Kitabı oku: «Un imperio eterno: Un viaje a las sombras», sayfa 4

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C9

El bramido de las olas al golpear las rocas despertó a Óscar. Se sentía muy bien, despejado. No podía recordar la última vez que había podido disfrutar de un sueño tan profundo.

Se incorporó y se sentó en la cama. Al poner los pies sobre el suelo descubrió unas zapatillas de piel de algún animal, que no acertaba a descubrir. Aspiró hondo. Un aire puro hinchó sus pulmones, un aire con una mezcla a cientos de fragancias.

Se levantó y se acercó al balcón. El sol apenas le dejaba ver. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz pudo descubrir lo que la oscuridad le ocultaba la noche anterior.

La villa estaba sobre un verde acantilado. El inmenso azul se perdía en el horizonte. Afinando la vista pudo distinguir un camino que bajaba a una pequeña playa blanca como la nieve. Allí pudo ver dos figuras, estaban desnudas bañándose en el mar. Sin duda debía de tratarse de Lucius y Gnaea. Volvían a disfrutar de su hogar.

Óscar tenía la mirada fija casi por encantamiento sobre los amantes cuando Vivia entró en la habitación. No se percató de su presencia.

—Llevaban diez años alejados de esa playa —comentó Vivia, a la vez que posaba su mano sobre el hombro de Óscar.

El corazón casi se le sale del pecho y la vergüenza se apodero de él, manifestándose con un rojo intenso que recorría todo su rostro. Apenas pudo balbucear dos palabras, algo que dibujó una sonrisa en Vivia.

—Siento haberte sobresaltado. Quería comprobar que habías descansado.

Una vez que recuperó el aliento, Óscar pudo contestar:

—Sí he podido descansar, gracias.

—Cuando te asees puedes bajar y desayunar con mi padre. Quiere hablar contigo y con Lucius.

Diciendo esto salió de la habitación, dejando a un cada vez más sorprendido Óscar por lo que aquella muchacha le hacía sentir.

Lucius le estaba esperando al final de la escalera. Vestía pantalones de lino rojos y una especie de camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas anudada en su cintura por una cinta de seda. Por el contrario, él vestía completamente de blanco.

—¿Has descansado? —preguntó Lucius.

—Sí, hacía años que no dormía tan bien —contestó Óscar, esperando alguna crítica respecto a la ropa.

—Veo que te has decidido por vestir ropa romana.

—Sí, y debo decir que es realmente cómoda, muchas gracias.

Lucius sonrió.

—Ven, sígueme, nos están esperando.

Los frescos de las paredes eran maravillosos, dependiendo de las salas los temas variaban, los había de caza, jardines, batallas… Después de cruzar varias estancias entraron a un salón abierto hacia un pequeño jardín inundado de flores de todo tipo de colores. El olor era embriagador. Allí les esperaba el patriarca de la familia.

—Buenos días —saludó Marcus.

—Buenos días —respondió Óscar.

Al instante aparecieron Appia y su hija con sendas bandejas repletas de fruta y bollos e invitaron a sentarse a los dos recién llegados. Vivia sirvió leche fresca a Óscar y se sentó a su lado.

—¿Has encontrado todo a tu gusto? —preguntó Marcus mientras alcanzaba una manzana.

Óscar levantó la cabeza del tazón de leche

—Sí, señor. —Se sentía un poco incómodo, no sabía cómo dirigirse a él.

—Por favor, Óscar, llámame Marcus, vamos a dejar lo de señor para vuestro dios —completó Marcus con una sonrisa—. ¿Eres creyente?

—No, no soy creyente —titubeo Óscar. No sabía muy bien qué contestar, había visto dos templos pequeños en unos de los jardines. Marcus esbozó una sonrisa.

—Supongo que habrás visto los templos cuando venías hacia aquí. —Óscar asintió con la cabeza—. Son en honor a Ceres y al Arión —continuó Marcus, que pudo ver cómo una gota de sudor recorría la frente de Óscar. Viéndolo, Marcus quiso liberarle de la presión que sentía—. Tranquilo, Óscar, no me has ofendido. Nosotros hace siglos que no adoramos a los dioses, hemos cambiado las deidades por lo que representaban. Ya no adoramos a Ceres, sino al trigo que nos proporciona la tierra. Tampoco adoramos a Arión, sino al caballo.

Óscar se sintió aliviado, aunque creyó que su suspiro volvía a dejarle en una situación comprometida. Pero no fue así, lo cierto es que provocó un sinfín de carcajadas en la mesa.

—Bien —continuó Marcus—. Debemos hablar de cosas serias. —Las risas se cortaron de golpe.

—El emperador nos ha emplazado en Roma a finales de semana. Quiere conocer a Óscar y ponerle al día de lo que se espera de él.

Óscar tragó saliva, la presión volvió a su pecho.

—No te preocupes —continuó Lucius—, ya no echamos a la gente a los leones. —Las risas volvieron a la mesa. La broma consiguió lo que Lucius pretendía. Óscar se sintió de nuevo algo más relajado. Aquello era como una montaña rusa de sensaciones.

—Puedo adelantarte que lo que el emperador quiere de ti es que ejerzas de vínculo entre nosotros y el resto del mundo.

—¿Por qué yo? Yo no soy nadie. Nadie me escucha, soy el hazmerreír entre los periodistas.

—Porque a pesar de eso seguías luchando en lo que creías. Tienes pasión, y esa pasión hará que te escuchen.

Óscar se sentía confundido y excesivamente halagado por aquellas gentes.

—Debemos ir a la ciudad —continuó Appia—. Debemos hablar con los patrones de los barcos para el trasporte de los caballos, querido.

—Cierto —afirmó Marcus—. Mis hijos te pondrán al día de la cultura romana, Lucius. De momento podríais enseñarle los campos de cría y presentarle a tus hermanos.

Sin más, Marcus y Appia se levantaron de la mesa para dirigirse a la ciudad, mientras Lucius y Vivia se disponían a recoger los restos del desayuno.

—¿Dónde está tu esposa? —preguntó Óscar.

—Se ha ido a cazar al bosque. Hacía diez años que no podía disfrutar de ello y ahora se pasa allí horas para recuperar el tiempo pasado fuera.

—Es toda una amazona —quiso completar Óscar.

—Sí —sonrió Lucius—. Una de las cosas que debes saber de los romanos es que nos sentimos iguales entre nosotros. Los tiempos de las clases sociales o en los que los hombres nos sentíamos superiores pasaron hace siglos.

—Sin duda habéis evolucionado mucho más que el resto de las sociedades —comentó Óscar con la mirada fija en Vivia.

Lucius se percató de ello.

—Otra de las innumerables cosas que debes saber de nosotros, y que irás descubriendo día tras día es que los romanos solo nos enamoramos una vez en la vida y para siempre.

Óscar se sonrojó de inmediato y clavó su mirada en el suelo, lo que produjo una enorme carcajada en Lucius.

—Verás, los romanos un día somos sorprendidos por un complejo cúmulo de sensaciones al conocer a quien estábamos destinados. Es como una especie de conexión. Normalmente ocurre entre romanos y no necesariamente entre hombre y mujer, puede ocurrir entre hombres o entre mujeres, eso es algo que solo el destino nos descubre, pero en algunos casos ocurre que algún romano o romana se enamora de alguien de más allá de las islas.

Lucius observó intensamente a Óscar, quería ver la reacción de este al pronunciar estas últimas palabras, y pudo ver cómo se erizaba cada centímetro de su piel. No había duda de lo que estaba sucediendo.

Óscar estaba completamente ensimismado con las últimas palabras de Lucius. ¿Era eso lo que estaba sintiendo él? Desde luego se le acercaba mucho. ¿Era posible que ella pudiera estar sintiendo lo mismo? A Óscar eso se le antojaba imposible, no se sentía digno de ella, pero las últimas palabras de Lucius le hicieron vibrar, le dio una posibilidad, un quizás. Tan solo la conocía desde hacía unas horas y el mero hecho de pensar en ella hacía que su corazón se desbocara.

Lucius tuvo que levantar la voz para volverlo a traer al mundo de nuevo.

—Acompáñame, debemos cambiarnos para ir al campo de cría.

Óscar le siguió, aunque con los pensamientos en otra parte. Fueron a una estancia junto a las cuadras. Allí descansaba Taranto junto al resto de sus compañeros equinos.

El caballo no pudo evitar un suspiro reprimido al volver a ver a aquel jinete de maneras bruscas. Era como si nunca hubiera montado a uno de sus semejantes.

Óscar ahora vestía un pantalón de cuero curtido que le llegaba por encima de los tobillos, unas botas cerradas de cuero y una camisa negra un poco más basta que la anterior. Estaba claro que era ropa de trabajo, por lo que ya sabía lo que esperaban de él, al menos aquella mañana, y no era otra cosa que ensuciarse las manos.

El relincho de Taranto sobresaltó a los demás caballos, que parecían reírse tras un comentario de este. Como pudo, Óscar volvió a subir al resignado caballo y partió detrás de Lucius y su flamante caballo negro camino a los campos de cría.

Tardaron algo más de una hora en llegar a los prados. El reflejo de la luz sobre aquel verde apenas dejaba ver a Óscar, tuvo que ponerse la mano sobre la frente para poder ver aquella alfombra verde que se extendía delante de él. Había dos edificaciones: una torre y una gran nave de piedra y madera. Cientos de caballos con sus crías pastaban en la llanura.

Al llegar a la torre, dos chicos de unos veinte años salieron a recibirles. La sonrisa no podía ser mayor. Lucius, de un salto, se apeó del caballo y corrió hacia ellos con los brazos abiertos, en un instante los tres se fundieron en un intenso abrazo. En ese momento Óscar se acordó de su hermano y de su padre, y de lo que le hubiera gustado tener una relación con ellos como la que tenía Lucius con los suyos. Cuando llegara a casa estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para que así fuera. Lucius le cogió del brazo sacándole de nuevo de sus pensamientos.

—Ven, quiero presentarte a mis hermanos. —El tono de la voz de Lucius era vibrante, estaba claro que estaba emocionado por volver a ver a sus hermanos.

—Este es mi hermano mediano, Plubius. —El hermano cogió el antebrazo de Óscar y le dio la bienvenida—. Y este chico de aquí es mi hermano menor, Sextus. —Apenas tendría veinte años, pero su mirada era intensa.

—Veo que venís con ropa de trabajo —comentó Plubius con cierta ironía.

—Alguien tendrá que arreglar todos vuestros estropicios. —Ambos hermanos estallaron en carcajadas y se fueron juntos hacia las naves de piedra.

Óscar se quedó a solas con Sextus. Hubo un silencio tenso, era como si aquel muchacho de ojos azules estuviera estudiándole.

—Sígueme —ordenó.

Se dirigieron hacia la mitad del prado. Tuvieron que saltar la valla de madera del cercado de los caballos. Allí recogieron una serie de herramientas tiradas en el suelo, una gran maza, un par de azadas y unas estacas.

—Hace unos días hubo una gran tormenta —comenzó explicando Sextus—. Parte de la valla del lado sur se derrumbó. Nuestra labor es rehacerla.

Óscar seguía a aquel muchacho asintiendo con la cabeza y sin decir nada. Iba a ser un día duro.

—Primero debemos apartar la madera vieja. —Ambos cogieron la madera estropeada y la amontonaron a un lado. Luego serviría como leña.

Óscar se sentía incómodo al estar tan callado, a pesar de ser varios años mayor que él le imponía bastante.

—Tu padre nos comentó anoche que dos yeguas han parido. —Óscar andaba con pies de plomo, no quería decir ninguna estupidez.

—Sí —contestó Sextus—. Estamos en la época de cría. Ahora hay mucho trabajo.

—¿Os quedáis aquí todo ese tiempo?

—Sí, bueno, solemos turnarnos, pero depende de las yeguas y de cuándo deciden parir. —Sonrió.

La sonrisa contagio a Óscar. Así pasaron la mañana, cavaban un agujero, ponían dos estacas a modo de guía y luego turnándose con la maza clavaban un pilote de madera en la tierra; para terminar, unían los pilotes con tres travesaños.

Al cabo de unas horas Óscar apenas podía doblar los dedos, le dolía cada falange. Sextus no podía dejar de sonreír al verle sufrir cada vez que cerraba la mano. Habían hecho buenas migas aquella mañana. Nada como el trabajo duro para comenzar una nueva amistad.

Sextus quiso tranquilizar a Óscar:

—No te preocupes, los dedos permanecerán en su sitio, solo se están endureciendo.

Óscar asintió con una sonrisa un poco forzada, temiendo que en cualquier momento los dedos se le cayeran. Mientras, volvían a la torre a saciar el hambre voraz que sentían después de un trabajo duro.

Al pasar adentro, un olor a carne estofada abrió aún más si cabe el apetito a Óscar. Allí, sentados a la mesa y acompañados de un buen vino, les esperaban Lucius y Plubius. Los cuatro comieron como si no hubiera un mañana, solo descansando para dar un sorbo de vino o de agua fresca, no había más donde elegir. Al terminar se sentaron junto al hogar encendido y los tres hermanos contaron historias de su niñez y adolescencia. Óscar envidiaba sus vidas tan libres, tan salvajes. La mayor parte de su infancia la había pasado en un piso de sesenta metros cuadrados en Carabanchel. No es que hubiera tenido una mala infancia, pero nada comparable con lo que ellos contaban.

Sin darse cuenta, Óscar cayó en un profundo sueño. Se imaginaba de niño en aquellos parajes, escapándose con los tres hermanos al bosque a vivir mil y una aventuras, haciendo trastadas a Decimus, el molinero…

Al despertar se encontró solo, con apenas unas ascuas en la chimenea; salió fuera en busca de sus compañeros de trabajo. El sol aún estaba alto y el cielo estaba bastante despejado, de un azul intenso. En ese momento oyó varias voces dentro de las cuadras y se encaminó hacia allí.

Cuando entró vio a los tres hermanos alrededor de una preciosa yegua de color gris. Estaba tumbada hacia un lado gimiendo y resoplando. En ese momento Lucius alzó la vista y descubrió a un medio dormido Óscar.

—Ven y échanos una mano —le dijo. Óscar se arremangó y se puso a su lado sin saber muy bien qué hacer—. Se ha puesto de parto, tenemos que hacer que se relaje. Tú colócate aquí y acaríciale la cabeza.

Óscar se sentó junto a la inmensa cabeza y empezó a acariciarla con movimientos circulares. Pudo sentir cómo se relajaba, cómo su respiración pasaba a ser más pausada. En ese instante la yegua colocó su cabeza sobre las piernas de Óscar y comenzó a parir.

Al momento, un delgado pero sano potrillo salió de su interior. Lo colocaron junto a la madre para que lo pudiera limpiar. A los pocos minutos el potro intentó ponerse en pie, pero no pudo; Sextus comentó que aún tenía los cascos muy blandos, que tardarían unas horas en endurecerse para que pudiera caminar. Todos salieron de los establos y dejaron descansar a madre mientras el potrillo mamaba por primera vez.

—Esta noche la pasaremos aquí —anunció Lucius—. Os ayudaremos con el nuevo potro.

Ambos hermanos asintieron. Una ligera tristeza ensombreció el rostro de Óscar porque pasaría todo un día sin poder ver a Vivia. Era extraño, pero se sentía unido a ella.

La tarde la pasaron turnándose por parejas para vigilar al recién llegado. Durante el turno de Óscar y Sextus, este le explicaba todo lo que debía saber sobre cómo debía comportarse un potro recién nacido sin ningún tipo de problemas.

Apenas transcurrieron cinco horas desde su nacimiento y el potro ya estaba de pie, caminando, todo parecía indicar que todo iba bien, aun así deberían continuar con la vigilancia toda la noche. El primer turno lo hicieron Óscar y Sextus. Amontonaron un buen montón de paja junto a un rincón y lo cubrieron con unas mantas para poder estar más cómodos. Estuvieron hablando durante horas, sobre la infancia de Óscar y la vida fuera de Roma. Pronto llegaría el momento en el que Sextus debería asumir su papel como cazador. Estaba ansioso.

C10

El director Keterman salía del despacho oval después de una intensa reunión con el presidente Johnson. Tenía nuevos avances en su investigación y necesitaba de la aprobación del presidente para poder continuar.

Al llegar a su oficina en Des Moines ordenó a su ayudante que buscara inmediatamente a los agentes Parkers y Wallis. Una vez reunido quiso ponerse al día de la situación de la investigación de los dos agentes.

—¿Alguna novedad? —preguntó Keterman.

—Hemos escaneado la imagen del desconocido y la hemos pasado por el sistema de búsqueda facial —se adelantó Parker.

—¿Algún resultado?

—Hemos tenido varios resultados poco fiables, salvo uno de hace dos años en Nueva York —continuó Wallis.

—¿En Nueva York, en la zona del apartamento caliente?

—A dos manzanas —puntualizó Parker. Los dos agentes tenían en vigilancia un apartamento en Queens, en la calle 162. Hacía unos meses un agente de policía fue a ese domicilio por una llamada de violencia de género. Tomó declaración a un vecino que salió en ayuda de la mujer. Según el agente de policía, el buen samaritano tenía extraños tatuajes en los brazos y unos intensos ojos azules. Algo poco concluyente para el presidente, que no dio luz verde a un registro intensivo.

—Esta mañana, como sabéis, he tenido una reunión con el presidente. Quiere resultados. Nos ha dado carta blanca para hacer lo que tengamos que hacer.

—¿Cuáles son las órdenes, señor? —preguntó algo emocionado el agente Wallis.

—Debemos saber qué se esconde en ese apartamento, saber si es una prueba fiable o no. Preparara un operativo para mañana. Nos vamos a Nueva York.

C11

Cada vez se sentía más cómodo sobre el caballo y Taranto sentía que la confianza de su jinete aumentaba, cada vez resoplaba menos.

Ya habían pasado tres días desde su llegada a Roma y, como habían prometido, iban camino de la ciudad para ver el gran combate entre los hermanos Gaius y Aulus. Durante el camino, Lucius le habló sobre las distintas técnicas de combate, quiénes fueron los más grandes gladiadores de Roma y cómo fueron sus combates sobre la arena.

Estaba impaciente por entrar en el circo de Equo Alba, ver a los dos contrincantes luchar arropados por las gargantas de miles de romanos, sería como viajar dos mil años en el tiempo. Aun así, Lucius comentó que no había nada como disfrutar de unos juegos en el coliseo de la capital, el coliseo de la ciudad de Roma. A Óscar se le ponían los pelos de punta solo de pensar en ello. Había oído tantas historias sobre esos juegos, había leído tantos libros de historiadores y expertos del Imperio romano, que no podía creer que en un futuro podría disfrutar de ellos. De momento estaba en Equo Alba donde asistiría a una excitante lucha de gladiadores, el Coliseo Flavio tendría que esperar. Ahora tocaba disfrutar de una lucha de gladiadores.

Dentro de las tripas del circo se encontraban Gaius y Aulus preparándose para su combate, serían los últimos en salir, tenían que esperar, estaban inquietos y la única forma que conocían para tranquilizarse era luchar. Aquel día también habría combates entre hombre y bestia. De las profundidades emergían escalofriantes rugidos que helaban la sangre de los hombres.

Al entrar al circo Óscar sintió un sinfín de sensaciones. Había estado en muchos estadios de futbol más grandes incluso que aquel circo, pero la historia que manaba de esas piedras, los olores a pescado asado o a pan, le trasportaban a un pasado que había imaginado en innumerables ocasiones.

—Ven, es por aquí. —Lucius también estaba emocionado, no porque hiciera diez años que no disfrutaba de un combate, sino porque recordaba sus momentos en la arena. Durante el viaje confesó que quería volver a luchar, y que pronto comenzaría su entrenamiento; no era lo mismo que luchar contra los arsar, un romano conoce tus técnicas y a pesar de sus nervios templados el público siempre afectaba.

De repente, una enorme puerta se abrió y de la oscuridad surgieron unos rugidos que hicieron enmudecer al público. Las pisadas de aquello que fuera que estuviera saliendo por aquella rampa eran atronadoras y hacían vibrar la arena. Por otra puerta salió un hombre con una extraña armadura negra con una especie de tribales dorados que daban forma de un dragón. Lucius le explicó que cada familia romana tenía un símbolo que les representaba, en este caso se trataba de Quintus, cuyo símbolo familiar era el dragón, y lo lucía con orgullo en sus armaduras.

Como un rayo, un gigantesco oso emergió de la oscuridad: su pelo era negro y estaba completamente erizado. Dio una vuelta a toda velocidad dejando al guerrero en medio del círculo de arena.

—Como ves, no lleva ningún tipo de armas, esta será una lucha cuerpo a cuerpo entre hombre y bestia. —Lucius hablaba sin poder apartar la mirada, pero Óscar no podía mirar: una cosa era una lucha entre iguales, pero aquello resultaba tremendamente desigual, aquella bestia destrozaría al guerrero de tan solo un zarpazo.

El oso, al no encontrar salida, se detuvo y advirtió la presencia de su contrincante, fijó su mirada en el gladiador. Clavó las garras en la arena y salió disparado hacia él, se paró y se puso a dos patas justo delante de Quintus. La sombra de aquella bestia no tenía fin y Quintus permanecía quieto, estático.

Una zarpa rasgó el aire golpeando violentamente la figura del guerrero lanzándole varios metros hacia los muros. Un zarpazo mortal para cualquiera, pensó Óscar, pero Quintus se levantó, parecía algo dolorido, pero no había sangre. En ese momento se lanzó sobre el oso. La pelea fue brutal. Quintus evitaba los golpes del oso ágilmente y hábilmente respondía con golpes certeros en las zonas blandas de la bestia, si es que tenía alguna aquella masa de músculos.

La lucha duro más de treinta minutos, el intercambio de golpes era salvaje pero el oso sentía que sus fuerzas poco a poco disminuían. En un descuido de la bestia, Quintus, de un salto, consiguió ponerse a lomos del oso. Agarró su cuerpo y lo apretó hasta dejarle sin aire. En menos de un minuto cayó sobre la arena. Todo el estadio vibró con el peso de la bestia y el bramido del público.

—Una lucha espectacular —dijo Lucius, completamente exaltado. Ese joven Quintus será un gran cazador.

—Supongo —contestó Óscar—. ¿Ahora qué hacéis con tanta carne?

Lucius estalló en carcajadas, había almacenado mucha tensión viendo el combate.

—El oso no está muerto, solo esta inconsciente. Ya te dije que las peleas a muerte eran cosas del pasado. Aunque debo concretar que solo se pelea a muerte en los juegos del coliseo contra bestias capturadas más allá de la frontera, karlov, maios… Esos combates son mucho más peligrosos y no siempre gana el guerrero romano. Si uno de esos seres sale vencedor se le devuelve a su sitio, como haremos con este oso.

Aquello relajó enormemente a Óscar. Aunque ahora ardía en deseos de poder disfrutar los juegos del coliseo y poder ver aquellos seres y comprobar que verdaderamente eran reales.

Los combates se siguieron sucediendo, entre guerreros y guerreras jóvenes, con diferentes armas y sin armaduras, tan solo con prendas de cuero que tapaban ciertas partes de sus cuerpos.

Algo que tenía completamente obnubilado a Óscar era la belleza de los rostros y de los cuerpos de los romanos. Hasta él se sentía más en forma que nunca, hacía tiempo que no tenía la necesidad de fumar y el trabajo duro, la buena comida y el descanso reparador habían logrado en tres días tonificar algo su cuerpo. Nunca se había sentido tan bien.

Llevaban algo más de dos horas disfrutando de los combates cuando por fin se anunció el combate fratricida que todo el mundo estaba esperando. Los dos hermanos salieron a la arena, cada uno por un extremo del círculo de arena. Los dos empuñaban dos espadas cortas, vestían faldas y sandalias de cuero, muñequeras de cobre y un casco del mismo material. Ambos tenían el tatuaje de una serpiente en la espalda. Al instante pensé que se trataría del símbolo familiar.

En un instante comenzaron los golpes de espada. La lucha era feroz, era como si se odiaran a muerte. Aulus parecía tener ventaja, era más alto y fuerte que su hermano, pero este con un movimiento rápido y certero consiguió cortar la piel del muslo de su hermano. Un alarido rasgó el silencio del público, tan solo se oía el golpear de las espadas. Aulus contraatacó con fuerza, como si no sintiera dolor.

En ese momento le vino a la mente la milagrosa recuperación de sus profundas heridas el día que les conoció. Era un misterio en el que le gustaría indagar…

El intercambio de golpes continuó: Aulus consiguió herir el pecho y el gemelo de su hermano, pero eso solo consiguió enfurecer más a Gaius, que aumentó la velocidad de sus golpes consiguiendo herir sendos brazos de su contrincante.

La sangre manaba por las heridas y empezaba a pasar factura en los dos guerreros, que cada vez estaban más débiles. La vista era cada vez más borrosa y los golpes perdían intensidad y fuerza.

Aulus se despojó del casco, apenas podía visualizar a su enemigo en la arena y hermano fuera de ella. Los cortes en los brazos hacían que cada vez pesaran más, pero siguió luchando hasta que se desplomó en la arena. Pocas veces salía un vencedor cuando luchaban entre ellos, pero estaba vez Gaius se llevó la victoria y los honores del público.

Finalizados los juegos Óscar y Lucius decidieron pasar la noche en una posada de la ciudad y disfrutar de su ambiente y de una buena cena en compañía de algunos amigos de la familia y por supuesto de Aulus y Gaius. Pero antes, Lucius quería visitar unas termas para poder relajarse y disipar la tensión que le habían producido los combates.

Estando relajados en una de las piscinas de agua caliente, Óscar le volvió a preguntar acerca de las milagrosas curaciones. Lucius se levantó y le pidió que le acompañara.

Sin que pudiera reaccionar, Lucius le hizo un corte en el brazo, de inmediato sintió un ardor intenso y cómo su cálida sangre manaba hacia su mano.

—¿Estás loco? —gritó Óscar, retorciéndose de dolor.

—¿No querías saber cuál era el misterio de las milagrosas curaciones? Pues para eso es mejor vivirlas en primera persona.

Lucius le condujo a una sala enlosada con un mármol blanco impoluto, apenas veteado. Allí un hombre con una túnica blanca y largos cabellos también blancos tomó el brazo de Óscar y aplicó en él unos extraños ungüentos de olor a hierbas. A los pocos minutos de entrar en contacto con la piel se endurecieron como si de yeso se tratarse, salvo que era de color verde. El dolor disminuía rápidamente, le soltó el brazo y sin decir nada le indicó que saliera de la sala.

—En unos minutos tu herida habrá sanado —comentó. Lucius pudo leer la pregunta en sus ojos—. Nuestros médicos son druidas muy sabios. Llevan milenios buscando remedios en la naturaleza para paliar nuestros males y se lo transmiten unos a otros. Solo un druida conoce el secreto de este ungüento.

Media hora después aquella especie de costra se fue desprendiendo poco a poco y dejó a la luz un brazo ileso, sin cicatriz alguna.