Kitabı oku: «Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia», sayfa 5

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La posición católica, imperativamente defendiendo los derechos de propiedad sobre el Dios judío y sus Escrituras, solo podía encontrar una razón negativa para la continuidad de los judíos. Una [se refiere al marcionismo113] incluía una ruptura radical que dejaba el judaísmo para los judíos; la otra tomaba aquello que quería, no dejando, en efecto, nada para los judíos. O, para exagerar un poco, la primera atacaba los símbolos pero dejaba al pueblo [judío] tranquilo; la segunda tomaba los símbolos y atacaba al pueblo [judío].114

La línea inaugurada por Ruether, que recuperaba –aunque solo en parte– los postulados de Harnack, insistía en la autarquía de la tópica antijudía. No hacía falta tener una comunidad judía activa y proselitista para escribir que los judíos eran aliados del diablo. Bastaba con leer la Biblia y tratar de entender por qué aquellos judíos a los que Jesús estaba destinado lo habían desoído (o matado). Siempre me ha impactado, en esta línea, un sermón de Juan Crisóstomo que terminaba postulando, hacia fines del siglo IV, la inconmensurabilidad de ambos sistemas religiosos:

En una palabra, si admiras el modo de vida judío, ¿qué tienes en común con nosotros? Si los ritos judíos son santos y venerables, nuestro modo de vida debe ser falso. Pero si el nuestro es verdadero, como en efecto es, el de ellos es fraudulento. No estoy hablando de las escrituras –nada más lejos– porque ellas conducen a Cristo. Estoy hablando de su presente impiedad y locura115.

A partir de Ruether el campo quedó dividido entre quienes apoyaban aquello que Taylor (1995), años más tarde, denominó “teoría el conflicto”116, y entre quienes ponían el énfasis en el antijudaísmo simbólico. En los últimos años se ha intentado superar o moderar esta dicotomía pero, desde mi perspectiva, ambas posiciones siguen siendo válidas. No es que esté adoptando una postura ecléctica. Simplemente estoy convencido de que las motivaciones del antijudaísmo que se pueden detectar en cada texto son diferentes.

Del debate, no obstante, puede extraerse una conclusión: la profusión del discurso antijudío en los textos cristianos de la Antigüedad Tardía se explica, precisamente, por la conjunción de las dos motivaciones principales esgrimidas por las corrientes que llevaron a cabo el debate historiográfico. El antijudaísmo cristiano nació, por un lado, por aquel trauma de nacimiento del que hablaba Langmuir: desprendido del judaísmo, debía explicarse los motivos de la ruptura y la continuidad de aquel. Nació, también, en el marco de las disputas con judíos que no aceptaban el nuevo mensaje. Este doble impulso fue ganando aún más fuerza con el correr de los siglos. En relación al eje endógeno/teológico, los conflictos nacidos al interior del cristianismo llevaron a una mayor utilización de la imagen del judío bíblico para atacar a los adversarios internos. Del mismo modo, el judío hermenéutico permitió dotar al clero de un modelo negativo para ofrecer a sus feligreses. El judío, así, devino un fantasma necesario: para explicar la Biblia; para denostar a los enemigos y para disciplinar a la población. En cuanto al eje externo/conflictual, la persistencia del judaísmo en el marco de un imperio y diversos reinos cristianizados y, sobre todo, el dinamismo de algunas comunidades, aumentaron la tensión de los hombres de Iglesia que veían cómo aquellas figuras que usaban como modelo negativo seguían habitando sus ciudades e influenciando a sus comunidades.

Esta doble raíz, entonces, garantizó la persistencia del antijudaísmo y le dio mayor volumen. Cuando hubo una confluencia de ambas motivaciones (vuelvo al caso de Crisóstomo) la virulencia discursiva alcanzó cotas altísimas. Pero incluso Gregorio Magno, que no tenía un problema específico con los judíos de Roma y en diversas ocasiones los defendió, también empleó el discurso antijudío. Porque, insisto, el discurso contra los judíos ofrecía herramientas no solo contra los judíos. Era, de hecho, una pieza más del arsenal eclesiástico para atacar a otros cristianos. Hubo, entonces, antijudaísmo destinado a los cristianos y hubo antijudaísmo destinado a los judíos. Ambos, a fin de cuentas, construyeron una imagen negativa del judío que, en ocasiones, excedió el plano discursivo. Veamos, ahora, si hay posibilidades de mensurar el impacto del discurso antijudío en la población.

¿Y el pueblo?

Antes de ponderar las escasas pruebas que tenemos sobre el impacto de los discursos antijudíos en la población general, vale la pena insistir en que ni siquiera todos los enunciatarios de estos discursos tradujeron sus palabras hostiles en acciones concretas contra los judíos y las judías de su tiempo. Porque de Gregorio Magno se puede decir que, si bien usó tópicos, nunca encaró la escritura de una obra antijudía. Pero Agustín de Hipona escribió el Tractatus adversus Iudaeos. No obstante, cuando fue consultado por un problema legal entre un judío y un cristiano por una cuestión de propiedad, no tuvo problema alguno en laudar en favor del primero117. Jerónimo, por su parte, destiló durísimas palabras contra los judíos que habitaban en la Tierra de Israel. No obstante, no dudó en contactar maestros judíos para que lo ayudaran a mejorar su hebreo118. Estas actitudes, insisto, evidencian que, incluso en los propios creadores y difusores del discurso antijudío, la prédica no siempre iba de la mano de la acción directa. Ello se debe, reitero, a que el antijudaísmo era ya un componente integral del mensaje cristiano y su utilización no implicaba, mecánicamente, una voluntad de actuar contra los judíos contemporáneos.

Ahora bien, ¿cuál fue la reacción de la población? ¿Prendió en los cristianos del período el discurso contra los judíos? Como adelantamos, la respuesta no es fácil119. La voz de quienes no detentaron el poder se nos ha perdido. Para la Antigüedad y el temprano Medioevo no tenemos textos –más allá de algunos registros epigráficos120– producidos por campesinos o artesanos. Tal como decía hace un tiempo Carlo Ginzburg, la “voz de los de abajo” es difícil de encontrar. A nuestros fines, siempre mediados por la pluma de los poderosos, podemos observar algunas acciones populares y tratar de comprender sus razones.

La ley nos da algunas, aunque esquivas, pistas. El Código Teodosiano prohíbe explícitamente el incendio o usurpación de sinagogas. No es posible, sin embargo, discernir si se trataba de acciones espontaneas o dirigidas por las elites locales. Porque es obvio que un obispo no puede ir, solo, a quemar una casa de culto judía. Pero tampoco hay que descartar que la población haya tenido la iniciativa. En este sentido las narraciones sobre ocupación o quema de sinagogas dan indicios en ambas direcciones. En ocasiones los obispos son presentados como quienes impulsaban las acciones violentas; en otras aparecen como quienes intentan evitar el desborde popular (Laham Cohen, 2019b). El Código Teodosiano busca siempre, en efecto, evitar el desmadre porque las autoridades eran conscientes de que las muchedumbres enardecidas podían comenzar por la sinagoga y seguir por la casa del gobernador.

Los cánones conciliares, como mencionamos antes, parecen denotar que una parte importante de la población no tenía problema alguno en interactuar con los judíos. Prohíben, en tal sentido, comidas en común, matrimonios mixtos, celebraciones conjuntas, recepción de regalos, etc. Como si intentaran contener la fluidez del contacto entre individuos que podían identificarse como diferentes pero que no veían en esa diferencia una barrera insuperable. No debemos, sin embargo, exagerar la mirada optimista. Es decir, la interacción parece haberse verificado, pero ello no indica que el filojudaísmo haya sido la norma.

Continuando con los cánones, vale recuperar una norma escrita hacia 583 que ha sido interpretada de muy diversos modos:

Que a los judíos, desde la cena del Señor hasta el primer día de Pascua, según el edicto del rey Childeberto de bendita memoria, se les niegue el permiso para deambular por las plazas y por el foro casi como motivo de insulto y que muestren reverencia a todos los sacerdotes y clérigos del Señor y no se permitan tomar sitio ante los sacerdotes, excepto que les sea ordenado. Quien por alguna razón se permitiera hacer esto, sea detenido por los jueces del lugar según su condición personal121.

¿Por qué se prohibía a los judíos deambular por las calles durante la Pascua cristiana? Se han dado tres respuestas, las tres aceptables: 1) para eliminar visualmente a los judíos, al menos durante unos días, y así poner de relieve la superioridad cristiana; 2) para evitar los desórdenes públicos, documentados también en otras fuentes, en el marco de una semana en la cual, desde los púlpitos, se insistía, una y otra vez, en la responsabilidad judía en torno a la muerte de Jesús; 3) porque los propios judíos llevaban a cabo acciones violentas en la Pascua cristiana122, tal como se observa en algunos (si bien escasísimos) documentos123.

Insisto en que las tres me parecen verosímiles, si bien la última es de más difícil comprobación porque es posible que las fuentes cristianas hayan inventado una excusa para justificar ataques posteriores. Sin embargo, no ofrezco una respuesta categórica, aunque tiendo a pensar que la segunda razón es la más probable dado que las autoridades eclesiásticas no deseaban que se generaran tumultos que pudieran alterar el delicado equilibrio social, económico y religioso que había, en este caso, en la Galia del siglo VI. Pero el canon, más allá del debate, vuelve a poner delante de nuestros ojos la dificultad de discernir cómo actuaba la población general frente al discurso antijudío.

Es que tenemos las diatribas de Crisóstomo contra los judíos –para seguir con un personaje que ya hemos mentado– pero no sabemos si la gente, luego de su memorable ciclo de homilías, cambió su actitud. Ni siquiera lo aclara el propio Crisóstomo. Y aunque lo aclarara, dado que es un discurso fuertemente performativo, no deberíamos fiarnos automáticamente de sus palabras.

Para resumir y no extendernos más, las evidencias que poseemos de leyes, crónicas y epístolas ponen de manifiesto, desde mi perspectiva, comportamientos similares a los que observamos hoy en día frente a las minorías. Excepto en situaciones extremas como la Alemania nazi124, no hay un comportamiento popular uniforme frente a los judíos. En la Antigüedad Tardía parece primar una coexistencia relativamente pacífica, salpicada por actos violentos, muchos de ellos –aunque no todos– dirigidos por las elites religiosas. En cuanto a la microviolencia o a la violencia de baja intensidad, no aparecen en el registro y es probable que, de haber existido, nunca sepamos de ella.

Quiero cerrar este capítulo exponiendo algunas de las respuestas judías a tales violencias. El problema, aquí también, es la falta de fuentes. De toda la Antigüedad Tardía, excepto el registro epigráfico, no han sobrevivido textos producidos por judíos más allá de la Tierra de Israel y Mesopotamia125. La literatura rabínica de tales regiones apenas nombra al cristianismo. No permite, entonces, ni siquiera observar cómo se daba la interacción con las incipientes comunidades cristianas en Palestina.

Dependemos, nuevamente, de fuentes de origen cristiano. Las que, una vez más, debemos tratar con cuidado porque no desean informar sino, más bien, polemizar. Un ejemplo interesante es una ley del 408 e.c. recopilada en el Código Teodosiano:

Los gobernadores de provincia prohibieron a los judíos incendiar a Amán en una de sus festividades solemnes, en recuerdo de su antiguo castigo y de quemar una suerte de simulacro de la Santa Cruz, en un espíritu sacrílego que tiene por fin burlar la fe cristiana. Que ellos conserven sus ritos sin despreciar a la fe cristiana. No hay dudas de que perderán la autorización acordada si no se abstienen de lo que fue prohibido126.

No hay forma de corroborar si los judíos efectivamente construían, en Purim, una efigie de Amán y la quemaban. Menos, de saber si lo hacían con los brazos en cruz, para burlar a Cristo. Es raro, por otra parte, creer que los legisladores pudieron haber, con el libro de Ester en la mano, inventado la práctica solo con el fin de atacar a los judíos cuando el Código Teodosiano es una compilación bastante concreta que no tiende, al menos en el caso judío, a calumniar. Yo creo que es verosímil que algunos de los judíos hayan respondido, desde lo simbólico, a la violencia cristiana. No hay forma de comprobarlo pero me parece, insisto, verosímil127. El derrotero de la propia fiesta de Purim va en la misma dirección128.

Lo que sí sabemos es que respondieron en el papel. Crearon parodias sobre la vida y muerte de Jesús. Lo imaginaron en el infierno; lo construyeron como un ser pedestre y falible. Lo parodiaron. Probablemente lo hicieron no solo como un reflejo de venganza sino, y sobre todo, para intentar evitar la sangría de individuos hacia el cristianismo producida por las limitaciones legales que imponía el carácter judío sobre una persona y, obviamente, por la influencia que irradiaba la religión mayoritaria129.

No es fácil saber si hubo violencia explícita. Es cierto que algunas fuentes hablan de destrucciones de iglesias por parte de judíos cuando Juliano asumió el poder y relegó al cristianismo130. No obstante en general se las desestima –con razón– por su carácter abiertamente polémico y la falta de otras pruebas que avalen tales afirmaciones. Más verosímil es una norma del Código Teodosiano que prohíbe a los judíos atacar a quienes, de sus comunidades, se convirtieran al cristianismo (C.Th. XVI, 8.1). Hemos visto, también, otras fuentes que hablan de tensiones entre los judíos que abandonaban su religión y los que permanecían en ella131. Es posible, también, que donde las comunidades eran fuertes haya habido respuestas violentas por parte de los judíos, tal como parece adivinarse en la Alejandría del siglo V132.

Vale recordar, sin embargo, que tales respuestas judías fueron, en términos reales, de una magnitud absolutamente menor que la violencia cristiana. Lo fueron no por una cuestión de superioridad moral sino por una clara diferencia de poder. Los cristianos detentaban el poder y eran, avanzada la Antigüedad Tardía, mayoría. La conjunción de poder estatal y potencia demográfica resultaba en un gran desequilibrio que se plasmaba en un empeoramiento de la situación de los judíos o, cuanto menos, en un alto grado de vulnerabilidad.

A modo de conclusión

El antijudaísmo cristiano fue una innovación. No lo fue porque estableciera un discurso contra los judíos. Diversos autores gentiles ya habían atacado a los judíos en sus textos. Pero el antijudaísmo cristiano de la Antigüedad Tardía fue un elemento central de la propia teología cristiana. Quedó atado a su mensaje y por ello fue tan profuso. El cristianismo necesitó atacar a los judíos bíblicos para explicarse a sí mismo. Fue la necesaria ruptura con la religión matriz la que impulsó el discurso. No fue un camino inexorable, pero fue el que adoptaron las vertientes del cristianismo que terminaron imponiéndose. Con los siglos este antijudaísmo teológico se convirtió en tradición. Otorgó, además, un modelo para expresar la negatividad. Y fue dirigido contra los propios cristianos, disociándose de los judíos que le habían dado su origen. El antijudaísmo cristiano cobró vida más allá de sus motivaciones iniciales. Devino, como bien decía Markus (1995), dispositivo hermenéutico para señalar lo incorrecto.

Por supuesto que este derrotero discursivo no fue gratuito para los judíos y las judías de la Antigüedad Tardía. Porque la consolidación y profusión del ataque a la figura del judío en ocasiones desbordó el plano de las letras y llegó a oídos de individuos que interactuaban no con judíos de papel sino con judíos de carne y hueso. Esta panoplia de diatribas pudo ser utilizada, también, por individuos de la elite que sí tenían resentimientos con las comunidades judías en sus ciudades. Allí, cuando los judíos de papel fueron utilizados para atacar a judíos reales, emergieron las violencias más intensas. Este discurso, además, fue constituyendo un arsenal atemporal de tópicos que pudieron ser utilizados en distintos tiempos.

Todo aquello que decimos sobre minorías (o, incluso, mayorías subalternizadas como el colectivo generalmente reducido al término “pobres”) debe ser dicho con gran cautela. Porque aunque no sea nuestra intención hacer un daño físico a alguien, la reiteración de tópicos puede hacer que, un día, alguien que sí quiera lastimar tenga a mano excusas. Por supuesto, hemos dicho, la intención de daño no será producto exclusivo de esas palabras y responderá a un contexto específico. Pero siempre es preferible evitar dar excusas a los violentos. Y cierro, como hice en otras ocasiones, con la respuesta de un judío a los ataques de Voltaire, quien, luego de las diatribas contra los judíos, había considerado: “Sin embargo, no hay que quemarlos”133:

No basta no quemar a la gente, también se la quema con la pluma, y este fuego es tanto más cruel, cuanto que sus efectos pasan a las generaciones futuras134.

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