Kitabı oku: «Inteligencia social», sayfa 8

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UN ANTIGUO DEBATE

Hoy en día se recuerda al filósofo del siglo XVII Thomas Hobbes por haber afirmado que la vida, en estado natural –en ausencia de todo gobierno fuerte–, es «sucia, cruel y corta», una guerra sin cuartel de todos contra todos. Pero, a pesar de esta visión dura y cínica, Hobbes tenía un lado blando y, un buen día en el que paseaba por las calles de Londres, pasó junto a un hombre viejo y enfermo y, conmovido, le dio una generosa limosna. Cuando el amigo que le acompañaba le preguntó si le hubiera hecho el mismo caso de no existir un principio religioso o filosófico que hablase de ayudar a los necesitados, Hobbes replicó afirmativamente. Y también añadió que la mera contemplación de la miseria humana le llevaba a experimentar en su interior el mismo sufrimiento, de modo que el dar limosna no sólo contribuía a aliviar un poco el sufrimiento de quien la recibía, sino que asimismo resultaba liberador para la persona que la daba.24

Según esa perspectiva, cuando pretendemos aliviar el sufrimiento de los demás, lo hacemos motivados por nuestro propio interés. De hecho, hay una escuela moderna de teoría económica que, siguiendo a Hobbes, sostiene la opinión de que la caridad se debe parcialmente al placer derivado de imaginar el consuelo de la persona beneficiada y del consuelo que supone aliviar nuestra propia ansiedad.

Las versiones más actuales de esta teoría han tratado de reducir los actos altruistas a formas disfrazadas de egoísmo.25 Hasta hay una versión, según la cual la compasión es el efecto de un “gen egoísta” que trata de maximizar su probabilidad de transmitirse a la siguiente generación favoreciendo a los parientes cercanos que lo lleven.26

Pero, por más ciertas que sean estas explicaciones, sólo resultan aplicables a casos muy especiales porque, como bien dijo el sabio chino Mencio (o Mengzi) en el siglo -III, siglos antes de Hobbes, hay otro punto de vista que brinda una explicación más inmediata y universal: «La mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes».27

La neurociencia actual corrobora la visión de Mencio, añadiendo nuevos datos a este debate multisecular. Cuando vemos que alguien se halla en apuros reverberan, en nuestro cerebro, circuitos similares, en una especie de resonancia empática neu-ronal que constituye el preludio mismo de la compasión. De este modo, el llanto de un niño reverbera en el cerebro de sus padres, provocando en ellos la misma sensación que, a su vez, les lleva automáticamente a hacer algo que pueda tranquilizarles.

Esto significa que, de un modo u otro, nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad. Automáticamente acudimos en ayuda del niño que grita despavorido o abrazamos a un bebé sonriente. Esos impulsos emocionales son “predominantes” y provocan reacciones instantáneas y no premeditadas. Que ese flujo de empatía que nos lleva a actuar discurra de un modo tan automático sugiere la existencia de circuitos cerebrales que se ocupan de ello. El desasosiego, pues, estimula el impulso a ayudar.

Cuando escuchamos un grito de desesperación, se movilizan en nuestro cerebro las mismas regiones que experimentan la angustia, así como también la corteza cerebral premotora, un signo de que estamos preparándonos para la acción. De manera semejante, al escuchar una historia triste en un tono pesaroso se activa en el oyente la corteza motora –que guía los movimientos–, así como también la amígdala y los circuitos relacionados con la tristeza.28 Asimismo, este estado compartido estimula el área motora del cerebro y nos prepara para ejecutar la acción pertinente. Así pues, ver es prepararnos para hacer y nuestra percepción inicial nos predispone a la acción.29

Los circuitos neuronales de la percepción y de la acción comparten, en el lenguaje cerebral, un código común que permite que lo que percibimos nos conduzca casi de inmediato a la acción apropiada. Ver o escuchar una determinada expresión emocionada, o mantener nuestra atención orientada hacia un determinado tema, estimula de inmediato las neuronas a las que afecta ese mensaje.

Todo esto fue anticipado ya por Charles Darwin que, en 1872, escribió un erudito tratado sobre las emociones que los científicos siguen considerando muy interesante.30 Aunque Darwin consideró la empatía como un factor de supervivencia, la interpretación errónea popular de su teoría evolucionista enfatiza, como dijo Tennyson, «la Naturaleza roja de dientes y garras», una visión despiadada sostenida por los “darvinistas sociales”, según la cual la Naturaleza sacrifica a los débiles, distorsionando así la evolución como una forma de racionalización de la codicia.

Darwin consideraba que cada una de las emociones nos predispone a actuar de un determinado modo. Así, por ejemplo, el miedo nos paraliza y nos conduce hacia la huida; la ira nos moviliza hacia la lucha; la alegría nos prepara para el abrazo, etcétera, algo que se ha visto corroborado neuronalmente por los recientes estudios de imagen cerebral. En este sentido, la activación provocada por una determinada emoción estimula el correspondiente impulso a actuar.

La vía inferior permite que el sentimiento-acción nos lleve a establecer vínculos interpersonales. Cuando, por ejemplo, vemos que alguien está asustado –aunque sólo sea en su postura corporal o en el modo en que se mueve– se activan de inmediato en nuestro cerebro los circuitos relacionados con el miedo y, junto a este contagio, se activan también las regiones cerebrales que nos predisponen a realizar la correspondiente acción. Y lo mismo podríamos decir con respecto a otras emociones, como la ira, la alegría, la tristeza, etcétera. De este modo, el contagio emocional no se limita a transmitir sentimientos, sino que también prepara automáticamente al cerebro para ejecutar la acción correspondiente.31

Según una regla general de la Naturaleza, los sistemas biológicos emplean la mínima cantidad de energía, algo que el cerebro realiza estimulando las mismas neuronas cuando percibe una acción que cuando la ejecuta, una economía que se repite en todos los niveles del cerebro. En el caso especial de que alguien se halle en peligro, el vínculo percepción-acción convierte la ayuda en una tendencia natural del cerebro. De este modo, sentir con nos predispone a actuar por.

Hay datos que sugieren que, en la mayoría de las situaciones, el ser humano tiende a ayudar antes a sus seres queridos que a un extraño. A pesar de ello, sin embargo la sintonía emocional con un desconocido que se halla en apuros nos conduce a ayudarle del mismo modo que lo haríamos con nuestros seres más queridos. Así, por ejemplo, es más probable que las personas más entristecidas por el llanto de un niño de un orfanato, entreguen dinero o incluso ofrezcan al niño un hogar provisional, independientemente de la distancia social que los separe.

La predisposición que nos lleva a ayudar a los similares desaparece en el mismo instante en que nos hallamos ante alguien desesperado o en una situación problemática. En un encuentro directo con tal persona, el vínculo intercerebral primordial nos lleva a experimentar su sufrimiento como si fuera el nuestro y estimula, en consecuencia, nuestra acción.32 Y no olvidemos que ese enfrentamiento directo con el sufrimiento fue, en el inmenso período de tiempo en que la distancia interpersonal se medía en centímetros o en palmos, la regla.

Pero por qué, si el cerebro humano dispone de un sistema destinado a sintonizar con los problemas que experimenta otra persona y nos predispone a ayudarle, no siempre lo hacemos así. Son muchas las posibles respuestas que han puesto de relieve los numerosos experimentos realizados al respecto en el campo de la psicología social. Pero la más sencilla de todas tal vez sea que la vida moderna va en contra de eso y nos relacionamos a distancia con los necesitados, lo que implica que no experimentamos la inmediatez del contagio emocional directo, sino tan sólo la empatía “cognitiva” o, peor todavía, que nos quedamos en la mera simpatía y, si bien sentimos lástima por la persona, no experimentamos su desasosiego y nos mantenemos a distancia, lo que debilita así el impulso innato a ayudar.33

Como señalan Preston y De Waal: «En la era del correo electrónico, los ordenadores, las frecuentes mudanzas y las ciudades dormitorio, el equilibrio se aleja cada vez más de la percepción automática y exacta del estado emocional de los demás en cuya ausencia es imposible la empatía». Las distancias sociales y virtuales que caracterizan la vida han generado una anomalía que hoy en día consideramos normal. Y esa distancia impide el desarrollo de la empatía, sin la cual el altruismo es imposible.

En muchas ocasiones se ha dicho que el ser humano es naturalmente bondadoso y compasivo con algún que otro ribete esporádico de maldad, pero esa afirmación no se ha visto, hasta el momento, corroborada científicamente y la historia parece empeñarse, en muchas ocasiones, en contradecirla. Pero ahora invito al lector a hacer el siguiente experimento: imagine el número de personas que, en todo el mundo, podrían haber cometido hoy en día un acto antisocial, desde la simple descortesía y el engaño hasta la violación y el homicidio, y convierta ese número en el sustraendo de una fracción en cuyo minuendo coloca el número de actos antisociales que realmente ocurren a diario, lo que nos proporciona una tasa de maldad potencial que todo el mundo puede comprobar que tiende a cero cualquier día del año. Si, por el contrario, coloca en el minuendo el número de actos bondadosos realizados un determinado día, la ratio bondad/maldad será siempre positiva (un dato que por lo general se nos escamotea y presenta como si lo cierto fuera precisamente lo contrario).

El investigador de Harvard Jerome Kagan propone el siguiente ejercicio mental de cara a subrayar un aspecto muy concreto de la naturaleza humana, es decir, que la suma total de la bondad es muy superior a la de la maldad: «Aunque los seres humanos hayan heredado un sesgo biológico que les permite sentir ira, celos, egoísmo y envidia y ser duros, agresivos o violentos, también disponen de un legado biológico todavía más fuerte que les inclina hacia la bondad, la compasión, la cooperación, el amor y el cuidado, especialmente hacia los más necesitados». Este sentido ético integrado es –según Kagan– «uno de los rasgos biológicos distintivos de nuestra especie».34

Con el descubrimiento de los circuitos neuronales que ponen la empatía al servicio de la compasión, la neurociencia proporciona a la filosofía un mecanismo para explicar la ubicuidad del impulso altruista. No estaría de más, pues, que los filósofos dejasen de centrarse exclusivamente en buscar explicaciones reduccionistas a los actos desinteresados y tratasen de explicar asimismo las innumerables ocasiones en que, por el contrario, los actos crueles se hallan ausentes.35

5. NEUROANATOMÍA DE UN BESO

Todavía conservan muy vivo el recuerdo de su primer beso, un hito muy importante de su relación. Eran viejos amigos, pero una tarde en que habían quedado para tomar té y estaban hablando de la dificultad de encontrar pareja, se miraron detenidamente durante una larga pausa. Luego, cuando estaban a punto de despedirse, sus miradas volvieron nuevamente a cruzarse y se vieron impulsados, por una fuerza misteriosa, a fundir sus labios en un beso. Años después siguen ignorando quién tomó esa iniciativa, pero aún recuerdan perfectamente el impulso que les unió.

Quizás ese tipo de mirada constituya el necesario preludio neuronal de un beso. Los descubrimientos realizados por la neurociencia actual han puesto de relieve la existencia de una conexión neuronal directa entre los ojos y la corteza orbitofrontal (una estructura cerebral esencial para la empatía y el ajuste emocional), un hallazgo que parece corroborar la poética idea de que los ojos son las ventanas del alma y nos permiten atisbar los sentimientos más recónditos de otra persona.

Mirar de manera directa a los ojos de una persona nos vincula estrechamente a ella, porque –por reducir un momento muy romántico a su dimensión más neurológica– establece un vínculo entre nuestras cortezas orbitofrontales (COF), en especial sensibles a señales tales como el contacto visual. A fin de cuentas, estos circuitos neuronales sociales desempeñan un papel fundamental en el registro del estado emocional de los demás.

Como sucede con la ubicación geográfica de las propiedades inmobiliarias, el lugar que ocupa una determinada estructura cerebral posee una importancia extraordinaria. Por este motivo, la corteza orbitofrontal, situada inmediatamente detrás y por encima de las órbitas oculares (de ahí el prefijo “orbito”), ocupa un lugar estratégico en la encrucijada que hay entre la parte superior de los centros emocionales y la parte inferior del cerebro pensante. Si el cerebro fuese un puño, la corteza cerebral se hallaría en el sitio ocupado por los dedos, los centros subcorticales se hallarían en la palma y la corteza orbitofrontal ocuparía el espacio en el que se encuentran ambas regiones.

La corteza orbitofrontal conecta directamente y neurona a neurona tres grandes zonas: la corteza cerebral (o “cerebro pensante”), la amígdala (el centro desencadenante de muchas reacciones emocionales) y el tronco cerebral (es decir, la región “reptiliana”, que controla nuestras respuestas automáticas). Esta estrecha conexión sugiere la existencia de un vínculo rápido y poderoso que facilita la coordinación instantánea entre el pensamiento, el sentimiento y la acción. Esta autopista neuronal coordina los inputs procedentes de la vía inferior (originados en los centros emocionales, el cuerpo y los sentidos) con los que vienen de la vía superior (que dan sentido a los datos y determinan las intenciones y planes que guían nuestras acciones).1

Esta conexión entre la parte superior de la corteza cerebral y las regiones subcorticales inferiores convierte a la corteza orbitofrontal en una auténtica encrucijada entre la vía superior y la vía inferior, un epicentro que se ocupa de dar sentido al mundo social que nos rodea. Con el fin de integrar la experiencia externa y la experiencia interna, la corteza orbitofrontal debe llevar a cabo un rapidísimo proceso de cálculo social que nos indica cómo nos sentimos con una determinada persona, cómo se siente ella con nosotros y cuál debe ser, en función de todo ello, nuestra respuesta más adecuada.

De estos circuitos neuronales dependen la delicadeza, el rapport y las relaciones sociales amables,2 porque la corteza orbitofrontal contiene neuronas esenciales para detectar las emociones en las expresiones del rostro de los demás y en los matices de su tono de voz y, al conectar esos mensajes sociales con nuestra experiencia visceral, sentir el modo en que se sienten.3

Son precisamente estos circuitos los que nos permiten determinar el significado afectivo que algo o alguien tiene para nosotros. No es de extrañar que, en este sentido, la RMNf haya puesto de relieve una activación de la corteza orbitofrontal cuando una madre ve una imagen de su propio hijo, cosa que no sucede cuando contempla imágenes de otros bebés, y que esa activación determine la intensidad de sus sentimientos de amor y cordialidad.4

Hablando en términos técnicos, los circuitos ligados a la corteza orbitofrontal asignan un “valor hedónico” a nuestro mundo social y nos permiten ser conscientes de lo que nos gusta, de lo que nos desagrada y de lo que adoramos. Y ello también explica, en consecuencia, algunos de los aspectos que configuran el entramado neuronal de un beso.

La corteza orbitofrontal valora asimismo algunas cuestiones estético-sociales, como nuestra reacción al olor de una persona, una señal primordial que suele evocar sensaciones muy intensas de gusto o disgusto (de las que depende, por cierto, el éxito de la perfumería). Recuerdo que, en cierta ocasión, un amigo me dijo que únicamente podía amar a una mujer cuyo olor, al besarla, le gustase.

El beso posee una cualidad motora que se pone en funcionamiento antes incluso de que las percepciones alcancen la conciencia y seamos conscientes de los sentimientos subterráneos que se han activado en nosotros.

Pero no son ésos, obviamente, los únicos circuitos neuronales implicados porque, aun en el primer beso, los osciladores adaptan y coordinan la tasa de estimulación neuronal y de activación motora encargados de la delicada tarea de guiar las dos bocas a la velocidad y trayectoria adecuada para que los labios se encuentren suavemente sin que sus dientes lleguen a chocar.

LA VELOCIDAD DE LA VÍA INFERIOR

Escuchemos el modo en que un profesor que conozco eligió a su secretaria, la persona con la que debía pasar la mayor parte de la jornada laboral:

«Apenas entré en la sala de espera en que estaba sentada me di inmediatamente cuenta de que su sola presencia me sosegaba. Entonces supe que se trataba de una persona con la que resulta- ría muy fácil estar. No por ello, obviamente, dejé de echar un vistazo a su currículum, pero desde el mismo comienzo, supe que acabaría contratándola y, desde entonces, no lo he lamentado un solo instante».

Intuir si una persona nos gusta o no significa conjeturar si estableceremos con ella un buen rapport, o, al menos, si nos llevaremos bien con ella. ¿Pero cómo seleccionamos, de entre toda la gente que nos rodea, a nuestros amigos, a nuestros socios o a nuestra pareja? ¿Cómo detectamos, en suma, a las personas que nos atraen y las diferenciamos de aquellas otras que nos resultan indiferentes?

Gran parte de este proceso de toma de decisiones parece depender de la primera impresión. En un estudio muy revelador, un grupo de universitarios pasaron, el primer día de clase, entre tres y diez minutos relacionándose con un extraño e, inmediatamente después, estimaron la probabilidad de que acabasen convirtiéndose en buenos amigos o en meros conocidos. La investigación puso de relieve que, nueve semanas más tarde, esa estimación predijo con considerable exactitud el curso real de la relación.5

Lo que hacemos durante esos juicios tan precisos depende básicamente, según los neurocientíficos, de un conjunto inusual de neuronas, las neuronas fusiformes. Como su nombre indica, esas neuronas tienen forma de huso y poseen un cuerpo cuatro veces más grande que el de cualquier otra neurona del que emergen las dendritas y un axón largo y grueso que establece las conexiones interneuronales. Si tenemos en cuenta que la velocidad de transmisión del impulso nervioso depende del tamaño de los brazos que conectan a las neuronas implicadas, no es de extrañar la extraordinaria velocidad de las células fusiformes.

Existe una densa red de células fusiformes que conectan la corteza orbitofrontal con la parte superior del sistema límbico, la llamada corteza cingulada anterior (CCA), que orienta nuestra atención y coordina nuestros pensamientos, emociones y respuestas corporales con nuestros sentimientos, estableciendo así una suerte de centro de control neuronal.6 Desde esta unión crítica, las células fusiformes se extienden a muchas otras regiones cerebrales diferentes.7

El tipo de sustancias ante las que responden los axones pone de manifiesto la función que desempeñan en las relaciones sociales. En este sentido, las células fusiformes son ricas en receptores de serotonina, dopamina y vasopresina, cuyo papel resulta esencial en las relaciones interpersonales, en el amor, en el placer y en los estados de ánimo positivos y negativos.

Algunos neuroanatomistas afirman que las células fusiformes constituyen un rasgo distintivo del ser humano, porque nosotros poseemos una cantidad de células fusiformes mil veces superior a la de los simios, nuestros parientes más próximos, que sólo poseen varios centenares y no parecen hallarse presentes en el cerebro de ningún otro mamífero.8 Asimismo hay quienes sostienen que las células fusiformes explican por qué algunas personas (o especies de primates) son socialmente más conscientes o sensibles que otras,9 algo que coincide con los resultados de ciertas investigaciones de imagen cerebral que han puesto de relieve una mayor activación de la corteza cingulada anterior en las personas interpersonalmente más conscientes, es decir, en las personas que no sólo saben valorar adecuadamente una determinada situación social, sino que también son capaces de sentir el modo en que los otros pueden llegar a percibirla.10

Una de las regiones de mayor concentración de células fusiformes de la corteza orbitofrontal se denomina F1 y se activa durante nuestras reacciones emocionales a los demás, especialmente durante la llamada empatía instantánea.11 Cuando una madre, por ejemplo, escucha el llanto de su hijo, o cuando experimentamos el sufrimiento de un ser querido, el escáner cerebral muestra una especial activación en esa zona, que también se da en momentos emocionalmente cargados, como cuando contemplamos la imagen de una persona amada, cuando alguien nos parece atractivo, o cuando juzgamos si están tratándonos bien o están engañándonos.

Otra región en la que también abundan las células fusiformes es la llamada área 24 de la corteza cingulada anterior, que se pone en funcionamiento cuando experimentamos una emoción intensa y desempeña un papel esencial en nuestra vida social, orientando el despliegue y el reconocimiento de la expresión facial de las emociones. Esta región, a su vez, se halla fuertemente conectada con la amígdala, asiento de nuestras primeras impresiones y detonante asimismo de muchos de esos sentimientos.

La rapidez que caracteriza a este tipo de neuronas parece explicar la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior. Cuando conocemos a alguien, por ejemplo, nuestra sensación de gusto o disgusto puede presentarse antes incluso de nombrar lo que estamos percibiendo.12 y 13 Por esta razón, las células fusiformes pueden explicar el modo en que la vía inferior nos proporciona una valoración instantánea de “gusto” o “disgusto” milésimas de segundo antes de saber siquiera lo que ha ocurrido.14

Esos juicios sumarísimos, que dependen de las células fusiformes, desempeñan un papel muy importante a la hora de guiar nuestras relaciones interpersonales y, en consecuencia, nuestra vida social.

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