Kitabı oku: «El odio y la clínica psicoanalítica actual», sayfa 5

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Una de las verdaderas paradojas que encontraba en ella era que buscaba de manera ansiosa y repetida un tratamiento, cambió de analista varías veces y terminó con todos de manera prematura. Estas experiencias la dejaron con sentimientos de decepción y de resentimiento cada vez mayor. Recordaba de manera frecuente todos los análisis previos, decía que simplemente los dejó porque no cumplían con lo que ella esperaba, me decía: “una de ellas era agradable, pero tenía un exceso de empatía. Otra era buena persona, pero no era análisis, fue una especie de coaching. Otro me quedaba muy lejos de mi casa”. De todos estos colegas, solo uno era preservado como el “único que le había sido útil”, se refería a esta experiencia como “mi analista me decía”. Me llamaba la atención que no decía “mi exanalista”, ya que habían pasado diez años desde el termino de ese proceso, “oficialmente hablando”. Esta manera de expresarse, me llevó a pensar que, en su mente, ella seguía fusionada en análisis con él. Esta fantasía se rompió de manera violenta cuando, se enteró de una triste noticia: el “analista bueno” había fallecido. Ella se quedó paralizada con esta noticia, le fue imposible llorar. Todo parecía indicar que la incapacidad de elaborar un duelo la colocó en una posición vulnerable ante mí. Se inició entonces una demanda mayor y una exigencia hacia “los resultados del análisis”. Sesión tras sesión me provocaba y me exigía que yo aceptara que ella debía ser medicada porque, en su opinión, el análisis no era suficiente. En ocasiones, se automedicaba con Ravotril y con antidepresivos y estaba molesta porque no lograba que yo le diera el “visto bueno” en el uso de los mismos. Asociaciones posteriores demostraron que mis interpretaciones eran constantemente fragmentadas por ella.

En esta etapa, Diana manifestaba expectativas y demandas muy concretas como exigirme un diagnóstico para estudiarlo a profundidad. Poseía fuertes tendencias sádicas y narcisistas, además de procesos de escisión del yo y del objeto. Lo más importante en esos momentos era que la dependencia total del objeto (de la transferencia) era negada a través de la omnipotencia. Cuando le recordaba algún insight obtenido en alguna sesión, lo negaba y me retaba diciendo: “a ver, ¿lo grabaste como para demostrar que me dijiste eso? ¿Cómo me lo compruebas?”, riéndose de manera muy irónica.

Diana esperaba obtener lo inalcanzable y al mismo tiempo, no podía disfrutar de lo posible, permanecía esperando que el árbol de olmos le diera peras. Tampoco podía disfrutar de la sombra y de la dura y apreciada madera que el olmo, que por ser un árbol muy frondoso y corpulento nos puede brindar. Estaba atrapada en lo que Kancyper (2006) llamó memoria del rencor.

Es posible observar en este material que la mayor parte del tiempo Diana estaba comunicándose desde la parte psicótica de su personalidad, la que había dominado su vida desde el inicio. Era frecuente que dijera “soy hija de una madre esquizofrénica y un padre con rasgos de carácter narcisista, eso me hizo ser agresiva, ¿qué esperabas? ¿Puras alegrías?”.

Considero que esta catástrofe de vida tan temprana no solo la condenó a un desarrollo anormal muy alejado del desarrollo neurótico, sino que también provocó que padeciera una sensación dolorosa y amenazante de aniquilación inminente. Ella lograba acceder a un saber muy primitivo de que estas experiencias la dejaron con secuelas emocionales que la limitaban y la hacían vivir en agonía. Establecía vínculos que parecía lógicos, casi matemáticos, pero no eran emocionalmente razonables, como consecuencia, los vínculos que perduraban tenían características perversas, crueles y estériles.

Estas dolorosas experiencias me hacían sentir que tenía que tener muy presente la advertencia de Margaret Little (2017) respecto a que podemos observar transferencias neuróticas y no neuróticas durante el transcurso de la misma sesión. Dos dimensiones coexistentes de funcionamiento se desplegaban en diferentes grados y se requería reconocerlos y aprehenderlos en la totalidad de su compleja dinámica. En una misma sesión, tenía la impresión de estar frente a distintas configuraciones, podía trabajar y asociar un sueño, por ejemplo, pero después destruía las interpretaciones que ella misma había realizado de manera exitosa. En ese momento, yo entendía las expresiones de odio como el aferramiento a un objeto interno de una manera implacable. El vínculo de odio (−H) la unía a ese objeto con la fuerza de un rencor antiguo.

Diana ejercía conductas crueles con el ambiente y las racionalizaba diciendo que, por las heridas narcisistas, edípicas y fraternas y por los daños traumáticos externos que pasivamente había experimentado, ella era así, “sádicamente inteligente”.

En una sesión, Diana inició la sesión nuevamente quejándose de su esposo, tuve la intuición de que ella estaba tratando de convencerme de que él realmente era un ser humano detestable y así se lo hice saber. Le comenté que parecía que deseaba convencerme de que lo mejor era divorciarse de él “porque no servía”. Mi intención era invitarla a reflexión sobre una conducta repetitiva de descarga y de destrucción que estaba condensada y desplazada en él, pero mi observación, para mi sorpresa, despertó tanto enojo que Diana amenazó con suspender el tratamiento. Suspendió la sesión unos minutos antes del final. Regresó a la siguiente sesión acusándome de falta de empatía, de ser fría y estaba convencida que yo tenía que pedirle una disculpa por mi “estupidez”. Las siguientes sesiones continuaron en la misma queja, mis esfuerzos por conversar reforzaban el funcionamiento esquizoparanoide en el que el pensamiento era “si no estás conmigo, estás contra mí”.

Así fue por varias sesiones, pocas veces me había sentido tan impotente, tan frustrada, “no era eso lo que quise decir” quería gritarle, pero me fue muy útil convocar a Winnicott (1947) y recordar la importancia de reconocer el odio hacia el paciente; antes de él, Sandor Ferenczi (1932) ya había planteado el sentimiento negativo del analista al paciente. Sin duda, la clínica con pacientes difíciles les permitió escribir acerca de estos temas, con los cuales, en esos momentos, me fueron de gran ayuda y me hicieron pensar que tal vez Diana prefería odiarme con el fin de negar la dependencia que sentía hacia mí, así que decidí guardar silencio y esperar. Ella mostraba, según me parecía, la combinación de curiosidad, arrogancia y pseudoestupidez que Bion describe en pacientes que no toleran el reconocimiento de su intensa avidez y envidia. De hecho, sus intentos de aprehender todo lo que estaba en mi mente, eran extremadamente ávidos y ella evidenciaba una intensa envidia de mis contribuciones, las desmentía categóricamente en su totalidad, exceptuando cualquier afirmación en la que yo hubiera “acordado” plenamente con sus afirmaciones de indignación justificada. Le señalé también que parecía que, si no pensaba idéntico a ella, mi destino era la basura. Agregué lo doloroso que debía haber sido vivir sintiendo que tenía que adivinar lo que la madre esperaba de ella.

Mi persistente y consistente análisis de la repetición de la transferencia de la relación interna con sus figuras rechazantes gradualmente hizo impacto y comprendimos que ella había pagado un precio muy alto por no ser idéntica a la madre. Diana recordó ciertos momentos en los que tendría cuatro, cinco años de edad, donde se negó a obedecer a la madre; recordó que de manera firme le gritaba que ella no tenía que vestirse como la madre quería, eran recuerdos que podríamos calificar de “autónomos”.

Como respuesta, la madre le escupió en la cara. En otra ocasión, en que ella tenía cinco años de edad, la madre la sacó al jardín para que durmiera con los perros; agregó que era frecuente que “la congelara”, es decir, no le dirigía la palabra durante semanas hasta que Diana tenía que disculparse, aunque no fuera culpable. El relato era una réplica exacta de mi sentir, solo que ahora ella era la madre y yo era Diana.

La relación con esta paciente me demandó estar permanentemente atenta a mi registro contratransferencial. En ocasiones, quería negar la frustración y el odio que me hacía sentir, estaba consciente que, si me privaba a mí misma de ese sentimiento, estaba privando a Diana del uso de la expresión de este. Winnicott (1947) nos recuerda que para el paciente es indispensable que el analista pueda odiar, ya que solo así él podrá tolerar su propio odio. A mi mente venía el siguiente párrafo de Winnicott:

Existe una inmensa diferencia entre los pacientes que han vivido experiencias satisfactorias en la primera infancia, experiencias que puedan descubrirse en la transferencia, y aquellos otros pacientes cuyas experiencias han sido tan deficientes o deformadas que el analista tiene que ser la primera persona en la vida del paciente que aporte ciertos puntos esenciales de tipo ambiental. (1947, p. 273)

En este tiempo de análisis, tres años después del inicio de las sesiones, empecé a diferenciar los ataques a la función vinculante de los ataques a los objetos. Diana recordaba que cuando era pequeña, no sabía cuál era el estado emocional que la madre iba a expresar porque sus emociones eran desproporcionadas e impredecibles. Entendí entonces que cuando el dolor psíquico se volvía inmanejable, Diana recurría a cortar las funciones del Yo como la percepción, la memoria (no se acordaba más que de lo negativo) y/o la atención como un intento de preservar el pequeño pedazo de Yo, que le ayudaba a organizarse.

Quedaban entonces dos preguntas: ¿El Yo de Diana tenía que defenderse de un sentimiento de destrucción interna que, desde Bion, podemos llamar ‘sentimiento de aniquilación’? o ¿debíamos de hablar de un Yo que odiaba desde una identificación? ¿Será que Diana se identificaba con esa “madre esquizofrénica” y se convertía en la madre que la devaluaba y yo en la pobre niña asustada, con miedo a sus ataques?

A través de la reversión de la perspectiva (Bion, 1957), ella intentaba colocarme en una posición de una niña arrinconada, incapaz de discutir ni de conversar.

Pensar la función vinculante del odio, y en tanto vinculante, también libidinal (H), me ayudó a transformar los embates que recibía cuando el ataque se condensó en el género. Era el primer análisis que tenía Diana con una mujer y en ocasiones me reclamaba que no sentía avances: “Tal vez por ser mujer, esto es más lento”, me decía; para Diana nada que viniera de una mujer podía ser bueno, así que yo tendría que pagar un precio muy alto. En este relato, apareció un recuerdo, me dijo: “Cuando supe que estaba embarazada, el doctor se equivocó y me dijo que iba a tener un hombre, pensé que la noticia era terrible porque los peores homicidas y genocidas de la historia han sido hombres” y continuó: “Mi madre perdió un hijo antes de mí, en realidad fue un segundo hijo porque cuando era joven, tuvo un aborto de un novio; ya casada con mi papá se embarazó y cuando estaba por nacer, descubrieron que el bebé era niño y estaba muerto, fue horrible, tuvo que hacer el trabajo de parto con un bebé que ya estaba muerto, después ya nacimos cinco mujeres y cuando el doctor me dijo que se había equivocado e iba a tener una niña, salí feliz y fui corriendo a comprar unos vestidos color rosa en una tienda que mi mamá me compraba la ropa cuando era niña”. Encontraba curioso que Diana se arreglara de manera muy femenina, pero odiaba a esas mujeres que en sus palabras “se visten todas de rosita, hablan como tontitas con voz suave y son todas dulces, pero en realidad son hipócritas”; idealizaba el desarrollo intelectual del padre y alternaba entre idealizar y devaluar a su esposo.

Observé que el núcleo de su ser dependía de atacar una relación libidinal. El vínculo en H (−H) siempre debía producirse a costa del odio. El nivel tan alto de resentimiento que la acompañaba me recordaba la descripción que hace Wiesel (citado por Kancyper, 2006) sobre el resentimiento interminable:

El resentimiento no conoce fronteras ni muros de contención y pasa sobre etnias, religiones, sistemas políticos y clases sociales. No obstante ser obra de los humanos, ni Dios mismo lo puede detener. Ciego y enceguecedor a la vez, el remordimiento es el sol negro que, bajo un cielo de plomo, voltea y mata a quienes se olvidan de la grandeza de lo humano y la promesa que encierra. Es preciso, por lo tanto, combatirlo oportunamente, despojándolo de su falsa gloria, que le confiere su escandalosa legitimidad.

Entendí también, que en ese vínculo tan particular que describía con la madre, el odio representaba el único y último vínculo posible con ese objeto primario, el abandono de este tipo de relación simbiótica y parasitaria significaría el derrumbe definitivo de la ilusión y la aceptación de que, efectivamente, se había perdido este objeto para siempre.

Mi tarea consistió en un esfuerzo continuo de autoanálisis que tenía como fin sobrevivir a los ataques, esto era una prueba de mi existencia como una figura externa, sólida, que tenía una existencia real fuera del control omnipotente de Diana; solamente de esta manera, nos dijo Winnicott en 1968, el analista se toma como un objeto que puede ser usado puesto que existe de forma autónoma.

En el artículo “El odio en la contratransferencia”, Winnicott escribió sobre la contratransferencia objetiva, y nos recordó que el amor y odio que siente el analista como reacción ante la personalidad y el comportamiento del paciente, trata de sentimientos que no provienen exclusivamente de la historia de su desarrollo emocional, sino de la observación objetiva del analista. Diana debía encontrar este odio justificado para ser capaz de encontrar un amor objetivo.

Reflexiones finales

La experiencia analítica con una mujer como Diana, ha planteado un reto casi constante a mi tolerancia a ser depositaria de contenidos de odio. Conservar en mi mente que se trataba de una mujer cuya experiencia de vida ha sido una sucesión continua de agresión, carencias y abandonos me fue de gran ayuda. La secuela y con frecuencia la defensa que ella empleaba fue el odio, odio que se dirigía hacia ella misma y se expresaba en el cuerpo (presentaba desde hacía muchos años una úlcera, migrañas y diarreas constantes), hacia el vínculo analítico y hacia todas sus relaciones objetales. Diana parecía estar condenada a no tener cercanía con una figura femenina en la que predominara lo benigno. Toda su existencia había estado aferrada a mantener una apariencia, una fachada que ocultara su identidad difusa, sus contradicciones y tristeza; la sustancia del odio que la llena, escondía un gran dolor, desamparo y desolación.

Las demandas insaciables y el rechazo de toda intervención de mi parte, resultaba difícil de tolerar, su devaluación casi constante de mi trabajo, su reclamo de estar igual a pesar de todos sus logros, su necesidad de depositar en mí todo lo negativo, por momentos me provocaba impaciencia e irritación, pero, simultáneo a estos sentimientos de rechazo y de odio, alojé sentimientos de cariño, fantasías de arrullo cargados de ternura, momentos de gran cercanía emocional. No tengo duda de que Diana es extraordinaria por la fuerza y determinación que la habilitó para salir adelante frente a las circunstancias tan adversas que rodearon su infancia y adolescencia y le agradezco que me ha permitido acompañarla en su descenso a los infiernos.

Freud nos legó un cuerpo de doctrina abierto hacia el futuro para seguir ampliando, desarrollando y extendiendo el pensamiento psicoanalítico, es éste uno de los grandes méritos del psicoanálisis: su apertura para la evolución de nuevas ideas. Es gracias a esta apertura que el psicoanálisis se ha visto enriquecido en los últimos tiempos por valiosos pensadores como Bion.

A lo largo de este trabajo, hemos confirmado que la investigación de Bion ha esclarecido dos formas de funcionamiento mental que muestra la enorme complejidad de la estructura psíquica y que se extiende como un continuo desde el polo neurótico hasta el polo psicótico. Estos conceptos tomaron cuerpo en el caso de Diana. Montado sobre el odio, en un inicio, encontré diversos devenires patológicos en ella, donde eclipsaba las dimensiones temporales del presente y del futuro para reconducirlos al pantano temporal de un ayer que la detenía en un pasado atizado de reproches y ofensas; se cegó con un afán vengativo y cosió los ojos con hilos de arrogancia. Esta experiencia requirió de un prolongado proceso de metabolización en la contratransferencia para movilizar la parálisis de la narrativa. Construimos una nueva costura con hilos de colores que incluyeran: una relación continente-contenido, una mayor capacidad de espera y tolerancia a la incertidumbre.

Gracias al trabajo que yo y Diana hemos realizado, confirmo una vez más la importancia de la matriz transferencia-contratransferencia para “rehistorizar lo traumático”. Es bajo este ángulo que nuestro trabajo analítico se enriquece y se convierte en un oficio apasionante. Lo relevante de la propuesta de Bion (1962) acerca del concepto de ataques al vínculo, es que ofrece vértices posibles de observación. Los tres tipos de vínculos que trabajamos: vínculo de conocimiento (K), de amor (L) y de odio (H) ofrecieron una nueva manera de modularse entre éstos, con la condición de que el movimiento y la tensión entre todos sean indisolubles y además se hallen, durante toda la existencia, intrincadamente activos y en proporciones diversas.

Diana inició un periodo de duelo, le fue posible establecer un contacto más cercano con sus tres hijas. Ha llorado y con mucha culpa ha “confesado” que las maltrataba “sin querer hacerlo”. El proceso de integración de sus partes violentas y sádicas implicó esfuerzos y dolor mental indescriptibles tanto para ella como para mí.

La transformación de los vínculos de amor, de odio y de conocimiento, han comenzado a ceder sitio a pensamientos que llevan a la reflexión. Gradualmente he sido testigo que cuando Diana dejó de ver a su madre con los ojos de una niña, descubrió a la mujer que le ayuda día a día a alumbrarse a sí misma.

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