Kitabı oku: «El quinto sol», sayfa 3

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La guerra contra los españoles fue un periodo horrible en el que toda clase de personas —Malinche, por ejemplo, así como la hija cautiva de Moctezuma— simplemente hicieron todo lo posible para mantenerse con vida. Además de la destrucción propia de la guerra, el número de muertos por la viruela que trajeron los españoles llevó a algunos nativos a creer que todos morirían…, pero no fue así: aquellos que habían llegado a conocer mejor a los recién llegados comenzaron a aconsejar a los pueblos de la cuenca central —los mexicas y aquellos segmentos de la población que hasta entonces se habían mantenido leales a ellos— que optaran por la paz y salvaran la vida. Como gobernantes supremos, los españoles representaban una ventaja: eran más poderosos que los mexicas, lo que significaba no sólo que podían derrotarlos, sino también que podían insistir en que cesara toda guerra entre los pueblos de las regiones que ahora dominaban. Muchos optaron por esa posibilidad y, en consecuencia, dieron la victoria a los recién llegados.

En las primeras décadas después del triunfo de los españoles, la gente descubrió que enfrentaba cambios abrumadores en muchos aspectos, pero que la vida era la de siempre en otros, aunque variaba considerablemente de un lugar a otro. En la gran ciudad de los mexicas, tanto la hija de Moctezuma como Malinche, por ejemplo, hicieron todo lo posible para evitar la desesperación y salvar los escollos de la vida junto a los arrogantes y poderosos recién llegados; sin embargo, en un pequeño pueblo del occidente, que hasta entonces había permanecido prácticamente intacto, un joven que había aprendido el alfabeto latino de los frailes le enseñó a su padre todo lo que se podía hacer con él y, trabajando juntos, escribieron lo que vendría a ser el primer libro escrito en náhuatl permanentemente legible.

Ahora bien, en esa época de cambio abundaban las contradicciones. En América, en el lapso de aproximadamente una generación de los europeos que se establecieron por primera vez en ella, los indígenas casi siempre montaron una resistencia sostenida, lo cual fue tan cierto entre los reductos mexicas como en cualquier otra parte. En el caso de México, la década de 1560 estuvo llena de crisis recurrentes: en la cuenca central, se dijo a los mexicas por primera vez que tendrían que pagar un impuesto o tributo tan grande como cualquier otro pueblo conquistado, y las protestas tanto de hombres como de mujeres provocaron que muchos fueran encarcelados y vendidos como esclavos con la obligación de trabajar. Los registros que llevaron de sus discusiones con los españoles hablan elocuentemente tanto de la cólera como del dolor y su vida conmovió a los españoles enajenados que también estaban considerando rebelarse. El hijo de Malinche y Hernán Cortés fue brutalmente torturado en lo que era un procedimiento perfectamente legal en los tribunales medievales: la simulación de ahogamiento, similar al “submarino” de la actualidad. A finales de esa década, los indios habían hecho ver a los españoles cuáles eran los límites de su sufrimiento, pero los españoles también les habían dejado en claro cuáles eran los límites de su libertad.

Hacia 1600, las últimas personas que recordaban los días anteriores a los europeos habían muerto o estaban agonizantes y entonces hubo numerosos esfuerzos entre sus nietos por poner por escrito lo que sabían de ese mundo del pasado. Uno de esos historiadores fue don Domingo Chimalpahin, el indio de Chalco que trabajaba para la iglesia de San Antón, en la puerta sur de la ciudad; otro fue don Hernán de Alvarado Tezozómoc, nieto de Moctezuma Xocoyotzin. Parte de lo que escribieron constituye un relato fascinante y horripilante de la época colonial que vivieron; sin embargo, sus manuscritos hacen algo más que registrar sus propios tiempos tumultuosos: dejan entrever la manera en que al menos algunas personas nativas pensaban sobre lo que les había ocurrido y cómo imaginaban su futuro. Serían los últimos durante muchos años que escribieran analíticamente en su calidad de intelectuales indígenas. A partir de entonces, la pobreza y la opresión predominaron en gran medida en sus comunidades hasta el siglo XX, cuando la reserva de ira recordada surgió en la forma de revolución y rebelión, y finalmente se abrieron nuevas perspectivas sobre las tradiciones antiguas.

La historia de los mexicas es un panorama grandioso y dramático, pero también está llena de personas reales que experimentaron la historia en su calidad de individuos. Es cierto que, en ocasiones, puede ser difícil analizar a esas personas desde nuestro punto de vista, por lo que, para facilitar la observación de su mundo, ahora tan extraño para nosotros, cada capítulo empieza con la unión de varias fuentes para crear una viñeta sobre una sola persona que vivió en esa época. Se trata de un acto imaginativo y, quizá, peligroso en una obra de historia; sin embargo, conjurar el mundo de cualquiera que haya muerto hace mucho tiempo, incluso reyes y presidentes a quienes supuestamente conocemos bien, también es un acto imaginativo, pero que se lleva a cabo regularmente. Si tenemos mucho cuidado a la hora de aprender todo lo que podamos antes de intentar salvar las distancias más grandes y adentrarnos en territorios aún más extraños, creo que haremos lo correcto. Mediante la recreación cuidadosa del mundo de Chimalpahin y el de la generación de su abuela, podemos escuchar con mayor claridad qué tienen que decirnos, no únicamente su sustancia, sino también su tono. Chimalpahin y sus iguales querían que la posteridad los escuchara —lo dijeron claramente en sus escritos—, por lo que deberíamos escucharlos por su bien; sin embargo, también deberíamos hacerlo por nosotros mismos, porque, ¿quién puede decir quién es el más capacitado, ellos o nosotros, si podemos hablarnos satisfactoriamente a pesar del abismo del tiempo y las diferencias? ¿No nos hacemos más sabios y fuertes cada vez que comprendemos la perspectiva de unas personas a las que antes desestimamos?

1. La senda de las siete cuevas
Antes de 1299


La muchacha escuchó en su cabeza las voces de quienes la amaban, esos que la habían mimado, le habían cantado, le habían dicho que era su joya preciosa y brillante, su luz, su pluma sedosa. Sabía que ya nunca más escucharía esas voces. Le habían advertido que las cosas podrían llegar a eso, que un día podría ser capturada en la guerra y perderlo todo, que toda flor es frágil. Ahora, lo peor había ocurrido realmente. Por un tiempo, el terror puso su mente en blanco, pero, después de dormir unas cuantas horas, pudo recordar lo que su madre y su abuela le habían enseñado que debía hacer.

Así fue como, en ese año de 1299, Chimalxóchitl contempló su propia muerte y encontró el valor para abandonar esta vida terrenal con la dignidad y el título que le corresponden a una mujer de la realeza. Al menos así lo decía su pueblo en las historias que contaban de ella muchas generaciones después.1 A veces no la llamaban Chimalxóchitl, Flor de Escudo, sino la más valiente Chimalexóchitl, que significa “flor portadora de escudos”. Sus antepasados, que se remontaban a seis o más generaciones, habían estado entre los últimos que abandonaron las tierras resecas y devastadas por la guerra en el actual suroeste de Norteamérica y emprendieron una caminata a través del extenso desierto en busca de las tierras meridionales mencionadas por los rumores. Habían pasado unos 200 años antes de que sus descendientes llegaran a la cuenca central de México y las historias sobre la fertilidad de la tierra habían resultado ser ciertas: en ellas, la preciosa planta de maíz crecía fácilmente; sin embargo, descubrieron que las mejores tierras ya habían sido conquistadas por otras bandas de guerreros provenientes del norte, un pueblo que era tan bueno con el arco y la flecha como el abuelo de Chimalxóchitl y sus guerreros. A falta de una mejor opción, los parientes de Flor de Escudo se contrataron como mercenarios y lucharon en las batallas de otros pueblos a cambio del derecho a que su asentamiento no fuera molestado, a cazar algunos venados y a plantar un poco de maíz.

Ahora bien, el año 1299 había traído la desgracia a su pueblo. En realidad, su suerte había sido tan poca que, más tarde, un narrador insistiría en que no todo había sucedido en un año 2 Ácatl [caña], como todos decían, sino en un año 1 Tochtli [conejo]. El conejo siempre estuvo asociado con el desastre; incluso tenían un viejo dicho: “Estábamos realmente enconejados”, que significaba “Estábamos realmente en dificultades”.2 Sea lo que fuere, el padre de Chimalxóchitl consideró que su gente ya era lo suficientemente fuerte como para dejar de vivir con temor: se proclamó un gobernante independiente, es decir, un tlatoani, que significa “el que habla” e, implícitamente, el portavoz del grupo. Su declaración indicaba que ya no pagarían tributo a otros ni trabajarían como mercenarios para ellos; incluso se burló del tlatoani más poderoso de la región para asegurarse de que había dejado las cosas en claro. Algunos dijeron que había ido muy lejos cuando pidió como esposa a la hija del tlatoani principal, pero que, cuando ella llegó, la sacrificó.3 Como no estaba loco, es más probable que sus burlas hayan consistido en atacar a uno de los aliados del hombre poderoso o en rehusarse a obedecer una de sus órdenes directas; sin embargo, cualquiera que fuera su demostración de arrogancia, resultó en un importante error de juicio.

Coxcox, el tlatoani del pueblo colhua, encabezó personalmente la partida de guerreros que llegó a destruir a los advenedizos. La partida estaba formada por guerreros de seis comunidades que atacaron al unísono: mataron sin piedad a los intrusos y únicamente mantuvieron vivos a unos cuantos guerreros para llevárselos como prisioneros a las ciudades que los habían derrotado. Las mujeres jóvenes fueron separadas y llevadas a su nueva vida como concubinas. Chimalxóchitl y su padre, Huitzilíhuitl (Pluma de Colibrí), fueron llevados a Colhuacan, la ciudad colhua más importante. El corazón de Huitzilíhuitl lloró por su hija, cuya ropa desgarrada mostró su cuerpo a la vista de todos y la expuso a la vergüenza, y le suplicó a Coxcox que se apiadara de la muchacha y le diera algo para que cubrirse. Coxcox se volvió y la miró, para luego echarse a reír, y su pueblo siempre recordaba que había dicho: “¡No! Se quedará como está.”

Por lo tanto, Chimalxóchitl se encontró atada de pies y manos, aguardando bajo vigilancia para saber cuál sería su destino; sin embargo, los días pasaron, alargando el tormento. Los colhuas estaban buscando en los pantanos de los alrededores a los sobrevivientes que habían escapado después de la batalla. Contaban con que el hambre haría que finalmente muchos de ellos salieran, y así ocurrió. Cuando comenzaron a llegar a Colhuacan, algunos arrastrados por los captores, algunos por voluntad propia para ofrecerse a actuar como esclavos a cambio de su vida, Chimalxóchitl aún era una cautiva avergonzada. Había sido capaz de resistir cuando nadie de su pueblo estaba allí para verla, pero ya no podía soportarlo entonces, por lo que le pidió a uno de su pueblo que le llevara tiza y carbón. Sus captores lo permitieron, quizá porque los divertía: la muchacha, atada, se esforzaba por marcarse a la manera antigua con esas sustancias blanca y negra. Después se puso de pie y se puso a gritar: “¿Por qué no me sacrifican?” Ella estaba dispuesta, los dioses estaban dispuestos; los colhuas sólo se deshonraban a sí mismos demorándose, como si no tuvieran el valor para sacrificarla. Más tarde, algunos de los bardos dirían que sus palabras avergonzaban a los colhuas y que éstos querían callarla, por lo que encendieron la pira; otros dijeron que algunos de su pueblo valoraban más el honor de la muchacha que su propia vida, por lo que dieron un paso adelante y llevaron a cabo el sacrificio ellos mismos cuando ella les dio la orden. Mientras las llamas se elevaban, Chimalxóchitl se mantuvo de pie: ya no tenía nada que perder. Las lágrimas corrían por sus mejillas y les gritaba a sus enemigos: “Pueblo de Colhuacan, voy a donde mora mi dios. Los descendientes de mi pueblo se convertirán en grandes guerreros; ¡ya lo verán!” Después de su muerte, los colhuas lavaron su sangre y sus cenizas, pero no pudieron limpiarse el temor que sus palabras habían despertado en ellos.

Muchos años más tarde, cuando su pueblo había alcanzado un gran poder y, posteriormente, lo había perdido de nuevo con la llegada de los cristianos, algunos dirían que quizá Chimalxóchitl en realidad nunca había vivido; después de todo, en algunas de las historias su nombre era Azcalxóchitl (una especie de flor que podríamos llamar “lirio” o “azucena”) y, en algunas otras, no había sido la hija del tlatoani, sino su hermana mayor, destinada a ser la madre del siguiente tlatoani en algunas comunidades. Si ni siquiera los bardos podían ponerse de acuerdo sobre unos elementos tan básicos de la trama, ¿por qué creer la historia?

No es necesario creer que podemos escuchar las palabras exactas de una conversación que tuvo lugar en 1299 para saber que lo esencial es cierto. Las pruebas arqueológicas y lingüísticas, así como los anales históricos escritos de múltiples ciudades mexicanas, indican que los antepasados de la gente ahora conocida como aztecas descendieron del norte en el transcurso de varios siglos y que quienes fueron los últimos en llegar se encontraron sin tierra, y más tarde tuvieron que competir por el poder en el fértil valle central.4 Sabemos que hicieron la guerra y reconocemos el significado simbólico de las hijas y hermanas principales, criadas con el propósito de que fueran las madres de los jefes de la siguiente generación; incluso sabemos que la gente del valle educaba a sus hijas nobles para que fueran casi tan estoicas como sus hermanos cuando habían sido hechos prisioneros, y que Chimalxóchitl y Azcalxóchitl eran nombres indígenas comunes de las hijas de los nobles. En resumen, la historia de Chimalxóchitl pudo haber sido la historia de más de una joven mujer.

Todas esas jóvenes, así como sus hermanos guerreros, aprendían su historia mientras se sentaban alrededor del fuego por la noche y escuchaban a los narradores de historias. Todos se enteraban de que su pueblo había venido del lejano norte y había cruzado montañas y desiertos para buscarse una nueva vida para todos, y que sus tlatoque llevaban los sagrados fardos de sus dioses a su nuevo hogar. Las historias diferían ligeramente, pero había ciertos puntos en común y podemos agregar a la mezcla las pruebas de la arqueología y de los mapas lingüísticos para formarnos una visión coherente de lo que sucedió. La narrativa tiene todas las características de un drama épico.

La historia se remonta a una época desconocida para Chimalxóchitl, excepto quizás en mitos y sueños, en el noreste de Asia, en la época de la última Edad de Hielo, hasta la época en que se pobló el continente americano. Para entonces, la humanidad había emergido de África y había deambulado por todas partes y vivido en casi todas las regiones del Viejo Mundo. Más tarde, cada grupo aprendería a amar el carácter de la tierra que llamaba hogar, desde los helados fiordos de Escandinavia hasta los áridos promontorios de la meseta del Decán en la India; sin embargo, hace 20 mil años o más, la tierra no era tan variada: en muchos lugares todavía estaba cubierta por los glaciares en gradual retroceso y los “hogares” todavía no estaban marcados tan claramente. Los pequeños grupos de personas seguían a las grandes presas de un lugar a otro y los valientes cazadores las derribaban con sus lanzas, relativamente frágiles. La mayoría de los estudiosos piensa que, a partir de hace unos 13 mil años, algunos grupos que vivían en el noreste de Asia cruzaron por el estrecho de Bering hasta Alaska: en esa época, el estrecho estaba cubierto de hielo y ese puente terrestre tenía varios kilómetros de ancho. Los conflictos armados o la escasez de recursos empujaron a oleadas de personas a atravesar ese estrecho al menos en tres ocasiones diferentes. Ellos, o sus hijos y nietos, continuaron persiguiendo los mastodontes, los caribúes y cualquier otro animal que valiera la pena para alimentarse; gradualmente, poblaron dos subcontinentes: Norteamérica y Centroamérica. Aquí y allá, encontraron algunos grupos que los habían precedido en el nuevo hemisferio, aparentemente viajando en canoas costa abajo. Hace unos 14 mil años, antes de que el puente terrestre hiciera posibles las migraciones masivas, algunos pueblos con pocos miembros habían llegado tan lejos como el sur de Chile. En un lugar ahora llamado Monte Verde, un niño pisó el barro junto a una hoguera encendida para cocinar y dejó una clara huella para que los arqueólogos la encontraran innumerables generaciones más tarde.5

Después terminó la Edad de Hielo, hace unos 11 mil años: el hielo se derritió y el nivel del mar subió y cubrió el puente terrestre, separando el Viejo Mundo del Nuevo. Algunas de las piezas de caza gigantescas se extinguieron, la temperatura aumentó y florecieron más plantas. En todas partes, grupos de personas curiosas y hambrientas experimentaron comiendo más flores, frutos, raíces, semillas y tallos de plantas. No importaba que vivieran donde el clima era cálido o fresco, o si la tierra era boscosa y sombreada, o cálida y seca, lo hicieron en todas partes; sin embargo, pese a lo común de sus acciones, las diferencias que comenzaron a surgir en esa época serían de capital importancia para la historia humana en los milenios posteriores. Cuando los pueblos del continente euroasiático se reunieron más tarde con los del continente americano, las decisiones que los seres humanos habían tomado respecto de la agricultura en esos primeros tiempos determinarían su destino, en el sentido de que el pasado estableció el grado de fuerza relativo de cada grupo humano. Es una historia que vale la pena narrar si deseamos comprender tanto el ascenso como la caída de los mexicas.

En la mayoría de los lugares, los hombres eran los que cazaban y las mujeres las que recolectaban. En su vida, siempre al borde de la supervivencia, correspondía a estas últimas la observación de todo lo existente en el mundo natural: vieron que las plantas crecían a partir de las semillas; sembraron en la tierra húmeda algunas semillas de sus plantas favoritas y volvieron al año siguiente a recoger los frutos de su trabajo, cuando la caza llevó al grupo de regreso al mismo lugar. Aprendieron, por ejemplo, que si recolectaban semillas únicamente de los arbustos que producían más bayas, la próxima generación de plantas produciría más de éstas. Las mujeres les dijeron a los hombres lo que habían deducido y aquellos que apreciaban la supervivencia las escucharon. Casi en todo el mundo, los grupos humanos se convirtieron en agricultores de tiempo parcial; sin embargo, la caza y la pesca siguieron como las actividades principales: los seres humanos dependían de la carne para obtener las proteínas que necesitaban para vivir.6

Los grupos humanos se convirtieron gradualmente en agricultores de tiempo completo cuando y donde tenía sentido hacerlo; es decir, cuando la caza disminuía, se dedicaban a cultivar la flora local, en lugar de sólo tratar de cazar; además, también tenían en su entorno una constelación de plantas ricas en proteínas que podían sostener la vida humana:7 sucedió primero —hace aproximadamente 10 mil años— en el Creciente Fértil, una franja de tierra entre los ríos Tigris y Éufrates (en el actual Irak), donde el trigo y los guisantes disponibles hicieron de la agricultura una opción obvia cuando la caza excesiva de venados comenzó a hacerlos desaparecer. En otros lugares, como Nueva Guinea, donde los plátanos y la caña de azúcar eran las plantas más sabrosas disponibles, los seres humanos experimentaron con entusiasmo con los vegetales dulces, pero continuaron dependiendo del jabalí y otros animales de caza para alimentarse; no fueron tan tontos como para dedicar su vida al cultivo de postres de tiempo completo, y el trigo y los guisantes nativos del Medio Oriente no existían en su mundo. Es probable que eso no haya importado en el largo plazo, excepto por el hecho de que la agricultura de tiempo completo tuvo unos efectos enormes y trascendentales: aquellos que dedicaron su vida a la agricultura de tiempo completo tuvieron que abandonar el estilo de vida nómada y, así, pudieron construir grandes edificios y objetos pesados, experimentar con la forja de metales, la alfarería y los telares; a su vez, podían almacenar los excedentes de los alimentos y, consecuentemente, aumentar su población. Tuvieron que diseñar la manera de compartir el agua mientras irrigaban y desarrollaron nuevos tipos de herramientas; entonces comenzó a tener sentido dividir las tareas y permitir que la gente se especializara en un campo u otro, y las invenciones proliferaron. Con el tiempo, en resumen, el estilo de vida sedentario de los agricultores de tiempo completo produjo civilizaciones más poderosas.

No es que los agricultores hayan sido necesariamente más felices que los cazadores-recolectores, o más inteligentes o éticos, ni siempre inventaron las mismas cosas en el mismo orden ni tampoco lo que esperaríamos que hubieran inventado. Los antiguos agricultores andinos, por ejemplo, jamás pensaron en hacer pasar las fibras de las plantas a través de un cedazo para manufacturar un papel en el que pudieran escribir, como lo hicieron en el Viejo Mundo; en cambio, “escribían” haciendo nudos y trenzas a lo largo de cordones de colores que ataban para “grabar” sus oraciones y registrar los impuestos. Y los europeos, famosos más tarde por sus guerras, no fueron quienes crearon los primeros explosivos; los supuestamente pacíficos y autónomos chinos fueron quienes lo hicieron. Lo importante es que los pueblos agricultores siempre desarrollaron civilizaciones más poderosas en el sentido de ser capaces de derrotar a los pueblos que no habían desarrollado armas y bienes comparables, y cuyo número de habitantes no había aumentado de manera equivalente.

Los pueblos del Creciente Fértil fueron los primeros en hacer el cambio, pero su nueva forma de vida no fue la única durante mucho tiempo. El trigo y los guisantes se extendieron rápidamente al cercano Egipto, la Europa meridional y Asia, donde los pueblos empezaron a dedicarse mucho más a la agricultura que antes. En Egipto, los pueblos agricultores incluyeron plantas locales, como el higo; en Europa, agregaron la avena y otros cultivos a la mezcla, y, en China, la gente estaba experimentando con el cultivo de más arroz y mijo. Las grandes poblaciones ya podían vivir en ciudades permanentes —impensables para una población de cazadores-recolectores— y pronto las rutas comerciales entre las ciudades fomentaron un intercambio que dio a los pueblos de todo el continente euroasiático acceso regular a las plantas domesticadas favoritas de los otros y a las nuevas invenciones.

Finalmente, la existencia o inexistencia de la agricultura dejó de explicar las diferencias de poder en Eurasia o la capacidad de los pueblos para vencer en una guerra: con solamente unos cuantos siglos de diferencia entre ellos y sus vecinos, los agricultores pronto descubrieron que sus inventos más inteligentes y sus mejores armas podían ser comprados, prestados o robados por los pueblos que los rodeaban y seguían siendo nómadas; una vez que los nómadas tenían tales bienes en sus manos, se volvían tan poderosos o más que los agricultores: las tribus germánicas emplearon métodos romanos contra sus antiguos conquistadores; los mongoles de las llanuras del norte de Asia obtuvieron caballos y armas de metal de los chinos y, más tarde, cuando Gengis Kan y sus hombres llegaron galopando desde el norte, los granjeros se pusieron a temblar, con buenas razones.

Mientras tanto, al otro lado del mar, en América, los antepasados de Chimalxóchitl aún eran cazadores-recolectores, con un interés por la agricultura únicamente de medio tiempo, durante al menos cinco milenios después del momento en que la agricultura había surgido con gran fuerza en el Viejo Mundo. Las plantas comparables al trigo y los guisantes simplemente no existían allí. Más tarde, los americanos serían conocidos por su dependencia del maíz, además del frijol y la calabaza; sin embargo, el maíz antiguo, la planta llamada teosintle, no era más que un pasto silvestre con una mata de pequeños granos, más pequeños que el maíz actual. El trigo antiguo era casi exactamente igual al trigo de hoy en día, pero el teosintle no era tan nutritivo. Tuvieron que pasar miles de años de esfuerzos de las mujeres de México para convertir esas pequeñas matas en lo que después reconoceríamos como mazorcas de maíz: en ocasiones, plantaban los granos más grandes de las matas más grandes, de la misma manera como experimentaban con otras plantas; mientras tanto, ellas y los hombres seguían a los venados y otras piezas de caza, porque, incluso cuando las mazorcas comenzaron a adquirir un tamaño substancial, raspar los granos y comerlos todavía dejaba con hambre a una persona. Por último, las mujeres comenzaron a notar que, cuando comían maíz al mismo tiempo que comían frijoles, se sentían más satisfechas.8 El auge de la agricultura en América fue un proceso tardado y prolongado que se desarrolló de manera irregular, mucho más que en Europa; no obstante, el cambio ocurrió finalmente: hacia el año 3500 antes de nuestra era, unos cuantos grupos ya cultivaban maíz en México seriamente y, ya en el año 1800 antes de nuestra era, muchos más estaban haciendo lo mismo;9 sin embargo, hubo varios milenios de retraso en comparación con el Viejo Mundo, un hecho que sería muy importante en el futuro, como lo descubrirían los descendientes de Chimalxóchitl.

En las zonas costeras y ribereñas de Mesoamérica, algunos pueblos habían establecido aldeas permanentes, incluso sin tener acceso a plantas importantes y ricas en proteínas, porque podían dedicarse durante todas las estaciones a la recolección de diferentes tipos de mariscos. Esos pueblos, que ya tenían una tradición de vida sedentaria, pueden haber estado más interesados que otros en los beneficios de la agricultura. Ya en el año 1500 antes de nuestra era, cerca de la costa sur del golfo de México, en lo que hoy se llama el istmo de Tehuantepec, los olmecas comenzaron a establecerse en ciudades impresionantes y a vivir principalmente del maíz y los frijoles que plantaban:10 construyeron grandes y resistentes edificios donde almacenaban los alimentos excedentes y su población aumentó con rapidez en relación con otros grupos; dividieron el trabajo necesario y las distinciones permitieron que algunos grupos de la población se volvieran más poderosos que otros; desarrollaron un calendario y sus talentosos artistas se volvieron escultores expertos: con sus esculturas honraban a unos dioses o jefes, o a unos jefes-dioses —no se ha podido saber qué eran exactamente—, mediante la creación de gigantescas representaciones de sus cabezas. Más adelante en el curso de la historia de sus descendientes, otras talentosas personas crearon una forma de escritura, trazando símbolos en tabletas para representar palabras, como 10 Cielo, el nombre del dios Venus. Claramente, esos pueblos se enorgullecían de todo lo que habían logrado y hacían ofrendas de gratitud a sus dioses: sus esculturas e inscripciones ponen de relieve ese tema.

Sin sorpresa alguna, quizás, el complejo cultural formado por el maíz y el frijol se extendió hacia el oriente y el occidente a partir del istmo y, con él, la influencia olmeca se expandió y los elementos de su grandeza dieron alas a la imaginación de los demás.11 Al oriente, las grandes pirámides de piedra se alzaron pronto sobre el follaje de la selva y los artesanos mayas que las construyeron les añadieron pintura hecha de cal o pigmentos vegetales; otros habían aprendido a tejer hilos retorcidos de algodón silvestre para obtener hermosas telas y pronto los pendones de colores ondeaban con la brisa. Tallaron sus escritos en grandes losas —que colocaron frente a las pirámides para que todo el mundo las viera—, en las que conmemoraban los triunfos de sus reyes y remarcaban la afirmación de su grandeza. En ocasiones, pintaban en vasos y platos ceremoniales caracteres mucho más pequeños, los cuales se convirtieron en verdaderos poemas: un día, aproximadamente en el año 800, por ejemplo, un artesano experto hizo una taza para beber chocolate caliente como regalo para un joven príncipe, relacionando así el mundo terrenal con el mundo divino y, al mismo tiempo, honrando tanto a un poderoso príncipe como a un dios creador: “Aquel que dio su lugar al espacio abierto, que dio su lugar a la Noche Jaguar, fue el Señor de la Cara Negra, el Señor de Cara de Estrella.”12

Ahora bien, los pueblos nunca se dejaron llevar del todo por sus reflexiones filosóficas: cuando la población maya excedía el número para el que sus tierras podían proporcionar alimentos o necesitaban un recurso en particular, hacían una guerra brutal contra sus vecinos más débiles. En consecuencia, varios reinos llegaron a ser realmente poderosos, pero una y otra vez se levantaban y caían: no hubo un solo Estado maya que haya dominado a otros permanentemente. En lo que los investigadores llaman el periodo Clásico, que duró hasta algún momento entre el año 800 y el 900 de nuestra era, la victoria decisiva de un linaje real en particular condujo a menudo a la construcción de la arquitectura monumental que ha resistido la prueba del tiempo; durante el Posclásico, por el contrario, la mayoría de los reinos mayas fueron relativamente pequeños, pero aun así muchos fueron en verdad impresionantes, como Chichén Itzá, en la parte central del norte de la península de Yucatán.

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