Kitabı oku: «Inteligencia social», sayfa 5
LA PROTOCONVERSACIÓN
Imaginen a una madre sosteniendo a su bebé en brazos. La madre frunce los labios dándole un beso a distancia y el bebé, a su vez, le devuelve el beso apretando sus labios. Cuando la madre sonríe, el bebé relaja los labios y esboza una sonrisa para acabar estallando en risas, al tiempo que mueve insinuantemente la cabeza hacia un lado y hacia arriba.
Esta interacción –a la que se conoce como “protoconversación”– duró menos de tres segundos y, aunque no ocurrieron grandes cosas, hubo entre ellos una clara comunicación. Éste es el prototipo básico de toda interacción humana, el rudimento básico de la comunicación.
Los osciladores también operan en la protoconversación. El microanálisis revela que los bebés y las madres establecen muy precisamente el comienzo, las pausas y el final de esta comunicación infantil, estableciendo un acoplamiento en el que cada uno de ellos registra la respuesta del otro y ajusta la suya en consecuencia.20
Estas “conversaciones” no son verbales y la presencia de las palabras cumple en ellas con la función de un mero efecto de sonido.21 La protoconversación con un bebé discurre a través de la mirada, el tacto y el tono de voz, y los mensajes se transmiten a través de las sonrisas y los arrullos y, más especialmente, del “maternés” [motherese], el correlato adulto del habla infantil.
Más semejante a una canción que a una frase, el “maternés” subraya la prosodia y sus matices melódicos trascienden toda cultura, independientemente de que la madre hable chino mandarín, urdu o inglés. El “maternés” siempre suena amable y juguetón, con un tono muy elevado (en torno a 300 herzios), declamaciones cortas y un ritmo regular.
Es frecuente que la madre sincronice su “maternés” palmeando o acariciando a su bebé a un ritmo repetido y periódico. Su cara y los movimientos de su cabeza se hallan en sincronía con sus manos y su voz, y el bebé a su vez suele responder al movimiento de las manos de su madre sincronizando sus sonrisas, arrullos y movimientos de mandíbula, labios y lengua. Esas piruetas son cortas, cuestión de segundos o milisegundos y finalizan cuando se acompasan, de un modo habitualmente feliz. Madre e hijo entran con frecuencia en lo que se asemeja a un dueto sincronizado o alternante, marcado por un ritmo lento que oscila de manera estable en torno a las 90 pulsaciones por minuto.
Esas observaciones son el fruto de un minucioso e interminable análisis de interacciones entre madre y bebé grabadas en vídeo por un equipo de psicólogos evolutivos dirigidos por Colwyn Trevarthen en la Universidad de Edimburgo. Las investigaciones realizadas al respecto por Trevarthen le han convertido en un experto mundial en la protoconversación, un dueto en el que los actores «buscan –según dice– la armonía y el contrapunto para crear una melodía».22
Pero, más que establecer una especie de melodía, su interacción gira en torno a un tema central, las emociones. La frecuencia del contacto y del sonido de la voz de la madre transmite al bebé el reconfortante mensaje de su amor que, como dice Trevarthen, establece «un rapport no verbal y no conceptual inmediato».
Este intercambio de señales establece un vínculo que permite a la madre alegrar, excitar, tranquilizar o sosegar a su bebé o, por el contrario, alterarle y provocar su llanto. Durante una protoconversación feliz, la madre y el bebé se sienten contentos y sintonizados, pero cuando la madre o el niño no cumplen con su parte de la conversación, los resultados son muy diferentes. Si la madre, por ejemplo, presta una escasa atención a su hijo o responde sin ganas, el bebé reacciona replegándose y, si la respuesta de la madre es inoportuna, se queda perplejo y angustiado. Si, por el contrario, es el bebé el que deja de participar en el juego, será la madre la que, a su vez, se sienta mal.
Estas sesiones de protoconversación son, para el niño, seminarios intensivos en los que aprende a relacionarse. Y es que aprendemos a sintonizar emotivamente con los demás mucho antes de disponer de palabras para referirnos a esos sentimientos. La protoconversación es la plantilla básica de toda relación humana, una conciencia tácita que nos sintoniza quedamente con los demás. Por esta razón, la capacidad de entrar en sincronía como hicimos cuando éramos bebés guía todas las interacciones sociales que mantenemos a lo largo de toda nuestra vida. Y del mismo modo que, siendo niños, los sentimientos fueron el tema fundamental de la protoconversación, siguen siendo el vehículo a través del cual discurre la comunicación adulta. Este diálogo silencioso de sentimientos constituye el sustrato sobre el que se asientan los demás encuentros, la agenda oculta, en suma, de toda interacción.
* En castellano en el original. (N. del T)
3. EL WIFI NEURONAL
Apenas me hube acomodado en mi asiento del metro de Nueva York se desencadenó una de esas inquietantes y confusas situaciones que con tanta frecuencia sacuden la vida ciudadana, un grito a mis espaldas que procedía del fondo del vagón, y, cuando levanté la vista, advertí que el semblante del hombre que se hallaba frente a mí asumía un aspecto ligeramente ansioso.
Mi mente se puso entonces rápidamente en marcha para tratar de entender lo que había ocurrido y, sobre todo, cuál debía ser mi respuesta. ¿Se trataba acaso de una pelea? ¿Alguien había sufrido un ataque de pánico? ¿Había algún peligro o no era más que una broma de un grupo de adolescentes?
La respuesta me la dio inmediatamente el rostro de mi compañero de asiento que, abandonando su aspecto preocupado, volvió a sumirse tranquilamente en la lectura del periódico. Entonces supe que, independientemente de lo que hubiese ocurrido, todo estaba bien.
Mi ansiedad inicial se había visto azuzada por la suya hasta que su semblante sereno me devolvió la calma. En tales momentos prestamos instintivamente atención al rostro de la gente que nos rodea en busca de sonrisas o ceños fruncidos que nos proporcionen indicios con los que detectar las señales de peligro y las intenciones de los demás.1
Los numerosos ojos y orejas de que disponía la horda prehistórica le permitían detectar el peligro con mayor celeridad de lo que hubiera podido hacer el individuo aislado. No cabe la menor duda de que, en el mundo poblado de dientes y garras en que se movían nuestros ancestros, esa capacidad de diversificar la vigilancia –asociada a un mecanismo cerebral que se ocupa de la detección automática de los signos de peligro y de la correspondiente activación del miedo– ha desempeñado un papel muy importante en la lucha por la supervivencia.
Aunque, en los casos de ansiedad extrema, el miedo puede desbordarnos hasta el punto de impedirnos conectar con los demás, la ansiedad moderada intensifica las relaciones emocionales, de modo que quienes se sienten amenazados y ansiosos, son especialmente propensos a captar las emociones ajenas. Qué duda cabe de que, en el caso de la horda primordial, bastaba con la expresión aterrada de quien acababa de ver un tigre para provocar el pánico y estimular la respuesta de huida de nuestros congéneres hacia un lugar más seguro.
Eche un vistazo al siguiente rostro:

La amígdala reacciona de inmediato a esta imagen con una intensidad directamente proporcional a la emoción exhibida.2 Cuando alguien que se halla conectado a una RMNf contempla esta imagen, su propio cerebro expresa el miedo aunque en un rango, ciertamente, bastante más silencioso.3
Los circuitos neuronales que operan paralelo en el cerebro de los implicados durante las relaciones interpersonales propagan un contagio emocional que abarca el amplio rango de los sentimientos, desde la tristeza y la ansiedad hasta la alegría.
Los momentos de contagio constituyen un auténtico acontecimiento neuronal y ponen de relieve el vínculo funcional que, trascendiendo las barreras de la piel y del cráneo, une nuestros cerebros. En términos sistémicos podríamos decir que, mientras perdura ese vínculo, los cerebros implicados se “acoplan” de modo que el output de uno se convierte en el input del otro, un feedback intercerebral en el que un cambio en uno de ellos desencadena en el otro el mismo tipo de respuesta.
El cerebro de quienes se hallan así conectados emite y recibe un flujo de señales que, en el caso de discurrir de la manera adecuada, amplifica la resonancia. Este vínculo es precisamente el que facilita la sincronización de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Tengamos en cuenta que, independientemente de que se trate de la alegría y la ternura o, por el contrario, de la ansiedad y el resentimiento, siempre estamos emitiendo y recibiendo estados internos.
La física describe la resonancia como una vibración simpática, es decir, como la tendencia de una parte a acoplarse al ritmo de la otra y provocar así una especie de efecto secundario que amplifica y prolonga la respuesta.
Esta conexión intercerebral se produce de manera automática sin necesidad de prestar ninguna atención especial. Bien podríamos decir que el intento deliberado de imitar a alguien para acercarnos más a él resulta bastante torpe. La mejor coordinación es espontánea y no responde a motivos ocultos ni a la intención consciente de congraciarnos con nadie.4
Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos –y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo)– para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego).
Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias a la participación de una clase muy especial de neuronas.
LOS ESPEJOS NEURONALES
Aunque no debía tener más de dos o tres años, todavía conservo muy vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda de comestibles cuando una mujer me sonrió con ternura y mi boca esbozó de forma automática una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi inesperada sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos.
Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la actividad de las llamadas “neuronas espejo” de mi joven cerebro. Porque la función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones que observamos en los demás y en imitar –o tener el impulso de imitar– sus acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que explica el viejo dicho «Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo».
Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con el paso del tiempo, seguramente se descubrirán muchas más.
Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El hallazgo se produjo en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados para activar una sola neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado movimiento.6 La investigación demostró la gran especificidad de las neuronas de esta región, porque algunas de ellas se ponían en funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba.
Lo realmente asombroso, sin embargo, sucedió la calurosa tarde en que un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios. Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente de neuronas, en el momento en que el simio simple- mente observaba a otro simio o a uno de los experimentadores haciendo un determinado movimiento.
A ese primer hallazgo de las neuronas espejo en el cerebro de los simios le siguió su descubrimiento en el cerebro humano. En un estudio muy interesante, en el que un electrodo del tamaño de un láser controlaba la activación de una sola neurona en una persona despierta, se observó la excitación de la neurona tanto cuando la persona anticipaba el dolor de un pinchazo como cuando veía que alguien recibía un pinchazo, por ejemplo, en una especie de una instantánea neuronal de los rudimentos de la empatía.7
Muchas neuronas espejo se encuentran en el córtex premotor, que gobierna actividades que van desde el lenguaje hasta el movimiento y la simple intención de actuar. De este modo, el hecho de que se hallen junto a las neuronas motoras implica que las regiones cerebrales desencadenantes de un determinado movimiento pueden verse fácilmente movilizadas por la observación de alguien ejecutando ese mismo movimiento.8 El ensayo mental de una determinada acción –como imaginarnos pronunciando una conferencia o visualizando los delicados movimientos que intervienen en un swing de golf– estimula las mismas neuronas de la corteza premotora que se activan cuando efectivamente pronunciamos una conferencia o ejecutamos ese swing. Desde una perspectiva neurológica, simular un acto es lo mismo que realizarlo sólo que, en el primer caso, la ejecución real se encuentra, por así decirlo, inhibida.9
Las neuronas espejo se activan cuando vemos que alguien, por ejemplo, se rasca la cabeza o se enjuga una lágrima, de modo que parte de la activación neuronal de nuestro cerebro imita la suya. Y esto transmite a nuestras neuronas motoras la información de lo que estamos viendo, permitiéndonos participar en las acciones de otra persona como si fuésemos nosotros quienes realmente las estuviésemos ejecutando.
Son muchos los sistemas de neuronas espejo que alberga el cerebro humano. Algunos se ocupan de imitar las acciones de los demás, mientras que otros se encargan de registrar sus intenciones, interpretar sus emociones o comprender las implicaciones sociales de sus acciones.10 Cuando, por ejemplo, voluntarios que están conectados a una RMNf contemplan un vídeo que muestra el semblante ceñudo o risueño de otra persona, las regiones que se activan en su cerebro son las mismas que operan en la persona que experimenta la emoción aunque, obviamente, no de un modo tan intenso.11
El fenómeno del contagio emocional se asienta en estas neuronas espejo, permitiendo que los sentimientos que contemplamos fluyan a través de nosotros y ayudándonos así a entender lo que está sucediendo y a conectar con los demás. “Sentimos” al otro, en el más amplio sentido de la palabra, experimentando en nosotros los efectos de sus sentimientos, de sus movimientos, de sus sensaciones y de sus emociones.
La habilidad social depende de las neuronas espejo. Por un lado, el hecho de resonar con lo que advertimos que sucede en otra persona nos predispone a dar una respuesta rápida y adaptada. Por otro, las neuronas responden a los más pequeños indicios de la intención de moverse y nos ayudan así a rastrear la motivación que la alienta.12 Y es que el hecho de experimentar las intenciones de los demás –y su motivación– nos proporciona una información socialmente valiosa para aventurar, como camaleones sociales, lo que puede suceder a continuación.
Las neuronas espejo son esenciales en el aprendizaje infantil. Hace ya tiempo que sabemos que el aprendizaje por imitación constituye el principal camino del desarrollo infantil, pero el descubrimiento de las neuronas espejo explica el modo en que los niños pueden aprender a través de la mera observación. Así, la observación va grabando en su cerebro un repertorio de emociones y conductas que le permiten conocer cómo funciona el mundo.
Las neuronas espejo del ser humano son mucho más flexibles y diversas que las de los simios, reflejando así nuestras habilidades sociales más sofisticadas. Al imitar lo que otra persona siente o hace, las neuronas espejo establecen un ámbito de sensibilidad compartida que reproduce en nuestro interior lo que ocurre fuera. De esta manera entendemos a los demás convirtiéndonos, al menos parcialmente, en ellos.13 Esta sensación virtual de lo que alguien está experimentando coincide con una noción emergente en el campo de la filosofía de la mente, según la cual entendemos a los demás traduciendo sus acciones a un lenguaje neuronal que nos predispone a ejecutar sus mismas acciones y, de ese modo, nos permite sentir lo mismo que él está sintiendo.14
Dicho con otras palabras, yo entiendo sus acciones creando de ellas un modelo en mi cerebro. Como dice Giacomo Rizzolatti, el neurocientífico italiano que descubrió las neuronas espejo, estos sistemas «nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás no a través del razonamiento y el pensamiento conceptual, sino de la simulación directa y el sentimiento».15
La activación paralela de dos circuitos neuronales diferentes a través de la vía inferior nos proporciona la sensación inmediata de lo que realmente importa en un determinado momento, lo que genera la sensación de inmediatez intercerebral que la neurociencia ha denominado “resonancia empática”.
Los signos externos de esos vínculos internos han sido minuciosamente descritos por Daniel Stern, psicólogo americano que trabaja en la Universidad de Ginebra y lleva décadas observando sistemáticamente la relación entre madres e hijos. Científico evolutivo de la tradición de Jean Piaget, Stern también se ha dedicado a explorar otro tipo de relaciones adultas, como las que se dan entre amantes o entre psicoterapeuta y paciente.
Sus investigaciones han llevado a Stern a concluir que nuestro sistema nervioso «está construido para ser registrado por el sistema nervioso de los demás y sentir lo que sienten como si estuviéramos dentro de su piel»,16 momento en el cual resonamos con su experiencia y ellos hacen lo mismo con la nuestra.
«Ya no podemos –añade Stern– seguir considerando nuestra mente como algo independiente, separado y aislado», sino que debemos entenderla como algo “permeable” y que se halla en continua interacción con otras mentes y uniéndonos a ellas con una especie de vínculo invisible. Estamos continuamente sumidos en un diálogo inconsciente con las personas con las que nos relacionamos sintonizando nuestros sentimientos con los suyos. Como mínimo, y por el momento, nuestra vida mental parece una cocreación, una matriz de la relación interpersonal.
Los circuitos neuronales que movilizan la musculatura facial permiten que los demás puedan interpretar las emociones que emergen en nuestro interior (a menos que las reprimamos activamente), y la activación de las neuronas espejo garantiza que, en el mismo instante en que alguien advierte en nuestro rostro una determinada emoción, pueda sentirla. Por ello decimos que nosotros no somos los únicos que experimentamos aisladamente nuestras emociones, sino que también las experimentan –tanto de un modo manifiesto como encubierto– las personas con las que nos relacionamos.
En opinión de Stern, las neuronas imitadoras se ponen en marcha cada vez que experimentamos el estado de ánimo de otra persona y nos hacemos eco de sus sentimientos. Este vínculo intercerebral es el que permite que nuestros pensamientos y emociones discurran por los mismos senderos y que nuestros cuerpos se muevan a la vez. Cuando las neuronas espejo establecen un vínculo intercerebral, emprenden un dueto tácito que desbroza el camino para transacciones más sutiles y poderosas.