Kitabı oku: «Un imperio eterno: Un viaje a las sombras», sayfa 5
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Eran las cuatro de la mañana, cuando un grupo de diez hombres fuertemente armados se preparaban para iniciar un asalto. La noche era oscura y las calles de Queens estaban desiertas. Uno de los hombres abrió las puertas del camión, de él salieron uno a uno silenciosamente, no dijeron una palabra, no querían alertar a nadie, el efecto sorpresa era crucial. Subieron la calle 162 pegados a la pared de un viejo edificio algo destartalado.
Rodearon la puerta del apartamento 512. Uno de ellos intentó manipular la cerradura, pero no consiguió abrirla, la cerradura no era nada corriente y desiste. El jefe del grupo analizó la puerta, era demasiado sólida para un ariete. Decidió usar pequeñas cargas de explosivo plástico que colocó en las bisagras. La explosión reventó la pared y el marco de la puerta sin apenas producir ruido. Entraron como un rayo en fila con los fusiles de asalto listos para abrir fuego contra todo aquello que se moviera.
No había nadie. Al encender la luz comprobaron que el apartamento desentonaba con el resto del edificio. Estaba lujosamente decorado, con maderas nobles, cortinas de seda. Era como si estuvieran en un apartamento de Park Street.
Cuando comprobaron que no se escondía ningún peligro, varios hombres entraron. Entre ellos se encontraba el director Keterman y los agentes Parker y Wallis. Todos sorprendidos por la belleza del apartamento.
Debían darse prisa en encontrar cualquier pista, aquella no era una misión legal y por supuesto no tenían ninguna orden que les permitiera poder registrar aquel apartamento: debían entrar y salir sin que nadie les viera.
A las pocas horas, uno de los técnicos descubrió unos extraños signos en una pared. Estaban tallados sobre ella. Sin duda eran romanos. Keterman apartó al técnico. Palpó las marcas, parecía que se movían; llamó a uno de los expertos en signos romanos.
El experto examinó los extraños símbolos.
—Son símbolos romanos, de eso no hay duda. Hay algo escrito en latín. Dice «no dejes cabeza sobre los hombros, hermano».
El corazón de Keterman se aceleraba, apenas le cabía en el pecho.
—Espera un momento, este símbolo está al revés —continuó el técnico. Al girarlo, algo crujió en la pared y se abrió de golpe. De la oscuridad emergieron tres relucientes espadas. Sus brillos eran cegadores incluso en medio de aquella oscuridad.
Ya no cabía duda: habían dado con una guarida de algún legionario y tenían sus armas; lástima que no encontraran también una armadura, pero no tenían más tiempo, estaba a punto de amanecer y debían desaparecer.
La mañana siguiente Keterman se reunió en su base de Nueva York con sus altos cargos. Habían podido probar que aquel desconocido que acompañaba al periodista español en realidad era un legionario de Roma. Tenían que actuar, y rápido.
—¿Qué sabemos del periodista español? —preguntó Keterman a sus jefes de grupo allí reunidos.
—Nada, señor, es como si hubiera desparecido —dijo uno de ellos.
—Entiendo. La última imagen que tenemos de él es en Atocha con el legionario, ¿verdad? —continuó Keterman.
—Sí, señor. Creemos que cogieron un tren hacia la costa este de España. Rumbo a… —no se atrevía a continuar.
—A Roma —completó Keterman.
—Sí, señor —afirmó uno de los jefes de grupo, agachando la cabeza.
—¿Tiene familia? —inquirió el director.
—Tiene a su padre, un hermano y una exmujer.
—¿Los tenemos localizados?
—Sí, señor. El padre y el hermano viven juntos en un piso de un barrio llamado Carabanchel, en Madrid. La exmujer vive en París.
—Nos bastará con el padre y el hijo. No se suele tener mucho afecto a las exmujeres, ¿no creen? —Las carcajadas de Keterman retumbaron en la sala y rápidamente contagiaron a todo el grupo.
De este modo se dio la reunión por terminada, salvo para uno de sus jefes de grupo, aquel en quien más confiaba, el agente Harrison.
—Tengo algo para ti, Harrison —comenzó Keterman.
Harrison permaneció de pie frente a su director, esperando la orden. Aquel era un hombre completamente entregado a la causa, un patriota.
—Debes ir a España con un pequeño grupo de nuestros mejores hombres y traerme al padre y al hermano de… —Keterman dudó un instante, no recordaba su nombre.
—Óscar, señor, Óscar Ruiz —completó Harrison.
—Sí, del periodista. Sé discreto, no queremos dar ningún tipo de publicidad a esto, ¿está claro?
—Sí, señor.
Harrison salió de sala de reuniones con una difícil misión. Un secuestro silencioso en suelo extranjero.
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Tan solo faltaban dos días para la reunión con el emperador y los nervios crecían en el corazón de Óscar, suerte que por fin habían vuelto a la villa de Lucius y podía aplacarlos con Vivia. Pasaba la mayor parte del día con ella. Paseando por los alrededores, montando a caballo o navegando en el mar en un pequeño bote.
Durante todo el tiempo que pasaban juntos, ella intentaba hacerle ver el sentido de la vida romana. Qué era lo más importante para un romano, o qué era lo que amaban. En definitiva, un curso sobre los usos y costumbres del romano.
Óscar no dudaba en hacer todo tipo de preguntas. En uno de sus paseos a caballo por el bosque se encontraron con una alta torre de piedra culminada por una especie de telescopio.
—¿Qué es esto, Vivia?
—Es el observatorio de un druida de las estrellas. Viven en ellos observando el cielo y estudiándolo. Después usan todo lo que han aprendido para crear mapas estelares.
—Estáis mucho más avanzados de lo que pensaba.
Vivia sonrió.
—Eso es lo que queremos que creáis. En realidad, nosotros también tenemos satélites allí arriba, y un sistema de comunicación por delante del resto.
—Tu hermano me lo enseñó cuando viajábamos en el Esturión. Me pareció algo increíble.
Durante esos días visitaron varios pueblos y fue tratado por los lugareños con respeto y curiosidad.
Se sentía tremendamente feliz entre aquellas gentes, pero sobre todo al lado de Vivia, cada noche en silencio se preguntaba qué sentiría ella. Quizás solo fuera amable con él porque su padre se lo pedía, quizás se sintiera obligada como anfitriona. La verdad es que estaba algo acomplejado entre tanto cuerpo escultural. No podía imaginar que alguien como Vivia se pudiera enamorar de alguien como él. Tampoco es que creyera que fuese un tipo feo o desagradable, tan solo alguien normal, sin ningún tipo de virtud salvo la supuesta que había parecido ver el emperador. Quizás con eso fuera suficiente, quizás realmente tenía algo.
El día se acercaba antes del viaje a Roma, los padres de Lucius quisieron hacer una fiesta en su villa. Invitaron a gentes de toda la isla. Todo aquel que quisiera podía asistir.
Óscar sintió que tanto su respiración como su corazón se paraban de pronto cuando vio a Vivia en unos de los jardines. Llevaba un vestido de seda de color azul abierto hasta la cintura y con la espalda al aire. Su larga melena rubia estaba recogida con lo que se le antojaba un peinado complicadísimo. Se acercó a ella atravesando el jardín. Él vestía un pantalón largo de lino con una camisa azul rematada con dibujos geométricos cosidos con hilos de oro que Lucius le había prestado.
—Aún no rellenas la ropa de mi hermano —observó ella mientras colocaba los hombros de la camisa.
—Él insistió… yo ya le dije que era demasiado grande pero…
—No te preocupes. —Sonrió—. Resalta el color de tus ojos. Ven, bailemos. —Tomó su mano y con fuerza lo arrastró hasta una zona del jardín donde otros habían empezado a bailar al son de una música suave.
Apenas sabía bailar los bailes tradicionales, siempre había creído tener dos pies izquierdos, pero agarrado a la cintura de Vivia podía moverse grácilmente por los mosaicos del jardín. No podía apartar la vista de ella, sus ojos azules le tenían completamente atrapado. Pero no se sentía con confianza para hacer lo que tanto deseaba, besarla, aún no. Tenía miedo de estropear aquello, quería mantener la esperanza.
Pasaron la noche riendo y jugando a extraños juegos con Lucius, Gnaea, Plubius, Sextus y los hermanos Gaius y Aulus. Óscar intentaba aprender deprisa, pero algunos eran ciertamente complicados. Uno de ellos se le daba mejor, era parecido a la diana salvo que en vez de acertar a los números debía de dar con el dardo dentro de unos círculos de distintos colores y tamaños repartidos en una plancha de madera.
Ya de madrugada dieron por terminados los festejos y cada uno se retiró a descansar a sus habitaciones o a sus hogares. En unas horas saldrían rumbo a Roma y tenían que estar despejados. El capitán Manius también asistió a la fiesta. Óscar pudo hablar con él, la aspereza con que le trató los primeros días había desaparecido casi por completo; después de todo, parecía que volverían a compartir travesía, ya que serían él y su Esturión quienes les llevarían a Roma.
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Apenas hacía unos minutos que había amanecido y la villa ya bullía de actividad. Había muchos preparativos que hacer antes de embarcar.
Desde el primer momento Óscar creyó que aquel viaje lo realizaría tan solo con Lucius, pero la noche anterior durante la fiesta se anunció que Appia y Marcus también les acompañarían junto a su hija, Vivia, saber aquello le alegró de veras. No sabía cuánto tiempo debía estar en Roma, eso oprimía su pecho, el no saber cuándo podría volver a verla; no podía seguir así, tenía que sincerarse con ella. Todo aquello le parecía una locura, tan solo la conocía desde hacía una semana aun así ya sabía lo que quería.
Sintió que Sextus no les acompañara. Había crecido una amistad entre los dos aquellos días, pero debía quedarse con su hermano Plubius para atender a las yeguas en los partos.
El sol aún no estaba alto. Debían de ser las diez de la mañana cuando comenzaron a embarcar en el Esturión. Esta vez no tuvieron que ir a Equo Albo, les esperaba en la cala junto al acantilado, Óscar podía verlo desde el balcón de su dormitorio. Los marineros se afanaban en cargar todos los enseres ayudados con botes de madera blanca adornados con el nombre del barco escrito en letras de oro.
Ya en la mar comprobaron que el agua estaba en calma, una brisa agradable recorría la cubierta del barco. Óscar aprovechó esos momentos para fotografiar a las distintas aves que les acompañaban en aquel viaje, el sol ya estaba alto y la luz era perfecta. Le habían informado de que si no había contratiempo en dos horas desembarcarían en el puerto de Roma.
Vivia estaba apoyada en la barandilla con la mirada fija en el horizonte, perdida en sus pensamientos. Con aquella luz su melena al viento parecía oro puro. Óscar se sentó en uno de los bancos de cubierta y la fotografió. Se dijo a sí mismo que sería imposible capturar tanta belleza.
Sin percatarse Lucius se sentó a su lado rompiendo la magia de aquel momento. Aun así fue muy bienvenido. Debían hablar de lo que sucedería aquella tarde, Óscar le acompaño a la cámara de Magnus, allí les esperaba Marcus.
Recorrieron las entrañas del barco hasta llegar al camarote del capitán, situado en la popa del barco; durante el camino, a Óscar le extrañó escuchar la canción Innuendo, de Queen. Lucius le sonrió y le dijo:
—También nos gusta la buena música.
La puerta de caoba generosamente tallada anticipaba el hogar del capitán en el inmenso azul. El camarote era mayor que el suyo, en las paredes colgaban pinturas de temática marina y del arte de la pesca. En el centro, frente al ventanal había una robusta mesa de madera, en la que estaban dibujados los océanos y los mares del mundo. Manius y Marcus les esperaban sentados, sus rostros estaban relajados, Óscar supuso que querían hablar de su audiencia con el emperador.
—Siéntate, Óscar —le invitó Magnus.
Óscar junto a Lucius se sentó frente a los viejos guerreros. Marcus tomó una jarra de cristal y se sirvió agua en un vaso antes de comenzar hablar.
—Hemos concertado esta reunión porque queremos informarte de lo que va a ocurrir esta tarde.
Óscar asintió con la cabeza, a la vez que echó un fugaz vistazo a Lucius, que tenía el rostro serio, lo que le produjo algo de inquietud.
—Te llevaremos ante el emperador, tendrás una audiencia privada con él —continuó Marcus—. Quiere conocerte.
Aquellas últimas palabras tensaron sus músculos, todos en aquella mesa se percataron de ello. Lucius quiso relajarle.
—No te preocupes, Óscar, recuerda que tuviste las agallas de acudir solo a una habitación de motel con quien creías era un asesino.
Aquello era cierto, pudo con aquello y ahora se encontraba entre amigos, y estaba Vivia. Pensar en ella le insuflaba valor, un valor que no tuvo como ayuda la noche que conoció a Lucius. Aquel día le empujaba la desesperación, no sentía que tuviera nada que perder, su vida no le parecía tan importante. Simplemente saltó.
La reunión se alargó durante una hora, y en ella le contaron historias en común con el emperador, de esa forma pudo hacerse una clara idea de cómo era aquel hombre que guiaba el imperio.
—¿Cómo se llama? —dejó escapar la pregunta entre los dientes. Apenas había hablado en todo el encuentro. Los presentes le miraron fijamente.
—Su nombre es Augusto, pero debes llamarle emperador, solo él puede darte permiso para poder llamarle por su nombre —contestó Lucius.
Óscar asintió con la cabeza, pero no entendía por qué aquella pregunta les había producido aquellos gestos de incredulidad. Él era nuevo en aquel mundo.
Tras la reunión volvió a subir a cubierta, pero Vivia ya no estaba allí, supuso que algo había requerido su presencia, porque aquella vista invitaba a cualquiera a quedarse durante horas. Se sentó en uno de los bancos y contempló el horizonte. En unos momentos llegarían a Roma.
Roma, primeros de mayo
Decenas de barcos se amontonaban en el muelle del puerto, Vivia junto a él susurraba que venían de todos los rincones del mundo. Comerciaban y exploraban. Llevaban a los legionarios a distintos puntos del mundo para realizar sus misiones, llegando a ríos que atravesaban sinuosas selvas hasta las costas de los desiertos más áridos.
Cientos de carros tirados por musculosos caballos se afanaban por repartir las mercancías traídas de tierras lejanas a sus destinos finales.
Por las calles de Roma Lucius y Marcus le escoltaban, a su lado Vivia contestaba todas las preguntas que podía. Su emoción aumentaba a medida que se adentraban en la ciudad. De nuevo era como haber viajado en el tiempo, se preguntó si el Esturión no sería realmente una máquina del tiempo.
Al doblar una esquina, salieron a una plaza coronada por una inmensa construcción. Óscar apenas podía cerrar la boca, sentía que la mandíbula se le desencajaba.
—El circo Claudio. —Se notaba el orgullo de Marcus en sus palabras.
—El coliseo. Es magnífico —susurró Óscar.
Cruzaron la plaza, pero Óscar no podía apartar la mirada de aquella maravilla. Hasta que guiado por las palabras de Vivia miró hacia adelante.
—Aquel es el Palacio Imperial.
Era blanco como la más pura perla. Al acercarse pudo comprobar que estaba construido en mármol y custodiado por estatuas de antiguos emperadores.
Subieron por la escalinata, guardada por dos soldados. Un hombre anciano, aunque como todos aquellos romanos de una forma física envidiable, habló:
—Os esperaba. —Se dirigió directamente a Óscar—: Mi nombre es Claudio. El emperador te espera.
Tras dedicar una gran sonrisa a los demás les invitó a que lo siguieran. Lo primero que llamó la atención a Óscar fue el relajante sonido del agua que fluía por pequeños canales hacia distintos estanques que guardaban jardines exuberantes de mil flores, los cantos de cientos de pájaros invitaban a perderse. Entre aquellas plantas, al otro lado del jardín se encontraron con dos puertas imponentes que guardaban dos soldados.
—Al otro lado está la sala de audiencias —explicó Claudio—. El emperador quiere verte a solas. —Unos de los soldados abrió una de las puertas. El sonido de las bisagras rompió el ambiente idílico que creaban las aves y el agua.
El corazón de Óscar estaba acelerado, era como si se le fuera a escapar del pecho. Apenas podía fijar la vista en nada, recorría la sala con los ojos admirados. El suelo era de mármol negro y en él había representaciones de batallas antiguas en líneas de oro. Altas columnas flanqueaban la sala. Óscar siguió con la vista una de ellas hasta un techo donde contempló una bóveda de cañón decorada por exquisitas pinturas. Era como si estuvieran al aire libre, la bóveda representaba un cielo despejado, tan solo salpicado por algunas nubes blancas, había pájaros de todos los colores, todos diferentes. El sonido de una pisada le hizo saber que no estaba allí solo. Una figura emergió de entre las columnas. Era un hombre de unos cuarenta años, rubio, con unos intensos ojos verdes. Vestía unos amplios pantalones de seda verde y una camisa negra.
—Tú debes de ser Óscar —dijo a la vez que se acercaba a él y le tendía la mano.
—Sí—contestó Óscar, forzando un poco la voz para dar una sensación de falsa seguridad.
El emperador se percató del estado de nervios de aquel muchacho, algo que por supuesto sabía que ocurriría. Óscar estaba blanco como la nieve, se sentía al borde del desmayo. Todo aquello le otorgaba una imagen fantasmal.
El emperador se apiadó de él, abandonó su rostro serio esbozando una gran sonrisa.
—Tranquilo, Óscar, aquí estás entre amigos, no debes temer nada.
Aquello fue como si un peso infinito cayera de golpe. Es extraño el efecto que puede producir una sonrisa. La piel de Óscar poco a poco volvía a su color original, cuando el emperador le invitó a sentarse en las escalinatas que subían al trono.
El emperador Augusto no era un hombre que se perdiera entre las palabras, siempre iba directo al problema o a lo que pretendía conseguir de alguien.
—Quiero que escribas sobre nosotros, Óscar. Necesitamos dar a conocer nuestra lucha. Ya son demasiados siglos luchando a espaldas del mundo.
Óscar llevaba días queriendo hacerle una pregunta al emperador.
—¿Por qué yo, emperador?
Augusto esbozó una nueva sonrisa.
—Imagino que esa pregunta se la habrás hecho a varias personas durante estos días.
Óscar asintió con la cabeza.
—Sí, señor.
—Pero supongo que solo mi respuesta es la que te dejará satisfecho. —Óscar volvió a asentir con la cabeza, esta vez sin decir nada—. Bien, supongo que te habrán dicho que la razón es por tu investigación, el coraje y la fuerza que has demostrado ante las adversidades. Todo eso es cierto, pero la razón por la que te invité a que vinieras y a encargarte este importante trabajo es Lucius. Él fue quien te propuso, te estuvo observando durante meses, te fue poniendo a prueba dejándote pistas para que las siguieras, y según tengo entendido estuviste a punto de descubrirle en más de una ocasión. Yo solo confié en él la misión de encontrar a alguien que pudiera amar tanto a nuestro pueblo como nosotros mismos, y te encontró a ti.
Óscar lo intuyó desde el primer momento, sabía que Lucius tenía mucho que ver en toda aquella historia.
El emperador y Óscar pasaron horas hablando de cómo su pueblo llegó a formar parte del Imperio romano. Sus antepasados habitaban las islas desde el principio de la creación. Vivían en paz hasta que un grupo de hombres les atacaron desde la costa hoy conocida como Francia. Fue el primer contacto con los arsar. La necesidad y la batalla hicieron que evolucionaran más rápido que el resto del mundo. Desde ese momento fueron conscientes del peligro de aquella raza extraña y sangrienta que se alimentaba de sus caídos. Desde ese preciso momento decidieron combatirlos hasta extinguirlos y proteger todo pueblo amenazado, una lucha que continúa en nuestros días. Aquel viaje en el que se embarcaron les obligó a ir a lugares que ningún ser humano había pisado aún. A vencer los miedos de mitos y leyendas que a otros atenazaban. De esta forma descubrieron seres escalofriantes que vivían en la oscuridad, ocultos, dejando solo el rastro de la muerte y el misterio de desapariciones extrañas. Decidieron crear destacamentos permanentes en aquellos lugares para mantener a raya aquellos seres.
Mientras, en el horizonte, un gran imperio emergía. Aquello podría suponer un problema, no podían sumar un enemigo más y no querían luchar contra aquellos que creían debían defender. De modo que las islas se unieron por voluntad propia a aquella república aún en pañales. La tecnología de las armas con la que contaban los isleños ayudó al imperio a extender sus fronteras. En aquella época eso les permitió luchar contra los arsar, pero fue un error que los romanos de hoy no volverían a cometer. Sabían que si sus armaduras traspasaban sus fronteras harían más mal que bien. No podían dejar que ese poder cayera en manos de nadie.
Llegó un momento en el que la decadencia de Roma estaba completamente descontrolada, los isleños nunca se habían involucrado demasiado en el control del imperio. Había habido emperadores formidables, pero también auténticos tiranos. Creían que aquello debía formar parte de la evolución del pueblo y no se inmiscuían en su gobierno, pero aquella decadencia hizo que los isleños les perdieran el respeto y simplemente se apartaron. Las fronteras empezaron a caer hasta que tuvieron al enemigo en las mismas puertas de la capital del imperio. Pero amaban aquella ciudad y lo que representó en el pasado, así que la defendieron de las hordas bárbaras. Proclamaron a un nuevo emperador, alguien a quien seguir.
Desde entonces heredaron lo que quedaba del imperio y siguieron a la familia del emperador Augusto.
Aquella fue la lección de historia más amena que Óscar había tenido jamás, era como si las palabras del emperador se grabaran a fuego en su cerebro. Sería un buen comienzo para su libro. Llegados a este punto, el sol comenzaba a caer y la sala antes bien iluminada caía en penumbra. Fue entonces cuando decenas de antorchas se iluminaron por combustión espontánea, pensó Óscar. El emperador sonrió al ver la cara de su invitado ante lo que acababa de ocurrir.
—Nos gusta la luz que emite el fuego. Creemos que es cálida y da calidad de hogar.
Óscar asintió mientras se acercaba a unas de las antorchas. Era raro, no emitían calor.
—No es fuego corriente —se anticipó Augusto—. Es energía.
Óscar nunca había visto nada parecido; desde luego, su tecnología, aunque no lo parecía a primera vista, estaba siglos por delante del resto del mundo.
—Qué te parece si vamos con el resto y disfrutamos de una buena copa de vino.
—Formidable, emperador.
—Puedes llamarme Augusto, Óscar. —Aquello, sin saber por qué, llenó de orgullo su pecho. Sin más, ambos salieron de la sala en dirección a uno de los jardines. Mientras, Augusto le instruía sobre cómo conseguían energía limpia de la naturaleza, energía ilimitada y verde para todo su pueblo. Óscar sintió odio hacia los jefes de estado del mundo que, movidos por la codicia de las energéticas, no aceptaban el regalo que el pueblo romano les ofrecía, energía limpia y pura para iluminar el planeta entero.
Al llegar a uno de los jardines del palacio se encontraron una imagen bucólica: una sensación cálida invadió el alma de Óscar al contemplar a Lucius y Gnaea junto a Marcus y su esposa, charlando animadamente con Claudio; como no podía ser de otra manera se quedó cautivado al ver a Vivia jugando con unos cachorros junto al estanque.
—Buenas tardes, familia —espetó Augusto con una gran sonrisa y los brazos abiertos. De inmediato se fundió en un abrazo con Lucius y el resto de la familia.
Cuatro hombres entraron cargados con jarras de vino y viandas variadas para regocijo de los invitados y del propio emperador. Todos se sentaron alrededor de la mesa para disfrutar de una cena y de una conversación relajadas, pero fue entonces cuando Augusto compartió sus planes con los allí presentes.
—Lucius —comenzó—. Gran trabajo encontrando a Óscar, es la persona idónea para la empresa que nos espera. Debemos hacer pública nuestra lucha. La osadía de los arsar aumenta día a día, pronto mostrarán su verdadera cara y dejarán de esconderse, su número y poder aumentan mientras hablamos. Son más peligrosos que nunca. Debemos avisar al resto del mundo de la que se les viene encima y debe ser alguien de ellos. A causa de nuestra negativa a comerciar con nuestras armaduras no hemos generado muchas amistades en las grandes esferas. No tardarían en boicotearnos.
Todos en la mesa asintieron con la mirada fija en el emperador. Pero Augusto observaba a Óscar.
—Es preciso —continuó— que vayas a los bosques, las montañas, los desiertos y las selvas donde se esconden, de esta forma podrás experimentar la emoción de la caza, descubrir el hábitat y la forma de vida de estos seres, porque, no te confundas, Óscar, no son animales, son inteligentes y forman estructuras sociales complejas. Nada de lo que hacen es por instinto, son conscientes del daño y el dolor que generan. Es una motivación más para ellos. En unos días, Lucius y tú os embarcaréis en un viaje que os llevará a los lugares más escondidos del planeta. Allí descubrirás tu verdadero valor. A tu regreso nada podrá detenerte.
Óscar miró a Lucius. Tenía el rictus duro y una mueca de preocupación.
—No será un viaje sencillo —dijo directamente.
—Lo sé, pero debe hacerse, es necesario sacar a esas bestias a la luz. Creemos seriamente que se ha producido una alianza entre ellos y los arsar. No podemos ignorar esa alianza.
—Haremos lo que sea necesario, Augusto. —El tono con que Lucius pronunció aquella frase consiguió poner de punta cada vello del cuerpo de Óscar. Si debía emprender aquel viaje se alegraba que fuera él quien le acompañara.
—Partiréis en seis días desde Equus. Debes recoger allí tu armadura, Lucius, a Óscar se le forjará una aquí con el símbolo de vuestra familia, el caballo. —Augusto se levantó de la mesa—. Se hace tarde y debéis descansar. Tendremos tiempo estos días para poder seguir hablando.
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