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La criminología a través de la historia

Solucionar problemas y tratar de dar sentido a los fenómenos que se nos presentan cotidianamente es un modelo plausible del obrar relativamente exitoso que hemos tenido como especie. Este nos ha permitido reducir incertidumbres, usar herramientas y agruparnos de formas más eficientes (Morris, 1970). Pero, aun en medio de estos procesos, siguen orientando nuestro interés la muerte, conductas violentas y otras que afectan el desarrollo del actuar colectivo e individual. Todo esto apunta a evitar o mitigar los impactos y riesgos derivados mediante formas más sofisticadas y con códigos más complejos, pero todavía en el marco de la cuestión criminal.

Si una especie quiere sobrevivir, no puede darse el lujo de andar por ahí dando muerte a los de su propia clase. La agresión dentro de la especie tiene que ser impedida y controlada, y cuanto más poderosas sean las armas mortíferas de una especie particular, mayores habrán de ser los impedimentos para emplearlas en disputas entre rivales. Esta es la verdadera ley de la jungla. (Morris, 1970)

Con el tiempo, los paradigmas criminológicos se han trasformado de corrientes metafísicas –en los filósofos griegos, parte de la Edad Media y el Renacimiento–, hacia etapas más racionalistas, como la escuela clásica del siglo XVIII y la frenología, llegando a la escuela positivista del siglo XVIII y la propuesta lombrosiana, es decir, se trata de paradigmas orientados por los modelos de pensamiento y las distintas formas de entender la realidad (Observatorio del Delito de la Policía Nacional, 2011).

En el marco de los sistemas sociales, es claro que tenemos patrones de entendimiento común (Maturana y Pörksen, 2004) que referencian los marcos de las acciones tolerables a través del entendimiento común y la interacción. Las conductas desviadas se asocian a patrones no aceptables cuyos efectos dan pie a nuestra reflexión. En tal sentido, Alessandro Baratta (2004) nos recuerda la existencia de una criminología tradicional basada en un paradigma etiológico –orientado por la búsqueda de una causa–, y además afirma que “la criminología se ha convertido en sinónimo de la ciencia de las causas de la criminalidad”. Asimismo, el autor particulariza desde un sentido crítico que “una investigación de las causas no es procedente con respecto a objetos definidos por normas, convenciones o evaluaciones sociales e institucionales” (Baratta, 2004, pp. 90-91).

Siguiendo la propuesta del Observatorio del Delito de la Policía Nacional (2011), tenemos que las tendencias históricas de los modelos criminológicos para los siglos XIX, XX e incluso el XXI constan de perspectivas heterogéneas como:

• Modelos biologicistas/organicistas de la criminalidad.

• Teorías psicológicas y psicodinámicas.

• Teorías sociales y psicosociales.

• Modelos criminológicos macrosociales, económicos y culturales

• Teorías sobre la delincuencia femenina.

Estas perspectivas, parafraseando a Zaffaroni (2011) y abusando un poco de sus categorías, podrían agruparse diferenciadamente por su tratamiento como academicistas –particularmente las de las ciencias sociales, criminalísticas y forenses–, las que tienen un carácter más técnico y la criminología mediática. Tenemos, entonces, que el carácter de un modelo criminológico, además de guardar una interpretación de la realidad, tiene también un sentido extensivo y político para sus trascendentales intenciones de explicar fenómenos criminales. Esta consideración nos recuerda a Foucault (1999, p. 55), cuando dice que “la verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan”. Cabría entonces preguntarse, con estos elementos, por la operación de la justicia y cómo se instrumentaliza la capacidad sancionatoria de la estructura jurídico-política.

La conclusión a la que se llegó en el curso de Criminología Mediática es que la criminología hoy en día ha superado el paradigma positivista de las causas, el paradigma de la reacción social y se han superado también algunas de las teorías críticas; no obstante, muchas de estas teorías se mantienen en el campo institucional y académico. En este contexto, de acuerdo con el profesor Escalante, hoy la criminología es un campo transdisciplinar complejo que estudia la forma como se construyen las conductas desviadas en la sociedad, los procesos de reacción social frente a esas conductas desviadas, las conductas desviadas y los procesos de criminalización, de control social y de castigo.

La criminología mediática

En este punto, es menester dejar en claro que la orientación central de este capítulo está dada por el problema que se suscita, en una perspectiva crítica de la comprensión criminológica, al mirar el rol que ejercen los medios de comunicación en la construcción, reproducción e influencia social de la cuestión criminal y el desarrollo de la política criminal. Pero, como se pregunta Portillo (2017, p. 2), ¿qué es la criminología mediática? A esto responde, citando las palabras de Zaffaroni, que

la criminología mediática es la creación de la realidad a través de información, subinformación y desinformación en convergencia con prejuicios y creencias basada en una etiología criminal simplista asentada en la causalidad mágica. Aclaremos que lo mágico no es la venganza, sino la idea de una causalidad canalizada contra determinados grupos humanos, que en términos de la tesis de René Girard se convierten en chivos expiatorios. (Zaffaroni, citado en Portillo, 2017, p. 136)

El abordaje de la criminología mediática en Zaffaroni tiene un desarrollo teórico, respaldado por una interpretación histórica ontológica, que muestra los efectos de la relación político-criminal con la sociedad. Pone de manifiesto el comportamiento fáctico criminal (estadísticas), en relación con la cantidad de muertos y sus características, así como las variaciones en la justicia penal y sobre el problema carcelario. Como la mayoría de las veces estos se encuentran en clara divergencia con la representación mediática, que más bien se asocia con agendas y matrices políticas que invisibilizan o resaltan dando un sentido particular a un fenómeno a conveniencia de los actores asociados con dichas agendas. Así se promueven discursos de miedo y paranoia para la sociedad; se construyen los enemigos del Estado, que suelen ser victimizados, y también se convierte a las víctimas en héroes. De este modo, los medios reproducen un sistema de dominación por encima del objetivo que pretende una criminología (el estudio, la comprensión y las formas de construcción social del delito, de reacción social frente a este, su prevención y el castigo). Por esto, su respuesta a estos comportamientos sistemáticos es la de una criminología cautelar.

Aquí se destaca la diferencia entre el sistema anglosajón y el latinoamericano para el tratamiento de minorías; sobre todo en términos de sus capacidades institucionales. Se podría decir apresuradamente que Zaffaroni hace una descripción funcional en el marco del rol histórico que han desempeñado distintos actores de la cuestión criminal para la configuración de una política criminal viciada, que funciona más como un dispositivo de control social que como un sistema de garantías. Con el riesgo de una equivocación, su enfoque se aproxima más a los efectos visibles en la aplicación de una política criminal prediseñada sobre la base del modelo criminológico con un tratamiento mediático.

Desde otro punto de vista, la perspectiva planteada por Pozuelo (2013), quien analiza el caso particular de la prensa española, interpreta el fenómeno por su configuración empírica y se enfoca en la producción discursiva y en las distintas estrategias que se pueden recoger del análisis de medios, como son la estructura de la página, la presentación de cifras y gráficos, o la relevancia y frecuencia de palabras. Una vez más se ponen en escena los actores más relevantes de la relación para producir una política criminal y una serie de posibles correlaciones. Para desenglobar la afirmación teórica de la influencia, o incluso causalidad, que tienen los medios sobre la sociedad –particularmente en las instituciones–, la autora desarrolla la labor presentando el cruce de datos de otros actores y reflejando la distancia entre la percepción y presentación del fenómeno mediático. Con ello matiza las posibilidades de dirección, influencia o instrumentalización de esta información, juntando el análisis y la importancia de las motivaciones subjetivas, que se pueden inferir y reconocer en cada actor y que varían por múltiples factores. Una de las conclusiones más relevantes de Pozuelo (2013), a propósito del nivel de la influencia, es que “todo depende de cómo se plantee la pregunta y el grado de información con el que cuente quien ha de responder”.

En resumidas cuentas, este trabajo dejó abierto el camino para pensar en la criminología mediática de una forma más compleja. Para ello es necesario matizar cualquier determinismo teórico, pero esto tiene unas exigencias de mayor nivel porque requiere una caracterización empírica y, adicionalmente, que el objeto de análisis guarde correspondencia con otras manifestaciones y fenómenos o teorías complementarias (como el populismo punitivo). Esto se ve con mayor notoriedad en el marco casuístico de la responsabilidad penal del menor, citado por Pozuelo. Quisiera destacar, como parte de esta aproximación al problema, la profunda relación con el elemento operativo que configuran las políticas criminales y de seguridad; si de algo se valen ambas es de la valoración y percepción del riesgo que se combate y el lugar desde el cual se producen las distintas valoraciones1. A propósito de esto, miremos la siguiente definición:

Para evaluar el grado de seguridad, será inexcusable en primer lugar considerar las características de la amenaza que debemos afrontar. También tendrán importancia los bienes o valores que deseemos o debamos asegurar o proteger contra el daño, peligro o riesgo ínsitos en la amenaza; la mayor o menor importancia que tales bienes o valores revisten para el posible agresor, ya sea para tomarlos para sí, o bien para despojarnos de ellos, y, como es obvio, las medidas que adoptemos, o las medidas que dispongamos, para repeler la agresión, para evitar que el daño se concrete. […] Como es obvio de la mayor o menor importancia que asignemos a los bienes y valores que deseemos proteger, también dependerá la intensidad y extensión de las medidas que adoptaremos para preservarlos, así como los medios con los que necesitaremos contar. (Ugarte, 2003, p. 32)

Al respecto, Portillo (2017) nos recuerda la afirmación de Foucault sobre la criminalidad, presentada como un fenómeno creciente desde 1830. Esto no ha sido probado de forma categórica, pero continúa copando la agenda política de cualquier ciudad y de sus habitantes, que asumen representaciones más complejas en la cotidianidad y que localizan la particularidad del fenómeno y sus relatividades. Sobre esto hay una línea en paralelo que desarrollar, teniendo en cuenta posibles puntos de encuentro para productivos análisis, a propósito de la construcción de imagen, imaginarios y otras representaciones en relación con lo espacial, como lo han trabajado Silva (2000), Avendaño (mayo de 2014) y Rivera Cusicanqui (2015). Estos autores convergen con debates sobre el desarrollo, estudios coloniales, subalternidad y los sujetos de estas configuraciones. Hasta el momento se han perfilado los elementos para la observación en un plano más amplio de la cuestión criminal, pero particularicemos el problema sobre el cual queremos trabajar y los retos que plantea, para así abrirnos paso al reconocimiento de posibles salidas o, por lo menos, rutas experimentales (Escobar, 2010).

Los medios y la tecnología

A propósito del reconocimiento de un estado del arte, y por ende de las distintas aproximaciones metodológicas, es importante hacer énfasis en elementos de fundamental consideración a partir de los planteamientos tratados, pero es necesario tratar también aquellos que no han sido desarrollados. En este sentido, es de especial interés la relación que guardan los medios de comunicación con el desarrollo del pensamiento, criterio fundamental para la criminología y su relación política jurídica, desde su relación con ciertos avances tecnológicos. Un recuento histórico de la cuestión nos dice que, previo a la mitad del siglo XV, las formas de difusión del conocimiento, en buena parte metafísico, se hacía mediante viejas formas como la tradición oral y los manuscritos. Esto fue revolucionado por la invención de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg, relegando la transcripción de textos como método de reproducción de la información erudita, hasta ahora consignada en voluminosos tomos que monjes amanuenses reeditaban, tras meses de copia, usando solamente tinta, pluma y luz de velas.

La trascripción era, por mucho, dispendiosa y onerosa. Esto restringía la circulación y difusión de estos conocimientos a monasterios y sectores con la capacidad económica de contratar dichos conocimientos. Con la imprenta, como parte del proceso histórico que ahora llamamos modernidad, la reproducción (y por tanto la difusión) de textos se multiplicó de forma crítica (Buringh y Van Zanden, 2009).

Si bien este proceso describe por su origen a Europa, procesos como la colonización popularizaron paulatinamente el uso de esta herramienta. Así como otras que le sucedieron, esta ha permitido acceder a la información de una manera más rápida, a costos menores y alcanzando a un mayor rango de población. Los impresos se convirtieron en elementos de la cotidianidad; claro está, condicionados por las capacidades de interpretación, demanda y circulación de esta información. En principio, la reproducción de información no fue un problema en el sentido técnico, sino de difusión a sus respectivos públicos. Así lo demostró la censura impuesta por los Estados y la Iglesia a los contenidos de estos textos, mediante el Index librorum prohibitorum (Briggs y Burke, 2002, pp. 57-62), por su carácter inmoral o peligroso.

No es nuevo el interés que como especie social tenemos por comunicarnos; menos aún el de intentar controlar este proceso cuando acarrea la difusión de valoraciones negativas. Sin embargo, en las grietas de la historia moderna y sus flujos, asumieron protagonismo distintos intelectuales que depositarían sus ideas en textos reproducidos por las prensas y resultaron acogidos por la demanda de las clases sociales políticas y económicas, engendradas en espacios como cortes y ciudades. Allí, comerciantes e ilustrados darán forma especial al entendimiento y uso de la información: más allá de un interés moral en los contenidos, estar informado se hace una necesidad del sujeto moderno que conoce del mundo y busca dominarlo a través del objeto (Fusi, 2013).

Entonces, la prensa escrita combinará las mejores capacidades comunicativas debido a las ventajas técnicas y la demanda social de información cualificada. Esto será instrumentalizado por sectores antagonistas, como Gobiernos, partidos políticos y librepensadores, quienes tendrán textos periódicos en los que sus agendas y discursos serían visibles y públicos. Este proceso de circulación de información, discurso y conocimiento se abrió paso entre revoluciones sociales, políticas y energéticas, cruzando por mimeógrafos, telégrafos y las rotativas durante el siglo XIX. Lo anterior hizo de la prensa una herramienta de sectores político-económicos que comprendieran el valor de la información, en relación con su difusión e influencia, para la construcción de una relación entre sus lectores y la realidad.

Los medios de comunicación se afianzaron como un sector económico y de poder en la sociedad contemporánea, que los acogería como parte del entorno al lograr la masividad mediante las capacidades industriales de producción y al multiplicarse por distintos canales. Esto se logró gracias a invenciones en el campo audiovisual, el cine, las cintas magnetofónicas, el radio y la conjunción de las artes y técnicas en la televisión (Fusi, 2013). El acceso masivo a la información y otros agregados culturales, como el entretenimiento, instauraron nuevas formas de relación entre la sociedad y la realidad –incluso mediante la combinación de uno con el otro– (Horkheimer y Adorno, 2009).

Al compás de estas herramientas de la información, se han construido nuevas formas del lenguaje y la comunicación que conjugan la cultura popular con la de masas, el comercio con el consumo e incluso la necesidad con el deseo. Esto nos conduce de la presentación del mundo a su representación: la propaganda y publicidad de estas representaciones discursivas son orientadas por objetivos de distinto orden económico, político, etc. Si bien es preciso reconocer las bondades del alcance extensivo a buena parte de la sociedad, queda preguntarse por temas como la precisión, veracidad y pertenencia de la información que recibimos, teniendo en cuenta la existencia de actores sociales en constante pugna por la determinación de tales representaciones; pero, sobre todo, por las tendencias devenidas del vuelco más radical en la transmisión de información que arrancó recientemente, con el acceso público al internet desde finales del siglo XX. Hoy en día, aun cuando buena parte de la comunicación sigue funcionando de persona a persona, podemos conocer por distintas plataformas tecnológicas y de comunicación (redes sociales) lo que sucede al otro lado del mundo, con diferencias de tiempo infinitesimales (virtualmente en tiempo real): basta con tener un dispositivo y acceso a internet (Finnemann, 2011).

Para sentar las bases y matizar la discusión que nos pone de presente la cuarta revolución industrial (4IR), denominada así por Klaus Schwab, tengamos en cuenta cifras y fenómenos en distintas dimensiones que atraviesan el dilema mediático. Por ejemplo, se estima que el número global de usuarios de teléfonos celulares superó los 5000 millones a mediados del año 2017 (Phys, 27 de febrero de 2017). Asimismo, se estima que 3028 millones de personas –cerca del 40 % de la población mundial– son usuarios activos de redes sociales (El Tiempo, 8 de agosto de 2017). Todas estas interacciones y flujos producen diariamente 2,5 quintillones (1030) de bytes de información, según datos de IBM (Livevault, 27 de octubre de 2015). También tenemos particularidades locales que hay que valorar: por ejemplo, según el Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones de Colombia, si bien se siguen usando medios como la prensa, la televisión y la radio para efectos de consultar noticias, el incremento de participación del internet en este campo ha sido significativo, como lo reporta el portal de estadística de esta cartera (Mintic, 2017). Todo esto, sin considerar la segmentación existente por datos demográficos (Portafolio, 4 de enero de 2017).

Es un fenómeno complejo sin duda, tanto por sus cifras como por sus volúmenes. Están revolucionando las formas de investigar en todos los campos, a la par que está estructurando una serie de comportamientos sociales, políticos y económicos que precisan mirarse a fondo. Por supuesto, hay que matizar su impacto. Enunciamos unas cuantas muestras como la huella digital, las inteligencias artificiales (IA), bubble filters, bots y criptomonedas; todo esto se puede poner en relación con conductas criminales y posibilidades de híper vigilancia. Es un entrelazamiento más intrincado de los actores y sus comportamientos que establece nuevos retos como sociedad, sin desconocer las estructuras clásicas sobre las cuales se sustenta y su progresiva evolución (Santos, 2003).

Asimilar este panorama implica reconocer otras líneas de avance que armonizan más con otros campos de estudio y, por ende, encontrarían su punto de encuentro en lo metodológico. Por ello es necesario aproximarse a las especificidades que convergen o divergen, según el tratamiento que se ha venido dando, para perfilar un buen uso de las herramientas que cada campo puede proveer y así robustecer el análisis (Harris, 2004).

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