Kitabı oku: «Inteligencia social», sayfa 7

Yazı tipi:

CUANDO HAY QUE PRESTAR ATENCIÓN

Comparen ahora los acontecimientos que sucedieron en el seminario de Princeton con lo que me ocurrió a mí un buen día en el que, después de la jornada laboral, me metí en una boca de metro de Times Square de la ciudad de Nueva York sumido en el torrente de seres humanos que, como siempre a esas horas, baja apresuradamente las escaleras de cemento dispuesto a coger el próximo tren.

Entonces vi una imagen inquietante, en mitad de la escalera, yacía, inmóvil y con los ojos cerrados, un hombre desaliñado y sin camisa. Nadie parecía advertir su presencia y todo el mundo, ansioso por regresar a casa, le sorteaba saltando literalmente por encima de su cuerpo. Horrorizado, me detuve con el fin de ver lo que ocurría, y, en ese mismo instante, sucedió algo muy curioso ya que, de manera casi instantánea, un pequeño círculo de interesados se congregó a su alrededor. Entonces se desplegaron espontáneamente los emisarios de la misericordia, uno en dirección a un quiosco de perritos calientes para conseguir un poco de comida, otro en busca de una botella de agua y un tercero para buscar a un policía que, a su vez, solicitó por radio asistencia sanitaria.

A los pocos minutos, el hombre se había reanimado y aguardaba feliz la llegada de una ambulancia mientras comía un bocadillo. Entonces nos enteramos de que sólo hablaba español, no tenía dinero y había estado deambulando hambriento por las calles de Manhattan hasta acabar desmayándose en las escaleras del metro.

¿Qué fue lo que marcó la diferencia? Obviamente, el simple hecho de detenerme y prestar atención, lo que pareció despertar a los transeúntes de su trance urbano, captar su atención y movilizarles a la acción.

Qué duda cabe de que, en nuestro camino de regreso a casa, todos nos hallábamos, de un modo u otro, sometidos a los estereotipos silenciosos derivados de los centenares de vagabundos que, lamentablemente, pueblan las calles de Nueva York y de tantos otros centros urbanos modernos. Y es que los urbanitas acabamos enfrentándonos a la ansiedad que genera ver a alguien en una situación tan terrible desarrollando el reflejo de desviar nuestra atención hacia otra parte.

Creo que, en este sentido, mi propio reflejo se había visto afectado por un artículo que acababa de escribir para el New York Times sobre el efecto que el cierre de los hospitales psiquiátricos había provocado, convirtiendo las calles de la ciudad en una extensión del pabellón psiquiátrico. Para informarme sobre el tema había pasado varios días en una furgoneta con trabajadores sociales que se ocupaban de los vagabundos, llevándoles comida, ofreciéndoles refugio y persuadiendo a los muchos enfermos mentales que hay entre ellos –una proporción sorprendentemente elevada– de la necesidad de acudir a la clínica en busca de medicación. Ésa fue una experiencia que me permitió, durante unos días, contemplar a los vagabundos con ojos nuevos.

Otros estudios que han empleado también el paradigma del “buen samaritano” han puesto de relieve que las personas que se detienen a ayudar suelen hacerlo motivados por el malestar que esa situación les provoca y por una sensación empática de ternura.3 Y es que parece que la probabilidad de prestar ayuda aumenta cuando prestamos la atención suficiente como para sentir empatía.

Solamente ver a alguien echando una mano suele tener un efecto “edificante”, término con el que los psicólogos se refieren al efecto que provoca en nosotros la observación de un acto bondadoso. Esa inspiración es, de hecho, el estado que dicen experimentar emocionados –y aun conmocionados– quienes presencian una acción amable, tolerante y compasiva.

Los actos habitualmente calificados como más edificantes consisten en ayudar a los pobres, a los enfermos y a quienes están atravesando una situación problemática. Pero no es necesario que esas acciones sean tan exigentes como hacernos cargo de toda una familia ni tan desinteresadas como la Madre Teresa, que se ocupó de los desheredados de Calcuta, porque la simple consideración puede resultar edificante. En un determinado estudio realizado en Japón, por ejemplo, las personas calificaron como kandou (es decir, situaciones emocionalmente conmovedoras) el simple hecho de ver a un miembro de una pandilla juvenil ceder a un anciano su asiento en el metro.4

La investigación realizada al respecto sugiere que este tipo de situaciones pueden ser contagiosas. En este sentido, tan sólo presenciar un acto bondadoso moviliza el impulso de realizar otro. Tal vez ésa sea una de las razones por las que los cuentos míticos de todo el mundo abundan en personajes que emprenden valerosas acciones para salvar la vida de otras personas. A fin de cuentas, la investigación psicológica demuestra que –cuando se cuenta vívidamente– un relato sobre la bondad provoca el mismo impacto emocional que la observación del mismo acto.5 Y todo ello parece sugerir que este tipo de contagio discurre a través del camino neuronal que hemos denominado “vía inferior”.

LA SINTONÍA FINA

Durante una visita de cinco días con mi hijo a Brasil, nos sorprendió descubrir que las personas con las que nos encontrábamos eran cada día más amables. Se trataba de un cambio realmente espectacular.

Los dos primeros días, los brasileños nos parecían distantes y reservados, el tercer día nos dimos cuenta de que eran bastante más cordiales de lo que suponíamos, el cuarto día nos seguían a todas partes, y el día en que regresamos, nuestros anfitriones nos acompañaron al aeropuerto y se despidieron con un caluroso abrazo.

¿Significaba ello acaso que los brasileños habían cambiado? En modo alguno, los únicos que habíamos cambiado habíamos sido nosotros, relajando finalmente la tensión que nos provocaba hallarnos en una cultura con la que no estábamos familiarizados. Fue nuestra actitud defensiva y reservada la que originalmente les había mantenido a distancia y, al mismo tiempo, nos había impedido advertir su amabilidad y apertura natural.

Al comienzo éramos como receptores de radio mal sintonizados, demasiado preocupados para poder reconocer la cordialidad de nuestros anfitriones. Cuando finalmente nos relajamos, pudimos sintonizar con la emisora correcta y reconocer la amabilidad –que había estado ahí desde el mismo comienzo– de la gente que nos rodeaba. Hasta ese momento, sin embargo, nuestra misma ansiedad y preocupación nos había impedido detectar el resplandor de una mirada, el esbozo de una sonrisa o la cordialidad que expresaba un determinado tono de voz, los canales a través de los cuales se transmite la amistad.

La explicación técnica de esta dinámica pone de relieve los límites de nuestra atención. La ciencia cognitiva utiliza el concepto de “memoria operativa” para referirse a la capacidad de atención de nuestra memoria en un determinado momento. Esta capacidad se asienta en la corteza prefrontal del cerebro, baluarte de la vía superior, cuyos circuitos desempeñan un papel fundamental a la hora de prestar atención, gestionando lo que ocurre entre bastidores en el curso de una interacción. De ellos precisamente depende la búsqueda en la memoria de lo que debemos decir y hacer, aun cuando sigamos atendiendo a los inputs entrantes y ajustando nuestra respuesta en consecuencia.

Cuanto más complejos son los retos a los que nos enfrentamos, más recursos atencionales consumimos, porque las señales de ansiedad generadas por la amígdala inundan regiones cruciales de la corteza prefrontal y se manifiestan como preocupaciones que nos impiden prestar atención a cualquier otra cosa. El ejemplo con el que iniciábamos este capítulo ilustra perfectamente la sobrecarga atencional generada por la tensión.

La Naturaleza valora la comunicación entre los miembros de una determinada especie modelando, en ocasiones, el cerebro para lograr un ajuste mejor y, en ocasiones, más rápido. Tengamos en cuenta que, durante el cortejo, el cerebro de las hembras de cierta especie de pez segrega, por ejemplo, hormonas que reconfiguran provisionalmente sus circuitos auditivos que le permiten sintonizar más adecuadamente con la frecuencia de la llamada del macho.6

Algo semejante sucede también en el caso del bebé de dos meses que puede detectar la proximidad de su madre, lo que instintivamente le tranquiliza, sosegando su respiración, orientando hacia ella su rostro, fijando su mirada en sus ojos o en su boca y dirigiendo sus oídos hacia cualquier sonido procedente de ella con una expresión que los investigadores han denominado “entrecejo fruncido y mandíbula caída” que aumentan la capacidad del bebé para registrar todo lo que su madre dice o hace.7

Cuanto mayor sea nuestra atención, más clara, rápida y sutilmente captaremos, incluso en situaciones ambiguas, el estado interno de otra persona. E, inversamente, cuanto mayor sea nuestro desasosiego, menor será también nuestra capacidad de empatizar.

El ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el establecimiento de la empatía y nos impide también, en consecuencia, experimentar la compasión. Cuando nuestra atención se centra en nosotros mismos, nuestro mundo se contrae, al tiempo que nuestros problemas y preocupaciones adquieren dimensiones amenazadoras. Cuando, por el contrario, centramos la atención en los demás, nuestro mundo se expande. En este último caso, nuestros problemas se dirigen hacia la periferia de nuestra mente y parecen empequeñecer, con el consiguiente aumento de la capacidad de establecer contacto con los demás, es decir, de actuar compasivamente.

LA COMPASIÓN INSTINTIVA

 Una cobaya, suspendida del aire por un arnés, chilla y se esfuerza por salir de su prisión. Viendo a su congénere en peligro, otra cobaya se inquieta y se las ingenia para rescatar a la prisionera presionando una barra que la deposita suavemente en el suelo.

 Seis macacos rhesus han sido entrenados para conseguir alimento tirando de una cadena. A partir de un determinado momento, un séptimo macaco al que todos pueden ver recibe una dolorosa sacudida eléctrica cada vez que uno de ellos consigue alimento. Al advertir el dolor, cuatro de los macacos empiezan a tirar de otra cadena que, si bien les proporciona menos comida, no va acompañada de ninguna descarga. De los dos restantes, uno deja de tirar cualquier cadena durante cinco días, mientras que el otro se abstiene durante doce días, sin que parezca preocuparle pasar hambre si, con ello, impide que su congénere reciba una descarga eléctrica.

 Casi desde el mismo momento del nacimiento, los bebés que ven u oyen el llanto de otro bebé, empiezan a llorar, como si ellos estuvieran también angustiados, cosa que rara vez sucede cuando escuchan una grabación de su propio llanto. A partir de los catorce meses, sin embargo, los bebés no se contentan con llorar cuando escuchan el llanto de otro bebé, sino que también tratan de aliviar, de algún modo, su sufrimiento, una respuesta que parece fortalecerse a medida que crecen.

Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de que la Naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas una y otra vez.

Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del cerebro. Es evidente –y está claramente demostrado–que la arquitectura neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos, especialmente los primates. La similitud que se da entre distintas especies y el mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose incluso a comer sus propias crías.

Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro. Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la presencia de un sistema de respuestas integrado en el cerebro humano –del que sin duda forman parte las neuronas espejo– que se pone en marcha cada vez que advertimos el sufrimiento de alguien y sentimos de inmediato lo mismo que él, una sensación cuya intensidad influye muy poderosamente en nuestra predisposición a ayudar.

Este instinto compasivo constituye una clara ventaja en términos de adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como “éxito reproductivo” y que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía, preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy eficaz.8 No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra especie y que sus rudimentos se remontan a los primates.

La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos, y, al llegar a la adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo de origen para encontrar su lugar en otro grupo.

Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20% de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del estrés, una respuesta inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos del nuevo grupo. Parece, pues, que los más sociables son los que más probabilidades tienen de sobrevivir.9

Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates, esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere cerca del 10% de las crías, un porcentaje que llega a alcanzar, en los malos, hasta el 35%.

Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles, descubrieron que las más sociables –es decir, las que más tiempo invertían en el acicalamiento o socializando de algún otro modo– tenían hijos con mayores probabilidades de sobrevivir.

Dos son las razones que arguyen los biólogos a la hora de explicar el modo en que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser sus hijos, ya que los mandriles sociables acaban generando asimismo mejores madres.10

El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse hasta en las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favoreció la supervivencia en las peores condiciones, y viceversa, la desventaja letal que puede suponer el hecho de un individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos.

Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz en la transmisión de los genes a las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético.

Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que opera la vida social.11 Poco debería, por tanto, sorprendernos la relevancia que tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial.

UN ÁNGEL EN LA TIERRA

Una colisión frontal había convertido su coche en un acordeón. Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada –dolorida, confusa e indefensa– entre los restos del automóvil siniestrado.

Un transeúnte –jamás averiguó su nombre– se arrodilló entonces junto a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla, lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad.

–Fue –como le llamó más tarde– mi ángel en la Tierra.12 Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese “ángel” a arrodillarse junto a esa mujer y consolarla, pero en cualquiera de los casos, la compasión se asienta necesariamente sobre la empatía.

La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial a la hora de comprender cabalmente el mundo interno de otra persona.13 No cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ellas son las que nos proporcionan la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva a experimentar personalmente el dolor que vemos que está experimentando otra persona».14

Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que “vive” un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía acabe convirtiéndose en un sentimiento».15

El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios de imagen cerebral realizados al respecto han puesto de relieve que, cuando preguntamos «¿cómo se siente?», se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha cuando preguntamos «¿cómo se siente ella?». Y es que el cerebro reacciona de manera casi idéntica cuando experimentamos nuestros sentimientos y cuando experimentamos los sentimientos de los demás.16

Cuando se nos invita a imitar la expresión facial de infelicidad, miedo o disgusto de alguien y generamos esas mismas emociones, ese “sentir” intencional activa los mismos circuitos que se ponen en marcha cuando simplemente observamos a la persona (o cuando sentimos espontáneamente esa emoción). Como bien entendió Stanislavski, estos circuitos son todavía más intensos cuando la empatía es deliberada.17 Al advertir una emoción en otra persona, literalmente sentimos lo mismo que ella y, cuanto mayor sea nuestro esfuerzo y más intensos los sentimientos expresados, más claramente los experimentamos en nosotros mismos.

Resulta interesante constatar que el término alemán Einfühlung empezó traduciéndose al inglés en 1900 como “empatía”, lo que literalmente significa “sentir”, lo cual sugiere una imitación interna de los sentimientos que experimenta otra persona.18 Como dijo Theodore Lipps, que fue quien importó la palabra “empatía” al inglés: «Cuando observo a un funambulista en la cuerda floja, siento que estoy dentro de él». Es como si, en tal caso, experimentásemos, en nuestro propio cuerpo, las emociones de otra persona. Pero eso es precisamente, según los neurocientíficos, lo que sucede porque, cuanto más activo es el sistema de neuronas espejo de una determinada persona, más intensa es también la empatía que experimenta.

La psicología actual emplea la palabra “empatía” en tres sentidos diferentes: conocer los sentimientos de otra persona, sentir lo que está sintiendo y responder compasivamente a los problemas que la aquejan, tres variedades diferentes de la empatía que parecen formar parte de la misma secuencia 1-2-3, es decir, le reconozco, siento lo mismo que usted y actúo de un modo que pueda ayudarle.

Como señalan Stephanie Preston y Frans de Waal en una gran teoría que vincula la percepción y la acción interpersonal, esas tres acepciones coinciden perfectamente con los descubrimientos realizados por la neurociencia actual sobre el modo en que funciona el cerebro cuando conectamos con otra persona.19 Se trata de dos científicos excepcionalmente dotados para abordar esa discusión, porque Preston ha sido pionero en el empleo de los métodos desarrollados por la neurociencia social a la hora de estudiar la empatía en los seres humanos, mientras De Waal, director del Living Links del Yerkes Primate Center, lleva décadas tratando de aplicar a la conducta humana las conclusiones extraídas de la investigación sistemática de los primates.

Preston y De Waal señalan que, en un determinado momento de empatía, nuestras emociones y pensamientos discurren paralelos a los de otra persona. Al escuchar un grito aterrador de alguien, por ejemplo, pensamos espontáneamente en lo que podría estar asustándole porque, desde una perspectiva cognitiva, compartimos con ella una cierta “representación” mental, es decir, un conjunto de imágenes, asociaciones y pensamientos relacionados con su problema.

El movimiento que conduce de la empatía al acto discurre a través de las neuronas espejo, porque la empatía parece haber evolucionado a partir del contagio emocional y, en consecuencia, también comparte sus mecanismos neuronales. La empatía primordial no descansa en una región especializada del cerebro, sino que implica a muchas de ellas, dependiendo de la persona con la que estemos empatizando y del modo en que nos metamos en su piel y sintamos lo que está experimentando.

Preston ha descubierto que los circuitos cerebrales que se activan cuando alguien evoca uno de los momentos más felices de su vida y cuando imagina un momento parecido de la vida de uno de sus amigos más próximos son casi los mismos.20 Para entender, dicho en otras palabras, lo que alguien experimenta –es decir, para empatizar con esa persona–, empleamos exactamente los mismos circuitos cerebrales que se ponen en marcha durante nuestra propia experiencia.21

Toda comunicación requiere que lo que es importante para el emisor también lo sea para el receptor. Cuando dos cerebros comparten pensamientos y sentimientos, toman un atajo que les lleva de inmediato al mismo punto, sin tener que perder tiempo ni palabras en explicar detalladamente lo que está ocurriendo.22

Este proceso “reflexivo” sucede cada vez que nuestra percepción de alguien moviliza automáticamente en nuestro cerebro una imagen o sensación sentida de lo que ellos están haciendo, lo que pone de relieve que lo que está en su mente también está en la nuestra.23 Confiamos en esos mensajes internos de cara a sentir lo que puede estar sucediendo en la otra persona. ¿Qué significa, después de todo, una sonrisa, una mirada o un ceño fruncido, sino un indicio de lo que está sucediendo en la mente de otra persona?

₺389,27

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
694 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9788472457799
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Ortalama puan 5, 1 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Die Akte Personal
Detlef Hollmann и др.
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre
Metin PDF
Ortalama puan 0, 0 oylamaya göre