Kitabı oku: «El quinto sol», sayfa 5

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Luego ya se dispersan para ir a pedir prestado, les dicen a los habitantes:

—A ti te pediremos prestadas tus insignias viejas, tu escudo viejo, tu macana vieja; no nos vayan a dar sus propiedades buenas y las rompamos.

Les responden:

—¿Qué van a hacer? Dónde las van a usar?

Dicen:

—Escuchen, danzaremos para los tlatoque, con ellas bailaremos en el hogar, en el interior de la casa, del pueblo, de ustedes.

Contestan:

—¿Acaso quieren nuestras insignias buenas?

Dicen: —No, oh hijo, sólo aquellas insignias viejas que están tiradas por ahí, donde arrojan el agua de nixtamal. Nosotros las repararemos y con ellas alegraremos a los tlaloque, nuestros teuhctli. […]

Luego ya andan por todos lados, andan buscando por los patios, entre las casas. Llegan, en algunas partes, a la hora de la comida y bebida pero no los invitan; a su costa inventan cosas, se ríen de ellos.

Y ellos se dedican a recoger las insignias viejas, los ichcauipilli viejos, los arcos viejos, los escudos viejos, las macanas viejas, buscan y recogen por todas partes.30

Trabajaron noche tras noche, pacientemente, pegando, cosiendo y reparando con cuidado, haciendo que los escudos y las lanzas emplumados y pintados fueran realmente hermosos. Por fin estaban listos para luchar por la libertad de su pueblo, la cual por supuesto pronto obtuvieron.

Cada grupo de nahuas tenía sus propias tradiciones e historias, que eran variaciones de ese tema de valentía y supervivencia. El pueblo de Chimalxóchitl se llamaba mexica. Compartían versiones de los cuentos comunes a casi todos los nahuas, pero también contaban historias únicas de su propio grupo; decían, por ejemplo, que, después de que Chimalxóchitl muriera, el señor de Colhuacan les dio tierras a los sobrevivientes de su pueblo, a cambio de las cuales tenían que trabajar como sus sirvientes. Así, él se entretenía dándoles tareas imposibles y amenazándolos con castigos terribles si no lograban llevarlas a cabo: tenían que mover una chinampa —una parcela cultivable armada en un terreno pantanoso mediante la construcción de una base hecha de cestería y rellena de tierra, por lo que nada podía ser menos móvil—, tenían que capturar un venado sin perforar su piel ni romper sus huesos y tenían que derrotar a un enemigo desarmado. En cada caso, se las arreglaron para cumplir con la tarea, ya fuese mediante el engaño o, en el último caso, el uso de una violencia inaudita (después de emboscar a los enemigos que se les designó, les cortaron la oreja izquierda para demostrar que los habían derrotado y las colocaron en una canasta), y en cada ocasión que regresaban con el señor de Colhuacan con la tarea cumplida, él y su gente se maravillaban y se preguntaban entre sí: “¿Quiénes son estos mexicas?”31

Finalmente, Coxcox, el rey de los colhuas, decidió deshacerse de sus inoportunos invitados. Les dijo que podían construir un templo para su propio dios, pero en todo momento tuvo la intención de retractarse y luego hacer que su gente lo destruyera por su insolencia. Oculto entre los arbustos, observaba mientras preparaban la consagración de su templo. Repentinamente, el dios del pueblo decidió intervenir: “Mientras se estaba haciendo el sacrificio, los mexicas y Coxcox oyeron que el cielo aullaba. En ese momento, un águila descendió y se posó en la cima del techo de paja del templo, como si allí tuviera su nido.” Coxcox supo entonces que no podía destruir ese pueblo que tenía la bendición de una poderosa divinidad y decidió desterrarlo. Ellos volvieron a deambular, pero lograron sobrevivir.

No muchos años después de 1299, a mediados del siglo XIV, un águila se posó ante los mexicas en el lugar donde estaban acampando y decidieron que esa ave quería que construyeran una ciudad permanente en ese lugar. Ése ya no era el mundo de la leyenda: el asentamiento era algo real y quizá la gente de verdad vio que al menos una auténtica águila se posó allí, un ave que veneraban, y eso los motivó a encontrar una buena razón para quedarse. Se encontraban en una isla de un gran lago, un lugar que nadie más había reclamado, probablemente porque la tierra era muy pantanosa: en ella crecía en abundancia el nopal, con su fruto comestible, la nochtli, la tuna, especialmente nutritiva, y había peces que ellos podían pescar, aves acuáticas que podían cazar y algas que podían recolectar; era un mundo viviente y lleno de colores. Los mexicas miraron a su alrededor y decidieron que definitivamente podían hacer que ese sitio funcionara como su hogar; así, la ciudad que construyeran se llamaría Tenochtitlan32 y pronto tendría un tlatoani, su gobernante, y ya no le deberían nada a nadie más. Eso era lo que el padre de Chimalxóchitl había intentado organizar años antes, pero había actuado prematuramente. Una generación o dos más tarde, a mediados del siglo XIV, los mexicas estaban mejor preparados para defenderse y, en esa ocasión, comenzaron sin imprudentes declaraciones de guerra contra sus vecinos.

¡Si tan sólo Chimalxóchitl lo hubiera sabido! Su pueblo, asediado, errante y completamente exhausto, iba a encontrar un poco de paz incluso antes del final de la vejez que ella podría haber vivido. En su hogar en la isla, su pueblo comenzó a transformarse en los grandes personajes que ella había querido que fueran; no obstante, tal vez fue mejor que ella no supiera con certeza qué alturas iban a alcanzar; si hubiera conocido el bien futuro que los aguardaba, también habría conocido la agonía futura: tendría que morir como todos, sabiendo únicamente que, para sus descendientes, el destino traería sin duda bendiciones y situaciones dolorosas; tendría que morir como todos, esperando que aquellos que vinieran después demostrarían la misma resolución de ser tan fuertes como ella había sido.

2. Los pueblos del valle
1350 a 1450


Hacia 1430,1 Itzcóatl, Serpiente de Obsidiana, se sentía seguro de haber ganado el gran juego de su vida. Estaba suficientemente convencido de que sería capaz de retener la posición de tlatoani de los mexicas —en realidad, de ser el huey tlatoani de todo el valle central—, de que se apartaría por un tiempo de los campos de batalla y de que ordenaría la quema ceremonial de unos libros. Todas las antiguas historias pintadas que llevaron a sus lectores a esperar un futuro diferente del que él tenía en mente —aquellas que llevaron al pueblo a creer que los hijos de su medio hermano estaban destinados a gobernar o que Tenochtitlan debía seguir solamente como un altépetl menor—debían ser arrojadas a una hoguera en un gran sacrificio a los dioses.2 Las pinturas en los rollos de piel de venado y en los libros plegables con gruesas hojas hechas a partir de fibras de maguey —y todas las historias que contenían— chirriaron y crujieron en el rojo fuego antes de convertirse en cenizas.3 Había un antiguo acertijo en náhuatl: “¿Qué cosa y cosa van jugando las plumas coloradas que se llama cueçalli y van tras ellas los cuervos?”, y la respuesta era la tlachinolli, una conflagración.4 Para Itzcóatl, debe de haber sido satisfactorio observar las negras nubes de humo que se alzaban; probablemente sabía que muchas personas ya estaban diciendo que sólo había obtenido su poder gracias al brillante desempeño militar del hijo de su medio hermano, cuya alcurnia era superior;5 a la larga, no obstante, no importó lo que se dijera: fue él quien surgió como el gran huey tlatoani. Sus hechos serían literalmente tallados en piedra y él se encargaría de que sus descendientes gobernaran. Sería conocido por haber llevado a su pueblo a un punto de inflexión: estaba a punto de sacarlos de la oscuridad y la debilidad, y llevarlos a una extraordinaria posición de fuerza.

El mundo de Itzcóatl nunca tuvo la intención de que él gobernara. Aunque su padre había sido tlatoani de los mexicas durante varias décadas, el propio Itzcóatl era tan sólo el hijo de una de las mujeres del tecpan (el complejo habitacional del palacio) que estaba lejos de ser de gran alcurnia; sus medios hermanos, de madres más importantes, tenían nombres que se remontaban al siglo XIII, como su hermano Huitzilíhuitl, Pluma de Colibrí, llamado así por el tlatoani que había sido padre de la enérgica Chimalxóchitl. El nombre de Itzcóatl era sólo suyo: nadie antes que él lo había llevado ni se transmitiría a sus descendientes. La historia de su vida resultó excepcionalmente esclarecedora.

El cacique que era padre de Itzcóatl se llamaba Acamapichtli, nombre que, adecuadamente, significa “puñado de cañas”, porque era él quien había sido investido como el primer tlatoani de los mexicas después de que construyeran su ciudad en el pantano rebosante de cañas de tule de la isla. El pueblo mexica había logrado convertirse por fin en una entidad independiente y se hizo amigo de sus ora amigos, ora enemigos: el pueblo de Colhuacan. El padre de Acamapichtli era un mexica que se había casado con una mujer colhua de cierta categoría, pero él mismo había sido asesinado durante uno de los periodos de rencor. El hijo había sobrevivido a la violencia y, a mediados del siglo XIV, los mexicas habían solicitado que se le permitiera convertirse en su tlatoani; obviamente, en su calidad de hijo de una mujer colhua, haría que su pueblo se mantuviese fiel a Colhuacan, y así se había resuelto. Los mexicas tuvieron por fin un tlatoani reconocido con su propia y simbólica esterilla o trono de cañas; desde el punto de vista de los nahuas, finalmente habían llegado.6

Es cierto que su isla estaba disponible sólo porque nadie más la quería. Los pueblos de la cuenca central habían vivido durante mucho tiempo cultivando maíz y frijol, pero las condiciones pantanosas del área central del lago les impedían depender completamente de la agricultura. No es que los mexicas hubieran abandonado el proyecto por completo; habían observado que a sus rivales, los xochimilcas (a cuyos guerreros los mexicas les habían cortado las orejas en un pasado ya distante), les iba muy bien con la construcción de las chinampas en la orilla meridional del lago. Se trataba de vergeles construidos arduamente en aguas poco profundas con la acumulación de lodo y limo, para luego fijar parte de la tierra sobre el nivel del agua mediante la construcción de un muro de madera o una larga estera de tule que lo rodeaba. Aunque era difícil construir las chinampas, eran sumamente fértiles, por lo que los mexicas se apresuraron a seguir el ejemplo de sus vecinos. También llegaron a ser muy hábiles en la pesca y expertos en la recolección de huevos de aves, y aprendieron a recolectar ciertos tipos de insectos, así como unas algas verdiazules muy nutritivas. Cuando Itzcóatl era niño, pasaba sus días yendo y viniendo en una canoa (a la que él llamó su pequeña acalli, que literalmente significa “casa del agua”) y, después, aportando a la olla familiar lo que lograra atrapar. Así llegó a amar ese brillante mundo acuático que conocía tan bien, y todo su pueblo hizo lo mismo: los artistas que había entre ellos se volvieron expertos en pintar en las paredes y sobre pieles de venado, y a menudo representaban en sus obras pequeños cangrejos de río y conchas en espiral que encontraban en las aguas verdiazules.

En algunas ocasiones, los temas de la música y las canciones de sus veladas también se inspiraban en las vibrantes aguas del lago. Alguien soplaba una caracola, otro hombre batía un tambor decorado con piedras preciosas de color verdiazul, un tercero podía bailar, con las piernas cubiertas de sartas de cascabeles. En ocasiones, el estado de ánimo era dolorosamente triste: el reino de Tláloc, el dios de la lluvia, y el de Chalchiuhtlicue o Falda de Jade, su esposa, podía ser un mundo triste que a menudo representaba no solamente la vida, sino también la muerte. “Lloro. ¡¿Qué habremos hecho para merecer esto?!” El cantor podía asumir la personalidad de un pez, tal vez la de uno más débil, oculto entre las cañas mientras hablaba con uno más fuerte: “Soy una perca; tú eres una trucha.” En momentos más felices, el pueblo de Itzcóatl cantaba con frecuencia, no sobre el oscuro mundo acuático, sino sobre los pájaros que revoloteaban en la luz. En otras ocasiones, en momentos especialmente inquietantes, podían reunir las dos tradiciones, la acuática y la aérea, y cantar cierto poema en voz alta, rememorando sus raíces históricas y haciendo referencia a su orgullosa tradición guerrera representada por el águila y el jaguar: “Te escondiste [con el sentido de “te moriste”] entre el mezquite de Chicomoztoc. El águila gritaba, el jaguar chilló. Y tú, un pájaro quechol, volaste desde el campo [de batalla] hacia Quenonamican [lugar desconocido].”7 “Quenonamican” era una manifestación del mundo de los muertos, un lugar especial que recibía los espíritus de aquellos lo suficientemente valientes como para morir en la guerra o para ser sacrificados. Mientras cantaban a la luz de la hoguera, los mexicas sentían que tenían motivos para agradecer a los dioses que los habían llevado a ese momento: no había pasado mucho tiempo desde que todavía eran nómadas, dependientes del pueblo colhua o de cualquiera que los aceptara temporalmente como arqueros pagados. Ahora hacían la guerra sólo cuando querían; ahora tenían una ciudad propia. Es cierto que el agua todavía amenazaba con arrebatársela: las cañas crecían por todas partes y sus cuadradas casas de adobe no duraban mucho en esas condiciones pantanosas, por lo que tenían que reconstruirlas muy a menudo; no obstante, el pueblo se hizo extremadamente práctico para la construcción de diques, calzadas y canales, y pronto pudo construir calles como las de otras ciudades. En los barrios vivía un extenso grupo de familiares, un calpulli (“casa grande”, literalmente), con sus propias familias que los encabezaban y que asumían la responsabilidad de organizar las partidas de trabajo y de guerra en apoyo de Acamapichtli, su tlatoani, quien, a su vez, les tenía una mayor deferencia; esas familias eran llamadas pillipipiltin, en plural—, equivalente a “noble”. Otras familias eran llamadas macehuallimacehualtin, en plural—, lo que significaba que eran superiores a la gente del común; etimológicamente, se refería a aquellos que merecían tener tierras y, por lo tanto, su propio espacio en el sistema de gobierno.

Más o menos en esa época, el pueblo tomó la decisión colectiva de añadir una capa de grava a su santuario original de adobe —donde el águila supuestamente se había posado—, con el propósito de contar con una plataforma de base que fuera lo bastante sólida como para comenzar a construir una gran pirámide.8 Algunos sacerdotes se dedicaron a cuidar el templo y comenzaron a escribir libros pintados para la posteridad: con su historia registrada en pieles de animales, los sacerdotes podían anunciar que el pueblo había llegado al final de un ciclo de 52 años, que ya era hora de “empacar” ceremonialmente los años, tal como ellos lo expresaron. Así, celebraron un gran día festivo y lo marcaron como un momento significativo en sus historias.

Dado que los mexicas se tomaban en serio su pasado, implícitamente también tomaban en serio su futuro. El tlatoani Acamapichtli, el noble mitad colhua que había alcanzado la autoridad gracias a sus estrechas relaciones con el poderoso altépetl de Colhuacan, también tomó una novia colhua noble. Algunos decían que se llamaba Ilancuéitl, Faldón de Anciana, mientras que otros decían que ese nombre debe de haber pertenecido a su madre. Ahora bien, dado que se trataba de un nombre simbólico elegido, fácilmente pudo haber pertenecido a ambas mujeres. Sin duda, cualquiera que haya sido su nombre, la esposa colhua no esperaba ser la única mujer de Acamapichtli, pero se entendía que ella sería la principal o la primera esposa, no cronológicamente, sino en el sentido de que sus hijos gobernarían en la generación siguiente. Tiempo más tarde, los bardos de otros calpulli afirmarían que era estéril y que fue otra mujer de su propia ciudad (cualquiera que hubiere sido, dependiendo de quién contara la historia) la que finalmente había amamantado a los herederos de Acamapichtli, aunque los niños fueron hechos pasar como hijos de Ilancuéitl. Sea como haya sido, de lo que no hay duda es de que no existía el concepto de primogenitura; habría sido completamente impráctico en un mundo tan fluido, en el que el pueblo necesitaba en el gobierno un tlatoani muy competente, no uno que tuviera el cargo simplemente porque, por causalidad, había nacido primero.

Sin duda, por supuesto, los niños de mayor edad tenían una ventaja sobre los más jóvenes: a medida que crecían los hijos de la esposa más poderosa de un tlatoani, su personalidad y sus habilidades atléticas relativas hacían que uno de ellos fuera percibido como el heredero más probable, mientras que sus hermanos de la misma madre aceptaban la expectativa de que serían sumos sacerdotes o jefes militares poderosos que estarían a su lado, y todos serían igualmente bien recompensados por sus esfuerzos con obsequios de tierras y otras formas de riqueza, por lo que para todos esos hermanos era muy ventajoso apoyar al que parecía el más apropiado para llegar a ser el tlatoani.9 En el caso que nos ocupa, el niño que fue preparado para ser el heredero se llamaba Huitzilíhuitl, Pluma de Colibrí, en honor del tlatoani del siglo XIII del mismo nombre.

Además de sus hermanos de la misma madre —los otros hijos de la noble esposa colhua de Acamapichtli—, Huitzilíhuitl tenía muchos medios hermanos, entre ellos Itzcóatl, Serpiente de Obsidiana. La madre de Itzcóatl no había sido una esposa de importancia; en realidad, había sido una esclava, una hermosa mujer de la cercana ciudad de Azcapotzalco. La gente decía que había pasado sus días vendiendo verduras en la calle antes de ser entregada al tlatoani. A los nobles les gustaba mucho apostar y frecuentemente apostaban sus esclavos, o quizás había sido utilizada para saldar algún otro tipo de deuda o presentada al huey tlatoani como un presente para ganarse su favor.10

Puede parecer improbable que un futuro huey tlatoani mexica pudiera ser hijo de una esclava, y el tema de la esclavitud en el mundo azteca tradicionalmente ha sido controvertido. Debido a que los aztecas fueron menospreciados porque durante mucho tiempo se les consideraba unos salvajes caníbales, los investigadores serios se han mostrado reacios a escribir cualquier cosa que pueda percibirse como una detracción de su valor moral, y asociarlos de alguna manera con las sociedades esclavistas más famosas difícilmente ayudaría. De esta manera, a menudo se difundió la idea de que, por definición, los esclavos de los mexicas eran prisioneros de guerra que serían sacrificados, con el propósito de satisfacer una compulsión religiosa, y que los sirvientes domésticos eran una categoría completamente diferente: un grupo de personas que se habían vendido de forma voluntaria como esclavos temporales para pagar deudas o que habían sido condenados a la esclavitud como castigo por un crimen; hoy en día, no obstante, los especialistas reconocen que la realidad era muy diferente: algunos prisioneros de guerra (hombres, por lo general) eran realmente sacrificados, mientras que algunos sirvientes domésticos se habían obligado a sí mismos a serlo o habían sido vendidos por su tlatoani como castigo, pero también había muchas otras personas esclavizadas. Como en el antiguo mundo mediterráneo, en los hogares de los hombres ricos y poderosos había numerosas esclavas capturadas en alguna guerra, algunas de las cuales eran princesas y podían ser tratadas casi como esposas, dependiendo de las circunstancias, mientras que otras eran mujeres del común; la madre de Itzcóatl era una de estas últimas.11

Ahora bien, sería un error suponer que la madre de Itzcóatl fue maltratada. Es posible que lo haya sido, pero, dado lo que Itzcóatl logró más tarde, es poco probable. Comúnmente, en toda Mesoamérica, se entendía que los hijos de las mujeres esclavizadas nunca eran esclavos; en realidad, era esencial que esa condición no fuera hereditaria, porque, de lo contrario, muchas ciudades habrían tenido pronto más esclavos que ciudadanos libres y su mundo se habría desgarrado. Así, incluso en sus peores momentos, la madre de Itzcóatl habría sabido que los hijos que tuviera con el tlatoani serían privilegiados y es posible que se haya sentido orgullosa y esperanzada por el futuro de su joven hijo; sin embargo, aun cuando hubiera albergado ambiciones en lo concerniente a él, nunca habría creído posible que algún día gobernaría, porque ese privilegio estaba reservado a los hijos de las mujeres nobles de los altepeme más poderosos;12 no obstante, los tiempos de crisis suelen producir resultados inesperados, y eso es lo que se llegaría a demostrar en ese caso.

Mientras tanto, el niño llamado Itzcóatl creció esperando servir a su tlatoani, su medio hermano, como un guerrero leal, y así fue: Huitzilíhuitl, el heredero, se convirtió en tlatoani, gobernó exitosamente durante 24 años, conquistó numerosos altepeme más pequeños y vulnerables, y exigió tributo a todos ellos. Los hombres de Tenochtitlan salían de su isla con cierta frecuencia y empezaron a darse a conocer como un grupo unido, armado y peligroso. Antes de partir, bailaban y también cuando regresaban, vistiendo hermosos tocados que los transformaban en bestias aterradoras: águilas, jaguares, serpientes y coyotes. Sus escudos, decorados con plumas iridiscentes, llevaban las imágenes de tales criaturas, aunque también podían incluir un elemento de alejamiento irónico con su alter ego animal, el que, por ejemplo, no representaba a un coyote, sino a un hombre que bailaba como un coyote sobre las patas traseras.13 Esos entusiastas guerreros se aliaban fácilmente con otros para vencer a aquellos que intentaban dominarlos o que poseían recursos que ellos necesitaban con urgencia. Xochimilco e incluso el antes dominante Colhuacan fueron reducidos a altepeme secundarios. En resumen, Huitzilíhuitl comenzó a poner en el mapa el nuevo pueblo de Tenochtitlan y, a partir de entonces, fue convirtiéndose en una pequeña ciudad. En las narraciones en torno a las hogueras nocturnas, la lista de las conquistas de Huitzilíhuitl era larga.

Podría decirse que la guerra más importante que libró Huitzilíhuitl fue contra Cuauhnáhuac —la actual Cuernavaca—, la región meridional donde el algodón silvestre se reproducía tan fácilmente que la gente había comenzado a cultivarlo y usarlo para hacer telas; era un cultivo valioso, porque el algodón no crecía en las regiones montañosas, y por ello Cuauhnáhuac era un altépetl rico y su tlatoani, un hombre poderoso. Este último tenía también una hija “muy admirable”, la encantadora Miyahuaxíhuitl, Gema de la Flor del Maíz, a quien muchos tlatoque miraban con interés como posible esposa. Los tlatoque de todas partes “la pidieron”, utilizando el término más respetuoso para referirse a una relación matrimonial. Cuando los emisarios de Huitzilíhuitl abordaron al tlatoani de Cuauhnáhuac con ese propósito, éste se burló de ellos. Aunque el pueblo de Tenochtitlan iba en ascenso, no era de ninguna manera la alianza que él tenía en mente para su hija: “¿Qué dice Huitzilíhuitl? ¿Qué le proporcionará a mi hija allí, en medio de las aguas?”, y el tlatoani no pudo evitar un poco de sarcasmo: “¿Acaso la vestiría con las fibras de las plantas del pantano, puesto que hace sus propios taparrabos con ellas?” Después, decidió pasar del habitual discurso circular a un estilo más directo y les dijo: “Vayan. Díganle a su tlatoani Huitzilíhuitl que nunca más volverán aquí.”14

Después de eso, los narradores de la historia optaron por apartarse de una descripción realista de los acontecimientos; decidieron no detenerse en la carnicería de la guerra que siguió ni en los muchos años que duró, porque, tiempo después, los dos pueblos se convirtieron en aliados:15 era mejor olvidar esas cosas. Por el contrario, recurrieron a un viejo mito nahua para interpretar lo que había sucedido: decepcionado, Huitzilíhuitl se retiró para orar al dios de su pueblo, Huitzilopochtli, que significa “zurdo de patas como un colibrí”, el cual, por lo tanto, tenía los poderes especiales asociados tanto con los zurdos como con el colibrí suspendido (y temible) en el aire, y estaba especialmente vinculado al tlatoani Huitzilíhuitl, cuyo nombre significa “pluma de colibrí”. Como siempre, el dios le dijo al suplicante lo que debía hacer y naturalmente Huitzilíhuitl procedió a hacer lo que el dios le había indicado: “Se plantó dentro de los límites del tlatoani de Cuauhnáhuac y, después, disparó un dardo —una caña bellamente pintada y elaborada maravillosamente, en cuyo centro tenía insertado un jade precioso, el más valioso y el de resplandor más brillante—; el dardo cayó en medio del patio donde estaba confinada la doncella Miyahuaxíhuitl.” La joven se maravilló y lo recogió, y, sintiendo el poder de la piedra y experimentando un extraño deseo por ella, de repente se la echó a la boca. Hipnotizada, la joven se tragó accidentalmente la preciosa gema y —al igual que otras jóvenes en muchas otras historias antiguas de los indígenas americanos— concibió un niño.16

Según parece, los narradores nahuas de la historia y su embelesado auditorio dijeron en ese momento que la broma le fue jugada al orgulloso tlatoani de Cuauhnáhuac: su amada hija había sido engañada y tendría un hijo de un padre que de ninguna manera habría elegido para sí, pero reconocieron que la situación estaba repleta de ironía: la encantadora Miyahuaxíhuitl pudo haber derramado lágrimas esa noche, pero la muchacha aparentemente impotente al final volvería en sí: su hijo, después de todo, recibió el nombre de Moctezuma Ilhuicamina (que más tarde sería conocido como Huey Moctezuma o como Moctezuma el Viejo)17 y estaba destinado a gobernar a los mexicas y a muchas decenas de miles de otras personas.18

Ahora bien, por el momento, en el complejo del palacio de Tenochtitlan, Huitzilíhuitl, el huey tlatoani de los mexicas, probablemente no prestaba mucha atención a un niño nacido de una mujer de Cuauhnáhuac tomada en la guerra. Encabezaba a su gente de la manera más eficiente posible en una serie de campañas militares con el propósito de ampliar el territorio que gobernaba, y pudo tener tanto éxito gracias en gran medida a que, bajo su mando, Tenochtitlan se había convertido en un cliente, por así decirlo, de la que en esos momentos era la ciudad-Estado más poderosa de la región: el huey altépetl era Azcapotzalco, la ciudad-Estado del pueblo tepaneco, un grupo de nahuas que habían llegado mucho antes que los mexicas y dominaban los bordes occidentales del gran lago del centro del valle.19 Después de cada victoria, por supuesto, los tepanecas tomaban las mejores tierras para ellos, pero una buena parte la reservaban para su altépetl asociado, Tenochtitlan, o, si los vencedores decidían que los vencidos no debían perder sus tierras sino pagar tributo, a algunas aldeas se les pedía que les pagaran a los tepanecas a partir de ese momento y a otros se les ordenaba entregar bienes a los mexicas. No se sabe con certeza por qué los mexicas fueron elegidos el altépetl asociado favorito; probablemente la naturaleza pantanosa de su territorio insular les permitía desplazarse con mayor facilidad que otros pueblos: dado que no tenían mucha tierra cultivable, no estaban tan vinculados a los ciclos de la siembra y la cosecha. Ninguna ciudad del centro de México tenía un ejército permanente; todos los hombres eran guerreros potenciales y debían mezclar la lucha con la agricultura; sin embargo, los mexicas vivían tanto de los peces, los huevos de aves y las algas como del maíz, lo cual significaba que, para empezar, eran relativamente pobres en comparación con otros y contaban con una alimentación menos nutritiva; por lo tanto, dada la colaboración estrecha con los tepanecas, que eran un pueblo altamente agrícola, su capacidad de desplazamiento en cualquier época del año les daba una especie de poder.

Sin sorpresa alguna, dada la relación política de dependencia, Huitzilíhuitl tomó como novia a una muchacha de un pueblo de los tepanecas y la hizo su esposa principal, lo que significaba que se esperaba que sus hijos gobernaran después de él20 (el pueblo se llamaba Tlacopan y más tarde sería un lugar importante; los españoles, que no podían pronunciar ese nombre, lo convirtieron en Tacuba). Cuando Huitzilíhuitl murió, Chimalpopoca, Escudo Humeante, uno de los hijos de la esposa tepaneca de Huitzilíhuitl, se convirtió en el nuevo tlatoani, exactamente como se esperaba.

Para entonces, el gobernante de Tenochtitlan ya era completamente reconocido por todos como el tlatoani, el “hablante” en nombre de una comunidad independiente y autónoma. En el mundo nahua, cada comunidad que se jactaba de tener su propio tlatoani se llamaba altépetl, palabra que literalmente significa “cerro-agua”, porque, en los viejos tiempos, los nahuas casi siempre se establecían no solamente donde había un cerro para poder defenderse, sino también una fuente de agua. Después de que Chimalpopoca se convirtiera en tlatoani, hubo varios días de oraciones, seguidos de una gran fiesta y una ceremonia en la que Chimalpopoca se sentó en la estera de cañas y prometió proteger a su pueblo como su tlatoani. En ese momento, los mexicas ya eran lo bastante poderosos como para tomarse muy en serio: los discursos públicos y los compromisos asumidos entre Chimalpopoca y su pueblo duraron horas; finalmente, un sacerdote acribilló al joven gobernante con preguntas retóricas a las que el nuevo tlatoani y el pueblo debían responder “No” con toda firmeza:

¿Vendrán los enemigos a conquistar el reino o pueblo en que vives? ¿Es a tu cargo de pensar con temor y con temblor si por ventura se destruirá o solará el pueblo, y habrá gran turbación y aflicción? [¿Se derrumbará el altépetl en la guerra? ¿Estará rodeado por enemigos?] […] ¿O por ventura vendrá tiempo en que nos hagan a todos esclavos y andaremos serviendo en los más bajos servicios?21

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