Kitabı oku: «El sexo oculto del dinero», sayfa 3
Referencias bibliográficas
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2 II. Bion, W.R. (1966). Aprendiendo de la experiencia. Buenos Aires: Paidós.
3 III. Dellarossa, A. (1979). Grupos de reflexión. Buenos Aires: Paidós.
4 IV. Bonder, G. (1980). Los Estudios de la Mujer: historia, caracterización y perspectivas. Buenos Aires: Publicación interna del Centro de Estudios de la Mujer..
5 V. Romero, J. L. (1984). La cultura occidental. Buenos Aires: Legasa.
6 VI. Hamilton, R. (1980). La liberación de la mujer: patriarcado y capitalismo. Barcelona: Península.
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1 VII. Pichon Rivière, E. (1971). Del psicoanálisis a la psicología social, Tomo II, pág. 268. Buenos Aires: Galerna.
2 VIII. Mitchell, Juliet, ibíd.
3 IX. Sullerot, E. (1979). El hecho femenino. En Los roles de las mujeres en Europa a finales de los años setenta. Barcelona: Argos Vergara.
1 Partiendo de la observación de que la independencia económica no es garantía de autonomía, resulta necesario definirlas y diferenciarlas. Defino la independencia económica como la disponibilidad de recursos económicos propios. Defino la autonomía como la posibilidad de utilizar esos recursos, pudiendo tomar decisiones con criterio propio y hacer elecciones que incluyan una evaluación de las alternativas posibles y de las «otras» personas implicadas. Desde esta perspectiva, la autonomía no es «hacer lo que uno quiera» prescindiendo de lo que le rodea, sino elegir una alternativa incluyendo lo que le rodea. La independencia económica resulta una condición necesaria pero no suficiente para la autonomía.
2 Se trata de una metodología de trabajo con grupos cuyos antecedentes son los «grupos operativos» desarrollados por Pichon Riviére en Argentina (I) y los «grupos de trabajo» de Bion en Inglaterra (II), posteriormente profundizados por Alejo Dellarossa (III).
3 Los grupos de reflexión con mujeres se iniciaron de manera sistemática e institucional en el CEM [Centro de Estudios de Mujeres], institución de la cual fui cofundadora y miembro de su comisión directiva hasta diciembre de 1985. Algunos de los grupos sobre «mujer y dinero» se llevaron a cabo en el CEM y otros en mi consultorio privado. Su duración fue de entre 6 y 8 meses, con una frecuencia de una reunión semanal. Los integraban de 6 a 8 participantes, mujeres de clase media, urbana, cuyas edades oscilaban entre los 35 y 70 años. Todas ellas trabajaban fuera de su hogar en actividades remuneradas.
4 Mi decisión de realizar grupos separados por sexos responde a la hipótesis de que el tema dinero —entre otras muchas cosas— responde a un estereotipo de identidad sexual cuya imagen se defiende a ultranza frente al sexo opuesto. Los grupos heterosexuales incluirían otras variables que complejizan el tema central de investigación.
5 Los Estudios de la Mujer surgen en los años 60 como una necesidad de dar respuesta teórica a una serie de interrogantes y problemas que han afectado y siguen afectando la vida de las mujeres. Problemas referidos a la desigualdad en el terreno social, económico, político y legal; a su exclusión de las áreas de ejercicio del poder; a la discriminación social y cultural; a la perpetuación de prejuicios y estereotipos en relación al género femenino. Los Estudios de la Mujer plantean la revisión crítica de los conceptos teóricos y científicos que avalan la actual condición femenina. Promueven el esclarecimiento de los aspectos ideológicos, sin fundamento racional, que subyacen en la vida cotidiana condicionando un lugar de subordinación. Proponen la construcción de teorías alternativas que posibiliten un cambio en esta condición. Los Estudios de la Mujer han hecho aportes muy esclarecedores. Han develado muchos de los prejuicios implícitos y puesto de relieve el carácter del sujeto humano. Gloria Bonder señala que «el saber instituido sobre las mujeres… reproduce y contribuye a perpetuar un conjunto de prejuicios por omisión o por sanción sobre la condición femenina» (IV). Existe en la actualidad amplia bibliografía al respecto en disciplinas tales como psicología, sociología, biología, antropología, economía, historia, derecho, educación.
6 La cultura occidental —siguiendo la concepción de José Luis Romero (V)— «surge como resultado de la confluencia de tres grandes tradiciones: la romana, la hebreo-cristiana y la germánica. El legado romano se caracterizó, entre otras cosas, por un formalismo que tiende a crear sólidas estructuras convencionales que defienden un estilo de vida con valores absolutos en donde la riqueza y el poder acompañan a la idea de gloria terrena». El legado hebreo-cristiano «consistió ante todo en la organización eclesiástica que el imperio había alojado, en la idea de un orden jerárquico de fundamento divino y en la idea de ciertos deberes formales del hombre frente a la divinidad». El legado germánico aportó la idea de una vida menos elaborada… «que exaltaba sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos».
7 El cristianismo, además de ser una religión, se constituye en un cuerpo dogmático, conjunto de ideas absolutas e incuestionables. Estos dogmas no nacen con el cristianismo, sino que tienen sus orígenes en las antiguas tradiciones hebreas, a las que heredan ampliándolas e incrementando su complejidad. Esos dogmas han contribuido muy firmemente a nutrir y consolidar la ideología patriarcal que se instala en la cultura occidental. Es para resaltar esta continuidad que, en este libro, me referiré a concepciones «judeocristianas», en lugar de cristianas solamente.
8 Al hablar de «fantasmas» me refiero a un conjunto de ideas y vivencias —en parte conscientes y en parte inconscientes— que adoptan la forma de una presencia incorpórea. Confluyen en el fantasma distintos temores. Unos provienen de fantasías inconscientes terroríficas (como por ejemplo la fantasía de castración). Otros son generados por las transgresiones culturales y el temor a su sanción. Tanto el fantasma de la prostitución como el de la impotencia, evocan y generan profundas vivencias persecutorias.
9 Me refiero a la necesidad de adquisición y recambio permanente de los bienes de consumo que genera el sistema económico capitalista.
10 Me refiero a clase media y clases pobres y ricas en el sentido en que lo hace Evelyne Sullerot, es decir, haciendo referencia a la cantidad de ingresos económicos. En el cap. I se caracteriza más ampliamente la población de la cual partieron mis reflexiones.
11 Evelyne Sullerot comenta al respecto que «las relaciones entre los sexos son más igualitarias en las clases medias y conservan formas más patriarcales en las clases más pobres y más ricas de la población», agregando que «la igualdad de roles no se traduce siempre por igualdad de estatuto y de poderes para los dos sexos» (IX).
I. La dependencia económica en las mujeres
El fantasma de la prostitución y su incidencia
en ciertas inhibiciones en las prácticas cotidianas
con el dinero
«…el primero y más indispensable de los pasos hacia la emancipación de la mujer es que se le eduque de tal manera que no se vea obligada a depender ni de su padre ni de su marido para poder subsistir: posición esta que en nueve de cada diez casos la convierten en juguete o en esclava del hombre que la alimenta, y en el caso número diez, en su humilde amiga nada más».
John Stuart Mill (I)
La dependencia económica: una forma de subordinación femenina
Son muchas y variadas las situaciones de dependencia que es posible encontrar a nuestro alrededor.
Los niños dependen de los mayores, los discapacitados de los hábiles, los enfermos de los sanos, los analfabetos de los letrados, los pobres de los ricos.
Se trata de una amplia gama de dependencias. Unas necesarias como la dependencia infantil; otras dolorosamente ineludibles como la dependencia de los enfermos y discapacitados.
Una tercera, socialmente denigrante como la de los analfabetos y los pobres, es compartida con la dependencia de las mujeres hacia los hombres.
Estas últimas no pertenecen al orden de la naturaleza. Pertenecen fundamentalmente al orden de la cultura y han sido pacientemente construidas a través de los siglos por sabios y pensadores que erigiéndose en representantes de un orden divino y de una verdad indiscutida condenaron a la mujer a una situación de subordinación.
Este continuo, sutil e intencionado trabajo obtuvo su broche de oro cuando las sociedades comenzaron a normativizar el funcionamiento de sus miembros al salir de los regímenes feudales e incluyeron en sus legislaciones normas precisas que subordinaban la mujer al hombre en lo social, cultural y económico.
El código civil argentino, heredero del código romano y napoleónico, ubicó a la mujer junto a los niños y los discapacitados en una total dependencia del hombre (de su padre primero y de su marido después).
Recién en 1968 la modificación del Código Civil Argentino incluyó a la mujer como sujeto jurídico.
Esta subordinación que llegó a formar parte constitutiva de una supuesta «condición femenina», ha sido transmitida ininterrumpidamente, en forma manifiesta y latente, a través de todos los canales de transmisión de la cultura: fundamentalmente a través de la educación que utilizó, además, a las mujeres —las madres y las maestras— como instrumento de su difusión.
De generación en generación, de madres a hijas, de maestras a alumnos, fueron transmitiéndose los modelos de feminidad que incluían —necesariamente— la subordinación de la mujer al hombre12.
La lucha de muchas mujeres y de algunos hombres que rechazan la explotación y la discriminación entre seres humanos, ha promovido cambios tendientes a la igualdad.
Se modificaron algunas legislaciones, se abrieron posibilidades laborales, se permitió a las mujeres acceder al conocimiento y finalmente en algunas sociedades (no muchas) y ciertas clases sociales (no todas) algunas mujeres llegaron a disponer de iguales posibilidades de desarrollo que los varones. En el mundo actual la mujer accedió al ámbito público, al trabajo remunerado y por lo tanto al dinero… Sin embargo, las mujeres siguen perpetuando actitudes de subordinación económica.
La independencia económica que algunas de ellas lograron no ha sido en absoluto garantía de autonomía. En algunos casos han llegado a renegar de una independencia que les agrega jornadas de trabajo13.
Sería ingenuo pensar que el problema de la dependencia en las mujeres (y en particular la económica) se acaba con el acceso al dinero.
No sólo hay que poder acceder al dinero (cosa nada fácil) sino también hay que poder sentirse con derecho a poseerlo y libre de culpas por administrarlo y tomar decisiones según los propios criterios.
Y esto último no es lo que ocurre con mayor frecuencia. A pesar de! «mal negocio» que termina siendo la dependencia económica para las mujeres, resulta sorprendente constatar las reticencias de las propias mujeres a promover un cambio en este sentido.
Estas reticencias para el cambio estarían relacionadas —entre otras cosas, y desde una perspectiva psicológico-social—, con lo que denomino el «fantasma de la prostitución»14.
Este fantasma sintetiza y condensa una cantidad de inquietudes, pensamientos, vivencias y situaciones que reiteradamente surgían en los grupos de reflexión con mujeres.
Este fantasma, junto con otros dos —el de la «mala madre» y el de la «feminidad dudosa»— son la expresión de una mentalidad patriarcal y contribuye a favorecer y perpetuar la dependencia económica.
El fantasma de la prostitución
El dinero, en calidad de moneda y valor de cambio, se ha caracterizado por circular fundamentalmente fuera de lo familiar. Ha estado siempre asociado al ámbito público y se ha constituido en el intermediario preferencial del intercambio económico.
Históricamente, dicho intercambio ha estado en forma casi exclusiva en manos de los hombres. Los hombres, poseedores del dinero, accedían a las mercancías deseadas, comprando y recibiendo a cambio de su dinero cosas o personas. La esclavitud es el ejemplo más contundente de cómo las personas transformadas en objeto, son adquiridas a cambio de dinero. Dentro de esta categoría podría ser ubicada la prostitución. Una particular manera de comprar y de vender un servicio personal que previamente ha sido «cosificado» y transformado en objeto, factible de ser entregado y adquirido a cambio de dinero.
No voy a referirme en esta oportunidad a la prostitución en sí como fenómeno psicosocial, político-económico e ideológico, temas de por sí harto complejos. Voy a referirme a la prostitución en tanto ha sido una actividad siempre presente, constitutiva de la cultura occidental judeocristiana, desde los albores de la historia e íntimamente ligada a la mujer y el dinero.
La prostitución aparece como una actividad ligada fundamentalmente a la mujer, en donde se focaliza a aquel individuo que entrega algo personal «cosificado» a cambio de dinero, dejando fuera de foco al otro de la transacción: el que da el dinero.
Si bien resulta obvio que toda transacción implica y compromete a todos los que participan de la misma, en el caso particular de la prostitución se enfatiza exclusivamente a aquél que entrega su sexualidad a cambio de dinero. Si bien existe también prostitución masculina, es necesario destacar que los hombres, como objeto sexual, no han sido objeto de compras y ventas masivas, de reclusión en prostíbulos o de envíos —al igual que ganado— como actualmente aún se realiza con las mujeres.
Además, como el dinero tradicionalmente ha estado casi con exclusividad en manos de hombres, la prostitución ha sido considerada sinónimo de «mujer que vende su sexualidad» omitiendo, curiosamente, al «hombre que compra sexualidad».
Por lo tanto sexualidad y dinero tienden a identificarse mucho más con prostituta que con «hombre que paga por el intercambio sexual». ¿Cómo se le dice a este hombre? Por mucho que busquemos resulta difícil encontrar la palabra que lo identifique. No existe. ¿Es que acaso el lenguaje la ha omitido? ¿Es esa una manera de dejarlo fuera de foco y hacerlo pasar desapercibido? Tal vez sea esta una de las maneras utilizadas para reafirmar y avalar la creencia de que la prostitución sólo tiene que ver con las mujeres.
No es casual que el idioma no disponga de una palabra que enuncie (¿denuncie?) este aspecto de la realidad. Darle un nombre es darle existencia. Y esto no es inocuo. El lenguaje es uno de los dispositivos de poder. A través de la inexistencia de esta palabra se contribuye a falsear la realidad, haciendo caer todo el peso de una actividad denigrada —la prostitución— sobre la mujer. El hombre, partícipe ineludible de la prostitución (que la hace posible porque dispone del dinero y genera la demanda) es omitido en el lenguaje, con lo cual, entre otras cosas, queda a salvo «su buen nombre y honor»15.
Curiosamente —y esto merece ser pensado con mayor profundidad— el lenguaje dispone de palabras que registran a aquél que usufructúa —generalmente un hombre— de los beneficios económicos de la prostitución. Proxeneta, cafishio16, son realidades sociales que no se ocultan. Si bien también existen las madamas, son sólo comerciantes menores que en general quedan excluidas de los negocios de envergadura. Cuando los prostíbulos son significativamente redituables, y/o forman parte de una «cadena comercial», siempre están en manos de los hombres.
Es así como encontramos al proxeneta (encubierto en una tradición cultural) tanto en el milenario Japón, que dispone de una magistral organización para controlar y usufructuar la actividad de miles de mujeres que, en su carrera de geishas, son ofrecidas como mercancía incluso en las casas de té actuales, como en los empresarios cinematográficos que inventan mujeres-objeto para su propio beneficio económico.
Tal vez debamos pensar que no es necesario ocultar la existencia de proxenetas, cafishios o empresarios de la prostitución porque ello no resulta ni vergonzoso ni denigrante. El poder que deriva del dinero que obtienen los desagravia sobradamente.
Pagar por obtener una experiencia sexual es, en última instancia, un atentado al narcisismo masculino (pues gracias al dinero el hombre obtiene lo que no puede conseguir sin el). En cambio, hacer ostentación de usufructo económico por usar a la mujer como un objeto-fuente de ingresos, parece halagar su capacidad de poder.
¿Acaso los diccionarios, construidos por Reales Academias, intentan a través de la omisión de ciertas palabras eludir aquellas realidades que hagan mella en la imagen masculina?
El concepto popular de prostitución quedaría incompleto si, además de sexualidad y dinero, excluimos el ámbito público.
La prostitución nunca fue vista como actividad privada ni doméstica. Se la ubica muy claramente como una actividad pública —fuera del ámbito doméstico— ejercida por mujeres.
De manera que cuando se unen los términos mujer, sexualidad, dinero y ámbito público, ello evoca y remite —consciente o inconscientemente— a la idea-vivencia-creencia de prostitución.
De esta manera el consenso popular y académico llega a definir la prostitución como una actividad fundamentalmente femenina que se desarrolla en el ámbito público, por lo cual se recibe dinero a cambio de un servicio personal sexual.
El consenso popular condensa claramente esta idea recogiendo la tradición oral, al referirse a ella como la «profesión femenina más antigua del mundo». La sociología debería por lo tanto considerarla como la «prehistoria del trabajo femenino» en el ámbito público.
El consenso académico, además, parecería avalar esta tradición oral. Los diccionarios, que son mojones referenciales, nos transmiten muy claramente cómo debe ser entendida la realidad a través de la definición de las palabras. Así, mientras la acepción de hombre público es: «aquél dedicado a funciones de gobierno y a tareas que atañen a la comunidad», la mujer pública es aquélla que ejerce la prostitución. Aún hoy, 1986, los diccionarios actualizados recogen, transmiten y perpetúan esta acepción. En un diccionario actualizado (III) se define la palabra prostitución de la siguiente manera: «Acción por la que una persona tiene relaciones sexuales con un número indeterminado de otras mediante remuneración. Existencia de lupanares y mujeres públicas.» ¿No es sorprendente que se excluya de la definición a la otra persona, la que paga para que la prostitución sea posible? ¿No resultaría también risible —si no fuera por lo dramático— que aunque en esta definición (¡de 1983!) se incluye a los dos sexos al decir «acción por la que una persona»… se insista en lo de mujer pública como sinónimo de prostituta? A partir de aquí hay muchas preguntas que quedan sin respuesta. Por ejemplo, ¿qué nombre se les da a las mujeres como Indira Gandhi, Golda Meir, Margaret Thatcher, Simone Weil, etc.? ¿Corresponde llamarlas mujeres públicas? Para contribuir a una compresión más acabada de esta compleja situación, debemos agregar que la tradición judeocristiana contribuye decididamente a enfatizar y corroborar el concepto (que se convierte en creencia y luego es perpetuado como una «verdad») de que:
la mujer + dinero + ámbito público = prostitución
La cristiandad, en lo que a la mujer se refiere, recoge, amplía y transmite con fuerza de «verdad» lo que el Antiguo Testamento y los Libros Sagrados judíos ya habían sostenido. Las mujeres, por la palabra de Jehová, deben ser las siervas del hombre, ocupar un lugar de subordinación y ser pasibles de los castigos y usos que el hombre considere darles. Se lo estableció como dogma sin explicar los fundamentos de dicha consideración17.
La cristiandad, continuadora legítima y heredera del judaísmo, le va a dar formas más definidas y acabadas. Es así como los prototipos de mujer que formaban parte de las nuevas enseñanzas iniciadas por Jesús y consolidadas por sus continuadores son fundamentalmente dos: virgen o prostituta.
La virgen, representada por María, es fundamentalmente madre, ser asexuado, núcleo de la familia y alejado del dinero. La prostituta, representada por Magdalena, es fundamentalmente sexuada, desarrolla una actividad en el ámbito público y se relaciona con el dinero.
María y Magdalena —virgen y prostituta— representan los dos lugares posibles para una mujer, lugares que, además, se presentan como antagónicos y a los que se les atribuye características específicas y valoraciones sociales muy definidas. Mientras el lugar de madre —con sus roles específicos— va a estar coronado con la aureola de la bondad, generosidad, altruismo y resignación, el lugar de prostituta va a soportar el estigma de un supuesto desafecto, interés, malignidad, etc. Un lugar va a ser enaltecido y el otro denigrado (a menos que se redima con el arrepentimiento que implica reconocer su «innegable» culpabilidad).
Uno va a ser el reservorio de las bondades divinas y el otro expresión de lo demoníaco.
Es así como el dinero, en relación a la mujer, está unido desde los albores de la historia a la prostitución y va a mantener, a través de los tiempos, un halo pecaminoso.
A partir de la revolución industrial, cuando la familia deja de ser una unidad de producción y se reafirma la división entre ámbito público y privado, se enfatizan también los roles y funciones masculinos y femeninos. El ámbito público aparece claramente asignado al hombre y el privado a la mujer. Según las vicisitudes económico-políticas, los distintos gobiernos usarán a las mujeres y usufructuarán de los réditos económicos de sus actividades (públicas como domésticas). Es así como en época de guerra, en que los hombres van al frente o cuando deben colonizar zonas inhóspitas y desconocidas, las mujeres son llamadas al trabajo fuera del hogar para «contribuir económicamente al desarrollo de la nación», recibiendo, a pesar de su dedicación esmerada, retribuciones menores de las que reciben los hombres en iguales circunstancias. En cambio, en épocas de recesión y crisis económica son impulsadas a volver a los hogares para «combatir la desafectivización y evitar la destrucción de la familia». En estas oportunidades se las aleja de los lugares de producción rentada para ofrecer esas vacantes a los hombres quienes, además, usufructúan los beneficios económicos del trabajo doméstico no remunerado18.
Mientras tanto el siglo xx se caracteriza por un desarrollo tecnológico que requirió la formación especializada de gran parte de la población femenina. Al mismo tiempo, muchas mujeres, deseosas de un desarrollo personal que no se limitara a las satisfacciones hogareñas, han ganado la calle, accediendo al trabajo remunerado y al dinero.
Y volveremos al dinero, el famoso dinero; ese dinero que antes, en relación a la mujer, era solamente patrimonio de prostitutas.
Ahora las mujeres también ofrecen sus servicios en el ámbito público, servicios por los cuales reciben dinero. Son médicas, arquitectas, ingenieras, psicólogas, matemáticas, enfermeras, maestras, profesoras, comerciantes, empleadas, obreras, etc. Y a pesar de la preparación, experiencia y desempeño laboral sufren una serie de «contratiempos», difíciles de explicar, con el dinero.
Contratiempos de muy variado tipo (como se explicitan en detalle en el cap. III) se presentan en situaciones laborales, familiares, afectivas, sociales, comerciales, etc. Por ello vamos a intentar indagar sobre esas situaciones aparentemente inexplicables e incoherentes de muchas mujeres en relación al dinero. Y en este sentido incluimos aquí la hipótesis de la existencia de un fantasma: el fantasma de la prostitución.
Este fantasma es totalmente inconsciente. Ha sido alimentado durante siglos de discriminación, oscurantismo y terrorismo religioso. Sirve para perpetuar el poder de unos sobre otros, infiltrándose en las conciencias y en la estructura del psiquismo.