Kitabı oku: «Juegos políticos (tomo II)», sayfa 4

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Por supuesto, pensar en el tratamiento informativo del deporte para personas con discapacidad va más allá de cuestionar el enfoque freak del artículo sobre George Eyser. E incluso mucho más allá de emplear las palabras adecuadas, aquellas políticamente correctas que colindan con los eufemismos. Se trata de abordar la discapacidad con un verdadero enfoque de inclusión: sin indolencia ni conmiseración, teniendo presentes las diversas aristas que complejizan el lugar y el rol de los deportistas con discapacidad en la sociedad. La periodista argentina Rosario Gabino, reportera de la BBC de Londres, explica muy bien estas tensiones que dificultan un abordaje libre de accidentes. “¿Cuál es la barrera entre lo políticamente correcto y el eufemismo, entre el heroísmo y la compasión?”, se pregunta en el único artículo periodístico escrito en español encontrado en internet que se atreve a exponer estas dudas. Reconoce que no es sencillo abordar los Juegos Paralímpicos solo desde lo deportivo, separando la historia del deportista de los retos que ha vivido dada su condición física. “Al destacar uno sobre el otro corremos el riesgo de caer en la cursilería o hasta en la hipocresía”, advierte (Gabino, 2012). Un tratamiento equilibrado, que no anteponga un aspecto en detrimento del otro, es lo que evita caer en lugares comunes como calificar los logros de los deportistas como “hazañas”, tratarlos como “héroes” o decir que sus historias son siempre “inspiradoras”. Para dejarlo claro, cita al actor británico Jamie Beddard: “La mayoría de epítetos, tales como inspirador o valiente, se utilizan como una forma de separarnos a nosotros [los discapacitados] de ellos [los no discapacitados]” (Gabino, 2012). Términos como “héroes”, “valientes” o “sobrehumanos”, que intentan destacar el carácter competitivo y temible de los deportistas con discapacidad, podrían ser una forma velada de cierta compasión. Sin embargo, Gabino (2012) admite que no se pueden obviar las cualidades extraordinarias de atletas que en muchos casos se han sobrepuesto a episodios dolorosos como un accidente o una enfermedad. Sin duda, se habla de personajes fuera de toda regla. El desafío es presentar de manera positiva lo que normalmente es presentado de forma trágica. Pero sin caer en eufemismos. En este punto, afirma Gabino, los términos elegidos para denominar a esta población siguen siendo imprecisos por contener una carga negativa: discapacitado, impedido, minusválido. Todos implican carencia o ausencia de capacidad, cuando paradójicamente se está hablando de “deportistas de élite que destacan por su capacidad”. Sin embargo, la Asociación Paralímpica Británica ha propuesto emplear la no menos debatible “personas con discapacidades”. Detrás de esta y otras sugerencias está el deseo de proscribir expresiones que denoten debilidad y tragedia o que sean estigmatizantes, como la palabra “anormal”. “¿Acaso Usain Bolt es ‘normal’?”, se pregunta Gabino (2012), provocadora.

En el Perú, el reducido o subestimado tratamiento de la discapacidad en el deporte entró en cuestión a partir de los Juegos Parapanamericanos de Lima 2019. Una invisibilizada porción de la sociedad, que representa el 10,4%, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI, 2018)11, cobró un moderado protagonismo en la agenda periodística, pero aparentemente desde tópicos acostumbrados: la superación, la mirada compasiva y la heroicidad maniquea. El presente artículo busca hacer un repaso del tratamiento informativo que se dio en los principales medios digitales de alcance nacional sobre los deportistas con discapacidad antes y durante la competencia. Evidenciar no solo la subrepresentación de ese colectivo en la agenda pública, sino también la perpetuación de estereotipos y estigmas que dificultan una inclusión plena de sus miembros en la sociedad. Antes, se desentrañará el concepto de discapacidad desde los distintos modelos y enfoques más críticos en la actualidad, se revisará la relevancia de los medios de comunicación en la construcción de este concepto social y se mencionarán los principales estudios que han evaluado el tratamiento periodístico y la representación de los deportistas con discapacidad. En la última parte, se propone al periodismo narrativo como un modelo para abordar las historias de la discapacidad en el deporte desde una perspectiva inclusiva, que no suponga la elección de personajes o acontecimientos como una forma de explotar o romantizar las diferencias. La comprensión de una subcultura desde la mirada compleja de la crónica termina siendo una alternativa para garantizar coberturas con la dignidad como premisa. Algunos textos de Leila Guerriero, Julio Villanueva Chang y Alberto Salcedo Ramos, tres de los principales referentes de la crónica latinoamericana, servirán de ejemplo sobre el final del artículo.

1. Discapacidad y deporte


El pasado es el repositorio de nuestros intentos fallidos, por más bienintencionados que hayan sido. Pero también de nuestras vergüenzas. En el caso de la discapacidad, un repaso fugaz lo pone en evidencia: Patronato Nacional de Anormales (1914), Patronato de Rehabilitación y de Recuperación de Inválidos (1957), Asociación Nacional de Inválidos Civiles (1958), Servicio Social de Asistencia a Menores Subnormales (1968). Como lo indica Barriga (2008), todas estas instituciones, con títulos hoy cuestionables, fueron creadas en España, una de las naciones de habla hispana que más ha desarrollado la investigación sobre discapacidad.

Por supuesto, el desprecio por los discapacitados es aún más remoto, y cuanto más atrás se mira las atrocidades van en aumento. Fernández (2008) recuerda que

en la Grecia del siglo iv a. C. sacrificaban a las personas con discapacidad a los dioses. En la Edad Media, la Inquisición servía, entre otras cosas, para eliminar a los diferentes, discapacidad incluida. En el siglo xx, muchos miles de miembros de este colectivo fueron gaseados en los campos de exterminio nazi por el hecho de no ser perfectos, según sus criterios (p. 178).

Pero no hace falta ir tan atrás. Basta remontarse apenas a 1976 para encontrar que la situación de las personas con discapacidad seguía siendo crítica en varios aspectos, pese al reconocimiento de sus derechos. El 26% de los encuestados en España por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) consideraba que “minusválido” era lo mismo que “subnormal” (Barriga, 2008). El paso de los años y las reivindicaciones han permitido que la percepción social de las personas con discapacidad mejore. Pero aún siguen siendo un colectivo invisibilizado y/o víctima de subestimaciones acerca de su valía.

En el deporte han logrado tener una presencia cada vez más significativa a lo largo de la historia. Desde la primera referencia de actividad física, que data de 2700 a. C. en China, donde el kung-fu se usaba para prevenir y aliviar trastornos físicos, pasando por los apuntes del pedagogo Klein en su libro Gimnasia para ciegos (1847), hasta la semilla de los Juegos Paralímpicos sembrada en 1943 por el neurólogo alemán Ludwig Guttmann, quien introdujo el deporte como método rehabilitador para personas con discapacidad y excombatientes con graves secuelas de la Segunda Guerra Mundial12. La primera competición deportiva, los Stoke Mandeville Games, coincidieron con los Juegos Olímpicos de Londres 1948 (Cid, 2008).

En poco tiempo, los torneos en el ámbito local en Inglaterra dieron paso a eventos internacionales a partir de 1952. Ocho años después, Guttmann conseguiría lo inimaginable: la organización de los primeros Juegos Paralímpicos en Roma, en la misma sede de los Juegos Olímpicos. Desde 23 países, más de cuatrocientos deportistas acudieron en sillas de ruedas. A partir de ahí, la historia cuenta que ambas competiciones no coincidieron geográficamente por diversos motivos políticos y organizativos. Seúl 88 primero, y Barcelona 92 luego, resultaron claves para el proceso de unificación en una sede, algo que se consolidó desde comienzos del nuevo siglo gracias a acuerdos firmados por el Comité Olímpico Internacional (1894) y el Comité Paralímpico Internacional (1989), dos instituciones que permiten comprender el enorme peso de un desfase histórico: casi cien años las separa. Las últimas competencias, a partir de Pekín 2008, se realizan en los mismos escenarios, una detrás de la otra, por el mismo comité organizador (Comité Paralímpico Español, 2019).

De los cuatrocientos atletas con discapacidad y una organización modesta en Roma 1960 se ha pasado a 4328 atletas representantes de 159 Estados, 25 000 voluntarios y más de 2,1 millones de entradas vendidas para las diferentes competencias en Río 2016. Sobre ello, Solves (2018) indica lo siguiente: “En los últimos años, los Juegos Paralímpicos han supuesto un avance en la visibilidad social de las personas con discapacidad y puede que estén cambiando incluso la percepción social de la discapacidad en algunos contextos” (p. 173). Un estudio, elaborado por la consultora Nielsen a petición del Comité Paralímpico Internacional y publicado a finales de 2016, confirmaría esa tendencia: en países como Japón (90%), España (86%), Reino Unido, Australia o Francia (entre 83% y 85%), buena parte de la población tenía conocimiento sobre el deporte paralímpico. Otro informe de 2017, a cargo de MKTG y divulgado por el Comité Paralímpico Español, muestra que la presencia del deporte paralímpico en los mass media españoles se incrementó en un 43% del periodo 2009-2012 al cuatrienio 2013-2016 (Paralímpicos, 2017).

En el caso peruano, uno de los pocos datos que permiten tener una idea —aunque solo tangencial e incompleta— acerca del interés de la ciudadanía por el deporte paralímpico es una encuesta realizada por Ipsos Perú sobre las expectativas por los VI Juegos Parapanamericanos Lima 2019. En el sondeo, el 67% de los limeños afirmaba estar enterado de la realización de la competencia, pero apenas el 23% revelaba que era “muy probable” y “probable” que asistiera a alguna de las actividades del programa (Falen, 2019). Al término del evento, además, el presidente del Comité Organizador, Carlos Neuhaus, reveló que los Parapanamericanos de Lima 2019 batieron el récord de venta de entradas del certamen continental, con 170 341 boletos adquiridos (Lima 2019, 2019). Por cierto, ese masivo respaldo en las tribunas se tradujo en 15 históricas medallas logradas por la delegación peruana, conformada por 139 paratletas13 (Cruz, 2019).

Pero las cifras y el entusiasmo patriotero podrían resultar engañosos. Si nos remitimos a alguna estadística de carácter nacional que aborde el deporte y la discapacidad, quizá el único hallazgo sea aquel 2,5% de personas con discapacidad que afirma practicar algún deporte en sus tiempos libres. El dato está incluido en la Primera Encuesta Nacional Especializada sobre Discapacidad (Enedis), correspondiente a 2012 (INEI, 2014), y solo evidencia una de las tantas y enormes brechas que separan a este colectivo del resto de la población. Un rasgo de su elevada vulnerabilidad, como ese otro dato que muestra que un porcentaje considerable de personas con discapacidad apenas acaba la primaria (41,4%).

Mejorar el porcentaje de participación de las personas con discapacidad en el deporte debería ser una de las prioridades de la sociedad. A juzgar por los postulados del Comité Paralímpico Internacional (2020), el deporte opera como un mecanismo de inclusión: “A través del deporte [los deportistas con discapacidad] desafían estereotipos y transforman las actitudes, lo que ayuda a aumentar la inclusión al romper barreras sociales y la discriminación hacia las personas con discapacidad” (párr. 13). El paralimpismo define la esencia de sus paratletas a partir de cuatro valores: coraje, determinación, inspiración e igualdad. Y sus principios ideológicos se fundaron en empoderar a sus atletas “con la esperanza de que sus actuaciones inspiren a otros a grandes logros” (Howe, 2008, como se citó en Meléndez, 2019). Por esa razón, McNamee y Parnell (2018, como se citó en Meléndez, 2019) concluyen que dentro de un contexto filosófico y ético el paralimpismo debe entenderse como “la celebración de la diferencia deportiva” (p. 52).

Pasión, alegría, adrenalina, diversión, ganas, placer, satisfacción, liberación. Estas son algunas de las palabras con que las propias personas con discapacidad describen lo que sienten al realizar el deporte que practican: emociones tradicionalmente negadas y ausentes en las vivencias de la discapacidad desde la mirada del modelo médico hegemónico. Ferrante (2012) sostiene que así cuestionan el destino social asignado existencialmente y disputan los sentidos que adquiere la discapacidad. De todos modos, si bien tales efectos positivos justifican la existencia de una oferta deportiva específica (deporte adaptado a personas con discapacidad), Ferrante (2012) plantea sus limitaciones al señalar lo siguiente:

no existen estudios que comprueben que realmente el deporte “integre a las personas con discapacidad” ni que analicen cómo el ethos específicamente construido a partir del deporte influye en la reproducción o en el cuestionamiento de los procesos de estigmatización asociados a la discapacidad. No obstante ello, sí es posible encontrar tratamientos parciales, polarizados en dos posturas antagónicas, que afirman que “el deporte incluye” o que “el deporte excluye”. Un conjunto de estudios provenientes desde la educación física sostienen que el deporte “transforma a la persona con discapacidad en un pleno ciudadano integrado” (Pappous, 2007; Gutiérrez & Caus Pertegáz, 2004; Martínez Ferrer, 2002; Sagarra, 2002; Usabiaga, 2002; Fantova, 2007) […] En tanto desde el modelo social anglosajón se señala que “en el deporte existe una ideología implícita que aumenta los procesos de exclusión de las personas con discapacidad al exigir una mera domesticación del cuerpo discapacitado de acuerdo a las exigencias del cuerpo capaz, dejando intactas las estructuras sociales discapacitantes y propiciando el desarrollo de la industria de la rehabilitación” (UPIAS, 1976; Oliver, 1984; Finkelstein, 1993; Abberley, 2008; Campbell, 1990) (p. 65).

Por lo tanto, si bien las personas con discapacidad han encontrado en la práctica deportiva un espacio de desarrollo y reconocimiento social, la inclusión a través del deporte sigue siendo un tema en debate que requiere una revisión más profunda.

2. Un concepto transitorio, inconcluso


Anormales. Lisiados. Minusválidos. La elección del término siempre ha sido fallida. Imprecisa. O por lo menos transitoria, vista desde la luz de cada momento de la historia. Lo mismo ocurre con el término más actual, consensuado y de uso vigente: personas con discapacidad (people with disabilities), según Davis (2013, tal como se citó en Meléndez, 2019).

A raíz de la reivindicación de los derechos civiles de afrodescendientes, mujeres y colectivos LGTB a principios de la década de 1960, el activismo del Movimiento de Vida Independiente consiguió que la Organización Mundial de la Salud (OMS) adoptara esta nueva catalogación a partir de la distinción de tres conceptos: deficiencia (toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica), discapacidad (toda restricción o ausencia, debida a una deficiencia, de la capacidad de realizar una actividad dentro del margen considerado normal) y minusvalía (una situación desventajosa para un individuo, consecuencia de una deficiencia o una discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es normal en su caso)14.

Este avance permitió entender la situación de desventaja, creada por la sociedad, en la que se encuentran las personas con discapacidad ante la ausencia de oportunidades. Dell’Anno (2012) cita un documento del Programa de Acción Mundial para los Impedidos de las Naciones Unidas en el que se indica lo siguiente:

La minusvalía está por consiguiente en función de la relación entre las personas con discapacidad y su ambiente. Ocurre cuando dichas personas se enfrentan a barreras culturales, físicas o sociales que les impiden el acceso a los diversos sistemas de la sociedad que están a disposición de los demás ciudadanos. La minusvalía es, por tanto, la pérdida o la limitación de las oportunidades de participar en la vida de la comunidad en igualdad con los demás (p. 13).

Pero el término personas con discapacidad no consigue erradicar del todo la carga estigmatizante y ese tufillo de inferioridad que recae sobre este colectivo. Como sugiere González Bonet (2015), corresponde preguntarse críticamente: ¿cuál es la causa de la asignación de un desvalor? La respuesta quizá esté en la concepción más honda del capitalismo, que considera a estas personas no productivas, al carecer de las habilidades de aquellos que no comparten sus características. “De esta manera comienza el diseño ideológico de un hombre normal, es decir, funcional a las estructuras económicas de producción capitalista que nos llevarán a la actual determinación de la discapacidad” (p. 4)

Según el artículo 1 de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, promovida por la Asamblea General de las Naciones Unidas (2006) bajo el lema “Nada sobre nosotros y nosotras sin nosotros y nosotras”, la definición exacta de las personas con discapacidad es la siguiente:

Las personas con discapacidad incluyen a aquellas que tengan deficiencias físicas, mentales, intelectuales o sensoriales a largo plazo que, al interactuar con diversas barreras, puedan impedir su participación plena y efectiva en la sociedad, en igualdad de condiciones con las demás (p. 4).

El principal inconveniente de la elección del término, además del propio término, son los modelos que conviven en él: el modelo médico-clínico, que habla de la discapacidad entendida como “construcción social desde el déficit y la anormalidad” (Baquero, 2015, p. 168); el modelo social, que rechaza que este fenómeno sea inherente a los sujetos en lugar de ser el resultado de las interacciones complejas a nivel social; el modelo ecológico, que pone el acento en “la interacción entre las actitudes individuales y sociales y el entorno físico, económico y político”; y el modelo biopsicosocial, impulsado por la OMS (2011), que presenta a la discapacidad como “un hecho complejo y multifacético”, según Necchi, Suter y Gaviglio (2014, tal como se citó en Meléndez, 2019). Otros modelos críticos han surgido en los últimos años: el modelo universalizante, con la discapacidad como parte de la experiencia de vida de cualquier ser humano; el modelo de la diversidad, que busca promover la desmedicalización, la transversalidad y la promoción de la autonomía moral; y, por último, el modelo feminista, que reconoce que la discapacidad es una narrativa del cuerpo fabricada culturalmente, así como las ficciones de raza y de género (Meléndez, 2019).

Los nuevos abordajes plantean dudas sobre la pertinencia de la palabra discapacidad. Por un lado, “este término tiene la utilidad de funcionar como un identificador de un colectivo que, en general, reclama derechos en nombre de ese nombre”, explica Rosato (2012, p. 6). Pero, según esta autora, el riesgo es definirlo solo en función de sus usos. Las actividades estatales y las agencias se nutren de esto, intentando dar una expresión única y unificadora a lo que, en realidad, son experiencias históricas, multifacéticas y diferenciadas de diversos grupos dentro de la sociedad, a los que se les niega su carácter particular, imponiendo, al mismo tiempo, el modo en que deben expresarse las desigualdades.

Desde el programa “La producción social de la discapacidad” de la Facultad de Trabajo Social de la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina, Dell’Anno (2012) reconoce que el término personas con discapacidad “no es el más adecuado para referirse a quienes, poseedores de múltiples capacidades, tienen alguna limitación física y/o intelectual que les lleva a desenvolverse de un modo diferente en sus actividades y/o en la interacción social” (p. 15). No obstante, considera que esa denominación sigue teniendo valor, porque “borrar el término ‘discapacidad’ es riesgoso en esta sociedad, donde los derechos no están plenamente reconocidos y garantizados; pudiendo llegar a restar un argumento de reivindicación” (p. 15). El uso del término discapacidad también presenta otro inconveniente: reduce la identidad de las personas con discapacidad a una sola, “la discapacidad”. Baquero (2015) la califica de “restringida y monofónica”, y la inserta dentro de lo que Appiah denomina como “imperialismo de la identidad”. Baquero, tomando las reflexiones de Nussbaum (2012, como se citó en Baquero, 2015), dice lo siguiente: “Reducir la identidad de las personas con discapacidad ‘al discapacitado’ no solo es restringir su identidad, sino, además, volcarla a la tiranía de la exclusión y denegación de sus capacidades, afectando su dignidad y su valía” (p. 172).

Una de las alternativas es reflexionar sobre la narrativa de la exclusión como una forma de convocar al debate y a la transformación. Baquero (2015) nos presenta la propuesta pedagógica de McLaren (1997) para deconstruir narrativas de dominación hacia la reconstrucción de narrativas para la emancipación. Así como se espera que la escuela asuma el reto de una sociedad incluyente, que reconozca y valore la diversidad, y problematice la enseñanza “con capacidad de elaborar narrativas que permitan fortalecer a los excluidos, como es el caso de las personas con discapacidad” (p. 72), este ejercicio podría ser asumido también por los medios de comunicación.

La construcción de una ética de la memoria y la compasión es una opción para forjar otras formas de relacionamiento sustentadas en el reconocimiento de la otredad, del respeto y la capacidad de ser responsable por la vulnerabilidad de quienes la viven. El cultivo de la compasión, según Nussbaum (como se citó en Baquero, 2015), puede lograrse a partir de tres elementos: el pensamiento de que el sufrimiento del otro es grave, que esa persona no es la causa principal de su propio sufrimiento y —en muchos casos, si no en todos— que ese sufrimiento se debe a cosas “como las que le pueden pasar a cualquiera” (p. 181).

Ante las nuevas perspectivas críticas, se hace necesario una mejor conceptualización de la discapacidad. Kipen (2012) plantea una, que no busca ser ni única, ni última, ni definitiva. Reconoce su transitoriedad. Desde ese aporte, se piensa a la discapacidad

como una producción social, inscripta en los modos de producción y reproducción de una sociedad. Ello supone la ruptura con la idea de déficit, su pretendida causalidad biológica y consiguiente carácter natural, a la vez que posibilita entender que su significado es fruto de una disputa o de un consenso, que se trata de una invención, de una ficción y no de algo dado. Hablamos de un déficit construido (inventado) para catalogar, enmarcar, mensurar cuánto y cómo se aleja el otro del mandato de un cuerpo “normal”, del cuerpo Uno (único) […] Es, también, una categoría dentro de un sistema de clasificación y producción de sujetos. El parámetro de una normalidad única para dicha clasificación es inventado en el marco de relaciones de asimetría y desigualdad, cristalizadas en una ideología de la normalidad. Esas relaciones asimétricas producen tanto exclusión como inclusión excluyente (p. 128).

El principal peligro de las representaciones estereotipadas y sobresimplificadas de las personas con discapacidad, que pueden confirmar o reforzar patrones hegemónicos de interpretación, es que “gran parte de la información que el público en general recibe sobre la discapacidad es difundida por los medios y no directamente por personas con experiencias vividas” (Maika & Danylchuk, como se citó en Meléndez, 2019, p. 48).

En tiempos en los que el concepto de discapacidad se ha ido transformando y revisando de manera crítica, como se ha constatado, el papel de los medios es fundamental. Sin embargo, para algunos autores dicha evolución no ha sido reflejada aún: “Los diarios y revistas, la televisión y la radio han conservado cierto lenguaje y formas de transmitir la información que corresponden a modelos anteriores, que no se condicen con la manera en la que percibimos hoy en día a la discapacidad” (González Bonet, 2015, p. 2).

3. La representación de la discapacidad en los medios deportivos


Un viejo enunciado de la década de 1960 se repite cual mantra hasta el día de hoy cuando se trata de medir el enigmático e insondable poder del periodismo: “La prensa no tiene mucho éxito en decir a la gente qué tiene que pensar, pero sí lo tiene en decir a sus lectores sobre qué tienen que pensar” (Cohen, 1963, como se citó en Rivarola & Rodríguez, 2015). Pero, además de decirle a la gente sobre qué pensar, los medios tienen la influencia suficiente para reforzar las normas existentes: perpetuar representaciones estereotipadas (Lazarsfeld & Merton, 1948, como se citó en Alcántara, 2011), como las que se han visto vinculadas a la discapacidad, transmitiendo sensaciones de pena, debilidad y dependencia; o, por el contrario, promover imágenes más positivas, contribuyendo al proceso de inclusión de las personas con discapacidad (Pappous et al., 2009, p. 33). Es decir, desempeñan un rol crucial en la estigmatización o desestigmatización de este colectivo.

Con acierto, el periodista español José Luis Fernández Iglesia (como se citó en Pappous et al., 2009) afirma lo siguiente:

El mundo mediático adquiere una gran importancia para la normalización del colectivo de personas con discapacidad, primero porque vivimos en una sociedad donde el que no sale en los medios no existe, y después porque para salir de una situación de discriminación se necesita la complicidad social, pero la sociedad no se hace cómplice de lo que no conoce y ahí es donde los medios de comunicación pueden jugar el importante papel de acercar la discapacidad a la sociedad y viceversa (p. 31).

Pero el deber de los medios no es solo moral, sino que está enunciado en las normas internacionales: el Programa de Acción Mundial para las Personas con Discapacidad, aprobado en 1982 por la Asamblea General de las Nacionales Unidas, detalla que los medios de comunicación deben desarrollar pautas para mostrar “una imagen comprensiva y exacta” sobre las personas con discapacidad (ONU, 1982, párr. 149). Y la Declaración de Madrid, firmada en 2002 por el Congreso Europeo sobre las Personas con Discapacidad, recoge este compromiso: “Al referirse a cuestiones de discapacidad, los medios de comunicación deberían evitar enfoques de condescendencia o humillantes y centrarse más bien en las barreras a las que se enfrentan las personas con discapacidad y en la positiva contribución que las personas con discapacidad pueden hacer una vez que se eliminen esas barreras” (punto 6).

¿Los medios de comunicación, y más concretamente los medios deportivos, están cumpliendo con este encargo? Según Cebrián (2010), la representación de las personas con discapacidad sigue siendo marginal, debido a la incapacidad de los medios audiovisuales de reflejar el desempeño de este colectivo en otras labores a nivel social. Newlands (2012), por su parte, considera que los medios de comunicación “desacreditan la discapacidad” en el ámbito deportivo a través del uso de narrativas insuficientes para explicar el sistema de clasificación (médico), ignorando la discapacidad en fotografías y videos (invisibilizando los rasgos visibles de los cuerpos diversos), y representando a los paratletas por medio del modelo supercrip “como individuos que están superando la adversidad o como héroes discapacitados”, lo que, a la larga, los coloca en “estructuras socioculturales más bajas” (como se citó en Meléndez, 2019, p. 74). De este modo, se refuerzan las nociones de que los deportistas con discapacidad no son valorados por su competencia atlética y de que los Juegos Paralímpicos son deportes minoritarios. En suma, para Ramírez y Álvarez-Villa (2008), la cobertura mediática del deporte para personas con discapacidad ha estado caracterizada por las nociones de exclusión y estereotipo. En la construcción del relato deportivo, los medios “persisten en ignorar, dramatizar y estigmatizar” (p. 2).

La particularidad de los estereotipos es que pueden llegar a tener una doble influencia: alentar en la población en general actitudes prejuiciosas y conductas discriminatorias hacia los grupos más vulnerables, pero además fomentar la interiorización del estereotipo entre las mismas personas con discapacidad, y, de ese modo, configurar parte de la autopercepción de ese colectivo (Álvarez-Villa & Mercado-Sáez, 2015).

A mediados de la década de 1990, los propios paratletas alertaron altos niveles de estigmatización: sus identidades enteras se interpretaban “en términos de sus discapacidades” (Hardin & Hardin, 2004, como se citó en Meléndez, 2019, p. 66). En este caso, el estigma, expresado como marca o atributo para reconocer a un grupo, es la alteración visible en el cuerpo: la discapacidad física. El concepto de estigma, desarrollado por Goffman (1963, como se citó en Mercado, 2012), es entendido también como la desviación de las normas establecidas, que coloca en una categoría social, culturalmente inferior, a quien tiene cierto rasgo o conducta. A partir de esa definición, diversos estudios han mostrado que las personas con discapacidad, a causa de su diferencia corporal, reciben sentimientos de compasión, pena, aversión, perplejidad, por ser vistos y tratados como dependientes y frágiles (Pappous et al., 2009).

Uno de los estereotipos más comunes es precisamente mostrar a los deportistas paralímpicos como “superhombres en sillas de ruedas” (Álvarez-Villa & Mercado-Sáez, 2015). Lo que Barnes (1992, como se citó en Meléndez, 2019) definió con el término super cripple o supercrip (el supercojo). “Es el modelo más usado para presentar al héroe con discapacidad en los medios de comunicación y exacerba los ya existentes desafíos que la persona en esta condición enfrenta” (Figueiredo, 2014, como se citó en Meléndez, p. 78). Si bien este estereotipo ha sido aceptado por presentar de forma positiva a las personas con discapacidad, al destacar su calidad inspiradora, detrás oculta estándares irreales de comparación que pueden generarles juicios desfavorables o sobrecompensación (Meléndez, 2019, p. 79). Para autores como Rius y Solves (2010), el estereotipo del héroe forma parte de la construcción de una breve historia que recorre las fases de desolación, lucha, superación y triunfo, el llamado síndrome Dickens, por tomar del escritor Charles Dickens esa inclinación por personajes desvalidos que atraviesan, como Oliver Twist o David Copperfield, por estos pasos antes de alcanzar el éxito (p. 111). La combinación del relato épico y el sensacionalismo sería la “fórmula” para garantizar un tratamiento que apunta a las emociones. Pero esto genera que la discapacidad se presente al final desde una posición compasiva. Tras el exceso de admiración se escondería la pena y se sostendría una relación de desigualdad de manera solapada (Retana & Zárate, 2018).