Kitabı oku: «El quinto sol», sayfa 4
Mientras tanto, hacia el occidente, otras culturas influidas por los olmecas echaron raíces y florecieron. La civilización de Monte Albán, por ejemplo, cerca de la actual Oaxaca, gobernó sobre un gran valle, al que el gobierno central atraía a los representantes de muchos concejos de diferentes aldeas, y, en la cuenca central, en el corazón de México, una ciudad-Estado llamada Cuicuilco floreció alrededor del año 200 antes de nuestra era y excedió con creces en poder a sus vecinos, hasta un día del siglo I de nuestra era en que el cercano volcán Xitle hizo erupción y la lava cubrió por completo la ciudad (el volcán hizo su labor tan a fondo que los arqueólogos mexicanos se vieron obligados incluso a usar dinamita para descubrir parte de la ciudad). La desaparición de Cuicuilco creó un vacío de poder, pero esa situación no duraría. Casi todos los pueblos del centro de México se habían convertido en cultivadores de maíz en esa época y algunos de ellos se jactaban de sus impresionantes artes y artesanías, y de su numerosa población: sin duda, uno de ellos se convertiría en un gran Estado y tomaría el lugar de Cuicuilco.13
Un pueblo asentado en un lugar llamado Teotihuacan fue el que lo hizo. Su ciudad surgió del vacío con tal poder que, aun siglos después de su caída, sus ruinas fueron conocidas por Chimalxóchitl y su pueblo. Cuando sus antepasados llegaron del norte, se detuvieron en su paso sobre una cordillera que rodeaba el valle central en el corazón de la región y admiraron el panorama que tenían ante sí. Todos los que llegaron por ese camino lo hicieron y, para una persona con una experiencia ordinaria, era una vista que verdaderamente inspiraba una gran admiración. El valle era en realidad una cuenca sin salida: los humedales de sus llanuras, que con frecuencia se inundaban, eran perfectos para la agricultura y la cadena de montañas que lo rodean formaba literalmente una barrera contra el mundo exterior. Parecía ser el verdadero centro de la tierra, creado como una especie de lugar encantado. En la cuasi oscuridad del amanecer, las aldeas dispersas eran visibles, porque las mujeres ya se habían levantado y encendido sus hogueras, y esos rayos de luz brillaban en la oscuridad como cúmulos de estrellas en medio de la negrura del cielo.
Quizás ese mismo mes, o un poco más tarde, los nómadas fueron a examinar las grandes ruinas que se encuentran en la mitad septentrional del valle, unas ruinas que eran famosas en su mundo y que podían verse a la distancia desde varios kilómetros. Es probable que Chimalxóchitl nunca las haya visto, porque las doncellas no se exhibían mucho en tiempos de guerra, pero sin duda su padre o su abuelo vieron esas ruinas en los días previos a que comenzaran los problemas, cuando los hombres del grupo pasaban el tiempo recorriendo el lugar como bandas de mercenarios. Esas ruinas eran un lugar sagrado: los primeros en llegar del norte les habían dado un nombre en su propio idioma, Teotihuacan, por el que fueron conocidas siempre a partir de entonces; ese nombre vinculaba el lugar con lo divino, porque significa ya sea “lugar del pueblo que se convirtió en dioses” o “lugar de los que tenían grandes dioses”, dependiendo de lo que cada cual entendiera.14
Más tarde, los descendientes de los recién llegados imaginaron Teotihuacan como el lugar del nacimiento de su mundo; decían que era el lugar donde se había inmolado Nanahuatzin, su valiente héroe. En ocasiones, narraban la historia con grandes detalles: decían que, cuando los primeros cuatro mundos imperfectos, cada uno con su propio sol y sus criaturas vivientes, habían sido destruidos y la tierra había quedado en la oscuridad, todos los dioses se habían reunido en Teotihuacan: “y allí, de tiempo inmemorial, todos los dioses se juntaron y se hablaron, diciendo: ‘¿Quién ha de gobernar y regir el mundo? ¿Quién ha de ser el sol?”15 Tenían mucha fe en uno llamado Tecuciztécatl, quien se ofreció como voluntario, y le hicieron el honor de ofrecerle un tocado bifurcado de plumas de garza por su sacrificio y otros obsequios, pero eligieron a Nanahuatzin por ser un hombre común y corriente. Cuando fue la medianoche y llegó el momento, Tecuciztécatl se dio cuenta de que no se atrevía a sacrificarse, y fue Nanahuatzin, el hombre ordinario, quien cerró los ojos y se arrojó a las llamas “para que el alba pudiera romper”. Gracias a su valentía y a su sufrimiento, se convirtió en el sol, y todos los dioses lo honraron; su rostro se había vuelto tan brillante que nadie podía mirarlo. Repentinamente, Tecuciztécatl, inspirado por la valentía del otro, encontró el valor que necesitaba y también se arrojó, y se convirtió en la Luna. Después, dos animales comunes, el jaguar y el águila, modestos pero valientes, se lanzaron de la misma manera y así demostraron ser grandes guerreros. Teotihuacan, creía la gente, era el lugar del comienzo de todo.
Los primeros llegados del norte que se toparon con las inspiradoras ruinas de la ciudad deben de haber quedado atónitos ante lo que veían: la antigua ciudad yacía entre dos grandes pirámides, cada cual alineada con una imponente montaña a sus espaldas; cada una rendía homenaje al poder, a la divinidad de la tierra misma. Entre ellas había una gran avenida y, a cada lado de ésta, se alineaban las casas, las escuelas y los templos de un pueblo que se había desvanecido mucho tiempo antes. Al doblar por las calles laterales, que estaban dispuestas en un patrón de cuadrícula, y deambular entre los restos de ese mundo anterior, los nahuas encontraron cientos de viviendas que daban a pequeños patios, con paredes pintadas, acueductos y agujeros, que habían sido utilizados como letrinas. En el recinto del templo, unas serpientes talladas se deslizaban por las grandes escalinatas, mientras que unas gigantescas cabezas de serpiente emplumada sobresalían de los muros a la altura de los ojos. Esas criaturas eran del color pálido de la roca, pero los parches de colores aquí y allá eran la prueba de que, alguna vez, habían estado pintadas con colores muy vivos.
En el pasado, los murmullos de la vida de la ciudad habían sido audibles desde una buena distancia y, en la época de Chimalxóchitl, las ruinas todavía narraban esa historia. Entre los siglos III y VII, a raíz de la destrucción de Cuicuilco por el volcán Xitle, la población de la ciudad de 52 kilómetros cuadrados llegó hasta la asombrosa cifra de 50 mil habitantes. Los hogares más suntuosos pertenecían a la nobleza, pero cada barrio era impresionante por derecho propio y cada uno tenía su propio carácter y estaba dedicado a un oficio. El barrio más grande era el de los artesanos expertos en la obsidiana, que trabajaban con ese material volcánico, semejante a vidrio negro, haciendo puntas de lanza, cuchillos, estatuas, joyas y espejos: en realidad, la ciudad había sido fundada cerca de una importante mina de obsidiana y, cuando ésta se agotó, los pobladores encontraron otra mina a 70 kilómetros de distancia y dispusieron que los esclavos de los Estados conquistados les llevaran la piedra. Los alfareros también eran conocidos por su gran pericia y, al igual que los productos de obsidiana, sus obras eran enviadas a cientos de kilómetros de distancia, donde las intercambiaban por otros bienes. En unos pequeños barrios de la ciudad vivían comerciantes de otras regiones, cuya presencia garantizaba la continuidad del comercio a larga distancia: en los restos de lo que cocinaban y en los depósitos de basura dejaron indicios de sus propias maneras de hacer las cosas. Alrededor de la ciudad, en un gran círculo, se encontraban las chozas de los campesinos y sus canales de riego; no obstante, los agricultores no eran los únicos que alimentaban la ciudad: otros alimentos llegaban como pago de tributo de pueblos menos poderosos. Al parecer, la ciudad incluso hizo la guerra contra algunos de los reinos mayas, muy al sureste —o llevaba a cabo intercambios con ellos—, porque, más tarde, la influencia de Teotihuacan se hizo visible allí.16
Alrededor del año 500, las élites de la ciudad organizaron la fundación de otra ciudad —que, más tarde, el pueblo de Chimalxóchitl llamó Chalchihuitl, el nombre que le dieron a la piedra verde que hoy llamamos jade—, en el sitio de un gran yacimiento de piedras preciosas, muy al norte. Ese sitio, hoy en el estado de Zacatecas, en el centro-norte de México, se llama ahora Alta Vista. En ese lugar había habido durante varios cientos de años un asentamiento que se transformaría en un lugar grandioso: el centro ceremonial fue diseñado como una copia del de Teotihuacan. La nueva ciudad fue acusada no solamente de continuar agotando el precioso jade, sino también de proteger la ruta hacia los actuales estados de Arizona y Nuevo México, de donde provenían la turquesa y otros artículos, pero la gente que vivía en Chalchihuitl había hecho más que eso, porque había llevado consigo el conocimiento del calendario que se usaba en Teotihuacan y, allí, en el desierto, se convirtieron en expertos observadores de los astros: alinearon su mundo construido con el mundo celestial y la gente acudía de varios kilómetros a la redonda para rendir culto, tal como lo habían hecho en Teotihuacan.17
Alrededor del año 650, una gran crisis sacudió el mundo de todos los que vivían bajo el dominio de Teotihuacan. Los obreros, los campesinos e incluso los esclavos que habían llegado como cautivos de guerra se levantaron en una revuelta: quemaron los palacios y los recintos ceremoniales, pero dejaron intactas las viviendas de la gente común. Los arqueólogos saben que eso no fue una invasión extranjera: los enemigos extranjeros siempre intentan destruir los hogares y los medios de vida de la gente común, pero no destruyen la gran arquitectura monumental, de la que esperan apoderarse para sí. No se requiere tener mucha imaginación para pensar en el tipo de coerción que tuvo que darse en Teotihuacan con el propósito de mantener una metrópoli en un mundo sin autopistas ni líneas de suministro de ferrocarril o motores para ayudar a los proyectos de construcción; añádase a ello el hecho de que una gran sequía parece haber asolado la región en esa época y la rebelión no parece haber sido un misterio que necesite explicación sino un suceso que sólo esperaba el momento adecuado para producirse.18
La caída de Teotihuacan creó otro gran vacío de poder. Había un suministro casi inagotable de pueblos nómadas que vivían en el norte y que sabían del valle central debido a las prósperas redes de comercio de larga distancia, y esos nómadas estaban armados y eran peligrosos. Los pueblos del hemisferio habían estado cazando sus presas y matándose entre sí con sus lanzas durante muchos milenios y habían llegado a ser expertos en el diseño y la producción de lo que Chimalxóchitl había llamado atlatl, “lanzadera”, un dispositivo que aumentaba considerablemente la distancia que cualquier hombre habría podido alcanzar sin él; sin embargo, no mucho antes de la caída de Teotihuacan, había llegado del ártico un nuevo invento: el arco y la flecha, los cuales no existían cuando los primeros migrantes cruzaron el estrecho de Bering y, aunque ya entonces se habían vuelto omnipresentes en el Viejo Mundo, eso todavía no había ocurrido en el Nuevo. El arco y la flecha no representaban una ventaja definitiva sobre el atlatl en la caza, solamente ofrecían ventajas definitivas en la guerra con otros hombres, porque podían matar desde una distancia mayor y permitían atacar con sigilo. Tal vez ésa fue la razón de que ese tipo de tecnología no se hubiera desarrollado marcadamente en el Nuevo Mundo, escasamente poblado, donde era mucho más fácil dirigirse a territorios no poblados que atacar a los vecinos; no obstante, alrededor del año 500 de nuestra era, el arco y la flecha ya habían llegado al suroeste de Norteamérica y al norte de México, y rápidamente se habían convertido en un elemento importante del armamento de cada guerrero.19
Grandes oleadas de nómadas conquistadores descendieron hasta el centro de México: según parece, la sequía o las luchas de poder, o ambas, los expulsaron de sus territorios. Se trataba de gente que, en su mayoría, eran hombres jóvenes, quienes, cuando comenzaron su desplazamiento, viajaban sin las mujeres y los niños con el propósito de moverse con mayor rapidez, y aprendieron a enorgullecerse de su capacidad para mantenerse en movimiento sin quejarse, incluso bajo un sol abrasador. Dado que nada los ataba a un solo lugar, podían atacar con la velocidad del rayo pueblos sedentarios que vivían en aldeas agrícolas para después desaparecer nuevamente en el desierto, donde era imposible rastrearlos. Podían llevarse los alimentos almacenados de los agricultores, sus armas, sus piedras preciosas y sus mujeres, y, si los intrusos se quedaban el tiempo suficiente en un lugar para entablar batallas importantes, generalmente ganaban todas las que emprendían gracias a sus arcos y sus flechas, de los que, en un principio, carecían los otros pueblos. Más adelante, si así lo decidían, los recién llegados podían fijar los términos para su futura permanencia en el lugar.
Los nómadas afirmaban que sus arcos y flechas eran mágicos y narraban historias acerca de ellos, historias que se transmitieron de generación en generación, hasta que Chimalxóchitl las escuchó en forma de historias entretenidas sobre sus antepasados:
Vivían armados con el arco y la flecha. Se dice que tenían flechas con picadura de abeja, flechas de fuego, flechas que seguían a las personas; incluso se decía que sus flechas podían buscar cosas: cuando los hombres iban a cazar, una flecha suya podía ir a cualquier parte; si estaban cazando algo en las alturas, la veían volver con un águila; si la flecha no encontraba nada en las alturas, pues entonces bajaba y se dirigía a otra presa, quizá un puma o un jaguar, una serpiente o un venado, una codorniz o un conejo. ¡La gente los seguía para ver qué les había traído su flecha!20
En esa época, en América todavía no había caballos; las especies equinas antiguas se habían extinguido mucho tiempo antes y todavía no habían aparecido las que más tarde llegarían con los españoles. Así, no debemos pensar en los apaches de los siglos posteriores, que llegaban galopando a las aldeas agrícolas en sus ponis pintos (caballos cimarrones). Entre los dirigentes guerreros más famosos de los nómadas se encontraba un hombre que, según las leyendas, se llamaba Xólotl. Éste nunca podría haber aparecido a caballo en la cima de una colina como Gengis Kan, el famoso mongol; en esencia, no obstante, Xólotl era una especie de Gengis Kan a pie: dondequiera que fuese, tenía la misma bravuconería y la misma aura de victoria, aunque la mantenía por sí solo, en su propia persona, sin la ayuda de un corcel en el que pudiera confiar. Su apodo significaba “pequeño sirviente”, un mote irónico cuya intención era hacer hincapié en su poderío mortal.21
En realidad, la analogía con Gengis Kan es mucho más profunda: sin duda, los mongoles ganaron sus batallas, pero fue la alta cultura china la que finalmente absorbió a los nómadas, no al revés: fueron los mongoles quienes cambiaron su propio estilo de vida para convertirse en agricultores y comerciantes, y algunos de sus hijos aprendieron a escribir. De igual manera, la cultura antigua del centro de México fue la que absorbió a los recién llegados bárbaros, como se les llamaba (y como ellos se llamaban con orgullo a sí mismos). Los descendientes de los recién llegados finalmente se establecieron y se convirtieron en sembradores de maíz, y sus hijos se hicieron expertos en el complejo calendario antiguo del centro de México.
En esos mismos años, muy al norte, en el Nuevo México de hoy, los anasazi construyeron templos y viviendas extraordinarios a lo largo de una extensión de casi 15 kilómetros del cañón del Chaco del río San Juan.22 Los intrincados edificios de ladrillo de tres y cuatro plantas deslumbran a los visitantes incluso hoy: en su colorido apogeo, cuando miles de personas acudían a las ceremonias religiosas anuales, deben de haber sido realmente impresionantes. En la parte más antigua de la urbanización más extensa (llamada ahora Pueblo Bonito), los constructores custodiaban los preciosos jades y las plumas de quetzal que habían llegado del lejano México. Los chacoanos alinearon sus edificios con los ciclos solares y lunares, al igual que los pobladores de Chalchihuitl, por medio de los cuales los chacoanos comerciaban con los mexicanos. Después del colapso del Chaco, sus pobladores se desplazaron hacia el sur en cantidades cada vez mayores, porque, para la gente del norte, el sur era el meollo de las leyendas en las historias que narraban en torno a las hogueras.
Quizá lo que poseía un aspecto más místico era el calendario del sur: algunos elementos de la escritura fonética habían avanzado del istmo central hacia el oriente, a la región maya, uniéndose a las tradiciones de esa región e influyendo en ellas, mientras que la tradición de la escritura no había avanzado hacia el poniente con mucha fuerza. La escritura que existía en esa región era principalmente “logográfica”, es decir, consistente en imágenes simbólicas, sin una representación fonética del habla del tipo que los mayas estaban creando. Por otra parte, el complejo sistema del calendario había llegado a casi todos los pueblos del centro de México y una versión en particular había echado raíces allí. Todos los niños llevaban la cuenta de los elementos básicos del sistema, aunque únicamente los sacerdotes sabios se aventuraban en el ámbito de las ramas más esotéricas de la ciencia. El tiempo consistía en dos ciclos continuos: uno era un calendario solar, que consistía en 18 meses de 20 días cada uno, más cinco aterradores días en blanco o sin nombre al final, para un total de 365 días, mientras que el otro era un calendario puramente ceremonial, que consistía en 13 meses de 20 días cada uno, para un total de 260 días. Las dos corrientes de tiempo eran paralelas, por lo que, en cualquier día, uno sabía dónde estaba situado tanto en relación con el sol como en lo concerniente al tiempo ceremonial. En un plano mucho más simple, se podría argumentar que hoy hacemos algo similar: sabemos en qué día del año estamos, es decir, lo relacionado con nuestra posición respecto del sol y, al mismo tiempo, seguimos una serie de siete días con nombres de dioses griegos totalmente arbitrarios y continuos, y así sabemos que es martes o jueves.
Los dos ciclos de tiempo volvían a su punto de partida al final de cada 52 años solares; consecuentemente, un “paquete” de 52 años, como lo llamaban, era tan importante para ellos como lo es un siglo en la actualidad. Para nombrar cada año, lo vinculaban al número más importante del calendario ceremonial: el 13. Los 52 años fueron divididos en cuatro grupos de 13 cada uno, de la siguiente manera: 1 Ácatl [caña], 2 Técpatl [pedernal], 3 Calli [casa], 4 Tochtli [conejo], 5 Ácatl, 6 Técpatl, 7 Calli, 8 Tochtli, 9 Ácatl, 10 Técpatl, 11 Calli, 12 Tochtli y 13 Ácatl, para luego comenzar a partir de 1 Técpatl, 2 Calli, y así sucesivamente. Los sacerdotes y su pueblo estaban orgullosos de ese conocimiento del calendario, que les fue revelado por los dioses y que se basaba en una medición cuidadosa y en el mantenimiento de registros.23
O bien, quizás el placer, no la cuenta, es el meollo del prestigio cultural del reino del sur. El elemento de la forma de vida del centro de México que parece haberse extendido más fácilmente que cualquier otro fue la noción de una plaza central rodeada de estructuras piramidales, donde la gente se reunía y se compartían eventos culturales, y donde casi siempre había una cancha con paredes inclinadas en dos de sus lados. En esa cancha, los atletas jugaban ante su pueblo, sirviéndose de las caderas para mantener en juego una pelota de goma hasta que finalmente anotaban un tanto si lograban que la pelota tocara el suelo del lado del equipo contrario. A menudo, había un anillo de piedra tallada a cada lado de la cancha y solamente los más hábiles podían lograr que la pelota lo atravesara. La multitud gritaba de emoción y frustración, mientras miraba los dramáticos juegos. Más tarde, cuando surgieron los imperios, los juegos ocasionalmente serían a muerte, con el sacrificio del equipo perdedor, pero esa rara práctica no fue lo que causó que el juego de pelota se mantuviera durante decenas de generaciones; antes bien, era la emoción del juego y la alegría que provocaba. La plaza del pueblo, con sus templos piramidales y su juego de pelota, se extendió por México y, por último, también llegó al norte.24
A pesar de lo glorioso de los reinos del sur, Chimalxóchitl se enorgullecía de ser descendiente de los chichimecas del norte, de los bárbaros, más que de su descendencia de la cultura de los sembradores de maíz y los encargados del calendario con los que se habían mezclado: a su muerte, gritó como una doncella guerrera. La historia que le habían enseñado, de la que creía firmemente que formaba parte, se centraba en los nómadas, no en los que habían ocupado el valle antes de su llegada. Decenas de esos relatos todavía sobreviven, escritos en su idioma por las primeras generaciones de su pueblo que aprendieron el sistema de transcripción fonética. Cada relato es un poco diferente de los demás, dependiendo de si proviene de su pueblo o de un pueblo vecino, de si fue escrito en la primera o en la tercera generación después del contacto con los europeos, de si fue tomado de un narrador que se inclinaba por el humor o de uno que prefería los grandes dramas. Considerados en conjunto, aunque pueden contradecirse entre sí en ciertos detalles, revelan mucho sobre su mundo.25
Casi todos los nómadas creían provenir del noroccidente, de Chicomóztoc, el “lugar de las siete cuevas”. Algunos grupos decían que su origen específico se llamaba Aztlán, palabra de significado incierto pero que probablemente quería decir “lugar de la garza blanca”. ¿Dónde se encontraba Aztlán? No lo sabemos y quizá nunca lo sepamos. Probablemente era un nombre mítico, utilizado para ocultar el hecho de que los antepasados habían emigrado varias veces. Los recién llegados hablaban náhuatl, idioma que pertenece a la familia de lenguas indígenas uto-nahua. Esas lenguas comprenden desde la de los utes (originarios de lo que hoy es el estado de Utah) hasta el propio náhuatl. Entre esas regiones, otros pueblos, como los hopi, también hablan un idioma uto-nahua. Hace miles de años, a lo largo de esa ruta lingüística, los habitantes de aldeas vecinas seguramente se entendían entre sí, pero un ute no habría podido entender a un nahua. Es posible, incluso muy probable, que algunas de las poblaciones nómadas fueran originarias de lugares tan lejanos como Utah y que otras lo fueran del norte de México. Ninguna persona hizo todo ese recorrido nunca; en la época de Chimalxóchitl, nadie podría haber tenido o llevado consigo recuerdos de una infancia pasada en Aztlán; lo que llevaban consigo era el recuerdo común de un hogar o unos hogares abandonados hacía mucho.26
Como todos los seres humanos, los bárbaros chichimecas parecen haber pasado la mayor parte del tiempo formando alianzas con otros grupos y decidiendo cuándo y dónde romperlas. Ése era el meollo de su estrategia política cuando se abrieron paso hasta llegar al poder en el centro de México: se sentían orgullosos de sus alianzas y, aunque sabían que éstas eran la esencia de la vida, sus historias revelan que también se sentían culpables por la ira y los cismas. En sus narraciones, la peor de esas crisis casi siempre había ocurrido en ese antiguo lugar utópico llamado Tula; no obstante, realmente existía una ciudad llamada Tula, que adquirió importancia aproximadamente 300 años después de la caída de Teotihuacan, no muy al norte de ese sitio antaño grandioso, aunque Tula nunca fue tan grandiosa como Teotihuacan y su periodo de supremacía fue relativamente breve; tan sólo unos cuantos grupos de los nahuas procedentes del norte realmente pasaron algún tiempo allí. Sin embargo, casi todas las antiguas historias en náhuatl mencionan al glorioso pueblo tolteca, con sus impresionantes artes y artesanías, y aluden a una crisis política que tuvo lugar en Tula como si hubiera sido un momento fundamental para cada grupo con una historia que contar. Eso se debió al hecho de que la palabra tolteca se usó para describir a cualquiera de los pueblos de artesanos del centro de México que habían habitado el área durante muchas generaciones y a que la referencia a un lugar llamado Tula (que significa “lugar de cañas” o “tierra pantanosa”, como era la mayor parte del valle central) fue una manera simbólica de hablar del primer momento importante de todo grupo nómada al establecerse con los lugareños. Las tensiones, al parecer, siempre fueron horrendas.27
Una de las primeras historias nahuas —probablemente la primera—de las que fueron registradas con el alfabeto latino comienza en Tula. Allí, los bárbaros, que ya tenían algunas relaciones con la gente civilizada (y por eso se les llama tolteca-chichimecas), establecieron su hogar con los decentes nonohualcas, quienes tenían vínculos más estrechos con los pueblos más antiguos del centro de México. Los bárbaros chichimecas solían imponerse a los demás, pero no fue exactamente culpa de ellos el hecho de que mostraran un comportamiento tan rudo y ordinario, porque uno de los dioses más maliciosos los había engañado: les dejó un expósito para que lo encontraran, se apiadaran de él y lo criaran como propio. No teniendo manera de saber que el único propósito de la criatura era causarles problemas, ellos lo adoptaron. En un cuento obsceno diseñado para atraer la atención del auditorio, el narrador de 1540 describió así la crisis que siguió:
Y cuando era ya un joven Huémac ordenó que su casa la custodiaran los nonohualcas. Y luego los nonohualcas le dijeron: —Así será, oh mi príncipe, haremos lo que tú deseas. Así los nonohualcas custodiaron la casa de Huémac. En seguida Huémac pidió mujeres, dijo a los nonohualcas: —Dadme una mujer, yo ordeno que ella tenga las caderas gruesas de cuatro palmos. Le respondieron los nonohualcas: —Así se hará, iremos a buscar a una de caderas de a cuatro palmos de ancho. Y luego le dan la mujer de caderas de cuatro palmos. Pero Huémac no se contentó. Dijo a los nonohualcas: —No son tan anchas como yo quiero. Sus caderas no tienen cuatro palmos. Luego con esto se enojaron mucho los nonohualcas. Se marcharon irritados.28
El auditorio tenía que reír, pero, a medida que la historia se desarrolla, las cosas no hacen sino empeorar. Huémac procedió a hacer lo más terrible que alguien podría hacerles a las mujeres de un pueblo conquistado: en lugar de aceptarlas como esposas secundarias, ordenó que fueran sacrificadas. Ató a las cuatro a una mesa de obsidiana y allí las dejó, aguardando su destino. Ante eso, los nonohualcas se hartaron; naturalmente, culparon a los chichimecas que habían acogido a Huémac y lanzaron un ataque contra ellos. En su cólera, estaban a punto de alcanzar la victoria, cuando los chichimecas les rogaron repentinamente que desistieran. Su jefe gritó a voz en cuello: “¿Acaso fui yo quien comenzó, acaso fui yo quien pidió una mujer para que luego nos enfrentáramos, nos hiciéramos la guerra? ¡Muera Huémac por causa del cual nos hemos enfrentado…!”, y, combatiendo juntos, los dos grupos lograron derrotar a ese enemigo absurdamente malvado, pero, en cierto sentido, ya era demasiado tarde: habían matado a muchos hijos de unos y otros: “Y cuando hubieron llegado a Tollan, se convocaron, se reunieron los nonohualcas dijeron: —Venid y oíd qué clase de gente somos. Quizás hemos hecho una transgresión. Ojalá que por causa de ella no sean dañados nuestros hijos y nietos. ¡Vayámonos, dejemos esta tierra!” Así, los nonohualcas partieron esa misma noche. El resto de la historia es un relato sobre ellos mismos y sobre los esfuerzos de los chichimecas abandonados por encontrar la paz y la estabilidad sin la ayuda de los aliados que habían perdido.
Solos y vulnerables, los chichimecas se convirtieron nuevamente en nómadas, y ahora se aclara el mensaje final de las historias nahuas: no solamente contaban historias emocionantes sobre la forja de alianzas y las dramáticas crisis que los separarían. Lo que en realidad aprendió Chimalxóchitl cuando, siendo niña, escuchaba a los ancianos alrededor del fuego, fue que su pueblo estaba destinado a sobrevivir. Su creador se haría cargo de ello. Uno de los historiadores hizo que un personaje dijera:
Aquí nos ha destinado, nos ha vertido, nuestro creador, nuestro hacedor. ¿Acaso aquí ya esconderemos nuestro rostro y nuestra boca? [es decir, ¿tendremos que morir?]. ¿Qué es lo que dice, de qué manera nos pone a prueba nuestro creador, nuestro hacedor […]? Él sabe si ya aquí nos destruirá. ¿Cómo lo dispondrá en su corazón? ¡Oh tolteca! Tengamos confianza en lo alto, ¡anímense!29
Chimalxóchitl comprendió que su pueblo merecía sobrevivir porque sus miembros amaban la vida y luchaban por ella, echando mano de su inteligencia, su amor y su ferocidad, cada uno a la vez, según fuera necesario, y se esperaba que los jóvenes continuaran con la misma tradición.
Según este relato, los chichimecas-toltecas se descubrieron viviendo como sirvientes de otra tribu antigua más poderosa. Fueron degradados, sufrieron hambre, no podían adorar a sus propios dioses de forma apropiada. No tenían armas ni forma de luchar. Pero con ingenio idearon un plan. Se ofrecieron a asumir la responsabilidad de manejar las festividades de una fiesta religiosa próxima. Había que ejecutar un baile que requería armas. Su líder fue a hablar con los jefes de los señores, pidiéndoles permiso para que su gente recogiera fragmentos de armas para usarlos en la actuación. Regresó con el permiso necesario y se dirigió a los jóvenes de su comunidad con lágrimas en los ojos. El destino de su pueblo estaba ahora en sus manos. “¡Oh, hijos míos; oh, tolteca, id con voluntad!”, gritó. El relato seguía así: