Kitabı oku: «Un imperio eterno: Un viaje a las sombras», sayfa 3

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C7

El director Keterman estaba perdido en sus pensamientos cuando una llamada le interrumpió. Al parecer había noticias referentes al periodista español, el nuevo equipo comenzaba a dar resultados.

Keterman se dirigía hacia la sala de control cuando se cruzó con el agente Parker y el agente Wallis. Tenían nuevos avances acerca de la operación que llevaban entre manos. Estudiaban la metodología de los legionarios, dónde habían sido vistos más regularmente, si había algún patrón en su forma de actuar… Su misión era encontrar una posible base romana en suelo norteamericano y tenían indicios para creer que habían encontrado algo, pero eso debía esperar, antes tenía que comprobar qué había descubierto el nuevo equipo de vigilancia.

Eran las cinco de la tarde cuando Keterman llegó a la sala de control. Había mucha excitación en el ambiente, parecía que tuvieran algo.

—¿Qué era tan urgente, Smith? —preguntó el director con voz ronca y autoritaria.

—Creo que tenemos algo, director Keterman —contestó Smith con un tono nervioso—. Tenemos una coincidencia del periodista del 80 %, compruébelo usted mismo.

—¿De dónde es esa imagen?

—De la estación de Atocha, en Madrid. Creemos que cogió un tren.

—¿Lo creen? —preguntó el director un tanto irritado; no quería deshacerse de otro equipo de vigilancia, pero la falta de resultados no podía continuar.

—Sí, director, debió de usar una documentación falsa y en los andenes no hay cámaras, señor, no hay forma de saber dónde ha ido, pero tenemos algo. —El técnico amplió una imagen de Óscar en la estación—. Mire, el hombre que le acompaña, creemos que es quien le ayudó a escapar, señor, y mire esto. —El técnico volvió a ampliar la imagen, esta vez sobre la mano de su acompañante—. Mire, señor, el tatuaje; son símbolos romanos, según los expertos se los tatúan cuando se casan.

Aquello consiguió dibujar una mueca de sonrisa en el rostro de Keterman. Por fin tenían algo, nada más y nada menos que el rostro de un legionario; eso era un gran avance, habían puesto rostro al enemigo y el rostro era el de Lucius.

—Buen trabajo, Smith. Sigan en esta línea de investigación, filtren la foto de ese legionario a todos los agentes de campo y a todas nuestras bases. Por el momento dejaremos al FBI y a la CIA fuera de esto. —Keterman era un hombre duro, pero también sabía reconocer el trabajo bien hecho, sabía recompensar a sus subordinados, y sin duda descubrir por fin el rostro de un legionario merecía una recompensa, no le gustaba premiar a sus hombres con alcohol, los quería frescos y al 100 %, prefería usar un buen filete Wellington de 750 gramos con su guarnición. Cuando el resto les vieran comer sin duda les darían la motivación suficiente para que se pusieran las pilas en sus operaciones, aquella era una técnica que Keterman tenía muy depurada.

C8

Por lo que le dijeron, el puerto estaba en una pequeña ciudad llamada Equo Albo, situada al noroeste de la isla. Parecía increíble, pero estaba caminando por un puerto romano que no había cambiado prácticamente nada en dos mil años. Era como si de pronto hubiera aterrizado en la antigua Roma.

La ciudad no era muy grande, apenas la habitaban ocho mil personas. Tenía dos grandes avenidas donde confluían calles más estrechas. Óscar no podía cerrar la boca al contemplar la rica arquitectura de los edificios. Palacios milenarios custodiaban toda la calle salpicada por grandes jardines, plazas y edificios públicos. Las calzadas estaban decoradas con suntuosos mosaicos geométricos, salvo en las plazas, donde se representaban alguna escena. Óscar no podía creerlo, pero parecían hechos en oro.

Durante el viaje, Lucius explicó a Óscar que las familias romanas viven juntas en el palacio familiar. Él y su familia vivían en una villa situada al norte de la isla. Donde los caballos podían criarse con espacio y tranquilidad.

—Bienvenido a Equo Albo, Óscar. ¿Qué te parece? —preguntó Lucius, apoyando su mano en el hombro.

—Aún no puedo creerlo, todo esto es como un sueño, Lucius.

Aquel comentario produjo una sonora carcajada en Lucius.

—Bueno, Óscar, nosotros también hemos evolucionado, aunque estos edificios tengan dos mil años no es la misma Roma de entonces.

—Mi latín está muy oxidado, pero creo que Equo Albo significa «caballo blanco».

—Tienes buena memoria, Óscar. Como te dije, en esta isla veneramos a los caballos. Podrás comprobar que en muchos edificios públicos hay relieves que representan escenas de la cría de caballos, la monta o la batalla.

Lucius quiso enseñar la ciudad a Óscar antes de encaminarse a su villa. Le mostró la fabulosa biblioteca de la ciudad donde se guardaban lo más antiguos manuscritos sobre la cría de caballos, además de alguna de las obras literarias más importantes de Roma y del resto del mundo. Aquella no era la biblioteca más importante del imperio, pero eran increíbles las tallas en madera y piedra de las diferentes salas.

Como en el mundo antiguo, los ciudadanos de Equo Albo podían disfrutar de termas, teatro y de un pequeño coliseo situado en el centro de la ciudad. Lucius explico a Óscar que ya no había luchas a muerte de gladiadores, pero Roma era un pueblo guerrero y adoraba la representación de batallas o de un buen combate.

Por supuesto, hace siglos que se abolió la esclavitud en Roma. Todo romano tiene los mismos derechos, ninguno está por encima de nadie, ni tan siquiera el emperador. Lucius le comentó que cualquier ciudadano era libre de combatir en el coliseo, que era un honor. Caminando por una calle estrecha desembocaron en una pequeña plaza con un foso de arena rodeado por una columnata. En él había dos hombres luchando a espada. Ambos lucían cortes y sangraban. Óscar se quedó petrificado, no sabía muy bien qué decir.

—Veo que aún no dominas la guardia, Aulus.

Los dos contrincantes pararon. Estaban semidesnudos, tan solo vestían una especie de falda de cuero que les llegaba por la mitad del muslo, unas botas de cuero, unas muñequeras de cobre, se le antojo a Óscar, y unos cascos que les cubrían por entero la cabeza. La seguridad, ante todo, pensó Óscar.

Los dos guerreros salieron del foso y se quitaron los cascos.

—Vaya, vaya, mira lo que ha traído el perro, hermano —dijo uno de ellos con una sonrisa.

—Tendremos que enseñarle a que no nos traiga animalitos asustados —completó el otro guerrero.

Los tres estallaron en sonoras carcajadas y se abrazaron efusivamente.

—Quiero presentaros a Óscar, es un periodista español, requerido por el emperador.

—Requerido por el emperador, ¿eh? Debes de ser muy importante. Yo soy Aulus, y este es mi hermano Gaius. —Los dos romanos saludaron de la misma forma en que le había saludado el capitán Manius, cogiéndole del antebrazo.

—¿Entrenáis para luchar en el coliseo? —preguntó Lucius.

—Así es, dentro de tres días, cinco mil gargantas gritarán nuestros nombres. Espero que vengáis a vernos. Te vendrá bien vernos luchar, Lucius, quizás aprendas algo… —De nuevo los tres estallaron en carcajadas.

—¿Tenéis prisa? —preguntó Gaius—. Podríamos tomarnos algo en la taberna. Ardo en deseos de saber todo lo acontecido en tu misión.

—En la taberna en una hora, pues —respondió Lucius.

Óscar no podía creer cómo aquellos hombres, heridos como estaban, podrían estar listos en una hora y más aún para ir a una taberna. Si fuera él, necesitaría una semana para poder volver a levantarse.

El olor a vino contaminaba el ambiente. Al contrario de lo que Óscar pensaba, la taberna no era un antro sucio, tampoco es que fuera el Ritz, pero tenía un carácter acogedor, una gran chimenea, bancos, mesas y sillas de madera tallada, todo respaldado por una gran barra custodiada por un tabernero que al contrario del estereotipo general, no era gordo ni calvo ni mucho menos sucio o mal parecido.

—¿Qué os dan aquí de comer? —preguntó Óscar, sonriendo.

Lucius sonrió.

—Dentro de unos días comprobarás los beneficios de una dieta sana, ejercicio, y el aire puro libre de humos.

El tabernero salió de la barra para saludar a Lucius. Parecían grandes amigos, en realidad parecía que había mucha camaradería entre los romanos, todos se sonreían y se respetaban. En las pocas horas que llevaba allí no vio ninguna mala cara ni ningún mal gesto, ni siquiera para él mismo. Algo que, la verdad, temió viendo la reacción de Manius al conocerle.

El posadero condujo a los dos amigos a una mesa al fondo del local. Al pronto volvió con una jarra de vino, un par de vasos, queso y pan. Óscar esperó que todo aquello no fuera el principio de otro banquete, apenas tenía hambre: el bote de mermelada que le regaló Lucius estaba realmente bueno y no tuvo reparo en terminarlo esa misma mañana con una buena cantidad de tostadas.

A los pocos minutos aparecieron Gaius y Aulus por la puerta. Óscar apenas podía creerlo. Aquellos dos hombres antes cubiertos por cortes, sangre y moratones ahora estaban impolutos, limpios y vistiendo ropa de lino, unos pantalones negros uno, azules el otro y ambos con camisetas blancas con cuellos anchos. A causa de la sangre no se fijó en los tatuajes de los hermanos. Al igual que Lucius tenían tatuados el dedo índice hasta las muñecas, y alguno más que se podían ver asomando por el cuello y las mangas.

Lucius no pudo reprimir la sonrisa al ver la cara de incredulidad de Óscar. Le dio un toque en el brazo y le dijo:

—Tenemos buenos médicos.

Óscar asintió con la boca abierta hasta sentir de nuevo un golpe en el brazo.

Los dos hermanos se sentaron uno frente al otro y sin mediar palabra alargaron el brazo para coger la jarra y servirse sendos vasos de vino, que se bebieron de un trago.

—Agggggg. No hay nada como un vaso de vino romano después de un gran combate, ¿verdad, hermano?

—Verdad —contestó Gaius, limpiándose con el brazo restos de vino de su barba.

—Bueno, pongámonos serios. ¿Cómo están las cosas más allá de la frontera, Lucius? —preguntó Aulus.

—El momento se acerca, cada vez se exponen más, y eso solo quiere decir una cosa. Ya están listos. Además, la agencia estadounidense está detrás de nosotros.

—Lo de los americanos no es problema, no son rivales para nosotros, pero sí me preocupa que pienses que los arsar ya están listos. Los americanos junto a los demás nos temen, sin duda nos creen su enemigo. Qué sorpresa se van a llevar.

—Por eso está Óscar aquí.

Entonces Aulus miró con los ojos entreabiertos a Óscar, este no sabía dónde meterse, cada vez se sentía más pequeño rodeado por aquellos guerreros.

—¿Y qué vas a hacer tú? —preguntó Gaius.

Óscar titubeó; no sabía qué contestar, realmente no sabía qué querían de él, qué esperaban de él. Tan solo sabía que debía escribir un libro. Viendo el apuro que estaba pasando, Lucius se adelantó.

—Eso es algo que ninguno sabemos, es algo que debe comunicarle el emperador.

Pasaron varias horas en mutua compañía, circulando jarras de vino por doquier y contando historias de antiguas batallas y combates en el coliseo de los que Óscar tomó buena nota, para que en el caso de que tuviera que escribir aquel misterioso libro sobre estas gentes tuviera algo que contar.

—Se hace tarde y aún os queda un camino para llegar a tu villa, Lucius. Será mejor que salgáis ya.

—Es cierto, el tiempo pasa volando en buena compañía. Vamos, Óscar, debemos irnos: el bosque es peligroso por la noche.

Sin más, se despidieron hasta dentro de tres días. Óscar estaba ansioso por que pasaran rápido. No veía el momento de entrar en el coliseo y ver luchar a esos dos guerreros hermanos. En un momento le vinieron a la mente todas las películas de romanos que había visto: Ben Hur, Quo vadis, Gladiator… No podía creerse que fuera a ver un combate real entre gladiadores.

Óscar y Lucius salieron de la taberna en dirección a las cuadras de la ciudad, donde tenían dos monturas preparadas para continuar el viaje.

Óscar nunca había montado a caballo, ni siquiera estaba seguro de haber estado delante de uno alguna vez en su vida. Aquel animal le parecía gigante, no imaginaba cómo iba a poder subirse a él, le avergonzaba tener que pedir ayuda. Además, la silla de montar no se parecía en nada a ninguna de las que había visto en las películas, tan solo era una piel de oveja con unos estribos colgando. Como pudo, metió el pie en uno de los estribos, se agarró a las crines y tomo impulsó hacia arriba. No quería mirar hacia ningún lado, estaba seguro que más de uno se rio de él, aunque él no lo vio, porque subió con los ojos cerrados, a pesar de todo ya estaba encima del caballo que, con varios aspavientos, dejó claro que no le gustaban las técnicas tan bruscas de aquel jinete.

—¿Has montado alguna vez a caballo? —preguntó Lucius.

—Nunca, ni siquiera se conducir —completó Óscar, con una sonrisa nerviosa.

—No te preocupes, Taranto es un caballo muy dócil. Tú solo agárrate a las riendas, él hará el resto.

El camino serpenteaba por el bosque. Era un camino ancho y enlosado, con piezas de pizarra. Según se adentraban en el bosque, los olores se le amontonaban. Era un olor a verde, a naturaleza, no recordaba cuándo había sido la última vez que estuvo en medio de tanto aire puro.

Era principios de mayo, el bosque rebullía de vida, allá donde Óscar fijaba la vista podía ver brotes verdes o pequeños animales con sus crías. Entonces recordó las palabras de Aulus, y no podía imaginar qué peligros pudiera haber.

—Lucius, cuando Aulus dijo que el bosque era peligroso, ¿a qué se refería? ¿Acaso hay bandidos?

—¿Bandidos? No, Óscar, no hay bandidos en estos bosques, ni en toda Roma. Se refería a los lobos.

—¿Lobos? —Un frío helado recorrió su espalda.

—El bosque cambia mucho de noche, Óscar, debemos darnos prisa.

Sin que Óscar hiciera nada, Taranto aceleró el paso, como si también sintiera que la noche se les echaba encima.

El viaje transcurrió en silencio, tan solo el canto de los pájaros lo rompía. En su mente imaginaba grandes bestias de pelo azabache, con afilados dientes y ojos brillantes; temblaba solo de pensar en ellas. Entonces se fijó en el tatuaje de Lucius. Aquel podría ser un buen momento para preguntarle por su significado y apartar sus pensamientos de bestias nocturnas.

—Lucius, he visto que muchos de vosotros estáis tatuados —comentó Óscar con la mirada fija en su mano.

Lucius siguió la vista de Óscar hasta su mano y con la mirada fija en ella le contestó:

—Sí, son muy importantes para nosotros, son nuestra vida. Representan cada momento importante de ella.

—¿Qué significa el tatuaje de la mano? Me he fijado que muchos lo lleváis en el mismo lugar, aunque con distintos símbolos.

En ese momento, Lucius posó su mirada en Óscar:

—Es un tatuaje matrimonial, en vuestra cultura os regaláis alianzas, nosotros nos hacemos tatuajes. Mi esposa tiene uno igual.

—¿Estás casado?

—Sí, se llama Gnaea.

—¿Cuánto tiempo llevas sin verla?

—Unos días, desde la noche en que nos conocimos. Ella volvió antes que yo a Roma. Aún me quedaba una misión por realizar.

—¿Puedo preguntar cuál? —Óscar conocía la respuesta, pero quería confirmarlo.

—Tú —respondió Lucius.

De nuevo silencio. La temperatura caía rápidamente, apenas quedaba una hora de sol. Los pájaros apagaban sus cantos y se preparaban para pasar la noche.

—Óscar, no te preocupes. ¿Ves esa colina? —Óscar asintió—. Pues detrás está mi hogar. Llegaremos en unos minutos.

Y en unos minutos llegaron hasta un muro de piedra invadido por enredaderas, dividido por una verja de hierro. El muro daba paso a un camino de teselas de colores, custodiado por una columnata y esculturas de mármol.

—Bienvenido a mi hogar. —Una lágrima resbaló por su mejilla cuando susurrándose a sí mismo dijo—: Por fin en casa.

La villa era inmensa, estaba construida con piedra caliza de color amarillento, las plantas del entorno trepaban por su fachada. Era como si la casa formara parte de la ladera.

La entrada principal estaba porticada con grandes ventanales abiertos que dejaban volar cortinas de un blanco puro. Fue entonces cuando se fijó en ella. Tendría unos veinticinco años, su melena rubia bailaba con el viento y sus ojos azules se distinguían a distancia.

Lucius saltó de su caballo y salió a la carrera hacia la joven; ella se lanzó para abrazarle.

—Hermano —gritó ella con lágrimas en los ojos.

Óscar bajó del caballo torpemente, apenas sentía las piernas, las tenía atenazadas, tuvo que apoyarse en Taranto para no caerse. En ese momento, la muchacha reparo en él.

—¿Quién es, hermano?

—Vivia, quiero presentarte a Óscar, ha sido requerida su presencia ante el emperador y se alojará con nosotros.

—Bienvenido, Óscar —La dulce voz de aquella muchacha invadió todos sus nervios.

Óscar apenas pudo tartamudear un «gracias». En ese momento, más gente salía de la casa. Había una mujer bellísima, quizás la mujer más bella que había visto nunca; era morena de pelo y de tez, con unos profundos ojos azules. Óscar supuso al instante que sería Gnaea. También salió una pareja mayor.

—Óscar, ven, quiero presentarte a mi familia. Ella es mi mujer, Gnaea. —Ambos se saludaron con una sonrisa—. Y mis padres, Marcus y Appia.

Los padres bajaron por la pequeña escalinata directamente hacia él. La madre cogió sus manos y le dio la bienvenida. Su padre le saludó al estilo romano, cogiéndole del antebrazo, posó su mano en la espalda de Óscar y le invitó a entrar.

—¿Dónde están los demás, padre? —preguntó Lucius.

—Están en las cuadras, hace dos días parieron dos hembras.

—Magnifico, padre.

Los padres, aunque parecían mayores, tenían una forma física envidiable; vio sus tatuajes matrimoniales y por instinto se fijó en las manos de Vivia. Eran blancas y finas, y no había tatuaje alguno. Un nuevo escalofrío volvió a recorrer su cuerpo, esta vez diferente al que sintió al pensar en los lobos. Era un escalofrío cálido, jamás había sentido nada igual.

Al poco tiempo de su llegada la noche lo cubrió todo. Las estrellas brillaban más blancas y puras que en ningún lugar en el que hubiera estado.

—Imagino que estaréis cansados después de un viaje tan largo —puntualizó Marcus, pensando más en Óscar que en su hijo.

—Sí, padre —contestó Lucius, verbalizando el gesto afirmativo de Óscar.

—Entonces sacaremos algo para que podáis cenar —diciendo esto, Appia se dirigió hacia la cocina con Vivia.

—Después Vivia te enseñará tus aposentos para que puedas descansar —comentó Marcus a Óscar.

En pocos minutos la mesa estaba repleta de manjares suculentos; en ese momento Óscar iba a decir algo, pero como un rayo un recuerdo atravesó su mente. Las carcajadas de Manius y los marineros del Esturión.

—Padre, ¿hay alguna noticia del emperador? —preguntó Lucius mientras mordía un muslo de pollo.

—Habrá tiempo de hablar de todo ello mañana, ahora terminad de comer y descansad.

—Vivia, por favor, conduce a Óscar a su habitación —ordenó su padre.

Vivia se levantó e invitó a Óscar a que le siguiera. Óscar estaba embelesado con el movimiento de su cintura y los pliegues que se formaban en aquel vestido de seda. Apenas podía oír lo que le estaba diciendo.

—Aquí es. —Abrió entonces una puerta de roble con molduras cuadradas. La habitación era muy espartana, de paredes lisas, blancas y con pinturas de figuras geométricas color rojo. Había una cama grande, un escritorio con una silla y un armario repleto de ropa romana. También había un balcón que daba al jardín y al mar—. Espero que esté todo a tu gusto —comentó Vivia.

—Está todo perfecto —respondió Óscar con un hilo de voz—. Muchas gracias.

—Buenas noches, que descanses. —Y se alejó por el pasillo escoltada por la mirada de Óscar.

Estaba completamente agotado. Cerró la puerta y se dejó caer sobre la cama, quedándose dormido prácticamente al instante. Mañana sería un día importante, ese fue su último pensamiento, junto al rostro de Vivia.