Kitabı oku: «El quinto sol», sayfa 2

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Introducción


La pluma que se desplazaba sobre el papel crujió levemente y después emitió algo semejante a un chirrido, cuando de golpe fue arrastrada hacia atrás, en un ángulo extraño, para tachar una palabra. La tinta emborronó el papel. El escritor hizo una pausa; necesitaba pensar. Eso no era lo que había querido decir. Miró fijamente el pálido folio que yacía sobre la mesa de madera. El autor era un indígena mexicano descendiente de unos inmigrantes que alguna vez habían llegado de las desérticas tierras del norte, pero su vida era muy diferente de la de sus antepasados. Era el año 1612 y, al otro lado de la ventana, la luz del sol bañaba las calles de la ciudad de México, brillando contra los azulejos de colores, las aldabas de metal, las paredes de liso adobe. Las gentes, apresuradas, iban y venían, riendo y conversando, vendiendo sus productos, instando a sus hijos a apresurarse también, algunas en español, otras en “mexicano”, como llamaban los españoles al idioma de los indios. Dentro de su oscura habitación, don Domingo —o Chimalpahin, como se llamaba a sí mismo en honor de uno de sus bisabuelos— se sintió en paz. Estaba ocupado. Habían pasado casi 100 años desde la llegada de los españoles, pero los personajes que tenía en la cabeza habían vivido 300 años antes; los escuchaba en su imaginación: “Por favor”, suplicaba un tlatoani derrotado al hombre que lo había vencido: “Xicmotlaocollili yn nochpochtzin” [Ten piedad de mi hija]. El jefe habló en la lengua de los mexicas y don Domingo escribió sus palabras en ese idioma. Creía en el tlatoani derrotado, sabía que antes había vivido y respirado, algo tan cierto como que el propio Chimalpahin estaba vivo ahora. Su amada abuela, que había muerto apenas unos años antes, había sido una niña en los años inmediatamente posteriores a la conquista española; su infancia había estado poblada por ancianos que habían vivido su vida en otros tiempos, por lo que don Domingo sabía con cada fibra de su ser que esos tiempos no habían sido míticos. Se volvió para mirar su fuente, una envoltura con viejos papeles hechos jirones, en los que alguien más había descrito los acontecimientos muchos años antes. Trató de encontrar el lugar correcto en medio de la densa escritura. Estaba cansado y pensó en detenerse por ese día, pero siguió adelante: su objetivo era nada menos que preservar la historia de su pueblo como parte del patrimonio mundial, y todavía tenía que escribir cientos de páginas más.

Cuando desciende desde las vertiginosas alturas de una de las pirámides de México, el visitante casi espera sentir la presencia del espíritu de una princesa mexica; una persona menos inclinada a viajar podría esperar que ocurriera una epifanía respecto de la vida de los antiguos mexicanos mientras visita un museo y contempla, a través del cristal, un asombroso cuchillo de pedernal, vuelto a la vida aparentemente por los ojos color turquesa que tiene incrustados, o mientras admira una diminuta rana dorada atrapada por el artista cuando el animal se preparaba para saltar. Sin embargo, nadie esperaría escuchar a una princesa mexica burlándose de sus enemigos en las estanterías de una biblioteca; pero eso es exactamente lo que me pasó un día, hace unos 15 años.

Por lo general, se cree que las bibliotecas son lugares muy tranquilos, ya sea que alberguen estantes de libros antiguos, encuadernados en pergamino, o filas de computadoras; sin embargo, otra forma de pensar en una biblioteca es que se trata de un mundo de voces congeladas, capturadas y accesibles para siempre gracias a uno de los avances humanos más poderosos de todos los tiempos: la escritura. Desde esa perspectiva, una biblioteca se convierte de repente en un lugar muy ruidoso: en teoría, contiene fragmentos de todas las conversaciones que el mundo haya conocido; en realidad, no obstante, es casi imposible escuchar algunas de esas conversaciones; incluso alguien que intentara con desesperación distinguir lo que grita una inhueltiuh, una “hermana mayor” mexica, una princesa, por ejemplo, generalmente tendría dificultades para hacerlo. La inhueltiuh, la hermana mayor, aparece en la cima de la pirámide, haciendo frente a un sacrificio brutal, pero, por lo general, permanece en silencio. La voz que recubre la escena es la de un español, quien nos dice que está seguro de lo que la muchacha debe de haber pensado y creído. En lugar de las palabras de la inhueltiuh, escuchamos las de los frailes y los conquistadores, cuyos escritos se alinean en los estantes de la biblioteca.

Durante generaciones, aquellos que han querido conocer la vida de los antiguos indígenas americanos han estudiado los objetos descubiertos en las excavaciones arqueológicas y han leído las palabras de los europeos que comenzaron a escribir sobre los indios casi tan pronto como se encontraron con ellos. De esas fuentes, más que de ninguna otra, los académicos han extraído sus conclusiones y las han considerado justificadas; sin embargo, ha sido un esfuerzo peligroso que inevitablemente ha conducido a distorsiones. Para hacer una comparación, nunca se habría considerado aceptable afirmar que se entiende la Francia medieval si únicamente se tuviese acceso a unas cuantas decenas de excavaciones arqueológicas y cien textos escritos en inglés, sin ningún texto escrito en francés o latín; en el caso de los indios, no obstante, las normas que se han aplicado son diferentes.

La imagen que se tiene de los mexicas es espeluznante: los cuchillos de pedernal con ojos incrustados, las piedras de sacrificio, los tzompantli o hileras de calaveras, todo imprime en la imaginación unas imágenes imborrables. Hoy en día, los miramos y luego inventamos la escena que los acompañaba: la palabra hablada, la música y el contexto; imaginamos orgías de violencia, como la representada en la película Apocalypto. Los libros de texto presentan las mismas imágenes y enseñan a los jóvenes que los pueblos autóctonos más nobles esperaban ser liberados de un régimen de mucha crueldad; los libros escritos por los españoles del siglo XVI también alientan a los lectores a creer que las personas a las que los conquistadores derrotaron eran extremadamente bárbaras, que Dios quiso el fin de su civilización porque comprendía todo lo que iba en contra de la naturaleza humana; incluso los textos escritos por unos observadores más comprensivos —los españoles que vivieron en una comunidad indígena y aprendieron el idioma— están llenos de condescendencia hacia un pueblo que nunca llegaron a comprender e interpretan los acontecimientos con base en una serie de expectativas europeas y, en el mejor de los casos, en consecuencia, consideran que las decisiones que los indios tomaron eran extrañas.

Los mexicas nunca se reconocerían en esa imagen de su mundo que se presenta en libros y películas. Se consideraban a sí mismos como personas humildes que habían aprovechado al máximo una situación difícil y habían demostrado su valentía y, por lo tanto, alcanzado su recompensa. Creían que el universo se había derrumbado cuatro veces anteriormente y que estaban viviendo bajo el quinto sol, gracias al valor extraordinario de un hombre común. Los ancianos contaban la historia a sus nietos: “Decían que antes que hubiese día en el mundo, que se juntaron los dioses […] Dixeron los unos a los otros dioses.” Las divinidades pidieron un voluntario de entre los pocos seres humanos y animales que andaban a tientas en la oscuridad. Necesitaban a alguien dispuesto a inmolase y, así, dar nacimiento a un nuevo amanecer. Un hombre que era muy engreído dio un paso adelante y dijo que lo haría. “¿Quién será otro?”, preguntaron los dioses, pero su pregunta fue contestada por el silencio: “Y ninguno dellos osaba ofrecerse a aquel oficio. Todos temían y se escusaban.” Los dioses llamaron a un hombre tranquilo que estaba sentado por ahí, escuchando; se llamaba Nanahuatzin. Él nunca se había considerado un héroe, pero aceptó la tarea de inmediato, porque los dioses habían sido buenos con él en el pasado. Los dos hombres se prepararon para el sacrificio: el orgulloso héroe recibió hermosos y preciosos accesorios, pero Nanahuatzin sólo recibió baratijas de papel, cañas y agujas de pino. Por fin llegó el momento y el héroe se adelantó: “Y como el fuego era grande y estaba muy encendido, como sintió el gran calor del fuego, hubo miedo; no osó echarse en el fuego; volvióse atrás. Otra vez tornó para echarse en el fuego haciéndose fuerza, y llegándose detúvose […], pero nunca se osó echar.” Los dioses se volvieron hacia Nanahuatzin y le dijeron: “Y como le hubieron hablado los dioses, esforzóse y, cerrando los ojos, arremetió y echóse en el fuego. Y luego comenzó a rechinar y respendar en el fuego, como quien se asa.” Después de que los dioses “estuvieron gran rato esperando, comenzóse a parar colorado el cielo, y en toda parte apareció la luz del alba”. Sin ostentación, Nanahuatzin hizo lo necesario para salvar la vida en la tierra.1

Los mexicas eran grandes narradores de historias y escribieron muchas de ellas en el siglo XVI, en los años posteriores a la conquista: los frailes españoles les enseñaron a los jóvenes mexicas a transcribir el sonido por medio del alfabeto latino y los jóvenes utilizaron esa nueva herramienta para poner por escrito muchas de las interpretaciones orales que hacían de su historia, aunque ésa no había sido la intención original de los españoles: los afanosos frailes les enseñaron el alfabeto a los niños para que pudieran estudiar la Biblia y los ayudaran a difundir los principios del cristianismo; no obstante, los estudiantes mexicas no se sintieron limitados en las maneras de aplicarlo. No se sorprendieron por el principio de la escritura, debido a que su gente ya tenía una tradición de símbolos pictográficos normalizados que habían empleado durante mucho tiempo para crear hermosos libros de hojas plegadas, algunos para que los sacerdotes hicieran sus vaticinios y otros para el uso de los funcionarios que mantenían los registros de los pagos de tributos y de los límites de las tierras. Ninguna de esas obras sobrevivió a las hogueras de los conquistadores, pero el hecho de que alguna vez hayan existido resultó ser importante: los mexicas vieron de inmediato lo valioso que sería adoptar el nuevo sistema fonético: podrían usarlo para registrar cualquier cosa que quisieran y escribirla no solamente en español, sino también para representar el sonido de las palabras y oraciones en su propio idioma, el náhuatl.

En la intimidad de sus propios hogares, lejos de la mirada de los españoles, lo que los hablantes de náhuatl escribieron con mayor frecuencia fue su historia. Antes de la conquista, tenían una tradición llamada xiuhpohualli, que significa “cuenta del año” o “cuenta anual”, si bien los historiadores occidentales aplicaron a esas fuentes el término anales. En los viejos tiempos, los historiadores experimentados se ponían de pie y narraban la historia de su pueblo en reuniones públicas en los patios de los palacios y los templos; procedían cuidadosamente, narrando año tras año, y, en los momentos de mayor dramatismo, diferentes oradores se adelantaban para cubrir el mismo periodo una vez más, hasta que todas las perspectivas tomadas en conjunto daban la comprensión de toda la serie de acontecimientos. El patrón imitaba el formato rotativo y recíproco de todos los aspectos de su vida: en su mundo, las tareas eran compartidas o pasaban de un grupo a otro, de modo que ningún grupo tuviera que ocuparse de algo desagradable todo el tiempo o que a ninguno se le concediera un poder ilimitado siempre. En esas representaciones, se relataban por lo general historias que eran de interés para el grupo más numeroso: el surgimiento de gobernantes y, más tarde, su muerte (oportuna o inoportuna), las guerras que libraron y las razones de esas guerras, los fenómenos naturales notables y las celebraciones importantes o las horripilantes ejecuciones. Aunque había preferencia por ciertos temas, los textos difícilmente carecían de personalidad: diferentes comunidades y diferentes individuos incluían detalles distintos. Los cismas políticos eran ilustrados por medio de un colorido diálogo entre los dirigentes de las diferentes escuelas de pensamiento. En ocasiones, los oradores incluso se deslizaban al tiempo presente al pronunciar las líneas de tales dirigentes, como si fueran actores de una obra de teatro, y, de cuando en cuando, hacían preguntas a voz en cuello a las que se esperaba que algunas personas de entre el animado público dieran respuesta.2

Después de la conquista, los jóvenes adiestrados en el alfabeto latino comenzaron a escribir lo que narraban varios ancianos, transcribiendo cuidadosamente sus palabras en papel y, después, almacenando los folios en un estante especial o en una caja bajo llave, otra innovación muy apreciada que los españoles habían traído. A medida que avanzaba la época colonial y cada vez menos personas recordaban los tiempos antiguos, el género se volvió más conciso, un simple registro anual de los principales acontecimientos; no obstante, los autores se aferraron con tesón al formato tradicional de año por año, que en general incluye el calendario del antiguo régimen, avanzando de la parte superior de la página a la parte inferior o, en algunas ocasiones, de izquierda a derecha, a lo largo de una extensa tira. El estilo desmintió el estereotipo de que los indígenas americanos necesariamente pensaban de manera cíclica, debido a que esos relatos siempre eran lineales, planteaban teorías de causa y efecto, ayudaban a los lectores u oyentes a comprender cómo habían llegado al momento presente y les enseñaban lo que necesitaban saber sobre el pasado para avanzar hacia el futuro. Algunos escritores eran descendientes de los propios conquistadores mexicas; algunos más, de los amigos y colegas de estos últimos, y otros, de sus enemigos. Don Domingo Chimalpahin, originario de la conquistada ciudad de Chalco, fue el más prolífico de esos historiadores indígenas: llenó cientos de páginas con una caligrafía muy clara y utilizó materiales que otras personas habían escrito en tiempos más cercanos al momento de la conquista, así como las representaciones que la gente hacía para que él las transcribiera. Durante el día, trabajaba para los españoles en una de sus iglesias, pero, por las tardes, el tiempo era suyo.

Durante un tiempo excesivamente prolongado, poco se ha hecho con los xiuhpohualli, los anales: están escritos en una lengua que relativamente pocas personas pueden leer y su enfoque de la historia es muy diferente del de los occidentales, por lo que puede ser difícil entenderlos y, en consecuencia, han parecido preferibles otras fuentes, a partir de las cuales fueron escritos algunos libros excelentes;3 no obstante, vale la pena considerar cuidadosamente las historias mexicas: recompensan la paciencia, tal como acostumbraban hacer los propios mexicas.

En los anales, podemos escuchar a los mexicas, que hablan, cantan, ríen y gritan. Resulta que el mundo en el que vivían no puede caracterizarse como naturalmente mórbido o vicioso, a pesar de que ciertos momentos sí lo eran: tenían complejos sistemas en materia de política y comercio que eran muy efectivos, pero eran conscientes de haber cometido errores: estaban agradecidos con sus dioses, aunque en ocasiones lamentaban la crueldad de sus divinidades; criaban a sus hijos para que hicieran lo correcto por su propia gente y se avergonzaran del egoísmo, aun cuando algunas personas mostraban a veces ese rasgo; creían profundamente en que debían apreciar la vida: bailaban de alegría, cantaban sus poemas y les encantaba un buen chiste; no obstante, mezclaban los momentos de ligereza, humor e ironía con las ocasiones cargadas de patetismo o gravedad. No podían soportar un piso sucio, porque parecía indicar un desorden más profundo; sobre todo, eran flexibles: a medida que las situaciones cambiaban, demostraron repetidamente ser capaces de adaptarse. Eran expertos en sobrevivir.

Un día, en una biblioteca, algunas palabras en náhuatl de uno de los textos de Chimalpahin cayeron de repente en su lugar y escuché a una inhueltiuh, una hermana mayor mexica, que les gritaba a sus enemigos: la habían capturado y ella exigía que la sacrificaran. Sorprendentemente, se desvió del guión que, según me habían enseñado, uno debía esperar: no amenazaba a sus enemigos ni sucumbía ante ellos como una víctima maltratada, ni estaba prometiendo, moralista o fatalistamente, morir con el propósito de apaciguar a los dioses y mantener intacto el universo; no, estaba furiosa por una situación política específica sobre la que, finalmente, yo había leído ya lo suficiente como para comprenderla: estaba demostrando su arrojo. En ese momento, comprendí que esas personas a las que estaba empezando a conocer comprendiendo sus propias palabras eran demasiado complejas como para encajar en los marcos que les habían sido impuestos desde hacía mucho tiempo, unos marcos basados en las fuentes antiguas: los silenciosos restos arqueológicos y los testimonios de los españoles. Sus creencias y prácticas cambiaban a medida que las circunstancias lo hacían, y solamente al escucharlas hablar sobre los acontecimientos que experimentaron pude llegar a comprenderlas realmente. No podía acercarme a su mundo con una comprensión preconcebida de quiénes eran ni en qué creían, para después aplicar esa visión como la clave para interpretar todo lo que dijeron e hicieron: solamente avanzando con sus propios relatos de su historia, prestando mucha atención a todo lo que ellos mismos expresaron, pude llegar a comprender sus creencias en evolución y su sentido de sí mismos en transformación.

Este libro, que tiene sus raíces en los anales en lengua náhuatl, propone cinco revelaciones sobre los mexicas. Primera: aunque se ha supuesto que su vida política giraba en torno a esa creencia suya motivada religiosamente en la necesidad del sacrificio humano para mantener felices a los dioses, los anales indican que esa noción nunca fue primordial para ellos. De forma tradicional, se ha dicho que los mexicas creían que tenían que conquistar a otros pueblos para obtener el número requerido de víctimas, o alternativamente —como han afirmado algunos cínicos— que tan sólo afirmaban que debían hacerlo por esa razón con el propósito de justificar su deseo inherente de dominio; sin embargo, las propias historias de los mexicas indican que entendían con claridad que la vida política no giraba en torno a los dioses o a las afirmaciones sobre los dioses, sino en torno a la realidad de los cambiantes desequilibrios de poder. En un mundo en el que los gobernantes tenían muchas esposas, un gobernante podía engendrar literalmente decenas de hijos, entre los cuales se desarrollaban facciones en función de quiénes eran sus madres. Una facción más débil en una ciudad-Estado podría aliarse con una banda de hermanos perdedora de otra ciudad-Estado y, juntas, podrían derrocar repentinamente al linaje familiar dominante y cambiar el mapa político de una región. Los escritores de los anales explicaron casi todas sus guerras desde el punto de vista de esa forma de Realpolitik basada en los sexos; los prisioneros de guerra que terminaban enfrentando el sacrificio eran por lo general da-ños colaterales de esas luchas genuinas. Solamente hacia el final, cuando el poder mexica había aumentado de manera exponencial, surgió una situación en la que decenas de víctimas fueron brutalmente asesinadas con regularidad y con el propósito de hacer una espeluznante declaración pública de poder.

Segunda: ha habido una problemática tendencia a considerar que algunas personas del mundo mexica eran malas y otras, buenas. ¿Qué más podría explicar la convivencia de los brutales guerreros al lado de los gentiles agricultores de maíz, o a los esclavistas en una tierra de hermosa poesía?; sin embargo, los mismos individuos podían ser agricultores en una temporada y guerreros en otra; el hombre que al anochecer soplaba la caracola y cantaba profundos poemas podía ordenar a una aterrorizada esclava que lo visitara más tarde esa noche. Al igual que otras culturas dominantes, ejercían la mayor parte de su violencia en los márgenes de su mundo político, y esa decisión hizo posible la riqueza que permitió que creciera y floreciera una ciudad gloriosamente hermosa, una ciudad llena de ciudadanos que tenían el tiempo de ocio y la energía para escribir poesía, preparar aromáticas bebidas de cacao y, en ocasiones, debatir sobre la moral.

Tercera: ha corrido una gran cantidad de tinta sobre la interrogante de si los europeos habrían podido derrocar un reino como ése, pero cada generación de eruditos ha ignorado ciertos aspectos de la realidad que los propios mexicas reconocieron explícitamente en sus escritos. Hasta finales del siglo XX, los historiadores condenaron a los mexicas al fatalismo y la irracionalidad, reprimiendo regularmente las abundantes pruebas de su inteligente estrategia. En tiempos más recientes, se asumió que un odio generalizado contra los mexicas provocó que otros pueblos se aliaran con los españoles y, en consecuencia, los derrotaran; sin embargo, la familia real mexica estaba emparentada con casi todas las familias gobernantes en aquella tierra. Algunos pueblos los odiaban, pero otros aspiraban a ser como ellos. Lo que es evidente en todas partes de los anales históricos es el reconocimiento de un gran desequilibrio de poder tecnológico en relación con los españoles recién llegados, desequilibrio que exigía un rápido ajuste de cuentas. Algunos pensaban que era posible que la crisis corriente fuese la ocasión de la guerra que pusiera fin a todas las guerras y muchos querían estar del lado de los vencedores a la hora de entrar en una nueva era política.

Cuarta: aquellos que vivieron la guerra con los españoles y luego sobrevivieron a la primera gran epidemia de enfermedades europeas descubrieron con sorpresa que el sol seguía saliendo y poniéndose, y que aún tenían que hacer frente al resto de su vida. Casi no había tiempo para compadecerse de sí mismos. Los niños sobrevivientes se estaban convirtiendo en adultos con sus propias expectativas y los niños nacidos después del cataclismo no tenían recuerdos de los acontecimientos que habían atemorizado a sus mayores. Asombrosamente, los anales revelan que no fueron sólo los jóvenes quienes demostraron estar dispuestos a experimentar con los nuevos alimentos y técnicas, animales y dioses traídos por la gente del otro lado del mar. Algunos que ya eran adultos cuando llegaron los extraños ayudaron a demostrar la importancia del alfabeto fonético, por ejemplo, o de aprender a construir una nave más grande que cualquier canoa anterior o una torre rectangular en lugar de una piramidal. No todos mostraron esa curiosidad y ese pragmatismo notables, pero muchos sí lo hicieron; además, la gente demostró ser experta en la protección de su propia cosmovisión, incluso al mismo tiempo que adoptaba los elementos más útiles de la vida española.

Finalmente, en el transcurso de las dos generaciones siguientes, cada vez más personas se vieron obligadas a lidiar con la enormidad de las políticas económicas extractivas que los españoles introdujeron y un número incluso mayor experimentó una mayor injusticia en función de su raza; incluso entonces, no obstante, no fueron destruidos y lograron mantener el equilibrio. Al igual que muchos otros pueblos en otras épocas y lugares, tuvieron que aprender a aceptar su nueva realidad para no perder la razón. Ciertos personajes de la generación de los nietos, como el historiador Chimalpahin, se dedicaron a escribir todo lo que podían recordar sobre la historia de su pueblo con el propósito de que no se perdiera para siempre, y se convirtieron en verdaderos eruditos, aun cuando los españoles no los reconocieron como tales. Sus esfuerzos son los que ahora nos permiten la reconstrucción de lo que su pueblo pensaba en otros tiempos. En resumen, los mexicas fueron conquistados, pero también se salvaron a sí mismos.

Los narradores mexicas de la historia, que antaño la representaban en las noches iluminadas por las estrellas, serían los primeros en recordarnos que, más allá de cualquier lección que podamos derivar de ella, la historia real es emocionante. El drama de la especie humana constituye por sí mismo un buen relato y el pasado mexica no es una excepción: toda historia suya que se escriba debe explorar la experiencia de un pueblo antes muy poderoso que enfrentó un desastre indescriptible y sobrevivió lo mejor que pudo. A pesar de la importancia de la conquista española, ésta no fue una historia del origen ni un final absoluto: los mexicas habían vivido durante siglos y todavía se encuentran entre nosotros. Hoy, alrededor de 1.5 millones de personas hablan su idioma y muchas más se consideran herederas de los mexicas. En el pasado, los libros sobre ellos abordaron tan sólo el periodo inmediatamente anterior a la conquista, lo que condujo al crescendo de la conquista en un capítulo final, o comenzaron con un capítulo introductorio sobre los tiempos prehispánicos y la llegada de los europeos, para luego presentar un estudio del México posterior a la conquista. Este libro aborda el trauma de la conquista, pero también se ocupa de la supervivencia y la continuidad, una paradoja que refleja la naturaleza de la experiencia real vivida tras cualquier guerra devastadora. En él, la conquista española no es introductoria ni culminante: es un eje fundamental.

La historia comienza en el pasado lejano. En la antigüedad, el gran sistema de comercio mundial mesoamericano se extendía hasta el actual estado de Utah, en Estados Unidos; por ejemplo, un mineral ornamental —al que a menudo nos referimos como jade— viajaba por rutas comerciales desde la cuenca central de México hasta el santuario interior del cañón del Chaco, en lo que ahora es Nuevo México, y la turquesa del norte se abría camino hacia el sur. Cuando los grandes estados productores de maíz del centro de México cayeron, las noticias pasaron de boca en boca a los pueblos nómadas de lo que hoy es el suroeste de Estados Unidos y, en épocas de sequía o privaciones, muchos grupos numerosos hicieron caso de los rumores y se mudaron al sur, buscando conquistar tierras fértiles y tener una nueva vida. No tenían caballos, pero aprendieron a viajar ligeros, a moverse a una velocidad asombrosa y emplear tácticas mortales. Ola tras ola, tomaron la cuenca central; los nombres de sus dirigentes y de los dioses que los aconsejaban se convirtieron en leyenda, y surgió una serie de grandes civilizaciones que fusionaron las prácticas de los antiguos productores de maíz con las ideas de los innovadores y atrevidos recién llegados. Los últimos migrantes del norte que llegaron constituían un grupo llamado mexicas: su llegada tardía podría haber sido lo que los convirtió en la gente más desaliñada de la cuenca central, porque, en las historias que contaban, se enorgullecían de haber sido desvalidos alguna vez y juraban que ascenderían.

A medida que los pueblos de la cuenca central competían por el poder y por el acceso a los recursos, las alianzas políticas aumentaban y disminuían. Una mujer que se casaba con el enemigo para proteger una alianza podía descubrir de repente que las alianzas habían cambiado y, por lo tanto, verse degradada a una simple concubina; sin embargo, sus hijos podrían no aceptar el cambio y, en lugar de ello, optar por luchar por el poder. Itzcóatl, hijo de un gobernante mexica y una esclava, aprovechó de manera brillante las fisuras que había en toda la región y, de esa manera, pudo ayudar a que su linaje familiar ascendiera a una posición prominente. Ese mundo no era uno estable, de creencias inmutables, sino un mundo cambiante y que constantemente se alteraba, muy parecido al de la Europa temprana. La religión del pueblo era violenta y hermosa a la vez; para agradecer a los dioses por lo que tenían, en ocasiones hacían un sacrificio supremo: el de la vida humana; no obstante, no dedicaban la mayor parte de su tiempo a la muerte, sino a proteger la vida de su pueblo y trabajar con la vista puesta en el futuro.

A finales del siglo XV, la aldea de los mexicas en una isla de un lago se había convertido en una ciudad de clase mundial, comunicada con tierra firme por tres calzadas. Por todos lados se alzaban grandes pirámides pintadas, rodeadas de impresionantes jardines. La biblioteca del gobernante contenía cientos de libros y la música y el baile que tenían lugar en el palacio dieron renombre a la ciudad; sin embargo, lo que hizo posible toda esa belleza y esa alta cultura fueron las medidas cada vez más draconianas de los gobernantes mexicas, su organización y control burocráticos cada vez más estrictos en varios ámbitos de la vida, la violencia ritualizada que regularmente representaban ante el público y la guerra que no temían librar en los bordes de su reino. La vida en el valle era estable y algunas personas eran realmente grandes artistas; sin embargo, los mexicas, como muchos otros en posiciones comparables en la historia del mundo, optaron por no pensar demasiado en el destino de aquellos en la periferia —devastada por la guerra— del mundo que habían creado.

A ese campo de batalla zarparon los españoles, la primera vez, en 1518 y, con un propósito más serio, en 1519. En ese punto, la cronología del libro se restringe: en los capítulos 1 al 3 se abarcan varias décadas y, en los capítulos 6 al 8, se hace lo mismo, pero los dos capítulos centrales, el 4 y el 5, están dedicados a la llegada de los europeos y abarcan los años de 1518 a 1522 con gran detalle. Quizá, de alguna manera, eso da demasiado poder a los fanfarrones conquistadores, pero fue un momento realmente crítico para los mexicas y merece una consideración cuidadosa. Aunque la historia de la llegada de Hernán Cortés ha sido contada muchas veces, aquí se hace de manera diferente, dado que se ofrece la historia de una pérdida militar, antes bien que espiritual, de los indios. Los mexicas no creían que el dios Quetzalcóatl caminara entre ellos ni se sintieron impresionados por la visión de María o de uno de los santos. Moctezuma Xocoyotzin, el gran rey, simplemente se descubrió con un poder militar menor que el de los recién llegados, y lo reconoció. Parte de la historia estaba en manos de las personas a las que los mexicas habían convertido en enemigos, entre ellas, una joven a la que los españoles llamaron Malinche, cuyo pueblo había estado sometido a una fuerte presión por Moctezuma antes de la llegada de los españoles, y ella actuó como intérprete para los recién llegados.

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610 s. 17 illüstrasyon
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9786079909970
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