostela, sepulcro del bendito Santiago.
 
 
Cuando la maldad impía, la liviandad y el escarnio
de la fe, a España sumieron en las tinieblas del caos,
tú tan sólo luz divina fuiste y refulgente faro
que del infierno el escuro alumbraste, Santiago.
 
 
Y cuando a guerra terrible el español esforzado
se lanzó, te apareciste caballero en tu caballo
rompiendo las filas moras que por Mahoma jurando
a tu poder se rindieron, victorioso Santiago.
 
 
Así pues, aquí nos tienes a tus pies arrodillados,
porque intercedas pidiendo perdón de nuestros pecados
a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo,
¡oh tú, más alto que el sol, bendito apóstol Santiago!
 

En Santiago tropecé con un coadyuvante para mis trabajos bíblicos, bueno y cordial, en la persona del librero de la población, Rey Romero, hombre de unos sesenta años. Este excelente sujeto, rico y respetado, tomó el asunto con un entusiasmo inspirado sin duda desde lo alto, sin perder ocasión de recomendar mi libro a cuantos entraban en su tienda, espléndido y cómodo establecimiento sito en la Azabachería. En muchos casos, cuando los aldeanos de las cercanías entraban a comprar alguno de los necios y populares libros de cuentos que circulan por España, les convencía para que, en su lugar, se llevaran a su casa el Testamento, asegurándoles que el libro sagrado era mucho mejor, más instructivo y hasta mucho más entretenido que los que iban a buscar. No tardó en cobrarme gran afición, y todas las tardes me visitaba en mi posada y me acompañaba en mis paseos por la ciudad y sus alrededores. El hombre sabía muchas cosas, y, aunque de corazón sencillo, poseía un ingenio muy despierto en extremo regocijante a veces.

Una noche, ya tarde, me paseaba solo por la alameda de Santiago pensando qué dirección tomaría en mi próximo viaje, porque ya llevaba allí diez días; la luna, esplendorosa, alumbraba todos los objetos hasta considerable distancia en torno mío. La alameda estaba por completo solitaria; todo el mundo, menos yo, se había retirado a descansar. Me senté en un banco y proseguí mis reflexiones, cuando, de súbito, me interrumpió un ruido como de alguien que anduviese pesadamente renqueando. Volví los ojos en la dirección del ruido, y al pronto sólo percibí un bulto informe que avanzaba con lentitud; cuando estuvo más cerca distinguí la silueta de un hombre, vestido con burdo traje pardo, con una especie de sombrero andaluz, y que a modo de bastón empuñaba una rama de árbol pelada. Llegó frente a mi banco; se detuvo, se quitó el sombrero y me pidió limosna con un acento insólito y en una jerga extraña, algo semejante al catalán. La luna iluminó unas guedejas grises y un semblante rojizo y curtido que al instante reconocí.

– Benedicto Mol – exclamé – , ¿cómo es posible que me le encuentre a usted en Compostela?

– Och, mein Gott, es ist der Herr!– replicó Benedicto – . ¡Och, qué buena suerte! ¡La primera persona que veo en Compostela es el Herr!

Yo. – Apenas puedo dar crédito a mis ojos. ¿Dice usted que acaba de llegar a Santiago?

Benedicto. – ¡Oh, sí! Llego en este momento; vengo a pie desde Madrid, que ya es camino.

Yo. – ¿Y qué ha podido inducirle a usted a emprender un viaje tan largo?

Benedicto. – Vengo en busca del Schatz, del tesoro. Le dije a usted en Madrid que estaba a punto de venir; ahora me lo encuentro aquí; ya no tengo duda de que hallaré el Schatz.

Yo. – ¿Y cómo se las ha arreglado para vivir durante el viaje?

Benedicto. – ¡Oh! He sacado unos cuartos pidiendo limosna. Al llegar a Toro me puse a trabajar de jabonero, hasta que, descubierta mi incapacidad, me echaron del pueblo. Continué pidiendo limosna hasta llegar a Orense, que ya es tierra de Galicia. No me gusta nada este país.

Yo. – ¿Por qué?

Benedicto. – ¡Por qué! Porque aquí todos mendigan, y como apenas tienen para ellos, menos tienen para mí, que soy forastero. ¡Oh! ¡Qué miseria la de Galicia! Cuando por las noches llego a una de esas pocilgas que ellos llaman posadas, y pido por Dios un pedazo de pan para comer y un poco de paja para dormir, me maldicen y me contestan que en Galicia no hay pan ni paja, y a buen seguro que desde que estoy en Galicia no he visto ninguna de las dos cosas; sólo un poco de lo que llaman aquí broa y unos desperdicios de cañas, usadas para cama de los caballos; me duelen todos los huesos desde que entré en Galicia.

Yo. – A pesar de todo, ha venido usted a un país que llama miserable, en busca de un tesoro.

Benedicto. – ¡Oh!, yaw, pero el Schatz está enterrado; no está sobre la tierra; en Galicia no hay dinero en la haz de la tierra. Lo desenterraré, y luego compraré un coche con seis mulas y me iré a Lucerna; si al Herr le agrada irse conmigo, será muy bien recibido.

Yo. – Me temo que se haya metido usted en un callejón sin salida. ¿Qué piensa usted hacer? ¿Tiene usted algún dinero?

Benedicto. – Ni un cuarto; pero una vez en Santiago, eso ya no me importa. Estoy cerca del Schatz; además le he visto a usted, que es buena señal; esto quiere decir que aún está aquí el Schatz. Voy a ir a la mejor posada de la población y viviré como un duque, hasta que se me presente la ocasión de desenterrar el Schatz, con el que pagaré todos los gastos.

– No haga usted eso – repliqué yo – . Busque un sitio para dormir y procúrese algún trabajo. Mientras tanto, tenga esta pequeñez para remediarse. Creo que el tesoro que ha venido a buscar sólo existe en su imaginación de usted.

Le di un duro y me marché.

Nunca he gozado de paseos más encantadores que en las cercanías de Santiago. Mi amigo, el bueno y anciano librero, me acompañaba casi siempre. Vagábamos por las frondosas márgenes de los numerosos arroyuelos, gozando de los placenteros atardeceres veraniegos de aquella parte de España. El tema de nuestros coloquios era de ordinario la religión; pero también hablábamos con frecuencia de los países extranjeros visitados por mí, y otras veces de cosas que interesaban personalmente a mi amigo. «Los libreros españoles – decía – somos todos liberales; no somos amigos del sistema frailuno, ni podríamos serlo. Los frailes favorecen las tinieblas, y nosotros vivimos de esparcir la luz. Somos muy amantes de nuestra profesión, y más o menos, todos hemos padecido por su causa. Muchos de los nuestros fueron ahorcados en los tiempos de terror, por vender inofensivas traducciones del francés o del inglés. Poco después de ser derrocada la Constitución por Angulema y las bayonetas francesas, tuve que huír de Santiago y refugiarme en la parte más agreste de Galicia, cerca de Corcubión. A no ser por los buenos amigos, no lo contaría ahora; con todo, me costó mucho dinero arreglar el asunto. Mientras estuve escondido, se hicieron cargo de la librería los funcionarios de la curia eclesiástica, y le decían a mi mujer que era menester quemarme por haber vendido libros malos. Pero esos tiempos ya pasaron, gracias a Dios, y espero que no han de volver.»

Una vez íbamos paseando por las calles de Santiago, y el librero se detuvo delante de una iglesia, poniéndose a contemplarla atentamente. Como no ofrecía a la vista nada notable, le pregunté la causa de su interés. «En tiempo de los frailes – me dijo – esta iglesia tenía derecho de asilo, y cualquier criminal que se refugiaba en ella quedaba en salvo. A todos alcanzaba su protección, aun a los más viles, menos a los negros, como llamaban a los liberales.»

– ¿A los asesinos también? – pregunté.

– A los asesinos y a otros delincuentes peores. Entre paréntesis: he oído decir que ustedes los ingleses miran con la más extremada aversión el homicidio; ¿creen ustedes, en efecto, que es un crimen enorme?

– ¿Pues no lo hemos de creer? – repliqué. – En todos los demás cabe reparación; pero si quitamos la vida lo quitamos todo.

– Los frailes pensaban de otro modo – replicó el anciano – , y consideraron siempre el homicidio como una friolera; pero no así el delito de casarse sin dispensa dos primos hermanos, para el que, a creerlos, difícilmente hay remisión en este mundo ni el otro.

Dos o tres días después de esto estábamos sentados en mi habitación de la posada, conversando, cuando Antonio abrió la puerta y dijo, sonriente, que abajo estaba un «señor» extranjero que pretendía hablarme. «Que suba» – respondí; y casi al instante apareció Benedicto Mol.

– Aquí tiene usted una persona singularísima – dije al librero – . En general, ustedes los gallegos se marchan de su tierra para hacer dinero; éste, por el contrario, viene aquí a buscarlo.

Rey Romero. – Y hace muy bien. Galicia es la provincia de España que más riquezas naturales encierra; pero los habitantes son muy lerdos, y no saben utilizar los dones que les rodean; en prueba de lo que puede sacarse de Galicia, vea usted a los catalanes que se han establecido aquí: todos son ricos. Hay riquezas por todas partes, sobre la tierra y debajo de ella.

Benedicto. – ¡Oh!, yaw, en tierra, eso es lo que yo digo. Hay muchos más tesoros debajo de tierra que encima de ella.

Yo. – ¿Ha descubierto usted desde que no nos vemos el sitio donde dice usted que está escondido el tesoro?

Benedicto. – Sí; ahora lo sé ya todo. Está enterrado en la sacristía de San Roque.

Yo. – ¿Cómo lo ha averiguado usted?

Benedicto. – Verá usted. Al día siguiente de llegar, anduve paseándome por la población, en busca de la iglesia; pero no encontré ninguna que correspondiese con las señas que me dió mi camarada antes de morir en el hospital. Entré en bastantes, examinándolas con cuidado, pero en vano; no pude dar con el sitio que yo veía con los ojos del alma. Conté el caso a la gente de mi posada y me aconsejaron que llamase a una meiga.

Yo. – ¡Una meiga! ¿Qué es eso?

Benedicto. – ¡Oh! Una Haxweib, una bruja; los gallegos en su jerga, de la que no entiendo una palabra, la llaman bruja. Consentí, y enviaron a buscar a la meiga. ¡Ah, qué Weib es la meiga! No he visto nunca mujer igual; tan alta como yo, su rostro es tan redondo y tan rojo como el sol. Me preguntó muchas cosas en gallego, y cuando le dije todo lo que necesitaba saber sacó una baraja de naipes y fué poniéndolos en la mesa de un modo particular; me dijo, al fin, que el tesoro está en la iglesia de San Roque, cosa cierta, seguramente, pues he ido a la iglesia y corresponde con toda exactitud a las señas que me dió el compañero muerto en el hospital. ¡Oh!, esa meiga es una Hax muy poderosa. Es muy conocida en estos contornos y se sabe que ha hecho muchos daños en el ganado. En pago de su trabajo le di medio duro, del que usted me regaló.

Yo. – Pues se ha portado usted como un tonto; la bruja le ha engañado groseramente. Pero aun siendo verdad que el tesoro esté en la iglesia que usted dice, no es probable que le permitan remover el suelo de la sacristía para desenterrarlo.

Benedicto. – Ese asunto va ya por muy buen camino. Ayer fuí a confesarme con un canónigo, que me dió la absolución y su bendición; no es que a mí me importen mucho esas cosas; pero sí sé que este es el modo mejor de entrar en materia; me confesé, y luego hablé de mis viajes, y acabé por contar al canónigo lo del tesoro, y le propuse que si me ayudaba nos lo repartiríamos entre los dos. ¡Oh!, quisiera que hubiesen ustedes visto la cara que puso. En el acto aceptó la propuesta, y me dijo que podía ser un buen negocio; me estrechó la mano, afirmando que soy un suizo honrado y muy buen católico.

Después le propuse que me admitiera en su casa y me tuviese con él hasta que se presentase ocasión de desenterrar juntos el tesoro. Pero a eso se negó.

Rey Romero. – Lo que es eso, lo creo: cuente usted con que ningún canónigo se comprometerá hasta ese punto sin razones muy fuertes para ello. Las historias de tesoros ocultos están ya muy gastadas; por aquí se han oído contar casi desde los tiempos de los moros.

Benedicto. – Me aconsejó ir a ver al capitán general y pedirle permiso para las excavaciones, prometiéndome, si lo obtenía, ayudarme con toda su influencia.

En diciendo esto, el suizo se fué, y no volví a ver e ni oí hablar de él en todo lo demás del tiempo que estuve en Santiago.

El librero no se cansaba de enseñarme su ciudad natal, de la que era entusiasta admirador. La verdad es que en ninguna parte he encontrado el sentimiento localista, muy extendido por toda España, tan fuerte como en Santiago. Con tal que su ciudad prospere, a los santiagueses les importa poco que las demás ciudades gallegas perezcan. Su antipatía a la ciudad de La Coruña no tenía límites, sentimiento agravado en no corta medida por la traslación de la capitalidad provincial desde Santiago a La Coruña. No me toca a mí, que soy extranjero, decir si el cambio era o no recomendable; pero mi opinión íntima es por completo adversa a él. Santiago es una de las ciudades más céntricas de Galicia, con importantes núcleos de población por todos lados, mientras que La Coruña está en un extremo, a gran distancia del resto de la región. «Es una lástima que los vecinos de La Coruña no puedan inventar un medio de llevarse nuestra catedral, como se han llevado nuestro gobierno – decía un santiagués – . Así harían mejor papel, porque ahora no tienen una iglesia donde se pueda decir misa.» «También es gran lástima – decía otro – que no puedan llevarse nuestro hospital, para no verse obligados a enviarnos sus enfermos pobres. Siempre me ha parecido que los enfermos de La Coruña tienen mucho peor cara que los de otras partes; pero ¿qué puede venir de La Coruña que sea bueno?»

En compañía del librero visité el hospital; pero no me detuve mucho tiempo en él, porque la miseria y la suciedad reinantes me arrojaron rápidamente a la calle. La verdad es que Santiago viene a ser el inmenso lazareto de Galicia, lo cual explica el prodigioso número de seres horribles que se ven por las calles, llegados, en su mayoría, en demanda de asistencia médica, que se les administra – según pude saber – con escasez e ineficacia. Entre aquellos desgraciados descubría a veces algún caso de la terrible lepra, e instantaneamente huía de él con un «Dios te remedie», como un judío de la antigüedad. Galicia es la única provincia de España donde aún son frecuentes los casos de lepra; prueba convincente de que esta enfermedad es producida por la mala alimentación y por el descuido en la limpieza, porque los gallegos, en lo tocante a las comodidades de la vida y a los hábitos civilizados, están, por confesión propia, mucho más atrasados que los demás naturales de España.

– Además del hospital general – dijo el librero – tenemos una leprosería. ¿Quiere usted verla? En Santiago hay de todo. Nada falta: hasta la lepra tiene aquí albergue.

– No me opongo a que vayamos a ver la leprosería; pero ha de ser desde lejos, porque lo que es entrar, no entro.

Dicho esto me llevó por el camino de Padrón y Vigo abajo, e indicándome dos o tres chozas, exclamó:

– Esa es la leprosería.

– Muy pobre me parece – respondí – . ¿Qué comodidades pueden encontrar ahí dentro los enfermos? ¿Quién los cuida?

– Ahí los dejan entregados a sí mismos – respondió el librero – . Probablemente se morirán a veces por abandono. En otro tiempo la leprosería estaba bien dotada, con rentas bastantes para sostenerla; pero también fueron secuestradas en las revueltas últimas. Ahora, los leprosos menos repulsivos se sitúan por lo común al borde de la carretera y mendigan para todos. Vea usted, ahí está uno.

Era cierto: un leproso, medio desnudo, descubiertas las relucientes escamas, aparecía sentado al pie de una cerca ruinosa. Arrojamos unas monedas en el sombrero de aquel ser infortunado, y nos fuimos.

– Mala enfermedad es ésta – dijo mi amigo – , y yo, que he visto muchos leprosos, confieso que su proximidad me hace poca gracia. La verdad: preferiría que no entrasen, como entran algunas veces, en mi tienda a pedir limosna. Tengo entendido que la lepra es la enfermedad más contagiosa que hay; pero existe una variedad de virulencia terrible, la más temida de todas: es la lepra elefantina. A los que mueren de ella los queman, por disposición de la ley, y se aventan las cenizas, porque si el cuerpo de esos leprosos se enterrase en el cementerio, la enfermedad se propagaría en seguida incluso a los demás muertos allí enterrados. Al menos, eso es lo que se cree por aquí. Ahora se está siguiendo causa por haber enterrado en el cementerio los cadáveres de unas víctimas de la lepra elefantina. Funesta es la lepra en cualquiera de sus formas, pero sobre todo la elefantina.

– Hablando de cadáveres – dije yo – , ¿cree usted que los huesos de Santiago están realmente enterrados en Compostela?

– ¿Qué puedo decir yo? – respondió el anciano – . De eso sabe usted tanto como yo. Debajo del altar mayor hay una piedra muy grande que, según dicen, cierra la boca de un profundo pozo en cuyo fondo se cree que están enterrados los huesos de Santiago; por qué los pusieron en el fondo de un pozo es un misterio insondable para mí. Uno de los dependientes de la iglesia me ha contado que una noche estaba de guardia con un compañero dentro de la iglesia, porque unos ladrones habían asaltado poco antes una de las capillas y cometido un sacrilegio; el tiempo se les hacía pesado, y para entretenerse, en el silencio de la noche, tomaron una palanca, removieron la losa y miraron en la sima abierta: estaba obscura como una tumba; entonces ataron un peso al extremo de una cuerda larga y lo echaron dentro. A muy gran profundidad chocó, al parecer, contra un objeto sólido, haciendo un ruido opaco, como de plomo. Supusieron que podía ser un ataúd, y quizás lo fuese; pero ¿de quién? Esa es la cuestión.

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12+
Litres'teki yayın tarihi:
05 temmuz 2017
Hacim:
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